Num130 005

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El papel de la verdad
en la vida pública
SALVADOR BERMUDEZ DE CASTRO *
E
l deseo de verdad singulariza al hombre en el reino animal. Es una aspiración
trascendente que acomete al ser humano con variada intensidad según su
temperamento y carácter, pero también según los avatares de su destino y de su
suerte, sus dones y condicionamientos. Por la naturaleza de la propia condición
humana, nadie se sustrae del todo a la curiosidad, a la intranquilidad o al vértigo de las grandes
preguntas, si bien para no pocos, al parecer, el cuestionamiento no pasa de leve intriga,
mientras que, en el otro extremo, para algunos llega a ser afán obsesivo de busca. Muchas
son en verdad las posibles formas y grados que cada cual tiene de sentir su propia existencia
y, según sean aquéllas y éstos, así serán las aproximaciones que cada uno puede estar
dispuesto a admitir como respuestas convincentes o satisfactorias.
* Embajador de España
Mas, también, preciso es anotar que el deseo y la búsqueda de la verdad desborda con
creces el ámbito de lo trascendente. Y es, de hecho, el mismo género de impulso el que
lleva a buscar la verdad metafísica y el que pretende “saber la verdad” que hay detrás de los
hechos de los hombres, de los acontecimientos cotidianos y de lo ocurrido en el pasado, así
como el porqué de actitudes, decisiones y acciones emprendidas individual y
colectivamente, aunque no le afecten a uno personalmente. El hombre, por su propia
naturaleza —pero también por su voluntad— es un ser ávido de conocimiento cierto, o de
lo que él pueda tener por tal; y a la satisfacción de esa avidez está dispuesto a contribuir no
sólo energía y recursos, sino también, en última instancia, su personal vinculación mediante
el reconocimiento, la lealtad, la militancia, en quehaceres, movimientos e instituciones que
le faciliten ese deseado saber y lo representen.
De ahí que la existencia en colectividad, y la vida pública en general, tengan tan radical
dependencia virtual de la verdad, de las aproximaciones a la misma, de sus apariencias
creíbles o de sus falsificaciones convincentes. La familia, la ciudad, la región, la nación y el
mundo transnacional son escenarios sociales de los que el hombre suele querer saber lo que
en ellos sucede y su porqué: qué los condiciona, quiénes y cómo son los que los dinamizan
y cuáles las razones que han llevado a que los acontecimientos hayan sido, sean o vayan a
ser de una manera determinada. Rumores, dichos, versiones que se quieren más o menos
fidedignas, espolean la curiosidad de la opinión, que siempre demanda más rigor o su
apariencia, más información y precisiones de autoridad, no sólo para hacerse una idea, sino
para formarse un juicio sobre lo ocurrido y lo que pueda llegar a suceder, así como sobre el
papel jugado por los diversos actores.
En ese contexto, la importancia que reviste la verdad o lo que pueda pasar por tal es
patente; y por ende, también, la de quien la diga o parezca decirla. En la vida pública, nada
refuerza más efectivamente el prestigio de honestidad como ser percibido como fuente de
verdad, siendo la inversa, por lo mismo, hontanar de desconfianza y descrédito. Es más:
cualquiera que haya sido actor, siquiera mínimo, en la escena pública, sabe lo que cuesta la
recuperación de la confianza una vez comprometida por haber sido sorprendido en falsedad
o mentira. Desde su intensa experiencia, Kissinger advierte que “la confianza es artículo
inapreciable. Una vez dilapidada, ha de crecer de nuevo orgánicamente; no cabe restaurarla
por un simple acto de voluntad...”. Ha de crecer efectivamente desde dentro: desde la
intimidad de quien a ella faltó o del seno de la institución que la violentó. Se ha de cultivar,
pues, con esmero; pero, de agostarse, ha de plantarse nueva semilla; la antigua no revive.
