Num102 025

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Europa: un
teatro público
TEATRO
La Cultura, con mayúscula,
corresponde al teatro público, con
su repertorio de grandes clásicos
y la lenta introducción de autores
nuevos. La distinta organización
de los Estados “de nuestro
entorno”
—Francia,
Italia,
Alemania e Inglaterra, sedes del
mejor teatro europeo en este
momento— hace que varíen las
condiciones y las cantidades de
colaboración entre el Estado y las
gentes del teatro. Desde que
André Malraux definiera, en los
años 50, la cultura como una de
las obligaciones básicas de la
política y convirtiera el teatro en
un servicio público de igual
categoría que la sanidad y la
educación, Europa ha avanzado
por esos dudosos terrenos.
Dudosos porque Malraux hubo de
imponer entre la clase política su
creencia del teatro como servicio
público; o, mejor que imponer,
recordar que, en la antigua
Grecia, de la obligación que
aquella democracia se impuso de
dar fiestas y espectáculos al
pueblo salieron las obras de
Eurípides, Esquilo y Sófocles.
MAURO
ARMIÑO
a vieja cuna del teatro,
Europa, no cede pese a
los avatares de la
historia: ya no son las
viejas piedras de Epidauro las que
contemplan el juego de las
máscaras —salvo en su festival
veraniego—, ni los viejos
coliseos romanos los que llevan la
voz cantante en el arte de Talía,
pero Europa, el centro de Europa,
con su apéndice inglés, la Europa
rica, la que dispone de dinero
suficiente para hacer del teatro un
foco de difusión cultural y
entretenimiento sigue haciendo
teatro. Estados Unidos está muy
lejos todavía del número,
cantidad y calidad de la vida
teatral europea en su conjunto:
basta ver la cartelera de
Broadway —23 musicales a
finales de mayo— para percibir la
tendencia fundamental de la
escena
norteamericana:
esa
superabundancia musical no es
ningún índice de brillante vida
escénica, sino retroceso de la obra
dramática y del teatro de autor,
frente a lo espectacular.
L
En este sentido, hay varios
fantasmas que también recorren
Europa: la supervivencia de los
clásicos —con caros montajes
propiciados por el dinero
público—, la insuficiencia de los
autores vivos, y la desaparición
de la comedieta del día, cortada
por viejos patrones admitidos por
por el paso de los años, como es
el caso de Oscar Wilde.
una burguesía que sólo aspira a
entretenerse un rato, parecen ser
los síntomas de una situación
escénica diferente a la que existía
hace treinta años. Si hay autores
de comedias cuyo trabajo sigue
manteniendo el interés —la
resurrección de Labiche en
Francia, pongamos por caso—, lo
cierto es que el teatro de autor
aceptado en este momento por las
carteleras europeas pertenece al
género dramático o a la comedia
satírica de costumbres, suavizada
Y dudosos, también, porque rara
vez hay en los equipos políticos
europeos mentes privilegiadas
como la de André Malraux. De
cualquier modo, haciendo camino
al andar, la idea de la cultura
como obligación del Estado se ha
infiltrado en los programas
políticos y en las constituciones;
y la materialización de esa idea
viene
dependiendo
de
la
sensibilidad y de la cultura de los
aparatos políticos. Si en Francia,
el Front National de Le Pen ha
propinado un duro varapalo a
todo lo que huela a cultura en las
ciudades y regiones donde ha
alcanzado mayoría —imposición
de la censura, rechazo de
determinados
autores,
nombramientos descabellados de
gestores culturales—, la derecha
francesa en el poder apenas si ha
restringido los presupuestos: la
sustitución
de
François
Mitterrand por Chirac no ha
creado ningún caos, y si se han
removido algunos nombres de los
cargos teatrales apenas han sido
relevantes.
Con sus cinco teatros nacionales,
Francia ha resuelto la ambigüedad
entre política y cultura, entre esa
obligación
del
Estado
de
garantizar y difundir la cultura
cuando cambia el partido en el
poder; no hay ningún proyecto
político que no la contemple en
todas sus variantes, desde la
arquitectura al cine, desde el
teatro a la pintura. Nadie discute
si la cultura es útil; hay ministros
que piensan que la cultura es un
instrumento absolutamente prioritario
y
defienden
sus
presupuestos de tal modo que, en
los últimos veinte años, incluso
en períodos de crisis, cuando las
inversiones de grandes obras se
postergaban, rara vez se recortaba
el presupuesto para la cultura.
