Num103 012

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Nicaragua se instala en la
normalidad democrática: la victoria
electoral de Arnoldo Alemán
MANUEL HERNÁNDEZ RUIGÓMEZ*
N
o por obvio y repetido resulta superfluo subrayar, una vez más, que uno
de los rasgos distintivos de los
sistemas políticos democráticos, lo que los hace
particularmente atractivos para la ciudadanía, es
la consolidación por su medio de un régimen de
libertades legalmente regulado, así como la
posibilidad de alternancia en el poder mediante
la celebración periódica de elecciones. Y ello a
pesar de que, como los definió el siempre
pedagógicamente ingenioso Winston Churchill,
constituyen “la peor forma de gobierno si
* Diplomático.
exceptuamos todas las demás ensayadas a lo
largo del tiempo”.
Lo cierto es que esta verdad incontrovertible
sobre la que sentó cátedra aquel gran estadista
británico ha tardado en abrirse camino y no ha
sido más que en estos años, últimos del segundo
milenio, cuando la humanidad empieza a asistir
complacida al triunfo de un sistema que, poco a
poco, va calando en más países e imponiendo la
fuerza de su razón política en ámbitos en los
que a este régimen, desgraciadamente, no se le
había permitido instalarse hasta el momento
presente.
En unas ocasiones su camino se veía
bloqueado porque importantes pensadores y
líderes políticos encontraban justificación
teórica
suficiente
para
impedir
la
consecución de sus ideales o para invertir su
significado
de
apertura,
libertad,
responsabilidad ante el voto, tolerancia y
transformarlo de modo que se adaptara a su
visión totalitaria de la sociedad. Y así, los
hay que, como Lenin, pensaban que una
democracia es una “organización establecida
para el uso sistemático de la violencia por
una clase contra otras, por una parte de la
población contra el resto”; o como Mussolini
que se vanagloriaba de haber “enterrado el
cadáver putrefacto de la libertad” y, con ella,
a la democracia, conceptos tan íntimamente
ligados que no se comprende uno sin el otro.
En otros momentos, esa búsqueda desesperada
de la vía democrática que ha marcado
históricamente a multitud de pueblos, se veía
frenada porque dirigentes políticos interesados
en ello maniobraban, por razones diversas, para
hacer ver a la población que dadas las
condiciones vigentes era materialmente
imposible que dicha opción se instalara
definitivamente.
Este ha sido el caso de la Nicaragua más
contemporánea, ese país que desde las
profundidades del siglo XIX ha venido
luchando, a veces fieramente, por hacer que se
imponga la voluntad mayoritaria de su
población frente a la elevada proporción de
politicastros
ambiciosos,
dictadores
e
injerencias externas que infelizmente ha sufrido
a lo largo de su controvertida y reciente historia.
Desde luego no sería descabellado analizar, en
algún otro momento, los porqués de este
desgraciado destino histórico que hasta 1990 ha
castigado tan duramente al pueblo nicaragüense.
Centrándonos en la más estricta y rabiosa
actualidad, objeto de este artículo, es preciso
destacar, y hacerlo de una manera lo más
sobresaliente posible, el triunfo de la
normalidad democrática, la alternancia pacífica
en el poder, como su virtud más sobresaliente
con ocasión de la celebración de las elecciones
generales (legislativas, presidenciales y
municipales) el pasado 20 de octubre de 1996
en Nicaragua, tal como disponía la Constitución
de 1988(1).
El grupo político vencedor fue la Alianza
Liberal (AL), encabezada por Arnoldo Alemán
Lacayo, presidente de uno de sus componentes,
el Partido Liberal Constitucionalista (PLC), y de
la que forman parte también un amplio abanico
de partidos liberales y conservadores. La AL no
ha obtenido los laureles del éxito fácilmente
teniendo, como tuvo, como principal adversario
a la poderosa candidatura del Frente Sandinista
de Liberación Nacional (FSLN) acaudillada por
su sempiterno líder, Daniel Ortega Saavedra, en
la oposición desde 1990.
