Num140 009

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Concordia sin acuerdo
ENRIQUE GONZÁLEZ FERNÁNDEZ*
E
s el gran tema y el
subtítulo del libro de Julián
Marías titulado Tratado
sobre la convivencia, de
2000, recopilación de
artículos
—encabezados
por
uno
publicado en Cuenta y Razón el año
1996— que él quería que se hubiera
denominado a la inversa: Concordia sin
acuerdo. Tratado sobre la convivencia,
pero al final se impuso el criterio del
editor.
Es el gran tema, también, que debe
considerarse en esta hora de España.
Porque los ánimos se están encrespando
de manera tan preocupante que es
necesario reparar que, por encima de los
desacuerdos
y
las
naturales
discrepancias, debe prevalecer el gran
valor de la concordia, el único sagrado
para todos, aunque algunos, quizá sin
darse demasiada cuenta, pongan en
cierto peligro.
Si no hay acuerdo, debe haber siempre
concordia. Y como nunca habrá acuerdo
entre tantos puntos de vista porque cada
uno
tiene
sus
discrepancias
y
diferencias, no debe olvidarse cuidar la
concordia que nos une a todos. Es
menester, a fin de evitar ese fallo de la
memoria que puede repercutir en la
tremenda discordia, una labor educativa
sobre la convivencia. Julián Marías ha
realizado esa extraordinaria pedagogía
principalmente desde la cátedra de los
periódicos.
En primer lugar hay que huir de las
polémicas. Es preferible decir con buena
educación lo que parece verdadero y
justo, sin exasperarse lo más mínimo.
Pocos son los que se dan cuenta que es
un gran error polemizar, que es
contraproducente la desmesura, la
grosería, la insolencia. Todo ello es, en
definitiva, una estupidez, que además
conduce a la discordia.
Lo
verdaderamente inteligente
es
mantener con el que se discrepa, aunque
esa diferencia sea enorme, una actitud
positiva y abierta, respetuosa, educada,
civilizada. Además hay que tener
presente que ninguna visión agota la
realidad, por lo cual las discrepancias son
conciliables bajo la concordia, cuyo
fundamento es la realidad misma mirada
desde diferentes perspectivas que
pueden y deberían hacerse convergentes
yendo más allá de cada una de ellas.
En Verdad y perspectiva, escribe Ortega
* Doctor en Filosofía y ciencias de la Educación.
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que la “realidad, precisamente por serlo y
hallarse fuera de nuestras mentes
individuales, sólo puede llegar a éstas
multiplicándose en mil caras o haces”.
Por ello “la realidad no puede ser mirada
sino desde el punto de vista que cada
cual ocupa”. Como no se puede inventar
la realidad, “tampoco puede fingirse el
punto de vista”. En consecuencia, “cada
hombre tiene una misión de verdad.
Donde está mi pupila no está otra: lo que
de la realidad ve mi pupila no lo ve otra.
Somos insustituibles, somos necesarios”.
Según Ortega, “la perspectiva es uno de
los componentes de la realidad. Lejos de
ser su deformación, es su organización.
Una realidad que vista desde cualquier
punto resultase siempre idéntica es un
concepto absurdo... Esta manera de
pensar lleva a una reforma radical de la
filosofía y, lo que importa más, de
nuestra sensación cósmica... Cada vida
es un punto de vista sobre el universo”
(El tema de nuestro tiempo).
La perspectiva posibilita acceder a la
verdad de lo real. Porque la realidad es
vista perspectivamente. La falsedad, en
cambio, consiste en ser infiel a la
perspectiva, al punto de vista; también
en hacer absoluto un punto de vista
particular.
Escribe
Marías
que
perspectiva “quiere decir una entre varias
posibles, y una perspectiva única es una
contradicción” (Ortega. Circunstancia y
vocación).
Cada persona debe saber apreciar su
propia verdad, consecuencia de su
insustituible perspectiva, así como las
perspectivas y verdades de los demás.
Sería inhumano sacrificar el propio punto
de vista. Según Marías, “renunciar al
propio punto de vista es renunciar a uno
mismo” (Literatura y generaciones).
Ortega
define
la
verdad
como
“coincidencia del hombre consigo mismo”
(En torno a Galileo). Por eso la verdad es
una cuestión de amor propio, de
autenticidad, de ser fiel a sí mismo. El
hombre alterado, no ensimismado, infiel
a su perspectiva, vive una vida falsa. En
Azorín: Primores de lo vulgar, escribe
Ortega que “un ser que desprecia su
propia
realidad
no
puede
verdaderamente estimar nada ni haber
en él nada de verdad”.
