Num024 013

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Crítica de libros
LA OTRA DEMOCRACIA
JOSÉ MANUEL CUENCA TORIBIO
FERNANDEZ DE LA MORA, G.: «Los teóricos izquierdistas de la democracia
orgánica». Plaza y Janes, Barcelona, 1985,195.
Sólo con el uso regular y continuado de
las urnas como elemento decisorio de las
pugnas políticas y con un notable y sostenido crecimiento de la cultura cívica e intelectual de nuestra comunidad puede esperarse que sus historiadores del próximo
siglo dejen de acumular sobre su pasado
mitos y descalificaciones globales como
parte sustancial de su trabajo. Si la icorioclastia de ciertos periodos y figuras y la
desmitificación inverecunda de algunos
episodios del más reciente pasado hispano
fue tan abusiva como injusta en el nacimiento y auge de la Segunda Dictadura española del siglo XX, desde 1965 puede
afirmarse que las metas alcanzadas en tan
pesaroso menester se han visto superadas
por una literatura seudohistoriográfica tan
rentable en general para sus autores como
lesiva al crecimiento de la ciencia de Clío
entre los iberos. No se ve ni siquiera en
lontananza el fin de la plaga. De ahí. pues,
el saludo efusivo con que ha de recibirse
todo intento que quiera rendir tributo a la
verdad en las parcelas más comprometidas de nuestro ayer y más sujetas, por adehala, a las apologías y condenas inmatizadas. Algunos de los prestigios más inmaculados de la historiografía hispánica contemporánea y algunos de sus libros más
sugestivos se labraron precisamente en dicho tajo. Cuando en la Cataluña de su juventud Fernando el Católico era objeto de
toda suerte de invectivas por parte de la in-
Cuenta v Razón, núm. 24
Septiembre 1986
telectualidad más avanzada, Vicens Vives
vino a demostrar en su espléndida tesis
doctoral que el rey aragonés había sido un
gran impulsor de la democracia y la grandeza del Principado. Con algunos años
más en su haber, D. Jesús Pabón puso en
cuarentena buena parte de la cruzada antiparlamentaria del régimen franquista con
su insuperable estudio de la vida pública no de la privada- del líder de la Lliga
Francesc Cambó. Por las mismas roderas,
un coterráneo de este último autor, el ha
poco fallecido Ángel Ferrari, escribió una
de las obras más importantes de la producción historiográfica novecentista en un intento afortunado de poner luz y orden en
la controversia de la época barroca acerca
de la personalidad política del Rey Católico. Dar a cada uno lo suyo, luchar contra
la corriente oficialista y maniquea imperante en los círculos de poder de la España
de los años cincuenta en punto a la República y la guerra fue igualmente el objetivo
que animó a Carlos Seco a escribir ese excelente friso de la España de la década de
los treinta y cuarenta que fue, con fecha de
aparición de 1961, su tomo V de la Historia de España de la barcelonesa editorial
Gallach.
En la línea de una ilustre y calumniada
familia intelectual de la Europa reciente R. Michels, Mosca, Paretto, una porción
de la obra Maurrasiana, un amplio torso
de la de Pessoa- Gonzalo Fernández de la
Mora ha consagrado toda su segunda navegación intelectual a poner de relieve los
defectos de la partitocracia. Su última
contribución al tema descansa justamente
en el análisis de aquellos hombres que
desde dentro del sistema impugnado también lo estuvo, v. gr., Mosca y no conviene olvidar su decidida postura antimussolinista- pusieron al descubierto sus principales disfuncionalidades y aporías. Llevado sin duda de cierta vis polémica -tan
imantadora de algunos intelectuales de
raza- y con un punto de desafío intelectual
el ensayista barcelonés ha filiado, desde
los días mismos en que España se abre a
las corrientes filosóficas contemporáneas
con la introducción en ella del krausismo,
los orígenes de un linaje de pensadores, ardientes defensores de la llamada democracia orgánica; es decir, de aquella teoría política que hace descansar el verdadero gobierno del pueblo y la auténtica igualdad
de oportunidades en la vitalidad de los denominados cuerpos intermedios, expresión a su vez de la pujanza y buen funcionamiento de la sociedad. Como es sabido,
dicho sentimiento no pasaba de ser una de
las expresiones en que se manifestaría -de
manera singular y significativa en el mundo germánico- la reacción contra la democracia roussoniana y su plasmación en los
muchos códigos inspirados en los de la Revolución Francesa. La atomización de la
colectividad, la soledad e indefensión del
individuo frente al Leviatán estatal, era
aprovechada por los partidos políticos
para erigirse con el monopolio de la representación política.
