Num006 007

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José Luis Pinillos
“Laborem exercens”: Los trabajos y
los días del hombre de hoy
Por más que hayan cambiado las cosas en el mundo y en el seno de la
Iglesia Católica —y no pocas ni leves
han sido las mudanzas de los últimos
tiempos—, para un hombre de mi generación sigue sin ser fácil decidirse a
opinar públicamente sobre una Encíclica. La permisividad en estas materias
le llega a uno algo tarde, y en el trasfondo del alma probablemente quedan
siempre rescoldos de la prudencia reverencial, llamémosla así, con que los seglares de antes percibíamos estas solemnes declaraciones papales. Esta es
la verdad, al menos en mi caso, y malo
sería omitirla como un primer encuadre
de las presentes reflexiones.
Hay algo, sin embargo, en la Encíclica de Juan Pablo II sobre el trabajo
humano, algo profundamente entrañable y acogedor para el común de los
hombres, que contrarresta semejante
prevención y predispone al comentario
espontáneo. Quizá en mi caso esta especie de connaturalidad con la Laborem exercens proceda de que viví mi
infancia y mi adolescencia en un pueblo
de obreros y de que en mi casa —mi
padre era empleado de unos astilleros— los problemas del trabajo llegaban a la postre siempre desde el lado
de los más débiles, desde la margen
izquierda de la ría bilbaína, y no desde
la perspectiva de los poderosos. DuranCuenta y Razón, n.° 6
Primavera 1982
te la guerra, bien es verdad que a la
fuerza, trabajé algunos meses como
peón y luego en una fábrica de material
de guerra; más tarde ejercí de maestro
algún tiempo en una escuela pública de
un barrio obrero y posteriormente tuve
un largo contacto con empresas españolas como psicólogo industrial. Todo
esto, repito, me sensibilizó a un tipo
de cuestiones muy parecidas a las que
recoge la Encíclica del Papa Juan Pablo II, y con las que no encuentro dificultad para identificarme. Más aún,
allá por los años cincuenta mis actividades como psicólogo social me llevaron a interesarme por autores como
Laski, y hubo una etapa de mi vida
en que pensé y defendí públicamente,
no sin percances, unas tesis sobre el
trabajo humano no demasiado distantes
de las que hoy, con muchísima más
sabiduría y autoridad, defiende Juan
Pablo II en la Laborem exercens. A saber: que la humanización del trabajo
pasa inexorablemente por un proceso
de socialización, afín en muchos aspectos al socialismo.
Por último, la circunstancia de que
el Papa cuide en todo momento de que
la persona humana, sus derechos esenciales y su libertad no queden mermados en lo más mínimo por ninguno de
los ismos políticos que se disputan su
manejo y control, es sin duda otro de
los factores que a un seglar independiente como yo pueden animarle a terciar en la delicada empresa de comentar el pensamiento pontificio. En cualquier caso, mi comentario será breve y
ceñido a cuatro puntos, no más, de los
innumerables a que ciertamente ese notable documento papal es de suyo
acreedor.
1. La religiosidad radical
de la Encíclica
Coincido plenamente con Monseñor
Benavent, que aquí mismo lo señalaba
hace unos días, en que esta nueva Encíclica de Juan Pablo II es ante todo
un documento profundísimamente religioso, esto es, no político ni económico, aunque sus implicaciones afecten de
lleno a la vida sociopolítica y económica
del mundo actual, y muy especialmente
a los regímenes y partidos que la dirigen. El Pontífice acepta, desde luego,
que el problema del trabajo humano
incluye un sinnúmero de aspectos técnicos que cabría calificar de «profanos», si se me permite la expresión, en
el sentido de que no son de competencia de la Iglesia; en todo momento
deja Juan Pablo II bien claro que al
César es preciso darle lo que le pertenece. Sólo que como la dignidad de la
vida humana es asunto del que la Iglesia
no puede desentenderse, tampoco puede
dejar a un lado su pensamiento sobre
aquella actividad humana, el trabajo,
que es justamente la más esencial de
todas las que conducen a la dignificación de la vida del hombre sobre la
tierra. Precisamente por ello, la Iglesia
se ve obligada a proclamar con toda la
energía que exigen las circunstancias
presentes, su doctrina religiosa al respecto. No se trata, pues, de que el
Papa proponga una fórmula alternativa
a las del socialismo y el capitalismo,
una fórmula sociopolítica, se entiende;
su propósito, mucho más básico, es recordar a todos, proyectar sobre todas
las doctrinas seculares el mensaje dignificador del trabajo humano que contiene la palabra de la Iglesia. Se trata, en
suma, de una defensa religiosa de los
trabajos y los días de los hombres, y
especialmente de aquellos más humildes que sufren en su carne el drama
de la pobreza y la opresión.
