Congreso de Estudios Clásicos FRANCISCO RODRÍGUEZ ADRADOS e ha celebrado en Madrid el VIII Congreso Español de Estudios Clásicos. Fueron más de mil quinientas personas las que estuvieron reuniéndose mañana y tarde durante más de una semana. Jóvenes la mayoría. Los temas, los más diversos dentro de las múltiples disciplinas del mundo antiguo: lenguas y literaturas griega y latina, Filosofía, Religión, Historia, Arqueología de los pueblos de la Antigüedad (también de nuestra Península), Humanismo, cuestiones de enseñanza. Es este último tema el que más ha llamado la atención de los medios de comunicación. Cosa agridulce para nosotros. Buena, porque uno de los fines del Congreso era precisamente llamar la atención sobre este problema. Mala, porque ha dejado en sombra el otro objetivo del Congreso: presentar un panorama de lo mucho que se trabaja en España sobre estos campos y hacerlo llegar al gran público. Pero, en fin, la actualidad y eso que llaman la noticia, un aspecto muy parcial de la realidad, mandan. Voy a ceñirme aquí al tema de la enseñanza. S la verdad es que no es fácil explicarse en relación con él. Resumiendo, nos hemos quejado de la escasa atención a las lenguas clásicas en la Enseñanza Secundaria y en el Bachillerato, atención menor en cada una de las Reformas que se suceden. Como por su parte se han quejado otros representantes de las Ciencias Humanas: la Literatura, la Historia, la Filosofía. Hemos pedido cosas después de todo modestas, que podrían concederse sin romper demasiado los esquemas de la actual Reforma: dos años obligatorios de latín en el Bachillerato de Ciencias Humanas y Sociales y dos años de griego en el mismo, aunque sea alternando con una materia económica o social. ¿Por qué pedimos esto? O, si se quiere, ¿por qué se nos regatea? Es el momento de dar algunas explicaciones. Empezando porque los cultivadores de las letras clásicas no hacemos otra cosa que reaccionar ante los recortes progresivos de las sucesivas Reformas. Después de cada una, las lenguas clásicas quedan peor que estaban. Son tratadas como el salchichón: desaparecen rodaja a rodaja. El riesgo es que lo que quede sea tan escuálido que carezca de interés real y al final vayan a tener razón los detractores: que lo que enseñamos no valga para nada. Y eso, cuando hay un profesorado dedicado y entusiasta. Sería destruir algo que existe. ¿Por qué? Como digo, no es fácil explicarse ante el público Y menos especializado sobre las reformas educativas. Amplían la enseñanza (más bien elemental) para todos, ahora hasta los dieciséis años. Todos lo aplauden, lógicamente, admiten, en honor a esa ampliación el notable aumento del gasto público. En realidad, la única resistencia fuerte que la última Reforma ha encontrado ha sido en relación con la enseñanza de la religión. Otros aspectos han pasado casi inadvertidos. sin embargo esta Reforma y sus predeceso-ras (me refiero a la del año 70 y a la que intentó la UCD sin llegar a hacerla culminar), todas de igual orientación, tienen muchos puntos negros, que algunos hemos denunciado repetidamente. En la larga gestación de la última se han logrado, ciertamente, algunas mejoras. Se ha atenuado la retórica pedagogizante y se han evitado algunos extremismos: son méritos de Javier Solana que he subrayado más de una vez. Pero las líneas generales son las mismas y traen, entre otras consecuencias, la reducción de los estudios humanísticos. Personalmente, a partir de un cierto momento, he tenido que dejar de insistir en el tema central de la crítica de la Reforma, como no sea haciéndolo de refilón, y me he concentrado, al frente de la Sociedad Española de Estudios Clásicos, en tratar de salvar lo salvable en el campo de las Humanidades Clásicas. Pero algunas explicaciones, insisto, son necesarias. Lo que criticamos es, entre otras cosas, la idea (no sólo española, ni mucho menos) de que la extensión de la enseñanza deba ir unida necesariamente a su elementalización: hemos hablado de egebeización. Este proceso es innegable. Va unido a una filosofía según la cual la enseñanza para todos tiene una finalidad más instrumental que cultural y es lógico que se aleje de nuestra historia, de nuestras raíces culturales, de la literatura. Se trata de dar a los alumnos un leve barniz con ayuda de un profesorado que no necesita mucha ciencia, y de hacer seguir esa enseñanza elemental de materias especializadas que lleven directamente a la Universidad. La noción de una Enseñanza Media de alto nivel desaparece. Y, por tanto, carece de sentido la enseñanza del griego y del latín: nadie se atreve a suprimirla, pero se la deja en unos niveles ínfimos. an extendido está este clima por encima y por debajo de partidos y gobiernos que no hace mucho encontré en una provincia española a un alto cargo (a ese nivel provincial) del PP. Me felicitó entusiásticamente por ar- Y T tículos míos que interpretaba políticamente, a su manera. Y concluyó con que, efectivamente, había que rebajar