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ARGUMENTOS
¿Qué se elige?*
JULIÁN MARÍAS
E
n época de elecciones, ese rito indispensable de la democracia, se pueden producir
ciertas deformaciones que perturban su sentido e inducen a error. La estructura de los
partidos políticos, con disciplina más o menos rígida, listas “cerradas y bloqueadas”,
que limitan la libertad del elector y despersonalizan el resultado, lleva a plantear la
cuestión en términos de “triunfo o derrota” de un partido sobre otros. A veces todo se reduce a
mera “hostilidad”, al afán destructor de un partido, al que se intenta desplazar del poder, o bien
impedir su acceso al gobierno. La actitud meramente negativa lleva a total esterilidad al que la
practica, y es lo primero que debería tener en cuenta el posible elector.
Aparte de este riesgo, que es el más grave, cabe una inquietante dosis de “miopía” en el proceso
electoral. Se atiende exclusivamente, o al menos de forma predominante, a los intereses
particulares de un grupo, profesión o, en forma extrema, a los locales. Asombra la ceguera para
todo lo común y general de todos los nacionalismos, para los que no existe más que una fracción
del país, que no muestran el menor interés por el conjunto, dentro del cual va a tener realidad esa
fracción, radicalmente “insuficiente”. Las consecuencias llegan con frecuencia a lo grotesco.
Un paso más es la preocupación por lo que se suele llamar una “ideología”, que suele encubrir una
alarmante escasez de ideas, que habitualmente se reduce a un rótulo o etiqueta, casi siempre sin
contenido real y que en muchos casos bordea la estupidez. Los abominables términos “derecha” e
“izquierda”, que son, decía Ortega, “dos formas de hemiplejía moral”, son indicio de abstraccción
maniática, que impide toda visión razonable de las cuestiones reales.
* Artículo de D. Julián Marías, publicado en ABC el jueves 9 de Marzo de 2000.
Es cierto que el triunfo de un partido —o de una coalición de varios— lleva a una orientación
política determinada, a un estilo, a un repertorio de problemas a los que se concede primacía; en
suma, a una orientación de la vida pública durante un periodo que puede ser bastante largo. Si
existe una memoria histórica apreciable, se puede comparar, y es un recurso decisivo para el
funcionamiento de la democracia. Se han hecho diversas experiencias, con resultados próximos y
comprobables, y la opción debe estar condicionada por los resultados, la satisfacción o el
descontento. ¿Se desea renovar una experiencia pasada, cuyos resultados están presentes, volver a
ella, o seguir en otra dirección?
Aunque el grado de personalidad de las democracias actuales sea insuficiente, a última hora se trata
de personas, que encarnan y representan las diversas propuestas que el elector tiene ante sus ojos.
¿Se tiene esto suficientemente en cuenta? El poder de persuasión, la coherencia interna, el estilo,
las pasiones —nobles o bajas— que se descubren, la confianza que los protagonistas de la política
inspiran, todo eso debe tener influjo decisivo en un proceso electoral.
Pero todo esto, con ser importante, es relativamente secundario. Tras unas elecciones, una nación,
en nuestro caso España, emprende una trayectoria, que ciertamente se puede modificar o rectificar,
pero que da una figura determinada al país en que se va a vivir. Hay que preguntarse si coincide o
no, y en qué medida, con lo que entendemos por esa realidad de que estamos hechos y con la cual
vamos a realizar nuestras vidas personales. Nos vamos a sentir “cómodos” en esa configuración, o
acaso vamos a experimentar la extraña e inquietante situación de que aquello es “ajeno” o se está
enajenando.
Al mirar hacia adelante, al anticipar el futuro, ¿sentimos un horizonte abierto, un camino que
deseamos seguir, que puede ser “nuestro”, o sentimos temor de entrar en “tierra extraña”?
Esto es lo decisivo, lo que verdaderamente se elige, más allá de los intereses particulares, de las
cuestiones que directamente nos afectan. Mucho más que todas ellas nos concierne la figura total
de nuestra nación, el “argumento” que va a tener, que nos parece prometedor e ilusionante o suscita
temor o repulsión.
Todo lo demás, que hay que tener en cuenta, queda en segundo plano, porque esa figura global es la
que va a condicionar todos los demás aspectos y les va a conferir un sentido al que podemos
sumarnos con entusiasmo y tranquilidad de conciencia, o con inquietud y sospecha de error.
Y todavía hay que añadir una consideración más, delicada y de la máxima importancia. Es lícita la
adscripción a un partido, la preferencia por uno o por otro, la diversidad de valoraciones. Con tal de
que no se olvide la significación de la palabra “partido”, que exige la pluralidad. El “partido
único”, tan frecuente en nuestro tiempo, que ha dominado en medio mundo y sigue imperando en
gran parte del mundo actual, es mucho peor que la ausencia de partidos, la máxima perversión de la
democracia, su suplantación desde dentro, su escarnio intrínseco.
Quiero decir que el que pertenece a un partido o lo prefiere a otros tiene que saber que convive con
personas que tienen distintas preferencias, que tienen derecho a que su opinión cuente y tenga un
grado aceptable de validez. Hay que asegurar la convivencia con los demás, con todos los que
comparten el país común. Por tanto, es condición inexcusable la “apertura”, la condición no
excluyente. Un partido que pretende eliminar a los demás, que intenta dejarlos fuera de la
convivencia, es por eso mismo rechazable.
El criterio que debe dominar es que el partido a quien se pretende dar el poder, en cuyas manos se
va a poner la vida colectiva, no signifique la marginación de los demás, la subordinación a una
condición precaria.
Es frecuente, y en principio deseable, que un partido tenga que contar con otros, apoyarse en ellos.
Las mayorías “absolutas” tienen evidentes riesgos, sobre todo si el que las consigue tiene cierta
propensión a sentirse “partido único” y depositario permanente, acaso definitivo, del poder. Puede
ser deseable que el partido que gobierna se apoye en otros, tenga socios. Con una condición, sin la
cual todo eso se invalida: que no sean “socios desleales”. Si lo son, si van “a lo suyo”, si no tienen
interés por el conjunto, por la totalidad de que están hechos, el resultado puede ser precario o
desastroso.
No es fácil esa noble y necesaria tarea que es la política. Hay que pensar si se quiere tener alguna
probabilidad de acertar. Lo que se elige, en nuestro caso, es España. No para siempre, pero sí para
todos, con una orientación siempre modificable pero que hay que ensayar con decencia y eficacia,
con los ojos abiertos a una totalidad milenaria y que debe seguir cambiando con esa mezcla
esencial de coherencia e innovación.
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