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José María Martín Patino
Preocupaciones de un católico
en la España de hoy
La vida, como decía Ortega, es hacer, y la fe cristiana, si no inspira ese
hacer, no merece el nombre de tal fe. «Quiérase o no, la vida humana es
constante ocupación con algo futuro. Desde el instante actual nos ocupamos
del que sobreviene. Por eso vivir es siempre, siempre, sin pausa ni descanso,
hacer. ¿Por qué no se ha reparado en que hacer, todo hacer, significa realizar un
futuro?» (Ortega y Gasset). Por esta misma razón, las «ocupaciones», si son
humanas, es decir, conscientes y libres, llevan dentro de sí un proyecto, una
meta. Son, en realidad, también «pre-ocupaciones».
No trato, como es natural, de hacer ningún pronóstico. Me basta preguntarme la razón de lo que estoy haciendo. Todo aquello que no tiene objeto no
debería ocuparme, no merece que invierta mi esfuerzo en algo que no me lleva
a ninguna parte. En el pronóstico me limito a mirar al futuro. No es malo
hacer pronósticos. Lo malo es quedarse en los pronósticos y pensar que se
puede vivir de ellos, esperando a que se realicen por sí mismos como un destino
inexorable. El mal de nuestra sociedad consiste en que casi todo el mundo se
interesa mucho más por «lo que va a pasar» que «por lo que tiene que hacer».
Se dedica mucho espacio al «horóscopo» y poco al análisis de los
acontecimientos diarios.
Pretendo, eso sí, que mis preocupaciones no sean las estrictamente personales. Es muy difícil ser honesto en una sociedad de picaros o veraz en el
mundo de la mentira. «La libertad no es sólo un derecho que se reclama
para uno mismo, es un deber que se asume respecto a los otros» í. Quiero
hablar de preocupaciones que yo considero objetivas, porque conciernen a la
conciencia objetiva de los católicos en esta hora crítica del catolicismo español.
Su catalogación y orden de prioridad, naturalmente, responden al campo de
visión que yo logro iluminar, como un simple espectador, desde mi circunstancia cristiana.
Normalmente nos dejamos absorber por los cambios externos más sensacionales. Contemplamos la realidad dominados por nuestras propias «ideas».
1
Juan Pablo II, Mensaje de la Paz, 1981, núm. 7.
Cuenta y Razón, n.° 2
Primavera 1981
Con ellas intentamos defendernos del caos en el que andamos perdidos. Las
cosas nos parecen tan «claras» que nos incapacitamos para comprender su
complejidad. Los cambios políticos de los últimos años ocultan sin duda otros
procesos más profundos y determinantes del futuro de nuestra convivencia.
Dentro del área religiosa sucede otro tanto. Hemos pasado en el corto espacio
de unos años de un Estado confesional, en su sentido más tradicional, a una
Constitución «no confesional». Los modelos de Estado que hemos experimentado en España, en lo religioso, no coinciden con lo que ahora necesitamos. Los católicos españoles estábamos acostumbrados a una de dos: o que el
Estado tuviera «como timbre de gloria» inspirar todas sus leyes en la doctrina
de la Iglesia o que ese mismo Estado ignorara e incluso persiguiera a las
instituciones eclesiásticas; o que la moral del Estado se identificara con la
moral católica o que dicha moral no fuera en absoluto tenida en cuenta en
los procesos legislativos. Estas dos actitudes extremas absorben todo el interés
y desencadenan batallas religiosas que impiden situar problemas, como la
escuela y el divorcio, en su propio terreno de la ética civil, de la cultura o de
la política. Se sustraen las verdaderas cuestiones a los debates cuando los
interlocutores se dedican a descalificarse mutuamente o a minar la credibilidad
del adversario.
La Iglesia tiene una deuda con la España moderna: la de orientar la conciencia cristiana de manera que la libertad, el progreso y la justicia no sean
objetivos que hay que perseguir a costa de la fe cristiana o frente a las reacciones de los mismos factores. El hecho de que no corresponda a ella dictar a
la sociedad civil el régimen de su existencia colectiva no puede convertirse en
pretexto para desistir de formular juicios y directrices fundamentales que ayuden
a buscar soluciones a nuestra conflictiva convivencia. Sabemos de qué manera
nos tienta el espíritu arcaizante. Esa especie de manía de vivir el pasado como
presente, resucitando personajes que han muerto para siempre y
renunciando a cualquier análisis que pueda llevarnos a síntesis más estimulantes
y creadoras. Importaría mucho que supiéramos distinguir bien los dogmas de
los dogmáticos. Una cosa son las realidades, los objetos del conocimiento, y
otra muy distinta las actitudes, la manera de ver y de comportarnos ante esa
realidad. Todos sentimos la necesidad de ordenar nuestros conocimientos,
aunque no sea más que para hacer frente al caos de estímulos al que estamos
sometidos. Pero el dogmático organiza su sistema como una tupida malla de
defensa.
