Nicaragua se instala en la normalidad democrática: la victoria electoral de Arnoldo Alemán MANUEL HERNÁNDEZ RUIGÓMEZ* N o por obvio y repetido resulta superfluo subrayar, una vez más, que uno de los rasgos distintivos de los sistemas políticos democráticos, lo que los hace particularmente atractivos para la ciudadanía, es la consolidación por su medio de un régimen de libertades legalmente regulado, así como la posibilidad de alternancia en el poder mediante la celebración periódica de elecciones. Y ello a pesar de que, como los definió el siempre pedagógicamente ingenioso Winston Churchill, constituyen “la peor forma de gobierno si * Diplomático. exceptuamos todas las demás ensayadas a lo largo del tiempo”. Lo cierto es que esta verdad incontrovertible sobre la que sentó cátedra aquel gran estadista británico ha tardado en abrirse camino y no ha sido más que en estos años, últimos del segundo milenio, cuando la humanidad empieza a asistir complacida al triunfo de un sistema que, poco a poco, va calando en más países e imponiendo la fuerza de su razón política en ámbitos en los que a este régimen, desgraciadamente, no se le había permitido instalarse hasta el momento presente. En unas ocasiones su camino se veía bloqueado porque importantes pensadores y líderes políticos encontraban justificación teórica suficiente para impedir la consecución de sus ideales o para invertir su significado de apertura, libertad, responsabilidad ante el voto, tolerancia y transformarlo de modo que se adaptara a su visión totalitaria de la sociedad. Y así, los hay que, como Lenin, pensaban que una democracia es una “organización establecida para el uso sistemático de la violencia por una clase contra otras, por una parte de la población contra el resto”; o como Mussolini que se vanagloriaba de haber “enterrado el cadáver putrefacto de la libertad” y, con ella, a la democracia, conceptos tan íntimamente ligados que no se comprende uno sin el otro. En otros momentos, esa búsqueda desesperada de la vía democrática que ha marcado históricamente a multitud de pueblos, se veía frenada porque dirigentes políticos interesados en ello maniobraban, por razones diversas, para hacer ver a la población que dadas las condiciones vigentes era materialmente imposible que dicha opción se instalara definitivamente. Este ha sido el caso de la Nicaragua más contemporánea, ese país que desde las profundidades del siglo XIX ha venido luchando, a veces fieramente, por hacer que se imponga la voluntad mayoritaria de su población frente a la elevada proporción de politicastros ambiciosos, dictadores e injerencias externas que infelizmente ha sufrido a lo largo de su controvertida y reciente historia. Desde luego no sería descabellado analizar, en algún otro momento, los porqués de este desgraciado destino histórico que hasta 1990 ha castigado tan duramente al pueblo nicaragüense. Centrándonos en la más estricta y rabiosa actualidad, objeto de este artículo, es preciso destacar, y hacerlo de una manera lo más sobresaliente posible, el triunfo de la normalidad democrática, la alternancia pacífica en el poder, como su virtud más sobresaliente con ocasión de la celebración de las elecciones generales (legislativas, presidenciales y municipales) el pasado 20 de octubre de 1996 en Nicaragua, tal como disponía la Constitución de 1988(1). El grupo político vencedor fue la Alianza Liberal (AL), encabezada por Arnoldo Alemán Lacayo, presidente de uno de sus componentes, el Partido Liberal Constitucionalista (PLC), y de la que forman parte también un amplio abanico de partidos liberales y conservadores. La AL no ha obtenido los laureles del éxito fácilmente teniendo, como tuvo, como principal adversario a la poderosa candidatura del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) acaudillada por su sempiterno líder, Daniel Ortega Saavedra, en la oposición desde 1990. Hasta bien recientemente, el nuevo presidente de Nicaragua ejerció las funciones de alcalde de la capital del