Hasta bien recientemente, el nuevo presidente
de Nicaragua ejerció las funciones de alcalde de
la capital del país, Managua, cargo en el que,
con muy merecida justicia, se había granjeado
fama de gestor eficaz, honrado y enormemente
trabajador. Con medios no siempre abundantes
o, mejor dicho, siempre escasos, Alemán y su
equipo —en el que destacaba su vicealcalde,
Roberto Cedeño, hoy titular del ayuntamiento
tras imponerse en estos mismos comicios— se
empeñaron en modernizar una ciudad que, bajo
la administración sandinista había caido en un
deterioro a todas luces imparable.
Cualquier persona que, como quien esto escribe,
hubiera llegado a la Managua todavía bajo
administración sandinista y la hubiese dejado a
los pocos años de gestión arnoldista, habría
podido comprobar “sur place” el impresionante
trabajo realizado. Particularmente, si se tienen
en cuenta, por un lado, la hercúlea tarea
pendiente de realización y, por otro, la reducida
financiación disponible, así como la constante
labor de zapa realizada por la oposición
sandinista cuyo principal argumento fue acusar
de somocista al equipo municipal. Recuerdo
con particular horror, en el fragor de una labor
opositora que desde luego trascendía los niveles
habituales de lucha política que se dan en una
democracia, el incendio provocado que devastó
completamente las oficinas centrales de la
Alcaldía, los despachos del alcalde, de su
vicealcalde, así como toda la documentación y
otros enseres.
La raíz histórica de los
acontecimientos políticos
Arnoldo Alemán había tomado la decisión de
participar en política con motivo de su
detención por la Seguridad del Estado
sandinista en los años más duros del gobierno
del FSLN (Frente Sandinista de Liberación
Nacional). Como consecuencia de dicha
determinación, fue elegido presidente del
PLC y participó en las arduas negociaciones
que dieron origen a la Unión Nacional
Opositora (UNO) de la que pasó a formar
parte al constituirse en agosto de 1989 como
principal plataforma contendiente frente al
poder omnímodo del FSLN cara a las
elecciones previstas para febrero de 1990.
Con el triunfo de la UNO en las mismas el 25
de aquel mes, el gobierno, la Asamblea
Nacional, así como la alcaldía de la capital y las
de otras importantes ciudades del país, pasaron
a ser controlados por la UNO. Se trataba de una
alianza electoral que englobaba a un
heterogéneo grupo de catorce partidos entre los
que se encontraban desde la ultraderechista
Alianza Popular Conservadora (APC) hasta el
Partido Comunista de Nicaragua (PCN),
pasando
por
conservadores,
liberales,
socialcristianos, socialdemócratas y socialistas a
quienes movía un único objetivo: apear a los
sandinistas del poder, lo que por si solo da
cuenta del nivel de hartazgo al que había
llegado la sociedad nicaragüense.
Pero para comprender la actual situación
política del país y su precedente inmediato, el
gobierno de la UNO, es necesario remontarse,
aunque sea brevemente, en el pasado. Desde
que a mediados de los años treinta de la
presente centuria el general Anastasio Somoza
García pusiera violento fin a los esfuerzos
social-liberales y democratizadores del líder
popular Augusto César Sandino asesinándolo
cobarde y vilmente (21 de febrero de 1934), se
inició en ese país centroamericano un largo
período de vigencia de lo que cabría identificar
como una suerte de república dinásticodictatorial que habría de prolongarse, con el
beneplácito estadounidense(2), hasta que, en
1979, triunfara lo que se ha venido en llamar
“revolución popular sandinista”.
Conviene destacar, llegados a este punto, algo
que no siempre ha sido suficientemente
aclarado. A pesar de lo que se ha dicho, la
revolución no fue la obra del FSLN, en tanto
organización guerrillera en lucha contra el
somocismo desde principios de la década de los
sesenta o al menos no lo fue en exclusiva, sino
que fue una victoria de todo el pueblo
nicaragüense —un amplio frente nacional— de
la que el Frente Sandinista supo beneficiarse en
exclusiva. El tamaño del FSLN anterior a 1978
difícilmente superaba la calificación de
grupúsculo marginal y ni en sus sueños más
salvajes sus dirigentes hubieran logrado que
siquiera se tambaleara la dictadura sin contar
con la participación masiva de una población
que ya por entonces, estaba abrumadoramente
hastiada de los excesos y abusos somocistas.