Merece la pena que intentemos traspasar esos telones fantasmagóricos que
nos impiden descubrir algunos de nuestros principales problemas. A veces
dudamos de si es primero y más importante dedicar nuestro esfuerzo a cambiar
las estructuras, especialmente las económicas y políticas, o intentar antes
regenerar el corazón de cada hombre. La primera comunidad del Evangelio
no se planteó este dilema. No esperaron a tener las condiciones ideales para el
cambio de la sociedad. Se pusieron a trabajar en la tarea que tenían delante,
dedicándose a convertir a cada hombre concreto. Esta preocupación por el
hombre concreto preside hoy la conciencia de la Iglesia. Y a través de ella
descubrimos otras preocupaciones por la familia y por la sociedad. Preocuparse es enfrentarse con la realidad del presente, en cuanto ésta encierra dentro
de sí las soluciones del futuro que hay que preparar e incluso anticipar, sin
esperar a que nos sorprenda.
I. La preocupación por el «hombre» concreto
Debemos dar preferencia a esta cuestión fundamental. Es la pregunta que
está en la base de todas las preguntas que se ha hecho la humanidad. El hombre
ha sido objeto de estudio desde los mismos umbrales de la ciencia filosófica:
«Conócete a ti mismo» era la meta de la filosofía socrática. Todos los grandes
pensadores han intentado descifrar el misterio del hombre. Pero nuestra época
presume de no haberse quedado de brazos cruzados en una mera contemplación
del ser humano. Los humanismos se han convertido en programa político. En
la plataforma de ideologías opuestas sobre la concepción del mundo se iza la
bandera del hombre. Ondea en todos los foros internacionales, en todos los
laboratorios de los científicos y en todas las empresas del desarrollo
tecnológico.
Juan Pablo II parece haber elegido el tema del hombre como cuestión
fundamental de todos sus discursos. Lucha incansablemente para que todos
esos nobles esfuerzos de la humanidad converjan en una consideración más
amplia que descubra lo que podemos llamar con Trasmontant la «antropología
integral»: el hombre, no sólo bajo esta o aquella dimensión, sino tal como
fue diseñado en el momento de la creación y tal como es revelado y rehabilitado
en los misterios de la Encarnación y Redención. «No se trata solamente —nos
dice— de dar una respuesta abstracta a la pregunta: quién es el hombre, sino
que se trata de todo el dinamismo de la vida y de la civilización» 2. La
consideración del futuro de la humanidad está urgiendo ya en las actitudes y en
los comportamientos presentes. El «deber ser» no puede desentenderse de lo
que concretamente sentimos y experimentamos en el hombre concreto como
expectativa y como condicionante de aquello que estamos llamados a ser. Y, por
tanto, hay que enfrentarse con el sentido y las iniciativas de la vida cotidiana,
con todo lo que es premisa y presupuesto de los proyectos de civilización,
programas políticos, económicos, sociales, estatales y otros muchos.
«Se trata, por tanto, del hombre en toda su verdad, en su plena dimensión.
No se trata del hombre abstracto, sino real, del hombre concreto, histórico..., el
Hombre tal como ha sido querido por Dios, tal como El lo ha elegido
eternamente, llamado, destinado a la gracia y a la gloria, tal es precisamente
cada hombre, el hombre más concreto, el más real, éste es el hombre en toda la
plenitud del misterio, del que se ha hecho partícipe en Jesucristo, misterio del
cual se hace partícipe cada uno de los cuatro mil millones
Juan Pablo II, El Redentor del Hombre, núm. 16, Ed. Paulinas, pág. 44.
de hombres vivientes sobre nuestro planeta desde el momento en que se es
concebido en el seno de la madre... El hombre en la plena verdad de su
existencia, de su ser personal y, a la vez, de su ser comunitario y social —en el
ámbito de la propia familia, en el ámbito de la propia nación o pueblo, en el
ámbito de toda la humanidad—, este hombre es el primer camino que la Iglesia
debe recorrer en el establecimiento de su misión, él es el camino primero y
fundamental de la Iglesia»3.
En términos cinematográficos, podríamos decir que el progreso humano
hay que contemplarlo y decidirlo a través de un primer plano, el hombre contemplado en toda su grandeza, es decir, tal como se nos ha revelado a los
hombres a través de Jesucristo. No es el hombre para el sábado, sino el sábado
para el hombre. El principio evangélico vale para discernir en la utilización de
los avances tecnológicos, para dominar la naturaleza, para juzgar a las
organizaciones económicas y políticas. No se puede llamar sin más «progreso
humano» a la evolución ciega de la historia. El futuro está abierto al progreso
y a la degradación, es decir, a la responsabilidad de elegir individual y
colectivamente. A la altura de nuestro tiempo existen ya suficientes experiencias
para poder afirmar que la ética debe prevalecer sobre la técnica, la persona
sobre las cosas y el espíritu sobre la materia. De ahí la pregunta que, según el
Papa, «deben hacerse los cristianos»: «Si el hombre, en cuanto hombre, en el
contexto de este progreso, se hace de veras mejor, es decir, más maduro
espiritualmente, más consciente de la dignidad de su humanidad, más
responsable, más abierto a los demás, particularmente a los más necesitados y a
los más débiles, más disponibles a dar y prestar ayuda a todos» 4.