país, Managua, cargo en el que, con muy merecida justicia, se había granjeado fama de gestor eficaz, honrado y enormemente trabajador. Con medios no siempre abundantes o, mejor dicho, siempre escasos, Alemán y su equipo —en el que destacaba su vicealcalde, Roberto Cedeño, hoy titular del ayuntamiento tras imponerse en estos mismos comicios— se empeñaron en modernizar una ciudad que, bajo la administración sandinista había caido en un deterioro a todas luces imparable. Cualquier persona que, como quien esto escribe, hubiera llegado a la Managua todavía bajo administración sandinista y la hubiese dejado a los pocos años de gestión arnoldista, habría podido comprobar “sur place” el impresionante trabajo realizado. Particularmente, si se tienen en cuenta, por un lado, la hercúlea tarea pendiente de realización y, por otro, la reducida financiación disponible, así como la constante labor de zapa realizada por la oposición sandinista cuyo principal argumento fue acusar de somocista al equipo municipal. Recuerdo con particular horror, en el fragor de una labor opositora que desde luego trascendía los niveles habituales de lucha política que se dan en una democracia, el incendio provocado que devastó completamente las oficinas centrales de la Alcaldía, los despachos del alcalde, de su vicealcalde, así como toda la documentación y otros enseres. La raíz histórica de los acontecimientos políticos Arnoldo Alemán había tomado la decisión de participar en política con motivo de su detención por la Seguridad del Estado sandinista en los años más duros del gobierno del FSLN (Frente Sandinista de Liberación Nacional). Como consecuencia de dicha determinación, fue elegido presidente del PLC y participó en las arduas negociaciones que dieron origen a la Unión Nacional Opositora (UNO) de la que pasó a formar parte al constituirse en agosto de 1989 como principal plataforma contendiente frente al poder omnímodo del FSLN cara a las elecciones previstas para febrero de 1990. Con el triunfo de la UNO en las mismas el 25 de aquel mes, el gobierno, la Asamblea Nacional, así como la alcaldía de la capital y las de otras importantes ciudades del país, pasaron a ser controlados por la UNO. Se trataba de una alianza electoral que englobaba a un heterogéneo grupo de catorce partidos entre los que se encontraban desde la ultraderechista Alianza Popular Conservadora (APC) hasta el Partido Comunista de Nicaragua (PCN), pasando por conservadores, liberales, socialcristianos, socialdemócratas y socialistas a quienes movía un único objetivo: apear a los sandinistas del poder, lo que por si solo da cuenta del nivel de hartazgo al que había llegado la sociedad nicaragüense. Pero para comprender la actual situación política del país y su precedente inmediato, el gobierno de la UNO, es necesario remontarse, aunque sea brevemente, en el pasado. Desde que a mediados de los años treinta de la presente centuria el general Anastasio Somoza García pusiera violento fin a los esfuerzos social-liberales y democratizadores del líder popular Augusto César Sandino asesinándolo cobarde y vilmente (21 de febrero de 1934), se inició en ese país centroamericano un largo período de vigencia de lo que cabría identificar como una suerte de república dinásticodictatorial que habría de prolongarse, con el beneplácito estadounidense(2), hasta que, en 1979, triunfara lo que se ha venido en llamar “revolución popular sandinista”. Conviene destacar, llegados a este punto, algo que no siempre ha sido suficientemente aclarado. A pesar de lo que se ha dicho, la revolución no fue la obra del FSLN, en tanto organización guerrillera en lucha contra el somocismo desde principios de la década de los sesenta o al menos no lo fue en exclusiva, sino que fue una victoria de todo el pueblo nicaragüense —un amplio frente nacional— de la que el Frente Sandinista supo beneficiarse en exclusiva. El tamaño del FSLN anterior a 1978 difícilmente superaba la calificación de grupúsculo marginal y ni en sus