Cuando se vive en la actitud de desprecio
ante la propia perspectiva, contra la
verdad, se vive contra la realidad, o mejor
dicho contra lo que uno ve. Pero existe
otra manera de vivir contra la verdad: se
da al negar hostilmente el punto de vista
ajeno, cuando alguien desea eliminar las
perspectivas que no le agradan. Es lo
contrario del amor a los demás, a sus
propias y diferentes perspectivas. La
imposición totalitaria y absolutista de una
única visión, excluyente de las demás,
es, aparte de inmoral, una falsedad.
Escribe Marías que “toda perspectiva es
justificada y verdadera, con una
condición: que no se crea única. Cada
uno tiene un punto de vista particular,
esto
es
inevitable
y
no
tiene
inconveniente mientras se sabe que es
un punto de vista particular, y que hay
otros. Cada visión es verdadera, pero la
realidad no se reduce a ninguna de ellas,
sino a la totalidad de puntos de vista que
sólo posee Dios. La deformación que
impone la perspectiva particular no es un
mal si se tiene en cuenta que ha de
integrarse con otras” (La mujer en el siglo
xx).
Un error gravísimo ocurre cuando hay
quienes erigen su punto de vista
particular en punto de vista absoluto. La
gravedad estriba en erigir un único punto
de vista, exclusivo y excluyente; este
fundamentalismo es algo diabólico. Por
eso escribe Ortega en Meditaciones del
Quijote que “Dios es la perspectiva y la
jerarquía: el pecado de Satán fue un error
de perspectiva”.
Julián Marías explica esa frase de la
siguiente manera: “Siempre que se erige
un punto de vista particular en punto de
vista absoluto, en lugar de situarlo en su
lugar justo dentro de la perspectiva total,
se comete un error que consiste en
usurpar el punto de vista de Dios —
permítase la expresión—, que es
precisamente la infinitud de todos los
puntos de vista posibles, la integración
jerárquica de todas las perspectivas. Por
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eso suelo decir que todas las
pretensiones
de
absolutismo
del
intelecto, de afirmación de un sistema
particular con exclusión de los demás,
son formas de satanismo, por muy
inocuas y aun piadosas que puedan ser
en la intención” (Ortega. Circunstancia y
vocación
y
comentario
a
las
Meditaciones del Quijote).
Ortega, en El tema de nuestro tiempo,
advierte que la suma de las perspectivas
individuales,
la
omnisciencia,
la
verdadera razón absoluta es “el sublime
oficio que atribuimos a Dios”. Porque
Dios “está en todas partes y por eso
goza de todos los puntos de vista”.
Téngase presente la serie de conflictos
que surgen en nuestro mundo cuando
hay aversión hacia las verdades y
perspectivas ajenas, consideradas como
enemigos que hay que destruir, o por lo
menos despreciar. Ilustremos este caso
con un aspecto social como puede ser el
provincianismo.
En El tema de nuestro tiempo, Ortega
define el provincianismo como un error
de óptica, en virtud del cual el sujeto cree
que está en el centro del mundo. En su
comentario a las Meditaciones del
Quijote, Marías pone de relieve que el
pensamiento orteguiano “excluye todo
provincianismo. Mientras provincial es el
que pertenece a una provincia,
provinciano es para Ortega el que cree
que su provincia es el mundo”. Con
gracioso ingenio, Ortega solía repetir que
“el provinciano, a diferencia del
provincial, es el que cree que su
provincia es el mundo, y su pueblo una
galaxia”.
Este provincianismo, identificado con el
nacionalismo, ya fue criticado por Ortega
el año 1908, en un artículo titulado
Meier-Graefe, donde denuncia el peligro
del imperialismo alemán, construido
sobre lo culturalmente falso. En tal fecha
le parece a Ortega que la labor educativa
alemana —como cualquier otra obra
educativa nacionalista— es “una fábrica
de falsificaciones”. Este fenómeno, que
“falsifica hombres” y que llega a
considerar ciertos estilos como enemigos
de la patria, es una manifestación del
“vicio nacionalista de la intolerancia: en
este sentido merece, como todo
nacionalismo, exquisito desprecio”.
Frente a la intolerancia, al fanatismo, al
absolutismo
del
intelecto,
al
provincianismo o nacionalismo, a la
afirmación excluyente de un único punto
de vista o al satanismo, hay que subrayar
que la teoría perspectivista de la verdad
hace posible la concordia. Escribe Marías
en un artículo titulado Verdad y mentira
que la “verdad es el único fundamento
posible de la concordia”. Si sobre la
realidad
caben
muy
diversas
perspectivas, innumerables puntos de
vista, esa realidad “impone un núcleo de
coincidencia a todas esas posturas
diferentes, visiones distintas de la misma
cosa”. Esas verdades que son parciales y
que no se excluyen pueden y deben
complementarse. “En cambio, si se
inventa la realidad, peor aún si se la
mutila, se la adultera, se la falsifica, no
hay manera de ponerse de acuerdo, y en
cuestiones que afectan a la vida colectiva
sobreviene la discordia”.