Sin embargo, el 10 de enero de 1978 un hecho
inesperado y decisivo dio un vuelco a la
situación: el director-propietario del diario
opositor a Somoza (“La Prensa”), Pedro
Joaquín Chamorro Cardenal, caía asesinado en
Managua. Aunque no parece, aun hoy en día,
que se haya aclarado quién ordenó la muerte de
Chamorro, lo cierto es que las principales
sospechas recayeron sobre el dictador Anastasio
Somoza Debayle. Generalmente se acepta esa
fecha como el inicio del fin de la dictadura
dinástica. Hasta entonces, los sandinistas eran
escasamente conocidos en el país y se habían
limitado a dar, con un estilo que habría que
calificar de romántico o, tal vez, robinhoodiano,
esporádicos golpes de mano contra los intereses
de Somoza o de sus allegados.
En el momento de morir P.J. Chamorro, el
FSLN tenía la inmensa ventaja de ser el único
grupo que, además de estar desarrollando una
oposición armada al régimen, lo realizaba de
forma más o menos continuada desde hacía casi
veinte años. Como tal, pudo concitar a su
alrededor la inmensa ola de indignación que se
levantó en toda Nicaragua con motivo de ese
asesinato. La burguesía más rancia del país se
encontró, repentinamente, luchando brazo con
brazo con los marxistas sandinistas hasta que, el
18 de julio de 1979, Somoza abandonó el país.
Al día siguiente, se estableció en Managua un
nuevo
directorio
gubernamental
como
consecuencia del triunfo de la revolución pero,
sobre todo, de la huida del país del dictador y de
su odiada familia. En ese momento, la ilusión y
la esperanza de los nicaragüenses no tenía
límites. Y, con ellos, la del resto del mundo que
había seguido las incidencias de la guerra contra
el somocismo como si de un asunto propio se
tratara.
Casi inmediatamente se constituyó la Junta de
Reconstrucción Nacional (JRN)(3) en tanto en
cuanto gobierno provisional más o menos
representativo de las fuerzas que habían
participado en la victoria sobre el somocismo.
Pero tras el entusiasmo de las primeras semanas
y meses, el divorcio entre las, a grosso modo,
dos fuerzas constitutivas de ese frente amplio,
apareció como algo inevitable. Por un lado, los
dirigentes del FSLN, ensoberbecidos por un
triunfalismo ilimitado acabaron por creerse que
ese frente amplio nacional —no constituido
pero efectivo— que terminó con el somocismo
coincidía con ellos mismos, era ellos mismos, y
comenzaron a actuar en consecuencia para
transformar el país de acuerdo con los
principios de su credo político de base marxista.
Pero por otro, y al tiempo, la llamada burguesía
antisomocista se fue desencantando poco a poco
viendo cómo los sandinistas iban imponiendo
sus puntos de vista ideológicos. De tal modo
que sus representantes comenzaron a abandonar
los cargos gubernamentales que ocupaban
empezando por los componentes de la JRN
Violeta Barrios de Chamorro y Alfonso Robelo,
que lo hicieron el 19 de abril de 1980, bastante
antes del primer aniversario del triunfo de la
revolución y como consecuencia de la firma de
un acuerdo entre el FSLN y el Partido
Comunista de la Unión Soviética, gota que
colmó el vaso de su paciencia. Sirva como
testimonio ilustrativo la carta justificativa que
doña Violeta escribió más adelante al secretario
general del OEA: “Los principios por los que
todos nosotros luchamos hasta derrocar a
Anastasio Somoza Debayle han sido
flagrantemente traicionados por el partido en el
poder, esto es, el Frente Sandinista de
Liberación Nacional”. Por su parte, Robelo fue
expulsado del país a finales de 1982 y sus
propiedades confiscadas. Este goteo de
dimisiones se prolongó, más o menos, hasta
1982.