sueños más salvajes sus dirigentes hubieran logrado que siquiera se tambaleara la dictadura sin contar con la participación masiva de una población que ya por entonces, estaba abrumadoramente hastiada de los excesos y abusos somocistas. Sin embargo, el 10 de enero de 1978 un hecho inesperado y decisivo dio un vuelco a la situación: el director-propietario del diario opositor a Somoza (“La Prensa”), Pedro Joaquín Chamorro Cardenal, caía asesinado en Managua. Aunque no parece, aun hoy en día, que se haya aclarado quién ordenó la muerte de Chamorro, lo cierto es que las principales sospechas recayeron sobre el dictador Anastasio Somoza Debayle. Generalmente se acepta esa fecha como el inicio del fin de la dictadura dinástica. Hasta entonces, los sandinistas eran escasamente conocidos en el país y se habían limitado a dar, con un estilo que habría que calificar de romántico o, tal vez, robinhoodiano, esporádicos golpes de mano contra los intereses de Somoza o de sus allegados. En el momento de morir P.J. Chamorro, el FSLN tenía la inmensa ventaja de ser el único grupo que, además de estar desarrollando una oposición armada al régimen, lo realizaba de forma más o menos continuada desde hacía casi veinte años. Como tal, pudo concitar a su alrededor la inmensa ola de indignación que se levantó en toda Nicaragua con motivo de ese asesinato. La burguesía más rancia del país se encontró, repentinamente, luchando brazo con brazo con los marxistas sandinistas hasta que, el 18 de julio de 1979, Somoza abandonó el país. Al día siguiente, se estableció en Managua un nuevo directorio gubernamental como consecuencia del triunfo de la revolución pero, sobre todo, de la huida del país del dictador y de su odiada familia. En ese momento, la ilusión y la esperanza de los nicaragüenses no tenía límites. Y, con ellos, la del resto del mundo que había seguido las incidencias de la guerra contra el somocismo como si de un asunto propio se tratara. Casi inmediatamente se constituyó la Junta de Reconstrucción Nacional (JRN)(3) en tanto en cuanto gobierno provisional más o menos representativo de las fuerzas que habían participado en la victoria sobre el somocismo. Pero tras el entusiasmo de las primeras semanas y meses, el divorcio entre las, a grosso modo, dos fuerzas constitutivas de ese frente amplio, apareció como algo inevitable. Por un lado, los dirigentes del FSLN, ensoberbecidos por un triunfalismo ilimitado acabaron por creerse que ese frente amplio nacional —no constituido pero efectivo— que terminó con el somocismo coincidía con ellos mismos, era ellos mismos, y comenzaron a actuar en consecuencia para transformar el país de acuerdo con los principios de su credo político de base marxista. Pero por otro, y al tiempo, la llamada burguesía antisomocista se fue desencantando poco a poco viendo cómo los sandinistas iban imponiendo sus puntos de vista ideológicos. De tal modo que sus representantes comenzaron a abandonar los cargos gubernamentales que ocupaban empezando por los componentes de la JRN Violeta Barrios de Chamorro y Alfonso Robelo, que lo hicieron el 19 de abril de 1980, bastante antes del primer aniversario del triunfo de la revolución y como consecuencia de la firma de un acuerdo entre el FSLN y el Partido Comunista de la Unión Soviética, gota que colmó el vaso de su paciencia. Sirva como testimonio ilustrativo la carta justificativa que doña Violeta escribió más adelante al secretario general del OEA: “Los principios por los que todos nosotros luchamos hasta derrocar a Anastasio Somoza Debayle han sido flagrantemente traicionados por el partido en el poder, esto es, el Frente Sandinista de Liberación Nacional”. Por su parte, Robelo fue expulsado del país a finales de 1982 y sus propiedades confiscadas. Este goteo de dimisiones se prolongó, más o menos, hasta 1982. Poco antes, los miembros de la JRN adscritos al FSLN habían impuesto a sus socios la creación de unas fuerzas armadas(4) y de una policía que fueron apellidadas “sandinistas”, término que, a juicio de su dirección que identificaba “nación” y “sandinismo”, venía a coincidir con nicaragüense dado el amplio frente nacional que había derrotado al somocismo. Sin embargo, enseguida se vio que respondía, más bien, al partido que portaba el mismo adjetivo entre sus siglas. La Policía Sandinista se convirtió en el eje alrededor del cual giraba el férreo control social que el FSLN acabó por perfeccionar con ayuda de algunas potencias extranjeras, especialmente la República Democrática Alemana (RDA) y Cuba. Así fueron surgiendo la temida Dirección General de la Seguridad del Estado (DGSE), los Comités de Defensa Sandinista —calcados de los Comités cubanos de Defensa de la Revolución— y otras estructuras de vigilancia y represión con menor trascendencia social. La economía notó también pronto la enorme influencia que día a día iban adquiriendo los firmes postulados ideológicos del FSLN. Tanto agricultores, como comerciantes e industriales perdieron la libertad prácticamente total de comercializar sus productos que habían disfrutado hasta entonces. A partir de finales de 1979, el Estado pasaba a planificar centralmente la producción privada y su comercialización mediante el control político de los precios que, tal como se decretó, se fijarían desde los respectivos ministerios. El gobierno llegó incluso a establecer controles de carretera con el fin de confiscar las pequeñas producciones que los campesinos, como acostumbraban desde tiempo inmemorial, trasladaban, a pesar de las prohibiciones, a los centros urbanos para ser vendidas en los mercados. La consecuencia de esta medida fue una contundente e inmediata escasez de alimentos en las grandes ciudades que el gobierno intentó paliar creando centros estatales de distribución e imponiendo cartillas de racionamiento(5). Paralelamente, surgió un mercado negro en el que la población encontraba de todo —y era bastante— lo que el Estado no le proporcionaba, si bien a precios exorbitantes. El país comenzó a perder mercados exteriores vertiginosamente, con una economía que, ya a comienzos de 1981, era poco menos que un desastre: descenso paulatino de las exportaciones, creciente e incluso con el tiempo gigantesco déficit público, inflación galopante que llegó a superar el 30.000% anual. Y es que los sandinistas dieron siempre a la política económica un papel secundario lo que, añadido a la alegría izquierdo-populista con que sus dirigentes afrontaban las cuentas del Estado, venía a significar una progresiva pérdida de competitividad. A ello se unía el haber abandonado por completo el fomento de la producción interna, desarrollando paralelamente una política internacional limosnera que, de hecho, trabajó denodada y arduamente por obtener un flujo continuado de donaciones procedentes, en su mayor parte, de la URSS y de los países de su órbita, pero también de Europa occidental. El rápido deterioro económico comenzaba a amenazar seriamente con dar al traste con el proyecto político sandinista cuando algunos conatos de rebelión armada de los campesinos de la dorsal central (departamentos de Matagalpa, Boaco y Chontales, pero también los de Nueva Segovia, Ocotal y Jinotega) ofrecieron al FSLN una oportunidad de oro que no se podía desaprovechar. En esa región, ganadera de larga fecha y tradicional soporte político del Partido Liberal somocista, el gobierno había pretendido imponer sus puntos de vista respecto al trabajo de la tierra, la crianza del vacuno y la posterior comercialización de la carne. Pero lo hizo además a golpe de expropiación forzosa en tanto en cuanto castigó al que no se sometiera, de tal modo que el funcionamiento de esa política fue tan radical que quien no se plegaba perdía su propiedad(6). El efecto fue doble porque, por un lado, se fue formando un ejército —nunca mejor dicho— de descontentos a los que sólo hacía falta una mínima chispa para estallar y, por otro, se iban acumulando tierras estatales, por tanto, improductivas, pero con una