Un ejemplo de presupuesto: el
más reciente de esos cinco teatros
públicos, y también el menos
dotado, el Teatro de la Colina,
que este año cumple su décimo
aniversario, dispone de 1.200
millones
de
pesetas
por
temporada (compárese con los
450 aproximadamente que tiene
el único Centro Dramático
Nacional entre nosotros, para sus
dos salas, María Guerrero y Sala
Olimpia).
Y al margen de esos cinco están
los centros dramáticos, que
financia parcialmente el Estado y
que
a
menudo
reciben
subvenciones de los organismos
de su región y de la ciudad; una
tercera categoría son las “escenas
nacionales”, variante entre el
centro dramático y el teatro
nacional, cuyos directores pueden
ser nombrados por el Estado pero
que también están habilitados
para conseguir subvenciones de la
ciudad o de la región. Un escalón
más abajo figuran las compañías
subvencionadas, que en su
mayoría carecen de teatro propio,
y
reciben
una
cantidad
considerable que les permite
ejercer una actividad teatral
independiente y contribuir o
participar en proyectos de otros
teatros o compañías.
Alemania ha dejado el teatro en
manos de los lander, de las
regiones, que son las que corren
con la responsabilidad, los gastos
y la gestión de unos teatros que
ponen en manos, no de directores
escénicos, como Francia, sino de
“gestores” o “gerentes”, más o
menos relacionados con el mundo
de la cultura, pero que no son
creadores. Francia entiende que el
proyecto continuado de un teatro
nacional forma parte de la
cosmovisión artística de un
creador. Algo parecido ocurre en
Italia, que tiene dos centros de
poder escénico: Roma y Milán
(en especial el Piccolo, desde
donde Giorgio Strehler intentó
hace años la aventura de un
“Teatro de Europa” con tres
vértices iniciales —Milán, París,
Madrid— que malvive algo
malparado),
con
centros
dramáticos menos dotados en las
provincias y regiones.
Inglaterra es un caso aparte: la
pujanza del mundo escénico entre
los ingleses —e irlandeses, por
motivos
de
identificación
nacional— durante los últimos
cincuenta años se asienta en un
gran
clásico
ante
todo,
Shakespeare, con dos grandes
compañías la Royal Shakespeare
y la New Shakespeare, que
reponen constantemente títulos
del mejor dramaturgo de todos los
tiempos, y que cumplen además
una labor de culturización
montando
piezas
de
los
contemporáneos del autor de
Stradford:
los
dramaturgos
isabelinos,
sus
antecesores
inmediatos, etc. En segundo
lugar, la comedia inglesa ha
conseguido a lo largo de más de
un siglo, convertirse en un género
específico que, arrancando de
Oscar Wilde como gran clásico,
puede llegar a productos de
menor calidad intelectual pero
ejemplos perfectos de habilidad
escénica
—pongamos,
por
ejemplo, Por delante y por
detrás, de Michael Frayn, que se
repone ahora en Madrid—, que
creyó y se ha ganado durante cien
años un público seguro. Y en
tercer lugar, una presencia
constante
de
los
grandes
musicales americanos, que tiene
en Londres su segunda residencia
cuando el éxito en Broadway está
confirmado.
Gracias a estas características, el
teatro inglés no necesita tanto del
dinero público como ocurre en
Alemania y Francia, que figuran a
la cabeza de Europa en la
dedicación del erario público a la
escena.
La cartelera hoy
París con sus casi doscientas salas
teatrales y Londres figuran a la
cabeza del teatro europeo. En la
capital
francesa
pueden
encontrarse,
en
cualquier
momento del año, dramaturgos de
todos los períodos de la historia
TEATRO
del teatro occidental: a finales de
abril, por ejemplo, la cartelera
ofrecía desde muestras del teatro
medieval, como la Farsa de
maese Pathelin, hasta una pieza
del inglés Edward Bond —el
último descubrimiento de la
escena europea—, pasando por La
gaviota de Chejov y títulos de
Synge o Sam Sephard, de
Ionesco, por algún Shakespeare,
siempre presente en París —
Romeo y Julieta en esta
ocasión—, y los inevitables
clásicos de la cultura francesa,
desde el Rodogune de Corneille, a
seis títulos de Molière (dos
versiones, entre ellos, del Don
Juan), un Marivaux (La doble
inconstancia), etc. Gracias a esa
vitalidad, los parisinos pueden
contemplar
versiones,
reposiciones y adaptaciones de
éxitos antiguos de otros campos
(Diario de una doncella) o
monográficos que homenajean y
recorren autores de diverso tipo,
desde La Fontaine a Pasolini,
Kurt Weill o Sacha Guitry. Sin
olvidar
la
presencia
de
importantes autores vivos, como
el Adán y Eva de Jean-Claude
Grumberg, estrenado a finales de
abril en el Teatro de Chaillot, con
dirección de Gildas Bourdet.