La Iglesia, declara el Papa, está convencida de que el trabajo es un elemento fijo, tanto de la vida social como
de las enseñanzas de la propia Iglesia;
y ello ahora y siempre. Para la Iglesia
predicada y edificada entre los pobres
por Cristo, el trabajo representa una
dimensión fundamental de la existencia
humana, cuya exaltación y valoración
religiosa es consustancial a la naturaleza misma de la fe cristiana.
En esta dramática hora del mundo,
en que tantos conflictos, fatigas y crisis afectan a los hombres del trabajo
—escasez y paro, automación, desigualdades no ya sólo entre las clases sociales, sino entre continentes enteros—,
el Papa ha creído necesario estimular
desde la fe cristiana una revisión y reorganización de la economía actual,
aunque de ello se deriven algunas desventajas y sacrificios para los países
más avanzados. Indirectamente, se está
aludiendo con esto, así creo entenderlo, a la insuficiencia de unos planteamientos de enfrentamiento de clases en
el seno de unas sociedades avanzadas
donde, al fin y al cabo, nadie se muere
de hambre y de sed, de enfermedades
y miserias hace tiempo desterradas de
Occidente.
La palabra religiosa de Juan Pablo II
trasciende, pues, los planteamientos
partidistas de todas las ideologías, e incita a la denuncia, análisis y transformación de las estructuras injustas en
una dimensión más universal que la
que habitualmente se contempla. Acaso
sea ésta la razón por la que esta admirable Encíclica ha pasado tan desapercibida, deliberadamente desapercibida,
por aquellos que, al menos en teoría,
mayor eco debieran haberse hecho de
ella. Semejante desvío representa, por
lo demás, la prueba más fuerte de su
condición radicalmente religiosa y, eo
ipso, incómoda para todas las idolatrías, o simplemente para todos los Césares.
2. La concepción humana
del trabajo
La tesis fundamental de la Laboretn
exercens hunde sus raíces y se nutre
intelectualmente de una concepción del
trabajo que, en una primera aproximación, cabría calificar de humanista, o
acaso de personalista. Por descontado,
Juan Pablo II no desconoce el significado objetivo del trabajo, ni lo minimiza. El trabajo lo entiende, ciertamente, como una actividad transitiva, que
se dirige desde el sujeto humano hacia
una realidad externa, cuya transformación y dominio pretende. El dominio
del hombre sobre la tierra se realiza
en el trabajo, y de ahí, naturalmente,
el significado objetivo de éste. Significado que el Papa no niega ni devalúa,
pero sí subordina a su significado subjetivo. Porque, a la postre, lo mismo
en las épocas más remotas que hoy, el
sujeto propio del trabajo continúa siendo el hombre: el único ser viviente que
en realidad trabaja y se realiza como
persona trabajando.
Significa esto, claro está, que las
fuentes éticas de la dignidad del trabajo, su valor supremo, deben buscarse
prioritariamente en su dimensión subjetiva, en el hecho radical y fundante
de que quien lo ejecuta es una persona, un ser subjetivo capaz de obrar racionalmente, de disponer de sí y de
decidir conforme a fines propios e in-
alienables. En otras palabras: el fundamento último del valor del trabajo es
el hombre mismo, su sujeto, y no el
tipo de trabajo objetivamente realizado.
En esta concepción humanista del trabajo
se atenúan, pues, hasta hacerse casi
borrosas, las fronteras sociales establecidas por virtud de las diferencias objetivas en el trabajo realizado. No se
pretende afirmar con ello, comenta el
propio Papa, que el trabajo humano no
pueda o no deba valorarse y cualificarse
objetivamente de algún modo, sino que
tales valoraciones y cualificaciones estén
atemperadas siempre por su inserción en
unas coordenadas humanísticas, según
las cuales el metro de toda operación
valorativa del trabajo sea a última hora
la dignidad humana del trabajador. A la
postre, la finalidad del trabajo, por
corriente y simple que sea éste, es
siempre el hombre mismo.