Poco antes, los miembros de la JRN adscritos al
FSLN habían impuesto a sus socios la creación
de unas fuerzas armadas(4) y de una policía que
fueron apellidadas “sandinistas”, término que, a
juicio de su dirección que identificaba “nación”
y “sandinismo”, venía a coincidir con
nicaragüense dado el amplio frente nacional que
había derrotado al somocismo. Sin embargo,
enseguida se vio que respondía, más bien, al
partido que portaba el mismo adjetivo entre sus
siglas.
La Policía Sandinista se convirtió en el eje
alrededor del cual giraba el férreo control social
que el FSLN acabó por perfeccionar con ayuda
de algunas potencias extranjeras, especialmente
la República Democrática Alemana (RDA) y
Cuba. Así fueron surgiendo la temida Dirección
General de la Seguridad del Estado (DGSE), los
Comités de Defensa Sandinista —calcados de
los Comités cubanos de Defensa de la
Revolución— y otras estructuras de vigilancia y
represión con menor trascendencia social.
La economía notó también pronto la enorme
influencia que día a día iban adquiriendo los
firmes postulados ideológicos del FSLN. Tanto
agricultores, como comerciantes e industriales
perdieron la libertad prácticamente total de
comercializar sus productos que habían
disfrutado hasta entonces. A partir de finales de
1979, el Estado pasaba a planificar centralmente
la producción privada y su comercialización
mediante el control político de los precios que,
tal como se decretó, se fijarían desde los
respectivos ministerios. El gobierno llegó
incluso a establecer controles de carretera con el
fin de confiscar las pequeñas producciones que
los campesinos, como acostumbraban desde
tiempo inmemorial, trasladaban, a pesar de las
prohibiciones, a los centros urbanos para ser
vendidas en los mercados. La consecuencia de
esta medida fue una contundente e inmediata
escasez de alimentos en las grandes ciudades
que el gobierno intentó paliar creando centros
estatales de distribución e imponiendo cartillas
de racionamiento(5). Paralelamente, surgió un
mercado negro en el que la población
encontraba de todo —y era bastante— lo que el
Estado no le proporcionaba, si bien a precios
exorbitantes.
El país comenzó a perder mercados exteriores
vertiginosamente, con una economía que, ya a
comienzos de 1981, era poco menos que un
desastre:
descenso
paulatino
de
las
exportaciones, creciente e incluso con el tiempo
gigantesco déficit público, inflación galopante
que llegó a superar el 30.000% anual. Y es que
los sandinistas dieron siempre a la política
económica un papel secundario lo que, añadido
a la alegría izquierdo-populista con que sus
dirigentes afrontaban las cuentas del Estado,
venía a significar una progresiva pérdida de
competitividad. A ello se unía el haber
abandonado por completo el fomento de la
producción interna, desarrollando paralelamente
una política internacional limosnera que, de
hecho, trabajó denodada y arduamente por
obtener un flujo continuado de donaciones
procedentes, en su mayor parte, de la URSS y
de los países de su órbita, pero también de
Europa occidental.
El rápido deterioro económico comenzaba a
amenazar seriamente con dar al traste con el
proyecto político sandinista cuando algunos
conatos de rebelión armada de los campesinos
de la dorsal central (departamentos de
Matagalpa, Boaco y Chontales, pero también
los de Nueva Segovia, Ocotal y Jinotega)
ofrecieron al FSLN una oportunidad de oro que
no se podía desaprovechar. En esa región,
ganadera de larga fecha y tradicional soporte
político del Partido Liberal somocista, el
gobierno había pretendido imponer sus puntos
de vista respecto al trabajo de la tierra, la
crianza del vacuno y la posterior
comercialización de la carne. Pero lo hizo
además a golpe de expropiación forzosa en
tanto en cuanto castigó al que no se sometiera,
de tal modo que el funcionamiento de esa
política fue tan radical que quien no se plegaba
perdía su propiedad(6). El efecto fue doble
porque, por un lado, se fue formando un ejército
—nunca mejor dicho— de descontentos a los
que sólo hacía falta una mínima chispa para
estallar y, por otro, se iban acumulando tierras
estatales, por tanto, improductivas, pero con una
importante misión militar. En efecto, al ser
entregadas a cooperativas muy ideologizadas
sirvieron de eficaz defensa del territorio frente a
las ofensivas de los rebeldes de la Contra,
estacionados al otro lado de la frontera(7).