Algo parecido ocurre en la actual
cartelera londinense, aunque en
ella tiene más peso todavía el
teatro de autor: 7 títulos de
Shakespeare sobre escena o en
marcha (la inauguración de la
reconstrucción del viejo teatro de
Shakespeare, The Goble, tendrá
lugar el 14 de junio con el
Enrique I, dirigido por el hijo de
Laurence Olivier, y Cuento de
invierno) entre los que figuran
Bien está lo que bien acaba, El
sueño de una noche de verano, El
rey Lear (dos montajes), Otelo,
etc. A docena y media de
musicales le acompañan comedias
de ayer y de hoy —desde Wilde,
El abanico de lady Windermere,
hasta Neil Simon o Terence
McNally— pasando por los
clásicos del siglo: Chejov (La
gaviota), Peter Weiss (Marat-
Sade), Bertold Brecht (El círculo
de tiza caucasiano), Jean Genet
(Las criadas), Samuel Beckett
(Esperando a Godot), Thornton
Wilder (La piel de nuestros
dientes, en versión musical),
Edward Albee (¿Quién teme a
Virginia
Woolf?),
Edmond
Rostand (Cyrano de Bergerac),
etc.
Y entre los musicales, varios
éxitos neoyorquinos y otros
propios, desde Damn Yankees,
que se estrenará en junio con
Jerry Lewis como protagonista, a
Jane Eyre, basado en la novela de
Charlotte Bronte (octubre). Otros
títulos son Pimpinela Escarlata,
basado en la Baronesa de Orczy,
Tom Sawyer, sobre el texto de
Mark Twain, y Doctor Jekyll y
Mister Hyde, a partir del famoso
libro de Stevenson.
Si a estas alturas de la temporada,
principios de mayo, los teatros
berlineses más importantes han
cerrado en la práctica —hasta el
viejo
Berliner
de
Bertold
Brecht—, en los doce que siguen
abiertos la programación atiende
a la cultura: porque en Alemania
apenas si existe lo que
denominamos “teatro comercial”.
Junto a tres óperas y tres
orquestas —próximos estrenos:
El caballero de la Rosa, Tosca,
Don Quijote, Fidelio—, porque la
vida musical prosigue hasta
empalmar con los festivales
veraniegos, destacan dos títulos:
un Dürrentmant y un Von Kleist,
El príncipe de Homburg, además
de la Ópera de tres peniques de
Brecht en el Nacional.
En Italia también va agotándose
la cartelera, pero aun así la norma
que rige para París y Londres —
clásicos, dramaturgos del siglo,
autores nuevos— se cumple: en
Roma, por ejemplo, durante el
primer trimestre ha podido verse
—algunos espectáculos continúan
en cartel— desde El zafarrancho
aquel de vía Merulana, que Luca
Ronconi dirige sobre una de las
novelas capitales de la posguerra
italiana, de Carlo Emilio Gadda, a
Tío Vania, de Chejov, dirigido
por Peter Stein, pasando por
Hamlet
Suite,
espectáculo
escénico y concierto de Carmelo
Bene; el Splendi’s de Jean Genet,
con dirección de Kalus Michael
Gruber; Donna di dolori, de
Patrizia Valduga, también con
Ronconi; Los dramas marinos, de
Eugene O’Neill, y Summer, de
Edward Bond, con dirección de
Walter Pagliaro. Basten estos
títulos como ejemplo de una
cartelera digna firmada además
por una nómina de grandes
directores: Ronconi, Gruber,
Peter Stein y Carmelo Bene, para
demostrar la posibilidad que tiene
el teatro público de proponer
montajes a directores aunque no
pertenezcan al país —Stein y
Gruber son alemanes—: la meta
final sería la mezcla y la
simbiosis de las formas de trabajo
de las distintas figuras de la
escena, en una didáctica y un
aprendizaje que un día hará
realidad la vieja idea de Giorgio
Strehler: un teatro europeo.
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