Num124 011

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My fair lady
ANTONIO CASTILLO ALGARRA*
L
a obra de Bernard Shaw Pygmalion,
en su edición de 1941, contiene una
anotación
para
los
técnicos
advirtiéndoles que, tal y como está escrita,
necesitaría un escenario provisto de
“maquinaria extraordinariamente elaborada”
o el cine. Pygmalion se instala en la frontera
entre “lo cinematográfico y lo dramático”,
usando una expresión de Unamuno donde por
“dramático” se entiende estrictamente lo
teatral. Por habitar confortablemente dicha
frontera, la obra de Shaw admitió con tanta
naturalidad su conversión en un musical, que
es la expresión misma del teatro-espectáculo,
un género híbrido entre lo cinematográfico y
lo dramático; de tal condición deriva buena
parte de su encanto.
* Escritor
Pygmalion se convierte en My fair lady sin
una sola pérdida, todo es enriquecimiento.
Alan Jay Lerner, letrista, y Frederick Lowe,
el compositor, no sólo añaden su arte; su
genialidad residió en comprender y vivificar
el propósito de Shaw al escribir la obra,
conservando a los tres protagonistas: Higgins,
Eliza y, muy destacadamente, el inglés.
El profesor Henry Higgins, más británico que
su majestad Jorge V, y la belleza de cuerpo y
alma de Eliza Doolittle, salvan la tentación
materialista que ennegreció el siglo XX, que
ellos estrenaron en 1912. Eliza, como canta
en “Wouldn't it be lovely”, tan solo quiere
una habitación con un gran sillón y alguien
que la cuide; y, además, la revolución de sí
misma. Una revolución, la personal, olvidada
progresivamente a lo largo del pasado siglo, y
que Eliza sabe llevar a cabo conservando el
nucleo mejor de su persona, solo
construyendo. Higgins, por su parte, es la
insatisfacción, ese “divino descontento”
según Ortega. Nuestro filósofo escribió: “Lo
que más vale del hombre es su capacidad de
insatisfacción”, siempre que ésta valore lo
incompleto y defectuoso en su justo término
y lleve al hombre a movilizarse para mejorar
su mundo. Higgins formula también su
anhelo cantando “Why can't the english /
learn to speak”, “me temo —dice— que
nunca tendremos una lengua común”.
Pero representando todos esos valores, ni el
profesor ni la florista son dos casos, sino dos
personajes. Esta distinción la formuló Julián
Marías en su libro Miguel de Unamuno:
Robinson Crusoe sería un caso, le define su
situación, nadie le reconocería fuera de su
isla, paseando por Londres, por ejemplo; don
Quijote, en cambio, es un personaje, con un
modo de ser propio e insustituible, lo
reconoceríamos en cualquier lugar y
situación. Higgins y Eliza son un hombre y
una mujer, tan reales (Woody Allen acaba de
señalar en una entrevista lo que toda persona
inteligente sabe, la vivísima realidad de los
seres de ficción, mayor que la de muchos
sucesos y seres de carne y hueso). Por eso,
cualquier intento de cambiarlos, atemperando
sus
caracteres,
no
digamos
“españolizándolos”, es perderlos, echarlos.
Es lo que confiesan haber pretendido los
protagonistas del actual montaje madrileño
de My fair lady. Pero, bien mirado, tanto da
que hayan cambiado a Higgins y a Eliza por
ellos sabrán quiénes, cuando han deshauciado
de la obra a su protagonista principal, el
inglés.
Bernard Shaw añadió a su obra con
posterioridad un largo epílogo ensayístico,
donde se muestra muy contrariado por la
suerte de Pygmalion entre el público. Los
espectadores gozaban y veían sobre el
escenario una historia de amor, no más. Pero
Shaw había pretendido escribir una obra
didáctica, según pensaba que debía ser el
arte, “didáctico”; como dice en el prólogo,
con ninguna modestia, dado el clamoroso
éxito de Pygmalion: “It goes to prove my
contention that great art can never be
anything else”. Se trata de un profesor de
fonética en lucha por la dignificación y la
unidad del inglés; de una muchacha que
pretende mejorar de posición y a sí misma; y
de una lengua que, como dice Marías, es un
conjunto de elementos de muy diversa
procedencia unidos por el sonido, el inglés lo
es porque “suena a inglés”, y según suene
más o menos a inglés delatará el origen y
condición del hablante, constriñéndole al
mismo tiempo a permanecer en la posición
social que le marque su pronunciación, y ni
un escalón más arriba. Esto es lo contrario de
lo que ocurre con el español que sí constituye
una lengua común para todos sus hablantes,
con un sonido único (los acentos son algo
completamente distinto), donde sólo cabría
distinguir a las personas por su vocabulario;
pero
tampoco,
porque
para
los
hispanohablantes siempre ha tenido prestigio
la llaneza en el hablar y escribir; y
pronunciar, por ejemplo, todas las letras de
“Madrid”, es una cursilada, y por lo tanto
hablar peor. Pensemos en Santa Teresa, en
don Ramón de la Cruz, o en nuestro Rey don
Juan Carlos.