La cuestión que nos ocupa, por consiguiente, es de notoria importancia para cuantos
individual o institucionalmente actúan en la vida pública. Pues, por fuerza, han de tener
muy en cuenta los mecanismos capaces de potenciar la credibilidad de cuanto dicen, al
tiempo que han de sopesar y valorar la idiosincrasia y el talante circunstancial de quienes
conforman el conjunto de la opinión a la que se dirigen, así como los variadísimos intereses
que sobre ella inciden en cada momento. La complejidad de esos entrelazamientos aconseja
que, al menos en lo que se refiere a los mencionados mecanismos, se procure tener la mayor
claridad posible de su entidad y funcionamiento antes de actuar. A coadyuvar a ese fin se
orientan, consecuentemente, las reflexiones que a continuación se exponen.
II. La vida pública se desenvuelve bajo la problemática peculiaridad de su equívoca
relación con la verdad. Mientras todos los protagonistas activos rinden culto manifiesto a la
supuestamente intocable diosa, tanto los analistas y el público en general como los propios
actores en privado viven con la clara sospecha, cuando no la convicción, de que la diosa es
violada por unos y por otros con notorio desenfado. Numerosas han sido las voces
autorizadas que han delatado el que la quiebra de la verdad sea peculiaridad inherente a la
vida política. Para Hannah Arendt es sin duda parte de la historia, “hasta donde cabe
remontarse en el pasado”, que tanto el secretismo y el engaño como “la falsificación
deliberada y la mentira pura y simple” han sido “medios legítimos” para alcanzar objetivos
de orden político. Según esta notable discípula de Heidegger y Jaspers, “la veracidad no ha
figurado nunca en el número de las virtudes políticas, y la mentira siempre ha sido
considerada como un medio perfectamente justificado en asuntos políticos”.
Más recientemente, Jean François Revel, a finales de los 80, expuso esa misma convicción
en términos categóricos:
“...la mentira simple, voluntaria, conscientemente empleada como medio de acción, es
práctica corriente en el ámbito político, ya emane de los Estados, los partidos, los
sindicatos, las administraciones públicas u otros centros de poder. Es una banalidad decir
que la mentira es parte integrante de la política, que constituye tanto un medio de gobierno
como de oposición, un instrumento en las relaciones internacionales, que es un derecho, e
incluso un deber, cuando están en juego intereses superiores, una suerte de obligación
profesional, siquiera sea bajo la forma del secreto. Aun así, sin embargo, nuestro
acostumbramiento a tales triviales constataciones termina por velarnos la amplitud y la
influencia de la calamidad constatada”.
En su drástico escepticismo, Revel va aun más allá, al afirmar que “la primera de todas las
fuerzas que dirigen el mundo es la mentira”. Sin duda, al pensador político francés, en
aquellos años críticos previos a la caída del “muro de Berlín”, le pesaba su larga
experiencia periodística como analista del totalitarismo soviético, paradigma —junto al
régimen nazi— de la más sistemática manipulación política de la verdad y la mentira que
la historia ha ofrecido en Occidente. De ahí lo desesperanzado de su visión en aquel
entonces.
Abstracción hecha de la valoración moral que cada cual pueda apreciar, los usos y abusos
de la verdad o de la mentira en política no constituyen en rigor “fuerzas” —como las
denomina Revel—, sino más bien recursos, procedimientos, prácticas habituales más o
menos perversas. Como tales, han sido históricamente englobadas, sin mayor problema, en
lo que se ha entendido siempre como el quehacer político, a tenor de una serie de normas y
convenciones, por supuesto no escritas, y variables según las particularidades de
circunstancia y época. Sus márgenes de permisividad o de restricción han fluctuado también
acordes con la habilidad operativa de los actores, los niveles de aceptación del medio
receptor la tecnología al alcance en cada momento histórico y los recursos disponibles por
sus promotores. Salvo errores, por exceso en la manipulación de la verdad o de la mentira,
rara ha sido la utilización interesada con finalidad política que no haya brindado réditos. “El
pueblo —advierte Renan—, en efecto, es naturalmente crédulo; su primer impulso es
aceptar lo que se dice. La duda metódica es lo que menos entiende. Hecho a costumbres
ásperas, cree que la injuria sin respuesta es por lo mismo aceptada; para él, siempre queda
de ello algo”.