Las implicaciones de este principio
para la organización del trabajo en una
sociedad industrial son obvias y delicadas. En efecto, mientras los hombres
no seamos capaces de trabajar por motivos exclusivamente altruistas, la valoración objetiva de los puestos de trabajo, lo que en el argot industrial se
llama Job Evaluation, constituye uno
de los temas capitales de la vida económica, en el que no es nada sencillo
lograr un equilibrio entre el valor objetivo del trabajo y las aspiraciones o merecimientos subjetivos del trabajador.
Los movimientos obreros y, en general,
el socialismo han propendido siempre
a ponderar más los componentes subjetivos del trabajo, mientras que el capitalismo y los empresarios encargados
de que las empresas sean rentables han
tendido a poner en primer plano los
elementos objetivos del trabaio, según
su grado de relevancia y repercusión
en la eficacia del proceso productivo.
Brevemente, unos propenden a igualar
las remuneraciones en función de que
el valor subjetivo del trabajo es común
a todos los seres humanos, por el hecho de ser hombres, mientras otros, en
cambio, se inclinan por establecer una
proporcionalidad notable entre las remuneraciones y el valor objetivo del
trabajo logrado.
Ciertamente, desde la óptica religiosa
de la Encíclica se resalta el valor del
polo subjetivo del trabajo, sin excluir,
por supuesto, las indispensables referencias al valor objetivo del mismo. Lo
cual, naturalmente, tiene diferentes lecturas según el contexto en que el principio se aplique. Pienso, por ejemplo,
que cuando un mecánico de Iberia gana
igual o quizá más que un catedrático
de Universidad, la interpretación concreta del principio no debe ser la misma que cuando se refiera a los trabajadores agrícolas de El Salvador, cuya
desigualdad respecto de los profesionales titulados de su país acaso sea mayor que aquí.
De otra parte, el desarrollo de los
socialismos reales ha puesto bien de
relieve las consecuencias desfavorables
para la rentabilidad de las empresas y,
en definitiva, para la producción de riqueza que acarrea el excesivo acortamiento de las distancias remunerativas
entre los distintos niveles objetivos del
trabajo. En última instancia, la elevación del nivel de vida de los más humildes depende inexorablemente no sólo
de que se repartan mejor los bienes,
sino de que existan en la cuantía necesaria. Como dijo una vez Indalecio Prieto, no se puede repartir la miseria. Para
repartir hay que producir, y para producir es menester motivar de alguna
manera la mejor ejecución de los trabajos objetivamente más rentables. Sería
deseable que semejante motivación
diferencial fuese innecesaria; pero de
hecho no ocurre así. De hecho ocurre
que el mundo, para afrontar el incremento demográfico que se espera de
aquí al año 2000, necesita más que
nunca innovar sus fuentes de produc-
ción, aumentar la rentabilidad de sus
empresas y, por supuesto, tomar una
creciente conciencia de la solidaridad
que hermana a todos los hombres.
Quiero decir, en definitiva, y así lo
entiende, por supuesto, el Papa, que la
aplicación del espíritu fraternal que anima la Encíclica no puede desvincularse
del contexto en que vaya a aplicarse,
ni de la experiencia acumulada por las
ciencias sociales de Occidente en torno
al equilibrio que deben guardar entre
sí las concepciones subjetivas y objetivas del trabajo. Sin duda, la universalidad de la concepción pontificia se
refracta de formas distintas en el complejo tapiz de pueblos que componen
la tierra. La Encíclica señala una doctrina
ideal en la concepción del trabajo
humano, bien a sabiendas de que la
realización de toda utopía se mide en
términos de amplios períodos históricos y tiene siempre un carácter de interminable aproximación asintótica a
una perfección que trasciende al hombre. Es en esa sabia clave de prudencia
política como, a mi juicio, hay que leer
el pensamiento pontificio sobre la condición personal del trabajo humano.
Siendo inequívocamente humanista en
su intención, es a la par moderada en
sus implicaciones políticas.