Una falange no reducida de los doctrinarios y escoliastas del krausismo finisecular se mostrarían así, conforme a las
premisas del autor del famoso libro «El
crepúsculo de las ideologías», decididos
partidarios de asentar la dinámica parlamentaria en un sólido organismo social,
tal y como propugnó H. Ahrens (18081874), padre espiritual de toda esta corriente de pensamiento; engrosada fundamentalmente por el aporte francés del sociologismo comtiano y de manera especial
por la obra de F. Le Playt (1806-82), quizá
no excesivamente atendida por el escalpelo
de Fernández de la Mora.
Los primates del krausismo de la primera y segunda generación -Sanz del Río,
Salmerón, el catedrático valenciano de
Historia del Derecho, Pérez-Pujol, Leopoldo González Posada y el mismo D.
Francisco Giner de los Ríos, amén de una
constelación menor- pasan bajo la lupa de
Fernández de la Mora y sus obras son sometidas a una meticulosa revisión «organicista», con resultados siempre altamente
positivos para el fin de la pesquisa.
«El organismo social es una teoría racional con fundamento en los datos empíricos y, a mi juicio, más válida y realista
que el contractualismo individualista. De
esta teoría se deduce un modelo constitucional, la democracia orgánica, cuya nota
más caracterizada es una técnica corporativa de la representación política. Tanto la
teoría como el modelo y sus técnicas son
ideológicamente neutros; no están ni a la
derecha, ni a la izquierda... Los krausistas
españoles profesaban un respeto casi reverencial a sus maestros, y la influencia del
más lucido y realista de todos ellos, Ahrens, es dominadora en el área sociojurídica. El eco es nítido en Sanz del Río, Salmerón y Francisco Ciner; y otros como Pérez-Pujol, Posada y el marginal Madariaga
lo desarrollaron sistemáticamente» (21 y
44).
Con la excepción quizá del consagrado
al almeriense D. Nicolás Salmerón, los
breves capítulos dedicados a los dioses
mayores del krausismo así como al patriarca de la Institución son los más «académicos» del libro, que encuentra quizá en las
páginas centradas en torno a Pérez-Pujol su
porción más innovadora del escolio de la
primera y segunda hora krausista.
Más de un lector considerará que la provocación intelectual de Fernández de la
Mora rebasa fronteras intangibles al incardinar en la trayectoria glosada en su libro
la esencia de la posición ideológica de D.
Julián Besteiro, estrella máxima y amical
-sidus amicum- del pensamiento socialista
español. La formación institucionista de
este gran madrileño y su discipulado
germano con filósofos enraizados en las
teorías de Ahrens fundamentan, no obstante, la validez -total o parcial- de la hipótesis puesta en pie por nuestro autor
(demasiado cicatero en le calificación de la
aportación del que fuera catedrático de
Lógica de la Universidad Central). Mas, al
margen de ello, es indiscutible que D. Julián tomó la medida exacta de los vacíos
de la democracia parlamentaria por su experiencia directa de ella y por un notable
esfuerzo teorético. De ahí, empero, a certificar o desear su destrucción existe una
gran distancia, que Besteiro nunca franqueó. Partidario de que en el poder legislativo tuvieran adecuada cabida los intereses
sociales que dieran mayor fuerza y estabilidad a la institución parlamentaria-, acaso
su mayor innovación en el orden práctico
estribó en reclamar una segunda cámara
en el sistema unicameral implantado en
1931.
Quizá más enjundioso desde el punto de
vista doctrinal fuera el aporte al tema de
su correligionario y colega universitario
Fernando de los Ríos. Verdadero progenitor del término «democracia orgánica», el
profesor malagueño abogó durante un tercio de siglo por un poder legislativo en el
que estuvieran representados por igual los
intereses y las ideas, creyendo inalterablemente que el olvido de estos últimos condenaba al parlamentarismo clásico a la esterilidad, o al menos a la ineficiencia. Fernando de los Ríos olvidaba o despreciaba
el pensamiento de Benedetto Croce, según
el cual todo corporativismo constituye
una conspiración o un atentado contra la
sociedad y no se recató incluso de elogiar
el fenómeno fascista, marcando sin embargo una distancia insalvable con él al no
ser su corporativismo expresión «de la naturaleza». También peca de severidad la
opinión de Fernández de la Mora respecto
de la calidad de Fernando de los Ríos
como politólogo. Criticismo, sin embargo,
compensado por el reconocimiento a los
aspectos innovadores de su planteamiento
y por el reconocimiento de su puesto en la
escuela organicista que venimos glosando.