En estas condiciones, la reproducción del
enfrentamiento civil, continuación, aunque de
otro orden, del que acabó con Somoza y su
régimen, estaba servida. La enemistad que se
había ido creando, gratuitamente las más de las
veces, entre Managua y Washington, facilitó el
alineamiento de EE.UU. con los descontentos
de la dorsal central que pronto fueron
identificados como “contrarrevolucionarios” —
de ahí “contras”— por el gobierno
nicaragüense. Con suma habilidad, los
dirigentes sandinistas presentaron la nueva
guerra como un conflicto internacional, como la
agresión de una de las superpotencias contra la
débil soberanía de un paisito en tránsito hacia la
democracia. No obstante, la realidad respondía
más a una conflagración civil clásica que
enfrentaba a dos concepciones políticas
radicalmente distintas. Obviamente, la ayuda
que EE.UU. prestaba a la Contra, por un lado, y
la Unión Soviética y sus satélites al gobierno
sandinista, por otro, ofrecía también el típico
panorama de enfrentamiento entre las dos
superpotencias en un escenario regional.
Para las posiciones gubernamentales sandinistas
que, al iniciarse la guerra, comenzaban a hacer
frente al profundo desencanto que se iba
apoderando de los esperanzados nicaragüenses,
el conflicto iba a servir para justificarse —
contra “la agresión del imperialismo
yanquee”— y mantenerse en el poder a todo
precio, censurando, confiscando, encarcelando
y creando el tremendamente impopular servicio
militar obligatorio que, a la postre, fue una de
las causas de su derrota electoral en 1990.
La democratización
Esta fue la realidad de Nicaragua a lo largo de la
década de los años ochenta. En 1989, los
sandinistas, fuertemente presionados por la
opinión pública internacional, convocaron unas
elecciones generales para febrero de 1990 que
habrían de reunir en ese país centroamericano a
más de 3.000 observadores venidos de todo el
mundo, una cifra record que hasta el presente
no se ha vuelto a conseguir en ninguna otra cita
electoral de país alguno. El triunfo de la
candidatura de la UNO encabezada por Violeta
Barrios de Chamorro, primera mujer que
alcanza la jefatura del Estado en Nicaragua y en
Centroamérica, fue la consecuencia lógica de la
larga década de poder sandinista, de una guerra
sin fin que desangraba humana y
económicamente al país y muy a pesar de las
irregularidades que en materia de igualdad de
oportunidades
entre
contendientes
carecterizaron a aquellos comicios.
La derrota de los sandinistas cayó francamente
mal en el seno de su dirección que, incrédula,
amenazó con boicotear los resultados desde la
posición gubernamental que el FSLN ocupaba
por entonces y no ceder el poder a la
candidatura vencedora —la UNO— dos meses
después de la celebración de los comicios, tal
como ordenaba la Constitución. La presión
internacional y, principalmente, los esfuerzos
desarrollados por los ex presidentes
costarricense, Oscar Arias, y norteamericano,
Jimmy Carter, les hicieron desistir de poner en
práctica aquellos propósitos desestabilizadores,
logrando que, finalmente, tuviera lugar el
traspaso de poderes.
Iniciado ya el mandato de doña Violeta y a
pesar de la política de reconciliación nacional
que la presidenta puso en marcha desde los
primeros días de su mandato para tratar de
solucionar el gravísimo grado de enfrentamiento
civil que padecía la sociedad nicaragüense, los
sandinistas poco aportaron como nuevo
principal partido de la oposición. Bien al
contrario, se dedicaron a obstaculizar, a
cualquier precio, con todos los instrumentos a
su alcance —los sindicatos, sus medios de
comunicación, algaradas y desórdenes
callejeros e incluso la Corte Suprema de Justicia
cuya mayoría aún controlaban— los esfuerzos
conciliadores del gobierno de la señora
Chamorro, encabezado por su ministro de la
Presidencia, Antonio Lacayo Oyanguren.