3. Lo social y el socialismo
Con todo, una primera lectura de la
Encíclica hace patente que ésta carga
la responsabilidad histórica de la deshumanización del trabajo en el capitalismo liberal del siglo xvm y en sus
secuelas. Es asimismo cierto que las
fórmulas humanizadoras propuestas por
Juan Pablo II comportan una innegable socialización del trabajo, y en este
sentido entiendo que agradarán al profesor Zapatero, cuya actitud comparto
en este punto.
Considero, no obstante, imprescindi-
ble hacer algunas aclaraciones que puntualicen mi conformidad. Entiendo, por
lo pronto, que el Papa generaliza sus
reparos al capitalismo en todas sus formas, incluido el capitalismo de Estado
y la colectivización de los medios de
producción, incluido, en suma, cualquier sistema que equipare el hombre
a los medios materiales de producción,
lo trate como un instrumento y no según la verdadera dignidad del trabajó,
esto es, como sujeto, autor y término
del mismo, como verdadero fin del sistema productivo. Por capitalismo no
entiende, pues, Juan Pablo II tan sólo
el sistema político y económico que se
opone al socialismo y al comunismo,
sino algo bastante más general y profundo que se opone también a estas
dos opciones.
De hecho, aun cuando el Papa subraya, y con razón, la responsabilidad
histórica del liberalismo económico en
la inversión valorativa del trabajo, incluye también en sus críticas al materialismo dialéctico^ vaya por caso, en
el cual tampoco es el hombre sujeto
auténtico del trabajo, «sino que es entendido y tratado como dependiendo
de lo que es material, como una especie
de resultante de las relaciones económicas y de producción predominantes
en una determinada época». El argumento fundamental de la Iglesia, subraya el Papa, es que no se puede poseer contra el trabajo; y este argumento
religioso y moral vale tanto para el capitalismo liberal como para cualquier
sistema que prescinda de que el capital, esto es, el conjunto de los medios
de producción, es fruto del patrimonio
histórico del trabajo humano y pertenece a la humanidad, no a una élite, a
un Estado o a un «aparato», ni a los
miembros de una Nomenklafura. Esta
es la cuestión decisiva, en torno a la
cual merece la pena meditar un poco
más.
A tal efecto conviene tener muy pre-
sente que el Papa no condena la propiedad privada, ni siquiera la de los
medios de producción —a cuya socialización tampoco se opone, por lo demás, en determinadas circunstancias y
modos— siempre y cuando no se interprete que ese derecho es absoluto e intocable, siempre y cuando se acepte
que ese derecho de propiedad está
subordinado al derecho de uso común
y al destino universal de los bienes.
No hay, por tanto, en la Encíclica una
oposición doctrinaria al capital —elemento indispensable del trabajo humano—, sino al capitalismo, al abuso del
capital, y ello por igual en sus formas
liberales o estatales. Rechazar de plano
el capital y sus formas productivas de
uso sería tanto como desconocer que el
mundo moderno se asienta sobre una
ingente acumulación de capital, que el
trabajo humano actual debe continuar
acrecentando para su legítimo disfrute
por la humanidad futura.
El acento de la Encíclica recae sobre
el uso humanizador del capital, no sobre su pase al Estado, ni sobre el rechazo frontal de la propiedad privada
de los medios de producción. Porque
la mera transferencia de los medios de
producción al Estado no equivale ciertamente a la «socialización» de tal propiedad: «Se puede hablar de socialización únicamente —nos dice Juan Pablo II— cuando quede asegurada la
subjetividad de la sociedad, es decir,
cuando toda persona, basándose en su
propio trabajo, tenga pleno título a considerarse al mismo tiempo 'copropietario' de esa especie de gran taller del trabajo en que se compromete con todos.»
Como caminos posibles para asociar
el trabajo a la propiedad del capital
propone el Papa diversos caminos, tendentes todos ellos a dar vida a una
gama de cuerpos intermedios que gocen
de autonomía respecto de los poderes
públicos, y de otras grandes fórmulas
de poder económico cual pueden ser
las multinacionales. Pero esto queda
solamente indicado y sujeto, naturalmente, al veredicto de la experiencia.
Las aplicaciones concretas de los grandes principios están siempre sometidas
a circunstancias muy complejas, nada
fáciles de anticipar, y que en última
instancia no afectan al espíritu humanizador y cristiano que, en este caso concreto, anima la Encíclica que comentamos. Su mensaje es bien claro para
todo aquel que quiera entenderlo: la
finalidad del capital es dignificar al
hombre, poseyendo a su favor, no contra él. Y de este mandato no se excluye
a nadie, ni al capitalismo ni al socialismo.