Cuanto queda dicho no es naturalmente exclusivo de la vida política. Es válido igualmente
para la vida comercial, para la publicidad y para todas las demás facetas de la existencia en
la escena pública. Diríase que lo importante es no tanto la verdad como la verosimilitud, al
menos mientras que lo que se alega no se vea seriamente cuestionado. De ahí que, en estas
cuestiones sobre verdad y mentira, parezca más clarificador anteponer el análisis de las
prácticas efectivas al uso, y esas normas y convenciones no escritas que delimitan los
cauces de acción y las modalidades de expresión a las que recurren los protagonistas, que
no el de la mayor o menor ductilidad de la opinión ante los engaños.
III. La condición de inalcanzable es característica de toda verdad metafísica. Por el
contrario, las verdades que se manejan en la vida pública tienen la particularidad de estar —
o al menos de parecer estar— al alcance de nuestras limitaciones. En efecto, se tiene la
convicción de que tales verdades pueden llegar a ser verificables y que, en consecuencia,
procede la investigación hasta su fehaciente concreción. Y, una vez debidamente
establecidas, se entiende que esas verdades deberían ser alegables, difundibles y defendibles
frente a todo cuestionamiento. Pero, precisamente, es esa, la siempre posible puesta en duda
de los resultados de su verificación, con buena o mala fe, la que desvela el extremo
problematismo de la verdad en la escena pública. Pues su puesta en entredicho no está
necesariamente en correlación con su veracidad, sino en función de que los intereses en
juego aconsejen la conveniencia de lanzar la duda. Una vez ésta en escena —y siempre que
el hecho no entrañe delito—, el árbitro pasa a ser la opinión, entidad sobradamente
manipulable y poco proclive a pronunciamientos por unanimidad. La caja de Pandora queda
así potencialmente abierta y a disposición de la habilidad de las partes, sin que la verdad en
sí misma sea algo más que un elemento entre otros en la disputa.
La mentira es otra cara de la misma problemática pública. Se entiende que es verificable; y
que, una vez expuesta su falsedad, teóricamente no debería haber lugar a más especulación,
dado que la verdad habría quedado restablecida. Pero la realidad casi nunca se desenvuelve
con esa nitidez, ni es tan obvia su consecuencia. Quien o quienes han recurrido a la mentira,
difícilmente se avendrán a quedar desmentidos públicamente, y con empeño buscarán
perpetuar el engaño, para así no perder cara. No pueden dejar de estar conscientes —al igual
que lo estuvo Francis Bacon, en su ensayo De la verdad— que “las mentiras se bastan para
generar opinión”, o al menos división en la misma, con lo que todo revierte a la ya indicada
situación respecto a la verdad cuestionada, expuesta en el párrafo anterior.
En la escena pública, la sustentación de los propios intereses en la verdad es, desde luego, la
modalidad más honesta de proceder. Es, además, la que más facilidades de defensa suele
brindar ante potenciales ataques o críticas. A la hora de comunicarla a terceros, la verdad
proyecta solidez y normalidad, genera confianza y establece una correlación de claridad
entre quien protagoniza la acción y los propósitos de ésta. En caso de necesidad o
conveniencia, admite el recurso a la discreción y hasta el secreto, en tanto no se produzca
cuestionamiento público; e incluso después de producirse éste, si la justificación o defensa
no recurre al falseamiento o a la distorsión de la verdad. La entidad virtual de esta última no
se altera pues por su silencio, siempre y cuando, a la luz pública, ese silencio no llegue a
constituir ocultación o supresión intencional. La verdad sustentatoria de intereses, si es tal,
ha de poder prevalecer tras cualquier debate de confrontación; y los interesados,
lógicamente, han de desear en su caso esa confrontación como medio de verificar y
consolidar su verdad y la justificación de su confianza en la misma. Sólo así pueden además
estar seguros de no incurrir en el grave error que, en ausencia de contraste, induce a “esa
arrogancia de la razón cuando se cree en posesión de la verdad” de la que habla Steiner. A
ese respecto, válida resulta la recomendación de Cioran sobre la conveniencia de alejarse de
“aquellos que pretenden una visión exacta de lo que sea”.