Pero ello habría de costarles bien caro tanto en
términos electorales como internamente. A
medida que el sexenio de doña Violeta
avanzaba, las posiciones en el seno de la
dirección y de la asamblea del FSLN, se hacían
más y más irrespirables hasta el punto de
provocar una inevitable ruptura que llevó a sus
componentes
más
socialdemócratas,
encabezados por el ex vicepresidente de la
República, Sergio Ramírez, a crear un nuevo
partido, el Movimiento de Renovación
Sandinista (MRS) que, por cierto, obtuvo un
resultado muy pobre en las urnas.
Algo de lo que tampoco logró escapar la UNO,
esa heterogénea agrupación de partidos que
aupó a doña Violeta hasta la victoria y que se
deshizo en pedazos ante la imposibilidad de
llegar a un entendimiento sobre la
reconciliación nacional y, consecuentemente, el
diálogo con los sandinistas y con otros
protagonistas
políticos
del
momento,
principalmente, los restos de la Contra.
Llegados a este punto es imprescindible hacer
un pequeño alto para subrayar el impresionante
papel desarrollado por Violeta Chamorro al
frente de la presidencia de la República con la
sola arma de su sencillez femenina. Sin temor a
exagerar, puede decirse que dicha labor ha sido
absolutamente esencial para avanzar en la
pacificación y reconcilación de la sociedad
nicaragüense, para hacer desaparecer esa
imagen que los nicaragüenses tenían de su
propio país como nación partida por la mitad y
aparentemente irreconciliable. A ella se debe,
como ha reconocido recientemente uno de sus
principales rivales políticos, “haber zanjado el
fin de la guerra, logrado el desarme de la
Resistencia, procurado la inserción de los
desmovilizados a la vida civil, recogido miles
de armas en manos de particulares, reducido
drásticamente el número de hombres del
Ejército Popular Sandinista”(8). Sus logros, aun
sin disponer de la suficiente perspectiva
histórica, están ahí, perfectamente visibles para
el observador. Con todo, el tiempo nos permitirá
percibir mejor, en su justa dimensión, la
grandiosidad de un trabajo bien hecho.
A trancas y barrancas, Nicaragua llegó, en
octubre pasado, a una nueva cita con las urnas
en la que dos candidaturas, la representada por
la ortodoxia sandinista de Daniel Ortega y la
Alianza Liberal, con Arnoldo Alemán como
líder, han polarizado al electorado, al igual que
ocurrió en la precedente. Y nuevamente, los
electores pasaron al FSLN la cuenta de su
pésima gestión opositora, lo mismo que en 1990
fueron castigados por su ruinoso y desastroso
gobierno de más de diez años. Y no se trata de
demostrar ciclos históricos, pero casi sería como
para acreditar las tesis spenglerianas.
Particularmente, si se añade a lo anterior que el
Frente Sandinista, tal como hizo en 1990, se
negó a reconocer el resultado electoral salido de
las urnas, a pesar de haber sido validado por la
Organización de Estados Americanos (OEA), la
Unión Europea, el Centro Jimmy Carter y el
Consejo Supremo Electoral, cuarto Poder en el
sistema
constitucional
nicaragüense
y
controlado, por cierto, por adeptos del
sandinismo.
***
La tarea que tienen ante sí el presidente Arnoldo
Alemán y su equipo de la AL puede calificarse
sin temor a exagerar de hercúlea. Pero no es ello
algo que le asuste, como tampoco le amilanó la
situación desastrosa que encontró en Managua
al hacerse cargo de su ayuntamiento. En esta
nueva etapa de su carrera política, no hay duda
alguna de que el obstáculo principal lo
encontrará en la consolidación e incremento del
ritmo de crecimiento económico logrado en
1995 (4,2%). La base de partida no es lo que
pudiera calificarse de ideal, con una deuda
pública per cápita de aproximadamente 2.750
dólares(9) que, comparados con los escasos 676
dólares de renta que anualmente percibe de
media cada nicaragüense, muestra claramente el
grave estado de las finanzas.