Otro eslabón «escandaloso» de la cadena estudiada por Fernández de la Mora es
el de las reflexiones dadas a la luz sobre la
cuestión por la incansable y luminosa pluma de Madariaga. Por muchos motivos,
con el más grande ensayista de las letras
hispanas de la actual centuria nos situa-
mos en otro nivel del tema. La adscripción
anglosajona de gran parte de su teoría política y lo recurrente pero algo informe y
deslabazado de sus meditaciones en dicha
vertiente -a las veces, a manera de divertimento simbolista, como en La jirafa- parecen testimoniarlo de manera suficiente.
En puridad, únicamente en su libro escrito
en 1934 Anarquía o Jerarquía puede tomarse como un hito descollante en el recorrido de la democracia vertebrada, no pasando por ser el resto de sus acotaciones
sobre ella glosas o apuntes perspicaces, sin
articulación o estructura. Claro es que
Anarquía o Jerarquía sirve sobradamente
no sólo para contemplar los puntos de vista del autor, sino también para tomar el
pulso a la cuestión en un periodo en el que
la democracia parlamentaria recibía toda
clase de golpes: «Este título sugería el
tema: la necesidad de aprender del peligro
que corría la democracia liberal a la izquierda como a la derecha, examinando la
base jerárquica objetiva que constituye la
verdadera estructura de toda nación. Mis
ideas fundamentales eran dos: la primera,
que mientras la libertad es el mismo aire
que respira el espíritu, la democracia no
pasa de ser un sistema de reglas prácticas
que cabe adaptar y revisar; y la segunda,
que para todas las naciones, pero más aún
para las hijas de Roma, el sufragio universal directo es peligroso y debe sustituirse
por otro en el que el voto individual se
agote en el municipio, y las demás instituciones políticas del país se elijan por las
instituciones del "piso" inmediatamente
inferior... Pintaba en aquel libro el^contraste entre la democracia de ún-hombréun-voto, en la que no creo, y mi modo de
organizar los cuerpos representativos; y
designaba la primera forma como "estadística" y la segunda corrió "orgánica".
Algo de esto ha pasado a la ideología del
régimen..» [Memor.ias (19121-1936). Madrid, 1974, 532].
El enfrentamiento de Madariaga con la
materia adolece de un irreprimible pesimismo, muy explicable si tomamos coordenadas cronológicas. Bajo el impacto de
la crisis del 29 y del espectacular ascenso
de los fascismos, los males del parlamentarismo se sometieron a una implacable
crítica por la opinión pública y sus guías.
Oclocracia y enfeudación de los burócratas y líderes de las agrupaciones políticas,
nepotismo y desbarajuste, tendencia incoercible al compromiso y al poder de los
clanes que precipitaba al Estado a la inermidad y la confusión. La última etapa de
la Tercera República francesa, en especial
durante la legislatura de 1932-6, ante
cuyos gobiernos estuvo Madariaga acreditado como embajador de España, es la
comprobación y el ejemplo manualístico
por excelencia del tema. Tal pesimismo
induce a pasar por alto la falacia de uno de
los argumentos claves de la repulsa de Madariaga de la democracia «mecánica» «un hombre, un voto»-, e inclina a mostrarse indulgente con el pasajero abatimiento de aquel gran espíritu liberal. (Parecería que D. Salvador se mostrase inclinado a privilegiar y propagar el procedimiento belga durante la época de la paz armada de otorgar un voto adicional a los
graduados universitarios, a los propietarios y a los padres de familia). Su postura,
sin embargo, es un importante refuerzo y
hasta remate de la tesis explicitada en la
obra que aquí glosamos. El engarce con la
fundamentación política del franquismo
parece imponerse, incluso como acabamos de ver, a confesión de parte..., quod
erat demostrandum, como sospechará
más de un malicioso.
Pero tal vez Fernández de la Mora llegue por este camino demasiado lejos en su
propósito de establecer las bases ideológicas del franquismo en los teóricos del organicismo democrático y aún franquee todavía más los límites de la exactitud al estimar este organicismo como alternativa o
sustitución en la mente de sus pensadores
del concepto y praxis de la democracia liberal, tal y como ha estado vigente en los
países occidentales durante la contemporaneidad. Los doctrinarios analizados tan
buidamente en las páginas de su libro formularon su modelo político a manera de
complementariedad y, sobre todo, como
perfeccionamiento del vigente en la conformación de los Estados liberales del XIX
y el XX. Así lo expresaba su jefe de filas:
«Sin dudasshabrá también (...) partidos que
se inclinarán, uno más hacia las reformas;
otro hacia la conservación del Estado actual de las cosas; pero los partidos estarían
obligados a tener en cuenta la inteligencia
propia de cada elector y proponer candidatos juzgados según sus actos, según el talento práctico que hubieran demostrado
en la gestión de los asuntos» (Curso de Derecho natural o de Filosofía del Derecho.