Fruto de esta experiencia milenaria es la proclamación, a nivel planetario,
de los derechos humanos. Pero es necesario seguir atentamente todas las
fases del proceso actual, aunque muchas veces sea llamado de liberación. No
se puede vivir por más tiempo en la seducción de los mitos del crecimiento y
de la revolución. El desarrollo capitalista impone graves costos humanos. En
muchos países del Tercer Mundo estos costos son prohibitivos. Las revoluciones
socialistas han impuesto, con otra serie de aparentes justificaciones, costos
humanos irreparables. No se puede seguir embaucando al hombre de hoy con
la abundancia de mañana, ni justificar el terror de hoy con la promesa de un
orden futuro. Brasil, como experimento capitalista, y China, como proyecto
socialista, suelen ser considerados como polos opuestos entre los modelos de
desarrollo y, por consiguiente, como alternativas decisivas para el futuro. Sin
embargo, la más elemental consideración de la ética política nos dice que
ambos modelos se basan en la disposición a sacrificar al menos una generación en
aras de las supuestas metas del experimento. De estas pirámides del sacrificio
está ahita nuestra geografía política contemporánea.
Dentro de esta consideración del «hombre concreto» es necesario descender a comprobaciones más inmediatas. El hombre se ha vuelto escéptico de
3
4
Juan Pablo II, El Redentor del Hombre, núms. 13-14.
Juan Pablo II, El Redentor del Hombre, núm. 15, pág. 41.
teorías y se sumerge en el placer del momento; ofrece, además, una gran
resistencia a aplazar las gratificaciones. La ilusión prometeica asentada sobre
el progreso y lo que se creía posibilidad de autarquismo, va siendo sustituida
por lo que se ha dado en llamar cultura narcisista. Prometeo se ocupaba del
futuro de todos. Narciso no piensa más que en su propio y particular bienestar.
«Desencanto» y «pasotismo» son los términos más utilizados para levantar acta
de defunción de las antiguas vanguardias y militancias. En estas condiciones,
resulta casi un milagro suscitar lo que podríamos llamar sentimiento de
vergüenza y de repudio de la «indignidad moral».
Solzenitzyn es el que ha logrado dar forma artística a la experiencia
con-centracionaria. Aquellos que, durante largos años en los campos de
exterminio, gastaron su vida para nada, que llevaron sobre su espalda un
número de registro, que después de haberse extenuado en el trabajo eran
arrastrados a la celda de castigo, son los que, desde el fondo de aquella fosa
moral, pueden hablarnos de un nuevo humanismo. El «no» al Zek (el preso
soviético) es ante todo un enderezamiento del alma, la victoria sobre el
aislamiento y el anonimato, la comunidad recuperada, la alegría liberadora.
Camus expresó en su novela La peste el suceso de una ciudad obligada a
reorientar su futuro, en la que unos protagonistas reclaman la fuerza de
inaugurar una existencia más auténtica ante la evidencia de su ser para la
muerte. Muchos comienzan ya a sentir la necesidad de sumarse a esta nueva
«disidencia».
No hace falta mucha intuición para sentir muerta a una sociedad o a una
nación que se desintegra bajo el impulso del odio, de la violencia, de la desconfianza, de la ambición o de tantas otras quimeras de la vida. Y tampoco
necesitamos mucho esfuerzo para reconocer que un cristianismo que pierde
su capacidad de relacionar y de unir, que agoniza en antagonismos irreconciliables, que prefiere no dialogar para no contaminarse, que teme compartir
su historia con la de todos los hombres, está prácticamente moribundo. La fe
no puede vivir aislada, separada, dentro de nosotros mismos.
Las formas históricas y las actitudes actuales del cristianismo español
deben ser contempladas también a través de ese primer plano del hombre. El
cristiano concreto, histórico, que acude a nuestras celebraciones litúrgicas,
que da forma a la familia, que actúa en la empresa o interviene en la política, es
de hecho el retrato de nuestro catolicismo. Ya Ortega y Gasset observaba que
los defectos de la Iglesia española no había que atribuirlos al cristianismo
universal, sino a la manera particular de interpretarlo nuestra comunidad
histórica. «La Iglesia española fue grande mientras se nutrió de la cultura de
las grandes universidades del siglo xvi, cuya decadencia determina la de la
misma Iglesia. Frailes ignorantes y tercos dirigen la resistencia a toda medida
progresiva durante el siglo xix», observa Salvador de Madariaga 5.
No creo que fuera difícil probar que una de las características de nuestro
catolicismo es el individualismo intransigente. El católico español salta sín
5
Salvador de Madariaga, La Iglesia y el clericalismo en España. Ensayos, Madrid, 1978,
pág. 125,
término medio del yo a lo universal. Permanece solo, pero se siente unido a
una institución fuerte y poderosa en un país en que las instituciones son
escasas y débiles. Defendemos con pasión los principios y los dogmas, pero
nos cuesta entender la relación social como virtud evangélica. Amamos la seguridad y la claridad más que la verdad, que suele ser siempre compleja.
Oscilamos entre la religión de autoridad y la del individuo solitario, entre la
religión de la certeza absoluta y la de la elucubración personal. Aunque a primera vista parezca lo contrario, los procesos de «anomía» que han tenido
lugar en los últimos quince años, y no sólo por el impulso reformista del
Concilio, confirman en gran parte esa lucha entre la seguridad institucional y
la búsqueda individual. No ha habido una resistencia organizada al cambio. Lo
que ha faltado es rigor intelectual y, consecuentemente, capacidad de crítica.