Por otro lado, Nicaragua, más que cualquier
otro país centroamericano, depende en gran
medida de la ayuda a fondo perdido que percibe
del exterior, lo que la hace extremadamente
vulnerable al planteamiento que haga cada país
donante y a la evolución de las variables
macroeconómicas. Con una media anual de 182
dólares por habitante, Nicaragua es, de los
países en vías de desarrollo, el que recibe más
ayuda externa. En 1991 fueron 719 millones de
dólares, más del doble del total de sus
exportaciones, y aunque hay que observar que
se trata de flujos en disminución, su alto valor
absoluto respecto a las cifras que ofrece la
contabilidad nacional dan al gobierno una
capacidad de maniobra muy limitada(10). Dicho
en otras palabras, ni los milagros, ni las
soluciones mágicas caben aquí, sino el trabajo
serio, esforzado y continuado, es decir, la
verdadera especialidad del presidente Alemán.
Otra importante labor que deberá desarrollar la
nueva administración nicaragüense es la de
culminar la pacificación, muy avanzada a lo
largo del sexenio de doña Violeta. Aún perviven
restos de grupúsculos de la Contra que campan
incontrolados
como
bandoleros
y
asaltacaminos, sobre todo en los departamentos
norteños, así como una todavía importante
cantidad de armas en manos de la población
civil. El próximo 31 de mayo finaliza el
mandato que en ese sentido tiene asignado la
Comisión Interamericana de Apoyo y
Verificación (CIAV) de la que forman parte la
OEA y Naciones Unidas. El nuevo parlamento
deberá decidir si es preciso solicitar otra
prolongación de su mandato.
Por lo que se refiere a la política exterior, el
presidente Alemán ha tomado la acertada
decisión de designar ministro del ramo al doctor
Emilio Alvarez Montalván, una de las más
brillantes cabezas de la política y de la
intelectualidad nicaragüenses. En unas
declaraciones efectuadas pocas semanas antes
de acceder al cargo señaló que sus prioridades,
además de la reducción de la deuda externa —
objetivo global del gobierno en su conjunto—,
serían la promoción de las inversiones
extranjeras, el perfeccionamiento de la
integración centroamericana y la solución de los
diferendos fronterizos con los países vecinos.
La desesperada situación económica de
Nicaragua justifica, por sí misma, la opción por
la promoción de inversiones. En cuanto a la
integración subregional, el Dr. Álvarez
Montalván no hace más que alinear a Nicaragua
con una de las tendencias más poderosas
vigentes en la comunidad internacional de
nuestros días. Prepara además a su país para, en
su momento, poder incorporarse a una NAFTA
mexicano-estadounidense ampliada. Por otra
parte, en 1990, en Antigua (Guatemala), los
presidentes centroamericanos aprobaron lo que
se conoce como Programa de Acción
Económica para Centroamérica (PAECA) que,
entre otros, fija los plazos para llegar a una
unión aduanera mediante el establecimiento de
una zona de libre cambio y un arancel exterior
común. Nicaragua se adhirió también, en 1993,
al Grupo Centroamérica-4 (CA-4), del que
igualmente forman parte El Salvador,
Guatemala y Honduras y que, del mismo modo,
prevé la creación de una zona de libre cambio,
así como de libre circulación de mano de obra,
capitales, bienes y servicios.
Con respecto a los potenciales conflictos con
los países vecinos, el flamante nuevo ministro
de Relaciones Exteriores se muestra más
partidario de encarar su problemática frontal y
directamente con sus homólogos hondureño y
costarricense antes que dejar que, por malos
entendidos,
verdades
a
medias
o
interpretaciones torcidas ancladas en un siempre
y en todos los casos peligroso nacionalismo, la
situación degenere y se llegue, sin haberlo
buscado realmente, a las puertas de una
indeseable conflagración armada.
Con Honduras, el problema tiene su origen
tanto en la tradicional agresividad de sus
pesqueros, langosteros principalmente, como en
la no menos habitual pasividad de las
autoridades nicaragüenses de cualquier
tendencia política, para quienes su litoral
atlántico ha sido poco menos que otro país.
Hace justamente un año y medio, Nicaragua
anunció que dejaba de reconocer el paralelo 15
como frontera marítima con Honduras en el
Atlántico frente al criterio contrario de este
último país. El hallazgo de reservas de
hidrocarburos ha venido a complicar este
conflicto latente. Afortunadamente, entre ambas
partes se mantiene un positivo espíritu de
diálogo.