Ahora bien, en otro artículo titulado
Verdad y concordia, Marías muestra que
la concordia no hay que confundirla con
la unanimidad, ni siquiera con el acuerdo.
“La diversidad de lo humano, la índole
conflictiva de la vida, tanto la privada
como
la
colectiva,
excluye
la
homogeneidad, la unanimidad, que
siempre es impuesta, precisamente a
costa
de
la
verdad,
de
su
desconocimiento o falsificación. El
desacuerdo es muchas veces inevitable.
Pero no se puede confundirlo con la
discordia. Ésta es la negación de la
convivencia, la decisión de no vivir juntos
los que discrepan en ciertos puntos”. En
cambio, la condición de la concordia es
“el escrupuloso respeto de lo que es
verdad, es decir, de la estructura de la
realidad.
Lo
cual
excluye
la
homogeneidad, la unanimidad, que rara
vez existe”.
Ha sido una constante histórica la
“opresión de los discrepantes, el no
reconocerlos y respetar sus diferencias,
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la posibilidad de convivir con ellos”. Hoy
se da también la actitud de los
discrepantes que intentan imponerse. “Lo
que suele llamarse integrismo o
fundamentalismo es el ejemplo actual de
esta actitud”. Estos fundamentalistas
rompen la convivencia, “negándose a
convivir como porciones en unidades
superiores y con diversidad”. Es el caso
del nacionalismo: “con diversos motivos
—o pretextos—, que pueden ser las
diferencias reales, históricas, religiosas,
lingüísticas, que son conciliables con la
convivencia y han sido normales en casi
todo el mundo, o bien con fundamento
en algo tan problemático y discutible
como la diversidad étnica, se rompen las
unidades amplias, aunque tengan una
realidad muy superior a la de sus
componentes, y se subraya lo diferencial,
desdeñando lo común, que puede ser de
magnitud y alcance incomparable”.
El nacionalismo, por tanto, al deformar la
realidad, es un error: “una interpretación
falsa de la realidad propia y de sus
relaciones con otras o con los conjuntos
a que se pertenece. Casi siempre, esa
desvirtuación de la realidad, que
engendra el descontento y el malestar,
es decir, la falta de verdadera
instalación, y con ello el desasosiego, es
algo inventado por algunos, de origen
individual, contagiado a otros y que
finalmente arraiga, se convierte en la
interpretación vigente, dificilísima de
superar. Este es el origen de la inmensa
mayoría de las discordias que afectan a
nuestro planeta”. Julián Marías termina
así ese artículo: “Se trata, pues, de lo
que acontece a la verdad; cuando se la
desconoce o se la niega, no sólo se
pierde la libertad y se es siervo de la
falsedad, sino que ello acarrea la
destrucción de la concordia, de la
capacidad de convivir conservando todas
las
diferencias,
las
discrepancias
ocasionales; en suma, el conjunto de las
diversas y verdaderas libertades”.
En mi libro El Renacimiento del
Humanismo. Filosofía frente a barbarie,
me he ocupado detenidamente de estas
cuestiones, y añado a todo ello que la
verdad del Humanismo hace referencia a
que todo hombre, por el hecho de serlo,
es esencialmente verdadero (aunque no
siempre lo sea en sentido moral) porque
es reflejo, imagen, de la Verdad que es
Dios mismo. Si para alcanzar la verdad
es necesario tener en cuenta las
perspectivas de los demás hombres,
recuérdese que el descubrimiento de la
perspectiva fue capital en la pintura del
Renacimiento: mientras que en el
Medioevo no se tenía en cuenta, en los
cuadros renacentistas contemplamos que
las figuras más alejadas son pequeñas
en relación con las cercanas. La
perspectiva renacentista posibilita que el
Humanismo logre la teoría (del griego
theoría, contemplación) de la verdad
(alétheia,
patencia,
manifestación,
descubrimiento, desvelamiento), lo que
en la Grecia antigua se llamaba “la
medida del hombre”. Se introduce así la
visión de la realidad desde la perspectiva
de la persona.
Ortega escribe que la tolerancia es “la
actitud propia de toda alma robusta...
Conviene que nos mantengamos en
guardia contra la rigidez, librea tradicional
de las hipocresías. Es falso, es
inhumano, es inmoral, filiar en la rigidez
los rasgos fisonómicos de la bondad”
(Meditaciones del Quijote).