importante misión militar. En efecto, al ser entregadas a cooperativas muy ideologizadas sirvieron de eficaz defensa del territorio frente a las ofensivas de los rebeldes de la Contra, estacionados al otro lado de la frontera(7). En estas condiciones, la reproducción del enfrentamiento civil, continuación, aunque de otro orden, del que acabó con Somoza y su régimen, estaba servida. La enemistad que se había ido creando, gratuitamente las más de las veces, entre Managua y Washington, facilitó el alineamiento de EE.UU. con los descontentos de la dorsal central que pronto fueron identificados como “contrarrevolucionarios” — de ahí “contras”— por el gobierno nicaragüense. Con suma habilidad, los dirigentes sandinistas presentaron la nueva guerra como un conflicto internacional, como la agresión de una de las superpotencias contra la débil soberanía de un paisito en tránsito hacia la democracia. No obstante, la realidad respondía más a una conflagración civil clásica que enfrentaba a dos concepciones políticas radicalmente distintas. Obviamente, la ayuda que EE.UU. prestaba a la Contra, por un lado, y la Unión Soviética y sus satélites al gobierno sandinista, por otro, ofrecía también el típico panorama de enfrentamiento entre las dos superpotencias en un escenario regional. Para las posiciones gubernamentales sandinistas que, al iniciarse la guerra, comenzaban a hacer frente al profundo desencanto que se iba apoderando de los esperanzados nicaragüenses, el conflicto iba a servir para justificarse — contra “la agresión del imperialismo yanquee”— y mantenerse en el poder a todo precio, censurando, confiscando, encarcelando y creando el tremendamente impopular servicio militar obligatorio que, a la postre, fue una de las causas de su derrota electoral en 1990. La democratización Esta fue la realidad de Nicaragua a lo largo de la década de los años ochenta. En 1989, los sandinistas, fuertemente presionados por la opinión pública internacional, convocaron unas elecciones generales para febrero de 1990 que habrían de reunir en ese país centroamericano a más de 3.000 observadores venidos de todo el mundo, una cifra record que hasta el presente no se ha vuelto a conseguir en ninguna otra cita electoral de país alguno. El triunfo de la candidatura de la UNO encabezada por Violeta Barrios de Chamorro, primera mujer que alcanza la jefatura del Estado en Nicaragua y en Centroamérica, fue la consecuencia lógica de la larga década de poder sandinista, de una guerra sin fin que desangraba humana y económicamente al país y muy a pesar de las irregularidades que en materia de igualdad de oportunidades entre contendientes carecterizaron a aquellos comicios. La derrota de los sandinistas cayó francamente mal en el seno de su dirección que, incrédula, amenazó con boicotear los resultados desde la posición gubernamental que el FSLN ocupaba por entonces y no ceder el poder a la candidatura vencedora —la UNO— dos meses después de la celebración de los comicios, tal como ordenaba la Constitución. La presión internacional y, principalmente, los esfuerzos desarrollados por los ex presidentes costarricense, Oscar Arias, y norteamericano, Jimmy Carter, les hicieron desistir de poner en práctica aquellos propósitos desestabilizadores, logrando que, finalmente, tuviera lugar el traspaso de poderes. Iniciado ya el mandato de doña Violeta y a pesar de la política de reconciliación nacional que la presidenta puso en marcha desde los primeros días de su mandato para tratar de solucionar el gravísimo grado de enfrentamiento civil que padecía la sociedad nicaragüense, los sandinistas poco aportaron como nuevo principal partido de la oposición. Bien al contrario, se dedicaron a obstaculizar, a cualquier precio, con todos los instrumentos a su alcance —los sindicatos, sus medios de comunicación, algaradas y desórdenes callejeros e incluso la Corte Suprema de Justicia cuya mayoría aún controlaban— los esfuerzos conciliadores del gobierno de la señora Chamorro, encabezado