4. Trabajo y progreso
El mensaje de la Laborem exercens
posee una vertiente socioeconómica y
política y otra más bien tecnológica,
menos marcada, pero en modo alguno
ausente. Ambas dimanan, ya lo hemos
dicho, de un planteamiento radicalmente
religioso y antropológico, pero inciden
sobre planos distintos de la realidad.
Se refiere el Papa a la tecnología
moderna como la gran aliada del hombre y también como su posible adversaria. La técnica, en efecto, facilita el
trabajo, lo perfecciona, lo acelera y lo
potencia. Incluso cabría pensar que a
la larga —el Papa no lo dice— liberará
al hombre del mandato bíblico de
ganarse el pan con el sudor del trabajo.
Pero lo que en realidad y de verdad
acontece en nuestro mundo no es precisamente eso. Hoy por hoy lo que
falta a muchos hombres es precisamente
trabajo, y a la prometida sociedad del
ocio está sucediendo, de hecho, la
sociedad del paro y del hambre para
millones y millones de seres humanos.
En este explosivo contraste consiste,
sin duda, el tremendo escándalo de
nuestro tiempo, que la Encíclica de
Juan Pablo II señala y trata de reconducir desde una profunda reflexión religiosa de marcado carácter antropológico.
Insiste el Papa —dejando a un lado
nuestras reflexiones sobre el futurible
de una posible sociedad sin trabajo trabajoso— en que la complejidad de la
sociedad tecnológica, su mecanización
y burocratización, los cambios y reajustes
incesantes de las profesiones, el rápido
envejecimiento de los saberes, la
sobrecarga de información, la deshumanización de las relaciones interpersonales, la disolución de la vida comunitaria, la alteración del puesto de la mujer
en la sociedad y en la familia, etc., son
otros tantos factores de alto riesgo para
la condición del hombre en general y,
muy particularmente, para la del
trabajador. También por este costado,
el de la deshumanización del trabajo
humano, advierte el Papa una amenaza
grave, sobre la cual la Iglesia debe
pronunciarse desde el plano antropológico y religioso que le compete.
Aunque menos desarrollada que las
partes anteriores, esta dimensión del
trabajo humano recibe asimismo una
iluminación doctrinal apropiada. Una
tecnología que se desconecte de los altos valores espirituales de la vida humana puede convertirse en un nuevo
factor de alienación que suplante al
hombre y le desposea de sí mismo. De
igual modo que no se debe poseer contra el hombre, tampoco es lícito progresar contra el hombre. Y de este
nuevo pecado contra la subjetividad
del trabajo, ninguna sociedad avanzada
se encuentra en principio inmune: ni
las sociedades capitalistas ni las socialistas que alcancen un alto grado de
desarrollo.
Es verdad que en este último punto
las sugerencias concretas de la Encíclica
son mínimas y difíciles de llevar a
cabo. Lo que cuenta, sin embargo, tan-
to en este aspecto como en los anteriores, no son las soluciones técnicas, sino
el esfuerzo por iluminar el entendimiento y reconducir la voluntad de los hombres en el modo de concebir y practicar el trabajo sobre la tierra.
Contempladas sólo desde una perspectiva mundana, es posible que muchas de las propuestas papales parezcan irrealizables; me atrevería a decir
que tan contrarias a la evidencia cotidiana como la promesa de la resurrección de los muertos. Pero es dudoso,
pienso, que esa condición ideal sea un
demérito. Porque la Encíclica de Juan
Pablo II es, ante todo, un mensaje religioso, cristiano hasta la médula. Y si
hay algo verdaderamente propio de la
convicción cristiana es el imperativo de
releer constantemente la experiencia a
la luz de la esperanza. Y la esperanza
refulge con inusitado vigor en todas
las páginas de esta gran Encíclica que
la Iglesia ofrece hoy a todos los hombres, creyentes y no creyentes, con el
ánimo de suavizar sus aflicciones y
ayudarles a realizarse como seres humanos.
1919. Catedrático de Psicología en la Universidad Complutense.
J. L. P."
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