Es preciso reconocer que “sobre la
realidad
caben
muy
diversas
perspectivas, innumerables puntos de
vista, no digamos sobre realidad tan
ondulante como la humana” (Verdad y
mentira, en El curso del tiempo, II). Ante
la realidad se tienen posturas diferentes,
visiones distintas. “Todo lo que un
hombre ha visto es verdad” (tout ce qu’un
homme a vu est vrai), decía Gratry, a
cuya filosofía dedicó Marías su tesis
doctoral. Las distintas visiones de la
realidad, los diferentes puntos de vista
son verdaderos. Lo que un hombre ve —
si es visión, no deformación o ficción—
es verdad.
Cualquier hombre, por tanto, tiene su
propia verdad porque tiene su propia
perspectiva desde la cual mira la
realidad. Es una cuestión visual. Al ser la
vida circunstancial, la verdad también lo
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es. ¿Significa esto un relativismo? De
ningún modo: cada verdad es parcial y
debe completarse con las demás, ya que
nadie puede abarcar con su vista toda la
realidad. “Esas verdades, parciales, no
tienen por qué excluirse mutuamente; en
principio pueden completarse”. Todo ello
se sitúa en los antípodas de la
intolerancia, porque las diferentes
perspectivas son factores de integración
y no de exclusión. El conjunto de las
perspectivas —visiones incompletas—
es lo que puede lograr la visión
completa, la visión más verdadera.
En su último libro, La fuerza de la razón,
escribe Marías que el desacuerdo, “que
es inevitable y con frecuencia necesario,
supone la concordia y se nutre
sustancialmente de ella. Es una cuestión
de jerarquía: la concordia es lo más
importante, el suelo común en el cual
descansan el acuerdo o el desacuerdo”.
La “insolencia, ya por sí misma debe
suscitar la repulsa”. “Los planteamientos
insolentes casi siempre son, además,
falsos. Basta con un ligero examen, tal
vez una consideración de su enunciado,
para mostrar su invalidez”. Los
planteamientos agresivos usan el
método de la imposición. “Basta con la
atención a lo que dicen, el simple
repensar sus enunciados, para descubrir
su falta de justificación, probablemente
su evidente error. La fuerza de algunos
movimientos se debe a la debilidad,
sobre todo mental, de los que aceptan la
imposición verbal e insolente sin pararse
un
momento
a
repensarla
y
descalificarla. Dime quién trata de
imponerse verbalmente y te diré quién
carece de razón”.
Advierte Marías una propensión a la
exasperación, a la agresividad, al
desplante, una tendencia a vociferar,
manotear, insultar, amenazar. “Se ha
depositado en mí durante largos años la
convicción de que todas esas actitudes
revelan debilidad, inseguridad, frecuente
cobardía. La firmeza educada y correcta
es lo contrario de todas esas formas de
flaqueza”. Y cita la frase de Leonardo da
Vinci: Donde se grita no hay verdadera
ciencia. “Responder a las muestras de
agresividad con algo comparable es una
peligrosa tentación. Los que se enzarzan
en una competencia de agresividad
pierden su razón y, lo que es más
evidente, su fuerza. El que está seguro
de algo no tiene que levantar la voz ni
exaltarse”. Conserva la serenidad, la
calma, la firmeza, la buena educación. La
confianza de Marías se deposita en los
hombres que muestran esos caracteres;
en ellos pone su esperanza de una vida
inteligente y llena de cordura. Hombres
que no caen en la grosería, en el insulto,
en las llamadas “palabrotas”, afición
iniciada hacia 1930 primero en Francia,
luego por imitación en los demás países
y lenguas. “Casi siempre se ve que el
que usa gestos o palabras agresivos,
hostiles, insultantes, sospecha que no
tiene razón y que carece además de
energía para defender adecuadamente lo
que pretende. Suple con sus excesos su
falta de convicción, su debilidad interna,
su sospecha de que puede estar
haciendo el ridículo”.
Julián Marías siempre ha estimado la
simpatía, la ha buscado, la ha agradecido
cuando la ha encontrado, la he echado
de menos cuando falta. En la simpatía se
adivina una dosis de bondad profunda.
“Hay personas de talante antipático, que
son avinagradas; lo cual es síntoma de
maldad”.
En esa tarea de buscar la concordia ha
encontrado Julián Marías, a lo largo de
su vida, muchas dificultades, como puede
leerse en sus interesantísimas memorias,
Una vida presente, y causa asombro ver
cómo siempre se ha sobrepuesto a ellas
con valor. Él piensa que “es un acierto de
la lengua española que el sentido
primario de esa palabra sea el de
valentía, más que el de lo valioso, porque
sin una dosis de valor perecen todos los
valores” (Persona).
Tengamos el valor de defender, sobre el
circunstancial y humano desacuerdo,
sobre la exasperación de esta hora de
España, la concordia con los buenos
modales, la elegancia y el respeto, sin
caer nunca en la terrible tentación,
5
cobarde, del insulto, de la insolencia, de
la grosería.
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