por su ministro de la Presidencia, Antonio Lacayo Oyanguren. Pero ello habría de costarles bien caro tanto en términos electorales como internamente. A medida que el sexenio de doña Violeta avanzaba, las posiciones en el seno de la dirección y de la asamblea del FSLN, se hacían más y más irrespirables hasta el punto de provocar una inevitable ruptura que llevó a sus componentes más socialdemócratas, encabezados por el ex vicepresidente de la República, Sergio Ramírez, a crear un nuevo partido, el Movimiento de Renovación Sandinista (MRS) que, por cierto, obtuvo un resultado muy pobre en las urnas. Algo de lo que tampoco logró escapar la UNO, esa heterogénea agrupación de partidos que aupó a doña Violeta hasta la victoria y que se deshizo en pedazos ante la imposibilidad de llegar a un entendimiento sobre la reconciliación nacional y, consecuentemente, el diálogo con los sandinistas y con otros protagonistas políticos del momento, principalmente, los restos de la Contra. Llegados a este punto es imprescindible hacer un pequeño alto para subrayar el impresionante papel desarrollado por Violeta Chamorro al frente de la presidencia de la República con la sola arma de su sencillez femenina. Sin temor a exagerar, puede decirse que dicha labor ha sido absolutamente esencial para avanzar en la pacificación y reconcilación de la sociedad nicaragüense, para hacer desaparecer esa imagen que los nicaragüenses tenían de su propio país como nación partida por la mitad y aparentemente irreconciliable. A ella se debe, como ha reconocido recientemente uno de sus principales rivales políticos, “haber zanjado el fin de la guerra, logrado el desarme de la Resistencia, procurado la inserción de los desmovilizados a la vida civil, recogido miles de armas en manos de particulares, reducido drásticamente el número de hombres del Ejército Popular Sandinista”(8). Sus logros, aun sin disponer de la suficiente perspectiva histórica, están ahí, perfectamente visibles para el observador. Con todo, el tiempo nos permitirá percibir mejor, en su justa dimensión, la grandiosidad de un trabajo bien hecho. A trancas y barrancas, Nicaragua llegó, en octubre pasado, a una nueva cita con las urnas en la que dos candidaturas, la representada por la ortodoxia sandinista de Daniel Ortega y la Alianza Liberal, con Arnoldo Alemán como líder, han polarizado al electorado, al igual que ocurrió en la precedente. Y nuevamente, los electores pasaron al FSLN la cuenta de su pésima gestión opositora, lo mismo que en 1990 fueron castigados por su ruinoso y desastroso gobierno de más de diez años. Y no se trata de demostrar ciclos históricos, pero casi sería como para acreditar las tesis spenglerianas. Particularmente, si se añade a lo anterior que el Frente Sandinista, tal como hizo en 1990, se negó a reconocer el resultado electoral salido de las urnas, a pesar de haber sido validado por la Organización de Estados Americanos (OEA), la Unión Europea, el Centro Jimmy Carter y el Consejo Supremo Electoral, cuarto Poder en el sistema constitucional nicaragüense y controlado, por cierto, por adeptos del sandinismo. *** La tarea que tienen ante sí el presidente Arnoldo Alemán y su equipo de la AL puede calificarse sin temor a exagerar de hercúlea. Pero no es ello algo que le asuste, como tampoco le amilanó la situación desastrosa que encontró en Managua al hacerse cargo de su ayuntamiento. En esta nueva etapa de su carrera política, no hay duda alguna de que el obstáculo principal lo encontrará en la consolidación e incremento del ritmo de crecimiento económico logrado en 1995 (4,2%). La base de partida no es lo que pudiera calificarse de ideal, con una deuda pública per cápita de aproximadamente 2.750 dólares(9) que, comparados con los escasos 676 dólares de renta que anualmente percibe de media cada nicaragüense, muestra claramente el grave estado de las finanzas. Por otro lado, Nicaragua, más que cualquier otro país centroamericano, depende en gran medida de la ayuda a fondo