La guerra civil no fue sólo una gran tragedia nacional. Significó además
nuestra impotencia para el diálogo. Todavía no hemos sido capaces de organizar
un debate público en las grandes cuestiones que nos enfrentan tanto entre los
estamentos y sectores de la Iglesia como entre ésta y los movimientos políticos
o sociales de los no creyentes. Y como esta carencia se acusa también en la vida
civil a todos los niveles, se puede pensar que las actitudes dogmáticas no son
propiedad exclusiva de los creyentes, sino la tendencia natural a los
radicalismos que protagonizan nuestra historia. El argumento ad hominem, la
descalificación del adversario, las campañas de descrédito, son las formas más
usuales de Discutir en el patio de vecindad, en la tertulia, en la prensa y hasta en
el Parlamento. Es sencillamente el método menos civilizado para imponer
actitudes, sin que éstas sean debidamente analizadas, sopesadas, tamizadas,
admitidas o rechazadas. Los procesos de polarización y radicalizacíón que
nos han llevado al enfrentamiento religioso o político, e incluso a la lucha
armada, han comenzado siempre por una etapa de cristalización psicológica.
Nos dejamos seducir por una especie de daltonismo progresivo, según el cual
vamos perdiendo la facultad de percibir colores intermedios hasta el punto de
no ver diferencias entre los diversos grupos que tenemos enfrente. Es el
momento en que instintivamente convertimos al adversario en enemigo.
Dejamos de atender a las ideas y nos fijamos únicamente en los hombres que las
encarnan. Incluso aquellas mismas ideas comienzan a ser buenas o malas,
según sea la «óptica de situación» del individuo o grupo que las percibe como
ideas, actitudes o comportamientos del otro grupo al que se enfrenta.
En el terreno de los poblemas morales, el diálogo es imprescindible.
Cuestiones como la sexualidad, el divorcio, el control de la natalidad y el
aborto exigen previamente un reencuentro de bases y premisas que pertenecen a
la ética civil. Esta tarea legítima e imprescindible es una de las más urgentes en
una sociedad manumitida como la nuestra, que necesita reconstruirse a sí
misma con la colaboración de todas las fuerzas sociales que la integran. Hay
que coincidir en un fondo común de ideales, valores y metas que sean capaces
de iluminar la existencia de todos y que a la vez dejen ámbito sufi-
cíente para realizaciones concretas de los grupos creyentes o no creyentes
en su especificidad.
Dentro de la misma comunidad católica hay que aprender también a hablar
y a escuchar, a dar y a recibir, a transmitir y a compartir. Las relaciones no
pueden estar exclusivamente impulsadas por la autoridad y el magisterio.
Existen indudablemente ciertas materias y ciertos valores espirituales en los
cuales no cabe transación, pero difícilmente serán asimilados sin unos márgenes
de aceptación crítica y libre. El hombre concreto y las leyes psicológicas del
diálogo deben ser tenidas en cuenta para integrar a los obispos y a los
teólogos, al párroco y a los feligreses y las diversas tendencias que operan en
la comunidad cristiana.
A esta impreparación para el debate se suma la dificultad que experimenta el español para percibir la proximidad. Los dos polos de su psicología
son el individuo y el universo. Presume de afirmar su personalidad a fuerza de
rechazar influencias. Prefiere percibir directamente la libertad, la justicia, los
conceptos políticos, económicos y sociales saltando las zonas intermedias en las
que precisamente se hallan y viven las colectividades social y política. Somos,
naturalmente, anticooperativistas. Sentimos más intensamente los impulsos
verticales que los horizontales. Pactamos más fácilmente con los distantes que
con los de nuestro mismo grupo. La labor de equipo se opone a nuestro
instinto de conservación de la propia libertad. La dictadura y el separatismo son
nuestras permanentes tentaciones. Todo esto puede estar sustentado por un
fondo religioso de trascendencia, de infinitud y de eternidad, pero contradice
frontalmente la práctica del amor evangélico. Las manifestaciones más extremas
de esta insatisfacción que nos produce la proximidad es la violencia, el
desprecio de la vida, el desinterés por la cosa pública y el personalismo o
fulanismo que golpea ahora tan cruelmente nuestra convivencia.
Eugenio d'Ors decía que el pueblo español padece «una especie de incapacidad para el ejercicio de la amistad». Y Ortega escribió más ásperamente:
«Sospecho que, merced a causas desconocidas, la morada íntima de los españoles fue tomada hace tiempo por el odio que permanece allí artillado, moviendo guerra al mundo.» «La amistad es el primer grado de parentesco»,
solía decir Marañón. Crea de verdad una relación más íntima y firme que la
misma consanguinidad. Los mismos lazos carnales sirven de muy poco si no
están sellados con la sangre de la verdadera amistad. En la lucha política o
en la reivindicación sindical es fácil llegar a la camaradería, pero eso no quiere
decir que exista auténtica amistad. Los camaradas se hacen en las trincheras
de combate; los amigos, en cambio, no necesitan ir contra nadie para serlo.
Tratan de destruir el odio, que es fuente constante de nuevas fronteras.
El marxismo desafía ahora con sus agresivas camaraderías la solidaridad
del amor. Y muchos cristianos se dejan seducir por esa pretendida eficacia.