París-Méjico. 1887. 576).
La dialéctica de obras como la comentada fuerza en no pocas ocasiones a enunciados e incluso a postulados que pueden llegar a distorsionarse. Catalogar como «izquierdistas» a la egregia pléyade de intelectuales examinados en el presente libro sólo
puede tomarse a título de reclamo editorial.
Ni siquiera a los socialdemócratas Besteiro
y Fernando de los Ríos cabe incluirles en
tal denominación ideológica, a no ser desde
luego, que nuestro autor otorgue un carácter tan absolutizador al conservadurismo
nacional que incluso un escritor como Madariaga pueda ser etiquetado con el membrete de «izquierdista». Entrar en el terreno
de tales terminologías no conduce a buenos
resultados científicos. Igual impropiedad
que en el lenguaje de los partidos marxistas
tiene el vocablo opuesto a «derechista» «izquierdista»- no es el más idóneo para
caracterizar a los hombres y al pensamiento objeto del libro que nos ocupa. Por fortuna la fuerza de las cosas se impone sobre
cualquier otra actitud y es el mismo Fernández de la Mora el que en los parágrafos
más concluyentes de su obra realiza esta
adecuada e irrefragable síntesis.
«La fundamentación teórica de esta
doctrina es más sistemática, más rigurosa
y más profunda en los krausistas que en
los tradicionales, los cuales no aportan
más novedad conceptual que la distinción
entre soberanía política y soberanía social,
elaborado por Mella. Los tradicionales
abandonan la defensa de la representación
estamental y adoptan la corporativa después de la aparición del Curso de Ahrens,
lo que otorga al frausismo la prioridad
cronológica, y lo convierte en el factor determinante. Ambas corrientes ideológicas
se conocieron muy poco en el siglo XIX y
casi nada en la primera mitad del XX. La
influencia de las ideas krausistas en las tradicionales quizá fue indirecta; pero fue in-
negable. En cambio, el influjo de los tradicionales sobre los krausistas, aún más impermeables, fue prácticamente nulo. No es
una hipótesis, sino un dato que, en general, el corporativismo representativo que,
desde Aparisi, defendieron los doctrinarios españoles tradicionales, fue conceptualmente deudor del organicismo krausista.
Los partidos políticos y los gobernantes
-excepto Salmerón- afines al krausismo
no fueron fieles, en la práctica, al organicismo desarrollado por sus intelectuales.
En cambio, los partidos y gobernantes de
signo tradicional incluyeron en sus programas el corporativismo que defendían
sus doctrinarios. ¿Por qué esta paradoja?
El krausismo era una filosofía antimaterialista, antipositivista, casi mística, contrarrevolucionaria y burguesa que, en
otros países, estuvo asociada a posiciones
políticas moderadas, aunque laicas. Pero
en la, entonces, confesional España, la heterodoxia de los krausistas les impulsó a
vincularse con los movimientos republicanos y revolucionarios, cuya arma principal
de lucha política era el sufragio universal
inorgánico con el que la nueva clase media
aspiraba a sustituir a la nobleza,
atrincherada en la representación estamental, y a la alta burguesía, defensora del
sufragio censitario. Así se produjo la contradicción entre unos intelectuales fieles al
corporativismo de la escuela y unos políticos afines, que estaban asociados a los partidos de la izquierda. Esto explica, por
ejemplo, el enfrentamiento teórico y práctico de dos presidentes de la I República,
Pí y Margall, que dependía del federalismo
de Proudhon, y Salmerón, que creía en el
organicismo de Krause y que, por ello, se
convirtió en cabeza de la derecha republicana. Y así se explica también que Giner, que fue el mentor espiritual de muchos políticos de la izquierda española,
afirmara el organicismo social; pero fuera
bastante tímido en propugnar las fórmulas
de representación corporativa que del sistema se derivaban.
La situación de los tradicionales fue
muy diferente. Por incompatibilidad religiosa y metafísica no se entendieron con el
krausismo, y lo conocieron mal; pero en-
contraron en el organicismo una superación actualizada del modelo social prerrevolucionario, y un poderoso argumento
contra el individualismo demoliberal y,
por eso, incluyeron el corporativismo en
sus esquemas doctrinales y en sus programas de acción. Así se llegó a la paradoja de
que fueran los amigos políticos de los
krausistas los que construyeron una sociedad inorgánica, mientras que fueron sus
adversarios políticos los que trataron de
configurarla orgánicamente. Elpragmatismo circunstancial fue la causa de esta contradicción entre la teoría y la práctica.