Eliza se salva de un triste futuro, y consigue
ser plenamente ella misma gracias al inglés; y
en la muchacha puede realizar Higgins su
proyecto de vida, salvar su lengua. Pero al
público mayoritario se le iban los ojos y los
sueños tras el romance, tan agitado y poco
común, entre el profesor y su alumna. A
Shaw le indignó ver diluirse al protagonista
principal de su obra, y arremetió muy
tontamente contra los otros dos y su historia
de amor, que era verdadera. Expresándolo en
términos algo ingenuos, se trata de un
triángulo amoroso: Eliza, Higgins, y el
Inglés. Lerner y Loewe lo vieron nítidamente,
y con My fair lady fueron más fieles a la obra
de Shaw que el propio Shaw. Convertir este
musical en una escenificación de la “guerra
de sexos”, traducirlo, en definitiva, al español
o a cualquier otra lengua es una grave
infidelidad, un error que hace desaparecer la
obra. Podía pensarse, algo ramplonamente,
que equivale a traducir al inglés La verbena
de la Paloma, pero tal cosa sería tan solo
irrisoria y de mal gusto. En el caso de My fair
lady, el daño es mucho más grave,
irreparable. En general, las traducciones son
muy delicadas, un forzamiento que se hace a
la obra, al tiempo que se ejerce cierta
violencia sobre el espectador. Recuerdo la
experiencia, un poquito azorante, de ver a
una buena actriz española, Ana Marzoa,
protagonizando Un tranvía llamado deseo,
hablándole a “Stanley” con un marcado
acento gallego típico de Nueva Orleans. Por
bueno que fuera el montaje de Tamayo, se
violenta con esto al espectador, quien debe
superar ese malestar inicial para llegar a
disfrutar de la obra. Los protagonistas de My
fair lady en Madrid, por mucho talento que
les reconozcamos, y no menor mérito por
hacer semejante apuesta económica, por
excelente que sea el montaje, hacen otra
obra; o, en el mejor de los casos, cuando
salgan a saludar, deberán dejar un hueco
entre ambos para que quepa una tercera
persona, el protagonista que falta, la lengua
inglesa. La insoslayable dificultad, sólo
remediable trayendo una compañía inglesa y
viendo la obra en inglés, se condensa en el
clímax de la obra, cuando Eliza se ha
marchado y Higgins, quien ha ido a buscarla,
trata de convencerla para que vuelva, y
discuten: ELIZA. “What am I to come back
for?” HIGGINS. “For the fun of it. Thats why
I took you on”. “¿Por qué he de volver?”,
pregunta Eliza. En la respuesta de Higgins
está la clave de esta obra y quizá de buena
parte de la vida personal, “the fun”. Pero
¿cómo traducir esta palabra? No tiene
traducción. Todas son insuficientes y
contienen elementos perturbadores de su
verdadero sentido. Es una palabra inglesa sin
equivalente en el español; ocurre otro tanto
con ciertas palabras españolas. Y resulta que
contiene el significado de la obra teatral, del
musical, de la película, de las vidas de Henry
Higgins y Eliza Doolittle. “Fun” es diversión,
disfrute, gozo, placer, alegría, novedad
extraña y curiosa, conlleva entusiasmo. Si
tradujéramos a Higgins: “Sólo por gusto. Por
eso te tomé a mi cargo”, o “Por diversión. Por
eso”, nos quedaríamos muy lejos de lo que
Higgins dice y vive. Si traducimos: “Por el
gozo que ello supone”, o “Por disfrutarlo”, se
contaminarían la forma en que lo dice y el
significado mismo. En The Screwtape letters,
el sagaz C.S. Lewis se atreve a poner en boca
del tío diablo una profunda distinción entre
“las cuatro causas de la risa en los humanos”:
“Joy, Fun, the Joke Proper and Flippancy”.
Le escribe Screwtape a su sobrino, el
aprendiz de diablo tentador, Wornwood:
“Fun is closely related to Joy —a sort of
emotional froth arising from the play instinct.
It is very little use to us. In itself it has wholly
undesirable tendencies; it promotes charity,
courage, contentment, and many others
evils.”
La distinción de cada personaje por su modo
de hablar; la transformación de Eliza; la
convivencia en y frente al inglés; la presencia
misma de esta lengua —a decir de Higgins, la
de Shakespeare, Milton y ¡su Biblia!—; todo
esto se pierde, junto con la irrenunciable
sonoridad del inglés, y la inigualable
perfección de las letras escritas por Lerner.
Lamento no recordar quién dijo aquello de
que “un nuevo idioma es una nueva alma”.
My fair lady es una invitación a hacerse con
esa nueva alma, el inglés, como la obra de
Cervantes lo es para aprender español. No
hay otra forma de disfrutar este musical; es
un problema, pero, como dice Higgins
“Making life means making trouble”. Claro
que la vulgaridad y el universal desamor a las
palabras pueden dar al traste incluso con la
versión inglesa del musical; basta acudir
estos días al venerable Theatre Royal Drury
Lane, junto al mismo Covent Garden, para
deprimirse ante un Higgins (Jonathan Pryce)
que habla peor que el basurero, y por lo tanto
no es Higgins, y una Eliza desmedrada, un
pobre histrión (a estas alturas del montaje —
más de medio año—, Joanna Riding) al que
el inglés prefiere dejar tranquilo; todo, en un
descorazonador montaje dirigido por Trevor
Nunn. Higgins caben muchos: Rex Harrison,
Leslie Howard; Elizas, también: Audrey
Hepburn, Julie Andrews; pero la lengua
inglesa no tolera que la sustituyan, ni siquiera
por su “understudy”, ese masticado que hoy
llaman inglés incluso en Inglaterra.
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