Carlos Marx ridiculizaba la fraternidad cristiana como «una joroba» o protuberancia que deforma al hombre. Y J.-P. Sartre estimaba que «la caridad
de los cristianos» no es más que «una relación abstracta y universal». Ahí se
sitúa precisamente la actualidad del mensaje de Juan Pablo II en su preocupación por el hombre concreto: «El hombre no puede vivir sin amor. El permanece para sí mismo un ser incomprensible; su vida está privada de sentido si
no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experi menta
y lo hace propio, si no participa en él vivamente 6.
II.
Preocupación por la familia
La familia está en el ojo del huracán. Algunos describen su crisis como la
de un castillo asediado al que se está atacando en todas las torres de sus
murallas. El hecho es que la mayoría de los consejos que damos a los casados y
los modelos de familia cristiana que les proponemos están propiciando una
situación de exilio. No basta hablar de la familia como célula de la sociedad
sin insistir en el tejido social en el que vitalmente se inserta y del que depende
su misma configuración y funcionamiento interno.
Me resisto a creer que el crecimiento alarmante del divorcio en el mundo, el
desamor en el que conviven muchas parejas, el deterioro de las relaciones entre
padres é hijos y tantos desastres familiares que alcanzan a millones de
personas precisamente en los países más adelantados se deba exclusivamente a
causas personales. Nadie se enamora para fracasar en su unión. Nadie que
esté en el uso normal de sus facultades funda un hogar para vivir separado de
aquellos seres que son fruto del amor. Parece demasiado simple atribuir en
exclusiva la responsabilidad de la quiebra familiar a los mercaderes de la
obscenidad, a ciertas maneras de entender la feminidad, al hedonismo reinante
y a la confusión del amor con la pura atracción sexual y al cacareado
enfrentamiento generacional. Todos ésos son síntomas de una enfermedad
estructural de la misma sociedad. Por eso, la manera más inteligente de
luchar contra el divorcio me parece que es tratar de reducir las causas que lo
producen.
Un camino sería contemplar la «familia nuclear», que ahora queremos
defender, en la perspectiva histórica de los cambios sociales, económicos y
jurídicos que la dieron a luz. No creo que alguien pretenda ahora volver a la
familia patriarcal que regía antes de las sucesivas revoluciones industriales.
Pero aquel modelo familiar, por su agrupación multigeneracional, por su régimen
interno de autoridad sacral y por su misma estructura económica, era
indudablemente una comunidad de relaciones más ricas, estables y polivalentes
tanto en su vida interna como con su contexto social. No existía frontera
definida entre lo público y lo privado; las actuaciones familiares eran a la
vez públicas y transparentes. Aquella organización social sí que estaba centrada en la familia y gravitaban sobre ella todas las instituciones económicas,
culturales y religiosas.
* Juan Pablo II, El Redentor del Hombre, núm. 10, pág. 25.
Hoy, en cambio, la «familia nuclear» es la cristalización de la esfera privada de la existencia, el único refugio en el que el individuo se puede sustraer
al control inmediato de las instituciones públicas, económicas y políticas, el
espacio propiamente libre de autorrealización de la persona. El Estado y su
inmenso aparato burocrático, así como las grandes empresas de producción y de
distribución, amenazan al simple ciudadano como un gran gigante extraño y
anónimo. Los procesos de industrialización y sus consecuencias
ins-titucionalizadoras convierten al hombre en una pieza anónima e
intercambiable de esa gigantesca maquinaria.
Todos estos cambios estructurales repercutieron en la organización familiar. A medida que se va distanciando el productor del consumidor, como
observa Alvin Toffler, se hacen más profundos los cambios en las relaciones
familiares. La fábrica impone el desplazamiento del hogar y la concentración
humana. El trabajador no realiza un esfuerzo para construir un producto que
va a consumir él mismo, sino pura y simplemente para obtener un salario. Y
como hay que liberar manos para la fábrica y para ganar más, se impone la
reducción de las tareas del hogar: la educación de los hijos se encomienda a la
escuela y los ancianos se llevan a una residencia de la tercera edad. La
misma concentración urbana impuesta por la fábrica y la nueva organización
de servicios obliga a emigrar, al desarraigo y, en definitiva, a reducir el
espacio de la vivienda familiar.
El programa de la escuela lleva también el sello de la eficacia productiva y
del industrialismo. Se aprende para producir y se educa para someterse a
una civilización fabril. La obediencia patriarcal se cambia por esquemas más
racionales y jurídicos de la organización tecnológica. Sólo razones prácticas
obligan a mantener una cierta disciplina en el hogar. La sincronización del
esposo y de los hijos con los horarios públicos y escolares reduce hasta límites
inverosímiles el tiempo de las relaciones conyugales y paternas. La misma
potente cuña que separó al productor del consumidor penetró también en el
hogar. Mientras el marido salía, por regla general, a rendir en un trabajo
económico, la esposa permanecía en casa para realizar otro trabajo, cuyo fruto
se consumía en la misma familia. De esta manera, el varón asumía un tipo de
ocupaciones históricamente más avanzadas y de mayor prestigio, mientras la
mujer se quedaba atrás para ocuparse, a la antigua, de sus labores domésticas.
La oficina, la profesión liberal y la fábrica eran ocupaciones públicas,
mientras los trabajos hogareños seguían perteneciendo al ámbito privado. El
ama de casa, en comparación con el hombre, retrocedió en su valoración y
aislamiento social, aunque en nuestros días haya reaccionado contra este
ostracismo. Este distanciamiento funcional, típico de la familia burguesa o
nuclear, tiene una importancia extraordinaria. No es extraño que las
estadísticas decanten tasas más elevadas de divorcio allí donde los cónyuges no
tienen apenas ocasión de encontrarse y tratarse entre sí.