Como se ha visto, siendo la falta de respeto a la verdad moneda común y admitida en la
vida pública, resulta consecuente por consiguiente que sea a menudo menoscabada
consciente o inconscientemente en la práctica, y que lo sea de diversas maneras. Una de
ellas, frecuente, supone el deslizamiento de alguna que otra falsedad a la hora de exponerla
o alegarla. Otro ejemplo, no menos corriente, es el recurso a las “medias verdades”:
proceder, desde luego, “nada más falso”, a juicio de Claudel. Habitual es también, en la lid
política, la distorsión mediante lo que cabría denominar “el baile de énfasis”: así, se orienta
la atención pública en una dirección ventajosa o inocua, tratando de esa forma de eludir su
concentración en otra que se desea evitar y que se relega a la penumbra de un segundo
plano, pero que, llegado el caso, se puede siempre alegar que no se había ocultado.
Asimismo, la deformación puede también revestir la modalidad de la exageración de la
verdad. Como se aprecia, la inventiva, en estos y parecidos casos, es por demás prolífica en
la manipulación de los hechos y los dichos, adoptando formas que se valoran como
“benignas”, por más que condenables desde una moral estricta, pero que la práctica
inveterada ha consagrado desde tiempo inmemorial. Forman, pues, parte de las reglas de
juego, hasta el punto que su denuncia sorprendería por superlativa ingenuidad y sería objeto
de condescendiente burla.
Por lo demás, justo es anotar que, en la vida pública, el propio concepto relativo de verdad
coadyuva a facilitar esas prácticas. Isaiah Berlin llamaba la atención sobre el hecho de que
“la verdad rara vez es del todo simple o clara, o tan obvia como en ocasiones parece a ojos
del observador corriente”. Stevenson, por su lado, advertía que “es posible evitar la falsedad
y sin embargo no decir la verdad”. “Hay que haber estado uno mismo a la caza de verdades
—recordaba a su vez Bertrand de Jouvenel— para saber hasta qué punto resulta equívoco el
brillo de la evidencia con que deslumbra de repente una proposición; a poco se desvanece y
ha de reanudarse la búsqueda”. Lichtenberg estimaba que la verdad “necesita en cada época
un revestimiento diferente para agradar”. Y nada sería más fácil que prolongar esta lista de
reveladoras matizaciones sobre aspectos y dificultades que la verdad misma opone a su
concreción por quienes quieran prevalerse de ella en su desempeño público. Dificultades en
especial para aquellos que pudieran albergar la ingenuidad de creer que, amparados en ella,
todo disentimiento habría de quedar radicalmente refutado en la práctica.
Por otro lado, es patente que el interés siempre será una notable incitación a amañar de
alguna manera la verdad, a poco que ésta se muestre reacia al logro de lo que se pretende.
Se lamentaba Voltaire que “tal es la mísera condición humana que lo verdadero no siempre
es provechoso”. Y Camus, en El Mito de Sísifo, insistía en idéntica nota: “Buscar lo
verdadero no es buscar lo deseable”. Pero, en el quehacer público y dentro de determinados
límites, es el objetivo que se persigue el que motiva la acción y el que, previamente,
configura la estrategia. Y si ésta requiere acomodar hechos y dichos, velar o desorbitar
realidades, distorsionar dobles sentidos o medias verdades, etc., etc. —el abanico potencial
no tiene más límites que la imaginación puesta a contribución en cada caso—, nada impide
que se proceda a ello, sin otra cautela que la de no transparentar la correspondiente
manipulación. Saint-Just no se llamaba a engaño al declarar ante la Convención, el 13 de
noviembre de 1792, que “lo más frecuente es que la verdad no sea sino la seducción de
nuestro gusto”. Es decir, el de la opinión pública, como bien lo sabía Juan de Mairena, al
asentar que “lo corriente en el hombre es la tendencia a creer verdadero cuanto reporta
alguna utilidad. Por eso —insistía su autor— hay tantos hombres capaces de comulgar con
ruedas de molino”.