perdido que percibe del exterior, lo que la hace extremadamente vulnerable al planteamiento que haga cada país donante y a la evolución de las variables macroeconómicas. Con una media anual de 182 dólares por habitante, Nicaragua es, de los países en vías de desarrollo, el que recibe más ayuda externa. En 1991 fueron 719 millones de dólares, más del doble del total de sus exportaciones, y aunque hay que observar que se trata de flujos en disminución, su alto valor absoluto respecto a las cifras que ofrece la contabilidad nacional dan al gobierno una capacidad de maniobra muy limitada(10). Dicho en otras palabras, ni los milagros, ni las soluciones mágicas caben aquí, sino el trabajo serio, esforzado y continuado, es decir, la verdadera especialidad del presidente Alemán. Otra importante labor que deberá desarrollar la nueva administración nicaragüense es la de culminar la pacificación, muy avanzada a lo largo del sexenio de doña Violeta. Aún perviven restos de grupúsculos de la Contra que campan incontrolados como bandoleros y asaltacaminos, sobre todo en los departamentos norteños, así como una todavía importante cantidad de armas en manos de la población civil. El próximo 31 de mayo finaliza el mandato que en ese sentido tiene asignado la Comisión Interamericana de Apoyo y Verificación (CIAV) de la que forman parte la OEA y Naciones Unidas. El nuevo parlamento deberá decidir si es preciso solicitar otra prolongación de su mandato. Por lo que se refiere a la política exterior, el presidente Alemán ha tomado la acertada decisión de designar ministro del ramo al doctor Emilio Alvarez Montalván, una de las más brillantes cabezas de la política y de la intelectualidad nicaragüenses. En unas declaraciones efectuadas pocas semanas antes de acceder al cargo señaló que sus prioridades, además de la reducción de la deuda externa — objetivo global del gobierno en su conjunto—, serían la promoción de las inversiones extranjeras, el perfeccionamiento de la integración centroamericana y la solución de los diferendos fronterizos con los países vecinos. La desesperada situación económica de Nicaragua justifica, por sí misma, la opción por la promoción de inversiones. En cuanto a la integración subregional, el Dr. Álvarez Montalván no hace más que alinear a Nicaragua con una de las tendencias más poderosas vigentes en la comunidad internacional de nuestros días. Prepara además a su país para, en su momento, poder incorporarse a una NAFTA mexicano-estadounidense ampliada. Por otra parte, en 1990, en Antigua (Guatemala), los presidentes centroamericanos aprobaron lo que se conoce como Programa de Acción Económica para Centroamérica (PAECA) que, entre otros, fija los plazos para llegar a una unión aduanera mediante el establecimiento de una zona de libre cambio y un arancel exterior común. Nicaragua se adhirió también, en 1993, al Grupo Centroamérica-4 (CA-4), del que igualmente forman parte El Salvador, Guatemala y Honduras y que, del mismo modo, prevé la creación de una zona de libre cambio, así como de libre circulación de mano de obra, capitales, bienes y servicios. Con respecto a los potenciales conflictos con los países vecinos, el flamante nuevo ministro de Relaciones Exteriores se muestra más partidario de encarar su problemática frontal y directamente con sus homólogos hondureño y costarricense antes que dejar que, por malos entendidos, verdades a medias o interpretaciones torcidas ancladas en un siempre y en todos los casos peligroso nacionalismo, la situación degenere y se llegue, sin haberlo buscado realmente, a las puertas de una indeseable conflagración armada. Con Honduras, el problema tiene su origen tanto en la tradicional agresividad de sus pesqueros, langosteros principalmente, como en la no menos habitual pasividad de las autoridades nicaragüenses de cualquier tendencia política, para quienes su litoral atlántico ha sido poco menos que otro país. Hace justamente un año y medio, Nicaragua anunció que dejaba de reconocer