No es justo identificar la doctrina de la Iglesia con un determinado modelo
histórico de la familia que pudo encarnarse en una cultura. Ni siquiera con el
tipo patriarcal. Defender la primacía autoritaria del varón y la dedica-
ción exclusiva de la mujer a la casa tiene el peligro de identificarse con otras
tendencias arcaizantes. Se diría además, con razón, que no se daba en ella el
clima de responsabilidad y libertad necesario para el desarrollo armónico y
maduro de la personalidad. Cuando los obispos defienden ahora la estabilidad
de la unión conyugal y el carácter institucional del matrimonio, deben explicar
más claramente lo que piden, y no solamente en términos jurídicos. Porque
existe el peligro evidente de que sus esquemas se identifiquen con modelos
anticuados. La tradición es lo contrario del arcaísmo. Mucho menos podemos
canonizar esta «familia nuclear», regida por el cálculo, el control y la
preocupación económica, artillada frente a las instituciones públicas e incapaz
de integrar socialmente al hombre. Su expresión en la familia burguesa es un
índice de la facilidad con que esta «célula social» se desinteresa del bien
común y de la cosa pública.
Todos los alumbramientos humanos son dolorosos, pero éste de la familia
del futuro es especialmente irrenunciable. Nadie que esté en su sano juicio
podría oponerse a una descentralización y desurbanización de la producción.
Porque existen motivos para pensar que no es una utopía intentar que los
avances tecnológicos hagan posible devolver millones de puestos de trabajo
de las fábricas y de las oficinas a la convivencia plena del hogar de donde
fueron desplazados por el industrialismo. Hace trescientos años, pocos podrían pensar que las masas de campesinos que segaban en el campo se apiñarían en torno a las fábricas y malvivirían en las jaulas de cemento de nuestros
inhumanos suburbios. Hoy se requiere valor para anunciar una sociedad de
futuro centrada en el hogar, más permeable a su entorno social. La electrónica
y la informática moderna, a juicio de los entendidos, va a aumentar la
posibilidad de que maridos y esposas, y quizá incluso hijos, trabajen juntos
como un grupo más integrado.
Desde Durkeim para acá es un lugar común de la sociología de la familia
decir que el matrimonio protege al individuo contra la «anomía». Si hoy se
habla tanto de situaciones anómicas, podemos dar la vuelta a la moneda y
tratar de descubrir dónde funcionan y tienen más eficacia los procesos
«nómicos». Es decir, dónde el hombre moderno, preso de la incertidumbre y de
la inseguridad, puede asentar los cimientos de su propia existencia. Cuando el
ser humano pierde el sentido de lo que es «normal» y, consecuentemente, de
lo que es «anormal», se convierte en un náufrago, perdido en el caos de los
cambios que para él carecen de sentido. La realidad social, el entorno al que se
aferra desesperadamente, constituye su única tabla de salvación. Pero esa balsa
flotante no le conduce a ningún puerto, incluso aumenta su desesperación.
Necesita otear la tierra firme de la realidad objetiva. Pero ¿cómo hacerlo si
desconfía de las normas tradicionales y de los esquemas tipificadores que
antes le orientaban y daban sentido a su vida?
El matrimonio estable es un instrumento creador de «nomos». Esta aportación de la sociología del conocimiento no ha sido valorada suficientemente.
Los sociólogos del conocimiento dan una importancia extraordinaria a lo que
puede llamarse «situación cara a cara». En ella se produce la experiencia
más importante que un ser humano puede tener de los otros. En nuestro
caso, el hombre y la mujer comparten un mismo presente vivido; la subjetividad de uno es accesible al otro mediante un máximo de síntomas. Los
esquemas tipificadores y ordenadores del conocimiento, que se imponen desde
fuera, desde la cultura social, desde las instituciones y aun desde el mismo
lenguaje, no pueden soportar la evidencia masiva desde la subjetividad del
otro, que se nos impone en la situación «cara a cara». Ese «tú» llega a ser
para mí completamente real, firme y terso, como la superficie de un espejo
que va reflejando sobre mi consciente todo lo más importante de la realidad
cotidiana. Como la mayoría de las acciones de cada uno de la pareja no pueden
ser comprendidas sin las del otro, la definición de la realidad de uno tiene
que someterse al careo de las definiciones del otro. Unas y otras forman parte del
horizonte de la conducta cotidiana. Ambos llegan a construir un «sub-mundo»
común, que cristaliza en lo que vulgarmente hoy se llama la «esfera privada»:
la única zona compartida y al mismo tiempo protegida contra poderosas
influencias. Tanto que en ella el hombre o la mujer recobran verdaderamente su
poder creador de sentidos y referencias en la realidad que les circunda. El ser
humano se encuentra a sí mismo en un mundo claramente inteligible, dentro
del cual él es señor y maestro. Es una esfera privada, pero no individual,
aunque ciertamente reducida a la pareja y a los hijos.