los niveles de la enseñanza. ¿En qué quedamos? Hay una serie de fenómenos que van unidos a todo esto. Por ejemplo, la reducción del Bachillerato a dos años, con el agravante de que se introducen en él materias especializadas que siempre han sido propias de la Universidad (y que no dejan hueco a las tradicionales). Otra consecuencia: la reducción del nivel de exigencia en la admisión del nuevo profesorado. Se han eliminado casi siempre los ejercicios prácticos, que son los verdaderamente esenciales, y nadie ha protestado (hace años se introdujo este mismo detestable sistema en los concursos a la Universidad, y así van las cosas). O recuérdense, todavía, los constantes esfuerzos por rebajar el nivel de toda clase de exámenes o de suprimirlos simplemente. Ésta es la situación: crecimiento cuantitativo (en cuanto a número de alumnos) de la enseñanza, disminución cualitativa. No tanto, ciertamente, como se temió en un principio (cuando escuché a un director general que aprender cosas era cargarse de «conocimientos inertes»); pero real. Ésta es, insisto, la situación dentro de la cual intentamos que se deje un lugar digno a las lenguas clásicas. Porque no se entiende bien que, desaparecido en la LOGSE el único año de latín para todos del Bachillerato (que había trabajosamente sobrevivido a la Reforma del setenta), no sea obligatorio al menos, en la rama de Ciencias Humanas, el primero de los dos que quedan (de tres que eran). Ni se entiende bien que en ese mismo Bachillerato el griego sólo sea mencionado en un curso (y no como obligatorio): es igual que nada. espués de todo esto, quizá alguien pregunte el porqué de esa obsesión nuestra por conservar las lenguas clásicas en el Bachillerato. Es el famoso problema de «para qué valen». Para empezar, la enseñanza no debe aspirar a dar solamente materias «útiles» en un sentido primario: hay que decir que las más de las que ofrece, las Matemáticas por ejemplo, no son útiles para la mayoría en ese sentido.. La enseñanza debe tender a formar hombres con un panorama cultural y científico suficiente. Resulta vergonzoso tener que llegar hoy a recordar esto. Pero este planteamiento cultural es el plano en el que debemos movernos, no debemos dejarnos arrastrar fuera de él. Pues bien, una vez puestos en este plano, cuestionar el interés general de las lenguas clásicas en un país como España sólo puede hacerlo alguien de cultura muy deficiente. Alguien con un D mínimo conocimiento e instinto respeta incluso lo que no domina personalmente a fondo. Las lenguas clásicas son una señal de identidad de nuestro país y de Europa. Su progresivo abandono es realmente vergonzoso. Que el documento fundacional de la Comunidad Europea se firmara en Roma significa algo. Todas nuestras lenguas y literaturas están impregnadas de lengua y literatura griegas y latinas. Da casi vergüenza tener que repetirlo. Sin un núcleo de cultivadores de estas lenguas que con su enseñanza mediante la palabra y el libro puedan a su vez influir más ampliamente, nos amenaza una grave ruptura cultural. De otra parte, es claro que la conciencia lingüística y literaria son favorecidas por el' conocimiento de los clásicos. Nos ayuda a entender nuestro entorno, que está impregnado de tradiciones antiguas, aunque no lo parezca a simple vista. Pero no quiero insistir en esto. El hecho es que el gran desafío está en si algún día será posible combinar la extensión de la enseñanza con una elevación de la misma, sobre todo desde el punto de vista cultural y científico. Y no como preparación precisa para una especialidad, sino como un fin en sí: para perfeccionar la mente humana. Todo esto lleva implícito que algún día tendrá que aumentar la amplitud del Bachillerato, tendrá que aumentar la exigencia de rigor para profesores y alumnos. El que haya una enseñanza obligatoria generalizada no implica que a su lado no pueda haber (como en muchos países de Europa) un Bachillerato exigente. E ntre tanto, el Congreso que hemos celebrado ha querido, simplemente, llamar la atención sobre lo más urgente. Que para que el estudio de las lenguas clásicas y la cultura antigua subsista en España deben mantenerse con un nivel aceptable incluso en este pequeño Bachillerato de dos años. Que existen en España, tienen cultivadores numerosos. Y que su pérdida supondría una mutilación cultural de nuestro país. Nosotros estamos seguros de que esto no va a suceder. Ya he dicho que los planteamientos iniciales de la Reforma han experimentado mejoras. Dentro de éstas, un nuevo empujón puede crear una situación sostenible, aunque represente un retroceso respecto a la anterior. Ya es aceptar. Pero es que no desesperamos de que más adelante las aguas volverán a su cauce. Para que ello sea posible, hace falta que ahora dejemos una situación medianamente sólida. Aunque no sea lo que en definitiva nos gustaría. Es lo que hemos propuesto en nuestro Congreso. Francisco Rodríguez Adrados es catedrático de Filología de la Complutense.