el paralelo 15 como frontera marítima con Honduras en el Atlántico frente al criterio contrario de este último país. El hallazgo de reservas de hidrocarburos ha venido a complicar este conflicto latente. Afortunadamente, entre ambas partes se mantiene un positivo espíritu de diálogo. Con Costa Rica el enfrentamiento ha venido de la mano de la instalación de un grupo de colonos procedente de dicho país en una franja de territorio nicaragüense aledaño a la frontera entre ambos Estados. Por otro lado, sigue sin resolverse el permanente conflicto con Colombia sobre la soberanía de un archipiélago —San Andrés y Providencia— situado en el Caribe frente a las costas de Nicaragua. Estas islas fueron cedidas por este país a Colombia como consecuencia de un Tratado firmado por ambos en 1928, cuando el gobierno nicaragüense se encontraba bajo el control directo de Washington. Como puede observarse, por tanto, las nuevas autoridades nicaragüenses tienen ante sí una ardua y muy complicada labor que, sin embargo, está respaldada por la voluntad mayoritaria de un pueblo que merece mejor suerte histórica. Frente a los que admiran lo revolucionario como modus operandi para conseguir mejorar el nivel social y económico de los Estados y de sus pueblos, el gobierno de Arnoldo Alemán Lacayo encara el cambio de milenio con la ventaja que le han dado su gestión tenaz, su eficacia administrativa y sus éxitos callados al frente de la alcaldía capitalina. Chesterton dijo que el acontecimiento más importante de la Inglaterra del siglo XIX había sido “la revolución que no se produjo”, queriendo subrayar con ello las ventajas que ofrecen la moderación y las medidas con efecto a largo plazo frente a lo revolucionario, lo drástico. Desde 1990, Nicaragua está en esa senda de esperanza que, inevitablemente, desembocará en el progreso y el desarrollo económico. Notas (1) La Constitución fue reformada recientemente para, entre otros detalles, reducir el mandato de los cargos electos de seis a cinco años, así como eliminar algunas de las señas de identidad sandinistas que sus redactores le habían imprimido. (2) DÍAZ LACAYO, Aldo, Gobernantes de Nicaragua (1821-1956): guía para el estudio de sus biografías políticas, Managua, Aldila Editor, 1996, refiere en la página 158 que al ser invitado el presidente de Nicaragua, Anastasio Somoza García, a visitar oficialmente Washington en 1944, preguntaron a F.D. Roosevelt las razones de hacer viajar a la capital norteamericana a “semejante hijo de puta” (sic), contestando el presidente norteamericano: “…pero es nuestro hijo de puta” (“our son of a bitch”). (3) Componían esta junta cinco miembros: tres sandinistas, Daniel Ortega Saavedra, Sergio Ramírez Mercado y Moisés Hassán Morales; y dos no sandinistas, Violeta Barrios Torres, viuda de Pedro Joaquín Chamorro Cardenal, y Alfonso Robelo Callejas, presidente del socialdemócrata Movimiento Democrático Nicaragüense. (4) Ejército Popular Sandinista, Marina de Guerra Sandinista, Fuerza Aérea Sandinista y Milicia Sandinista. (5) Las cartillas de racionamiento estuvieron vigentes hasta 1988. (6) La propia historiografía sandinista comienza a reconocer los garrafales errores de aquellos años de vigencia de un cierto romanticismo revolucionario. Cfr. al efecto, el libro de Alejandro BENDAÑA, Una tragedia campesina: testimonios de la resistencia, Managua, Ed. Arte, 1991. (7) La ciudadana española María Rosa Cueva de Baldizón fue una de estas afectadas. Sus fincas, La Manchega y La Pradera en Jinotega, fueron confiscadas en 1987 para instalar en ellas sendas cooperativas de defensa. (8) Sergio RAMÍREZ MERCADO, “Final de cuentas”, Diario El País, pág. 14, 10-I-1997. (9) Se trata del nivel de deuda pública más elevado del mundo. Para percibir en su adecuada dimensión esta cifra es preciso añadir que le sigue Costa de Marfil con menos de la mitad. (10) A pesar de su aumento, el Producto Interior Bruto (PIB) de Nicaragua en 1995 fue un 41 por ciento inferior al que registró en 1980.