Los etnólogos nos recuerdan constantemente que la familia en nuestra
sociedad es de tipo conyugal y que la relación central o nuclear en la misma es
la relación matrimonial. Ahora bien: la comunidad más amplia de la familia
patriarcal era la matriz fundamental y orientadora de sentidos de las relaciones
sociales. La misma vida social recibía su impulso de ese corazón robusto que
era el hogar. No había barreras, como comprobamos hoy en la «familia
nuclear», entre el individuo y la sociedad, entre la esfera privada y la vida
social o pública. Hoy, en cambio, la sociedad es una yuxtaposición de
«sub-mundos» aislados, comunicados entre sí por una red de relaciones, la
mayoría de las veces abstractas o anónimas. Y éste es uno de los dramas del
hombre-masa, insatisfecho siempre de sí mismo y, por qué no decirlo,
desinteresado del bien de los otros. ¿Podrá afirmarse, como algunos hacen
rotundamente, que la debilitación de los vínculos conyugales y familiares y
las leyes que favorecen esa desintegración constituyen un elemento de progreso
y de liberación para el hombre moderno? Una vez más la preocupación por el
hombre y, consecuentemente, por la familia, como posibilidad de acrecentar
el ejercicio de la libertad y de la autorrealización creadora, introduce
correcciones fundamentales en las actuales tendencias ordenadoras y
controladoras del Estado y de las instituciones públicas.
III.
La preocupación por el Estado y su ordenamiento jurídico
He afirmado más de una vez que uno de los obstáculos para la normalización de muchas cosas en España reside en la manera de entender los políticos
y también los eclesiásticos los actuales cambios políticos con categorías de
«transición» y no de «transformación». Cada partido o grupo social vislumbraba
como cercana su «tierra prometida». Se ha insistido poco en el hecho de que
la democracia es un procedimiento o instrumento para transformar la sociedad,
y no un fin en sí ni una estación de término. Los obispos españoles no
constituyen una excepción. El esquema de Estado con el que se encuentra ahora
y las demandas que hace a la Iglesia esta sociedad no coinciden con sus
previsiones. El hecho de que la izquierda política no reconozca el espacio de
libertad que necesita la comunidad católica, sus instituciones y
organizaciones, desconcierta a la jerarquía eclesiástica hasta tal punto que
corremos el riesgo de volver a los viejos enfrentamientos que caracterizaron
los siglos xix y xx.
Los hechos están demostrando que la comunidad católica y la sociedad
civil en España no han logrado liquidar las causas de sus antiguos pleitos. El
debate sobre la escuela y la universidad, la discusión en el Parlamento y en
el seno de algunos partidos sobre el divorcio, los ámbitos de presencia de la
Iglesia en la vida pública y en los órganos de opinión y hasta los símbolos
religiosos han vuelto a desenterrar el hacha de la guerra religiosa que tantas
veces ha enfrentado a los españoles. Cualquier católico responsable tiene que
ser consciente de la gravedad de estos procesos periódicos y trágicos de
nuestra comunidad histórica. La reconciliación de los vencidos y de los
vencedores que alentaba las revueltas universitarias de los años cincuenta y que
llegó a ser proclamada como el primer objetivo nacional por la Junta
Democrática de la oposición, y aun por el mismo episcopado, unos años antes
de la muerte del general Franco no parece presidir ya las actitudes fundamentales de los políticos y aun de los mismos eclesiásticos. No resulta fácil
comprender cómo la acción colectiva de los católicos no es capaz de mostrar
inequívocamente la trascendencia de las reivindicaciones cristianas por encima
de los desiderata particulares de sus instituciones. Los intereses particulares
no son defendibles —sean de las comunidades políticas diferenciadas, sean
de la comunidad cristiana— más que si son resituados y jerarquizados en el
interior del esfuerzo colectivo por una sociedad más justa y, por tanto, necesaria. Este ejercicio de ascesis colectiva resulta cada vez más difícil. Las demandas más justas se hacen inviables por el hecho de mantenerlas a ultranza
sin la posibilidad de jerarquizarlas o negociar su contenido y su ritmo de
solución.
Aquí no tenemos más experiencia que la del Estado confesional de corte
tradicional con los intervalos cortos y dramáticos del Estado laicista. Ninguna
de estas dos experiencias es hoy deseable. Las reglas de juego democrático
tendrían que servirnos para crear un modelo nuevo de Estado también en lo
que respecta a sus relaciones con las confesiones religiosas, y concretamente
con la Iglesia católica. No se puede negar que hemos avanzado en los planteamientos. Lo que ahora se discute son los derechos humanos y civiles de la
libertad religiosa en una sociedad libre y democrática. Pero los debates en
curso demuestran que no hemos logrado salir del círculo diabólico del todo o
el nada en la función social y pública de la comunidad católica; o nos empeñamos en identificar las leyes civiles con los principios de la moral católica,
o pretendemos negar cualquier relación de las mismas con un orden ético
objetivo que no sea el puramente sociológico; o concebimos el
«Estado-no-confesional» como un disfraz de la tradicional confesionalidad, o
nos artillamos en él contra toda influencia confesional. Seguimos oscilando
entre el dogmatismo político-religioso, un tanto teórico, y el relativismo moral
sin fronteras.