IV. La mentira consciente es la tergiversación extrema de la vida pública. Para Rousseau,
“otorgar ventaja a quien no debe tenerla es perturbar el orden y la justicia”. Emerson
advierte que “es una puñalada a la salud de la sociedad humana”. Otros, haciendo
abstracción de la valoración moral, han condenado la mentira en el terreno práctico por los
peligros que entraña, considerándola opción de sumo riesgo puesto que implica el engaño
de la opinión. Bien es cierto que, en tanto que se pueda mantener ese engaño, el riesgo,
latente siempre, no pasa de ser potencial. Mas, cuando la mentira queda expuesta a la luz
pública, resulta casi siempre inevitable tener que pechar con su coste. El precio dependerá
de la índole y la entidad de la distorsión respecto de la verdad. Y, en todo caso, la parte de
ese coste correspondiente a la desconfianza generada en la opinión será siempre de muy
difícil y lenta recuperación, tanto más si no fuera la primera incursión en falsedad.
El margen de utilización de la mentira es, por consiguiente, apreciablemente limitado. Sus
contraindicaciones la hacen, en muchas ocasiones, tácticamente poco aconsejable. La
tentación, sin embargo, parece ser siempre grande, pues no es en absoluto infrecuente que
se recurra a ella —como bien sabe cualquiera que se haya asomado a la política, a la
comercialización de productos o a la defensa corporativista, por poner ejemplos varios—,
bien como método para garantizarse la sorpresa, bien como defensa a la desesperada, al
amparo de la regla que asegura que, de las afirmaciones públicas, siempre algo queda. De
hecho, además, ocurre con la mentira lo mismo que se ha visto respecto de la verdad, pues
ambas en la vida pública pueden ofrecer notoria dificultad a la hora de fijar su concreción:
complicaciones implícitas en los hechos, en su interpretación o introducidas con habilidad
por cualquier protagonista interesado. Salvo que sea percibida como tal con nitidez y de
manera bastante generalizada por la opinión, la mentira desvelada no pasa factura o lo hace
menguada y minoritariamente. Pero, si la opinión llega a tomar plena conciencia de que su
credulidad ha sido abusada, su rechazo puede alcanzar, según vieja advertencia de Cadalso,
niveles de “exasperación” y violencia.
Montaigne se dolía de las múltiples caras de la mentira, pues de tener una sola,
“tomaríamos por cierto lo contrario de lo que dice el mentiroso”. Era inusualmente
consciente de la complejísima trama que en la vida pública articula el entrecruzamiento de
todas las falsedades y mentiras de que es capaz el hombre en pro de sus intereses. La
prudencia y moderación de Montaigne era, al efecto, proverbial en su comprensión: “No
quisiera privar al engaño de su rango, sería entender mal el mundo; sé que a menudo ha
servido provechosamente...”. Se daba cuenta de que la complicidad nacía del mismo
corazón humano, pues, como advertía Quevedo, “hay hombres que son mentirosos diciendo
verdades: dícenlas con los labios, y mienten con el corazón”. Sobre un trasfondo
psicológico tan problemático y sutil, no es de extrañar que, en el plano colectivo, la opinión
suela admitir por verdadero el engaño, guiándose la más de las veces, para colmar sus
exigencias, por las simples apariencias. Sin llegar al extremo de considerar con Baroja que
“a la gente le gusta la mentira”, sí es de señalar su frecuente conformidad con lo meramente
verosímil, sin tiempo que dedicar a una más detenida consideración ni preocupación por
cuestionar primeras aseveraciones.