También el krausismo fue diferente en España.» (p. 130-1).
Observamos, pues, cómo la última publicación de Fernández de la Mora refrenda lo expuesto con asietmatismo por algún
corifeo del régimen anterior. Víctor Pradera, el propio Vázquez de Mella y los
hombres de Acción Española comúnmente estimados como los fautores ideológidos
del franquismo tuvieron un modelo político en nada diferente, en sus principios, del
de los pensadores liberales y socialistas de
cepa krausista que no pudieron ver plasmado en su tiempo el esquema de representación política por ellos mantenido.
No hay tampoco inconveniente alguno en
dar por correcta -con las salvedades antedichas del escaso interés mostrado por el
autor hacia Le Play y sus discípulos y seguidores católicos- la paternidad de la introducción de la democracia orgánica en
el campo ideológico español a Sanz del
Río y sus epígonos, observando en tal defensa uno de las líneas de pensamiento
más firme y coherente de todo el panorama ideológico español. Pero, esto supuesto, cabe disentir de algunas de las extrapolaciones hechas por el autor y de más de
una lectura demasiado actual de los textos
de aquellos politólogos.
Por lo demás, el trabajo comentado se
suma a una corriente historiográfíca de
curso muy prometedor y esperanzado. Las
rupturas en la conciencia nacional no son
tan frecuentes ni singularmente tan abundantes como nos dice un lugar común de'
la reflexión política del siglo presente.
Junto a una tradición conservadora existe
también una tradición liberal -conforme
lo evidencian de manera particular las cartas debidas fundamentalmente a Vicente
Cacho-; y al lado de la democracia clásica
demo-liberal, la inorgánica, se asienta otra
tendencia estasiológica patrocinadora y
afecta a otra democracia má's cercana en
alguna de sus formas al ciudadano común,
pero que no po'r ello debe revestir forzosamente la fórmula corporativista. Más que
en ningún otro país europeo ha faltado en el
nuestro la mente y la voluntad integradoras. Por desgracia, los ensayos hechos con
tal orientación naufragaron unos por precocidad del intelecto y ambiente -caso de
Balmes- y otros por la pérdida de tensión y
energías de sus protagonistas lanzados a la
empresa en el ocaso de su vida fecunda,
como podría simbolizarlo el ejemplo de
Ortega de «El hombre y la gente». Al rescatar para la ciencia un tramo importante de
la idea de democracia revelada por una anchurosa corriente de intelectuales egregios
de más de los últimos cien años, Fernández
de la Mora ha despejado de vacuidades e injustos silencios un sector considerable de la
historia de las ideas políticas de la España
de dicho periodo. Tras su libro el logos se
enriquecerá y el pathos se amenguará en la
meditatio Hispaniae. Para un heliómaco
no puede existir mayor recompensa.
A pesar de que una obra de la enjundia
de la escoliada tendría tal vez que termi-
narse en el elogio antedicho, no quisiéramos que pasara inadvertido un extremo en
el que casi todos sus numerosos lectores
mostrarán una acentuada discrepancia
con el autor. Fue D. Adolfo González Po-,
sada uno de los universitarios de más alto
linaje de toda la trayectoria de nuestra
Alma Mater. Otro de idéntica estirpe le
dedicó uno de los mejores libros de politología española (escrito con serenidad y
acribia en tiempos de sectarismo y apasionamiento) con estas palabras: «A Don
Adolfo Posada, maestro por la doctrina,
maestro por la conducta» (Nicolás Pérez
Serrano: La Constitución española de
¡931. Madrid, 1932). Su obra doctrinal estuvo lejos del escoramiento y la grisaceadad atribuidos por Fernández de la Mora.
Por desdichada contera éste desconoce la
edición de sus Memorias, escritas en los
últimos años de su vida (1939-1944) y publicadas en 1983 por la Universidad de
Oviedo. Constituyen éstas uno de nuestros
mejores libros de recuerdos, de las que
sólo conocemos un volandero comentario
de D. Luis Sánchez Agesta «Las memorias
de Adolfo Posada. Anécdotas y recuerdos
de la España de la Restauración» (Cuenta y
Razón, 13 (1983), 25-32). Lector tan voraz
e insaciable como nuestro autor las habrá, a
buen seguro, ya leído, acaso con un punto
de arrepentimiento...
J.M.C.T.*
* Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de Córdoba.
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