Se invoca la «aconfesionalidad» del Estado para retirar el crucifijo de un
despacho oficial, para suprimir un espacio religioso de los medios de comunicación estatales, para intentar una especie de censura previa a la publicación
de las declaraciones episcopales, para combatir incluso la escuela y la universidad privadas y para negar cualquier subsidio público a las actividades culturales de instituciones eclesiásticas que forman parte de la presencia de España
en Roma o en Jerusalén. Se pretende que el Estado se haga ciego y sordo a
las realidades religiosas de nuestra sociedad. Pero resulta «difícil de aceptar,
incluso desde un punto de vista puramente humano, una postura según la
cual sólo el ateísmo tiene derecho de ciudadanía en la vida pública y social,
mientras los hombres creyentes, casi por principio, son apenas tolerados o
también tratados como ciudadanos de categoría inferior»"1. Esa ignorancia
respecto de las creencias que se exigiría a los gobernantes es violenta y discriminatoria. La concepción cristiana de la neutralidad confesional del Estado
niega a éste la competencia para hacer juicios de valor religioso, pero al mismo
tiempo le responsabiliza de tutelar la real libertad de los grupos o confesiones
religiosas. El «Estado-no-confesional» no privilegia a ningún grupo religioso,
pero, como es lógico, tampoco se desentiende de la vida de ninguno de ellos.
Tiene obligación de hacer posible incluso con su ayuda el real ejercicio de la
libertad religiosa de los individuos y de las comunidades. Esta doctrina
conciliar sobre la libertad religiosa apenas ha sido difundida, examinada o
discutida, y mucho menos aplicada seriamente a nuestra situación española.
Pero al mismo tiempo debemos hacer un esfuerzo para desconfesionalizar
los debates políticos o sociales. Es evidente que cualquier proyecto de ley
contiene aspectos éticos que pueden y deben ser enjuiciados por los representantes de las distintas creencias desde su punto de vista religioso. La Iglesia en
concreto considera como propio de su misión enseñar su doctrina sobre la
sociedad y «dar su juicio moral incluso sobre materias referentes al orden
político»8. No es justo hablar por este simple hecho de injerencia política:
7
8
Juan Pablo II, El Redentor del Hombre, núm. 17, pág. 54.
Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, núm. 76.
«La vida pública —como dijo Ortega— no es sólo política, sino, a la par y
aún antes, intelectual, moral, económica, religiosa» 9. La moral pública es previa
a la política,, pertenece a su «ambiente» o matriz nutricia.
Cuando discutimos sobre la enseñanza, es claro que estamos en un tema
social o cultural. Las decisiones políticas que hayan de adoptarse en uno u
otro sentido presuponen la realidad tal como es, y no como nosotros quisiéramos que fuese. Tienen que respetar los datos que nos proporciona la
pedagogía, la sociología, la economía, la historia y la manera de pensar y de
creer los ciudadanos para los que se legisla. Los datos pertenecen a la realidad,
no a la política. Algo semejante ocurre cuando intentamos poner remedio a un
mal social, como es el de los matrimonios rotos con una ley de divorcio.
Discutimos sobre algo que pertenece estrictamente al tejido social. No se enfrenta una opinión estrictamente religiosa con otra estrictamente secular.
No se discute la estructura o la significación del sacramento del matrimonio
católico. Hablamos de esa realidad humana y natural que puede o no ser
asumida por la fe de los creyentes en el sacramento y que es previa al mismo.
Pero sobre ella, como sobre cualquier otra realidad humana, tiene derecho a
pronunciarse la Iglesia y como tal Iglesia. Nada tiene de extraño que los
legisladores tengan distintas visiones de la realidad y que en esa diversa
comprensión de la sociedad influyan las creencias como lo hacen tantas otras
circunstancias que subraya la sociología del conocimiento.
La soberanía del Parlamento no se pone en peligro por la diversidad de
opiniones, incluso opuestas. Podría cuestionarse, en cambio, su legitimidad
y, consecuentemente, su soberanía si se intentara hacer callar alguna voz,
incluso religiosa, de quienes han elegido a sus representantes como pueblo
soberano.
Advertencia final
Pocas veces como ahora habrán concurrido en España tantas circunstancias propicias para encontrar soluciones a los problemas de nuestra
conflicti-va convivencia. El religioso no es el menos grave ni el menos
necesitado de análisis profundo y matizado. Asombra, sin embargo, que sea
uno de los más encubiertos por la irracionalidad. Apenas se estudia y se discute
serenamente. La religión sigue siendo un tabú para los políticos y para gran
parte de los intelectuales españoles.
El que escribe estas líneas es consciente de otras muchas preocupaciones
que se refieren a la vida interna de la comunidad católica, a sus organizaciones y a su modo de evangelizar a la altura de nuestro tiempo. Las que
aquí quedan apuntadas no son siquiera las más fundamentales. No hace muchas semanas llegó a mis manos la reedición de España como preocupación,
de Dolores Franco, antología de textos literarios que recogen el sentir de
9
José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, Espasa-Calpe, S. A., 1979, pág. 65.
España en nuestros mejores escritores y pensadores contemporáneos. Alguien
podrá pensar que en mis inquietudes palpita con más fuerza la preocupación
por el futuro de nuestra convivencia que por el de nuestra santa religión
católica. Nada más inexacto. Cuando un católico se preocupa por España, lo
que en realidad se está preguntando es qué significa ser católico en esta hora
de España. Y ésa sí que es una cuestión estrictamente religiosa.
J. M. M. P.*
* 1925. Provicario General de la Diócesis de Madrid-Alcalá.
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