De ahí la frecuencia con que, en la vida pública, los protagonistas opten por recurrir a la
crítica, a la descalificación, a la imputación de intenciones, a la acusación no comprobada,
sin más sustentación a menudo que la verosimilitud, la mera intuición ante los hechos, la
conjetura e incluso la simple sospecha, buscando con ello las ventajas que depara la
habitual credibilidad inatenta de la opinión al que denuncia con “aplomo de verdad”. Los
que así proceden, colocan de hecho al competidor o adversario a la defensiva, en la
obligación de dar explicaciones y probar la falta de rigor o la falsedad de lo que se aduce.
Es, ésta, una modalidad de mentira de la que han hecho amplísimo uso los sistemas
totalitarios, en los que el falseamiento de la vida pública invadía todos los ámbitos de la
existencia, presente, pasado y futuro, sin que la verdad tuviese derecho alguno a respuesta.
Pero, incluso bajo otras formas de gobierno, hace mucho tiempo que se tiene averiguado
que “toda mentira repetida deviene una verdad”: no hubo pues que aguardar a Goebbels;
Chateaubriand ya lo dejó así escrito. Lo que sí al parecer se le debe a Hitler —según criterio
de Gordon A. Craig— “es que, si una falsedad es lo suficientemente fantástica, es
susceptible de hacer sospechar a la gente que pudiera haber en ella un grano de verdad”.
Esa realidad la conocen bien los generadores de “rumores”, quienes sin dar la cara se
aprovechan de la proclividad a prestar oídos a la fantasía maledicente, en un mundo ávido
de “novedades confidenciales”.
V. Las campañas antitabaco brindan un ejemplo ilustrativo y clarificador de cuanto
antecede. Podrían aducirse otros ejemplos similares, pero, a los efectos del presente ensayo,
los empeños por erradicar —o al menos disminuir notoriamente— el consumo de tabaco
ofrecen la ventaja de que, a su conjuro, se interrelacionan e intercondicionan instancias
oficiales, económicas, judiciales, sanitarias, etc., junto a la de una opinión fraccionada entre
fumadores y antifumadores, comprometidos por igual en una pugna abierta en primera línea
de la escena pública. Un debate que, básicamente, se circunscribe al mundo desarrollado,
disponiendo de una publicidad máxima y con un creciente protagonismo del Estado como
instancia protectora del ciudadano, en una más de sus activas vertientes paternalistas.
Las campañas de referencia parten de unos hechos que nadie discute: el que el tabaco es una
adicción, que daña la salud y que lo hace de muy diversas maneras. Consecuentemente, de
ello se desprende la conveniencia de dificultar cada vez más su consumo, así como el
prevenir nuevas adicciones. A esos fines, se recurre a una gran variedad de medidas, como
la de restringir o suprimir la publicidad específica del tabaco —obligando a que ésta incluya
la admonición explícita sobre su peligro, un riesgo que en la práctica todo el mundo conoce
ya; la declaración de espacios “no fumadores” en instituciones, centros de reunión,
comercios, oficinas, transportes, etc.; la prohibición de venta a menores; y un suma y sigue
cada vez más imaginativo. Medidas, todas ellas, cuya observancia cuenta con la
cooperación activa del celo intransigente de ex y antifumadores.
Y, sin embargo, no se procede a prohibir su fabricación y venta, en notable contraste, por
ejemplo, con lo que sucede con los alimentos o los fármacos bajo sospecha de ser nocivos,
o con los estupefacientes, o con componentes tóxicos de ciertos materiales de
construcción... Pese a las cautelas y las admoniciones preventivas, se sigue autorizando
inalterable su consumo, por contradictorio que el hecho sea respecto a los desvelos oficiales
por la salud colectiva. Pero, en ese contexto, no cabe olvidar que el tabaco ha venido siendo
virtual monopolio tanto en países de nuestro entorno como en España hasta fecha reciente,
siendo aún hoy una importante fuente de ingresos para el fisco. Al margen de las razones
políticas y presupuestarias que de alguna manera explican la subsistencia de tan barroco
entrelazamiento de intereses contrapuestos, afloran en este caso inequívocos los diversos
elementos, vistos más arriba, enmarcados en el ámbito de la verdad y de la mentira en la
vida pública.