Con Costa Rica el enfrentamiento ha venido de
la mano de la instalación de un grupo de
colonos procedente de dicho país en una franja
de territorio nicaragüense aledaño a la frontera
entre ambos Estados. Por otro lado, sigue sin
resolverse el permanente conflicto con
Colombia sobre la soberanía de un archipiélago
—San Andrés y Providencia— situado en el
Caribe frente a las costas de Nicaragua. Estas
islas fueron cedidas por este país a Colombia
como consecuencia de un Tratado firmado por
ambos en 1928, cuando el gobierno
nicaragüense se encontraba bajo el control
directo de Washington.
Como puede observarse, por tanto, las nuevas
autoridades nicaragüenses tienen ante sí una
ardua y muy complicada labor que, sin
embargo, está respaldada por la voluntad
mayoritaria de un pueblo que merece mejor
suerte histórica. Frente a los que admiran lo
revolucionario como modus operandi para
conseguir mejorar el nivel social y económico
de los Estados y de sus pueblos, el gobierno de
Arnoldo Alemán Lacayo encara el cambio de
milenio con la ventaja que le han dado su
gestión tenaz, su eficacia administrativa y sus
éxitos callados al frente de la alcaldía capitalina.
Chesterton dijo que el acontecimiento más
importante de la Inglaterra del siglo XIX había
sido “la revolución que no se produjo”,
queriendo subrayar con ello las ventajas que
ofrecen la moderación y las medidas con efecto
a largo plazo frente a lo revolucionario, lo
drástico. Desde 1990, Nicaragua está en esa
senda de esperanza que, inevitablemente,
desembocará en el progreso y el desarrollo
económico.
Notas
(1)
La
Constitución
fue
reformada
recientemente para, entre otros detalles, reducir
el mandato de los cargos electos de seis a cinco
años, así como eliminar algunas de las señas de
identidad sandinistas que sus redactores le
habían imprimido.
(2) DÍAZ LACAYO, Aldo, Gobernantes de
Nicaragua (1821-1956): guía para el estudio de
sus biografías políticas, Managua, Aldila
Editor, 1996, refiere en la página 158 que al ser
invitado el presidente de Nicaragua, Anastasio
Somoza García, a visitar oficialmente
Washington en 1944, preguntaron a F.D.
Roosevelt las razones de hacer viajar a la capital
norteamericana a “semejante hijo de puta” (sic),
contestando el presidente norteamericano:
“…pero es nuestro hijo de puta” (“our son of a
bitch”).
(3) Componían esta junta cinco miembros: tres
sandinistas, Daniel Ortega Saavedra, Sergio
Ramírez Mercado y Moisés Hassán Morales; y
dos no sandinistas, Violeta Barrios Torres,
viuda de Pedro Joaquín Chamorro Cardenal, y
Alfonso Robelo Callejas, presidente del socialdemócrata
Movimiento
Democrático
Nicaragüense.
(4) Ejército Popular Sandinista, Marina de
Guerra Sandinista, Fuerza Aérea Sandinista y
Milicia Sandinista.
(5) Las cartillas de racionamiento estuvieron
vigentes hasta 1988.
(6) La propia historiografía sandinista comienza
a reconocer los garrafales errores de aquellos
años de vigencia de un cierto romanticismo
revolucionario. Cfr. al efecto, el libro de
Alejandro BENDAÑA, Una tragedia campesina:
testimonios de la resistencia, Managua, Ed.
Arte, 1991.
(7) La ciudadana española María Rosa Cueva
de Baldizón fue una de estas afectadas. Sus
fincas, La Manchega y La Pradera en Jinotega,
fueron confiscadas en 1987 para instalar en
ellas sendas cooperativas de defensa.
(8) Sergio RAMÍREZ MERCADO, “Final de
cuentas”, Diario El País, pág. 14, 10-I-1997.
(9) Se trata del nivel de deuda pública más
elevado del mundo. Para percibir en su
adecuada dimensión esta cifra es preciso añadir
que le sigue Costa de Marfil con menos de la
mitad.
(10) A pesar de su aumento, el Producto Interior
Bruto (PIB) de Nicaragua en 1995 fue un 41 por
ciento inferior al que registró en 1980.
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