Las empresas elaboradoras de cigarrillos han sido acusadas de haber ocultado la utilización
de sustancias incorporadas en la elaboración del producto, que al parecer habrían
incrementado su capacidad adictiva. Si así fuese, habría habido por su parte una supresión
parcial de la verdad y un recurso a la práctica de las medias verdades. Por otro lado, el
propio Estado, bien por sí mismo o por instancias regionales o locales, ha empezado a
acudir a los tribunales en procura de sentencias compensatorias por los costes que para la
seguridad social suponen los enfermos por razón de consumo prolongado de tabaco. Pero
en esos cómputos justificativos de las oportunas demandas, son totalmente pasados por alto
los ingresos que las arcas públicas detraen de la venta de tabaco, así como —por cruda que
su mención resulte— el cálculo de las pensiones de jubilación que la propia seguridad
social deja de abonar por las muertes tempranas que se imputan al cigarrillo. Una vez más,
se aprecia al menos el silenciamiento de parte de la verdad.
Finalmente, los mismos enfermos, imitando el ejemplo de muchos ciudadanos y colectivos
norteamericanos, han entablado también demandas en busca de indemnizaciones por los
perjuicios sobrevenidos tras su larga adicción. Más allá de la argumentación jurídica y
clínica que pueda sustentar tales demandas, es evidente que la acción busca trasladar la
responsabilidad que el fumador ha contraído respecto de sí mismo a las empresas
tabaqueras, como si éstas fueran en última instancia responsables de la carencia de voluntad
del consumidor. Los peligros de ese consumo han sido anunciados desde hace mucho
tiempo y su conocimiento forma parte del acerbo de dominio público en materia de salud
desde hace décadas. Es pues una muestra más de la esfera cada vez más amplia de las
pretensiones del ciudadano a desresponsabilizarse de aquellos de sus actos con efectos
perjudiciales, en clara distorsión de la verdadera culpabilidad última.
VI. Robert von Musil, en un asiento en su Diario de febrero 1902, argüía que “hay
verdades, pero no una verdad. Puedo perfectamente afirmar dos cosas totalmente antitéticas
y en ambos casos estar en lo cierto”. La vida pública proporciona constante testimonio del
acierto de tal percepción. Hecho que no implica en sí la inutilidad del concepto de verdad
en el ámbito público. Pero su utilidad es la de servir como “referencia”, cual aspiración
sometida a una decantación aproximativa a través del debate abierto. Las partes interesadas
la invocarán como su razón; pero, en caso de disputa, ninguna a la postre la poseerá de
manera indubitable, pues, a menudo, más de uno la pretenderá a la vez y creerá tenerla.
Cuando Gracián asegura que “la verdad es de pocos”, no se refiere a la que nos es cuestión
en el presente ensayo, sino a la metafísica. Y cuando Jaspers subraya que “no hay paz sin
libertad, pero tampoco libertad sin verdad”, se está refiriendo a principios y no a que, como
advertía Nietzsche:
“... la vida necesita ilusiones, es decir, no-verdades tenidas por verdades. La vida necesita
creer en la verdad, pero luego es suficiente la ilusión, es decir, las “verdades” dan pruebas
de sí por sus efectos, no por pruebas lógicas; las pruebas de las “verdades” son las pruebas
de la fuerza. Para nosotros valen como idénticas las cosas verdaderas y las cosas eficaces,
también en esto nos inclinamos ante la fuerza”.
La vida pública, en su ultima ratio, parece darle la razón.
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