El Siguiente articulo ha sido tomado del libro TORO R. Julio Ernesto. Hospital y Empresa. Edic Hospital Universitario San Vicente de Paúl, 2ª edición, Medellín, 2003, pags:464-470. Capítulo correspondiente a LA BIOÉTICA EN EL HOSPITAL cuyo autor es José Humberto Duque Z 8. LAS VIRTUDES DEL MÉDICO BUENO Conviene ahora hacer una breve reflexión sobre la expectativa de la comunidad frente al comportamiento deseable del médico y sobre los determinantes del mismo. En este tema, cuanto se hable del médico debe hacerse extensivo a todos los profesionales de la salud. En la mayoría de los países, las reformas a los servicios de salud se han visto precisadas a contener los costos crecientes del gasto global en salud, lo cual ha reducido el nivel de ingresos de los médicos, sus expectativas sociales y la asignación de recursos, siempre escasos y limitados, para atender las crecientes necesidades de la salud humana. Por otra parte, las demandas de productividad exigen cada vez mayor número de servicios por unidad de tiempo. El paciente ya no está en condiciones de elegir libremente al médico de su confianza y, finalmente, las relaciones interpersonales se ven alteradas, disminuidas y mediatizadas por la tecnología o por un tercero pagador, generalmente una compañía de seguros con ánimo de lucro. Estas vicisitudes han influido drásticamente en las expectativas de realización profesional, económica y social de los médicos, enfermeras y demás profesionales del sector, lo cual afecta por supuesto al enfermo, que se encuentra así condicionado a cumplir trámites y superar nuevos obstáculos para acceder a un servicio de salud que le garantice mínima confiabilidad en cuanto a eficacia, seguridad y satisfacción. En este escenario se hace cada vez más difícil esperar de los profesionales de la salud un comportamiento dialógico amplio, sereno y leal con los enfermos y sus familias. El antiguo esquema de médico de familia se ha visto sustituido por el de médico funcionario que actúa a la defensiva en estructuras y sistemas de seguridad social en los que el tercero incurso, el asegurador, dispone y regula el acceso a los servicios, en su tarea de practicar la contención del costo y racionalizar los escasos recursos asignados por los estados a los sistemas de salud. De esta manera, la relación médico-paciente ha perdido autenticidad. Se ha generado en ella la desconfianza mutua, el bloqueo en la comunicación, la cosificación de la persona enferma, circunstancias que incluso, en ocasiones, revisten la forma de un trato lejano, frío, sin compromiso y, lo que es más grave, a veces cargado de mutua agresión. Como resultado de estas condiciones, y gracias a la mayor conciencia de sus derechos, los enfermos y sus familias terminan acudiendo a los tribunales para demandar ingentes indemnizaciones por las deficiencias del acto médico y aun por la violación a su dignidad. Los pacientes han comenzado a emanciparse y a exigir ser tratados con dignidad y a plena satisfacción. Este fenómeno constituye un avance importante pero también ha traído consigo nuevos problemas. La responsabilidad civil recae ahora con energía demandando indemnizaciones de alto costo a los hospitales y a los médicos; se induce así una práctica profesional defensiva y unas relaciones aún más distantes y desconfiadas entre ambas partes. No obstante estas difíciles circunstancias, el médico no puede eximirse de ninguna manera de brindar al enfermo cordialidad, solidaridad, veracidad, benevolencia, confidencialidad y respeto. Su deber de actuar vocacionalmente le viene exigido por la misma sociedad, la cual le ha confiado la protección de la salud y la vida, ciertamente los bienes más preciados de los seres humanos. Debe advertirse que, en este escenario, es conveniente diferenciar las condiciones y determinantes del contexto de economía de mercado en el que se han inscrito las relaciones médico-paciente, con todas las interferencias negativas que ya se han señalado, pues una cosa es la deshumanización de la medicina y otra muy distinta la deshumanización del médico. Así, las prácticas masivas impuestas por la economía de mercado que incorporan los servicios de salud como mercancía, la invasión tecnológica y las demandas judiciales han contribuido a que se deshumanice la medicina y se apodere de los médicos una sensación de alienación que perturba su ánimo, desvirtúa su carácter y hace que se conviertan también en víctimas de unas condiciones que dificultan la humanización y dignificación de su trabajo profesional. En estas circunstancias, la relación interpersonal se diluye y el paciente se cosifica bajo la figura de un carné, de un número. Se pierde de vista la persona del médico y la persona del enfermo, sus historias, sus sensibilidades, sus emociones, sus lenguajes: todo lo humano se torna extraño. Aun la misma semiología, el contacto, la inspección, la palpación, la auscultación, dan paso al examen paraclínico de una tecnología de aparatos que inhiben la mirada y enmudecen la palabra. Pero ¿cómo recuperar el sendero de una profesión que pueda ejercerse vocacionalmente, esto es, dignamente? La importancia que ha adquirido la bioética en el último cuarto de siglo no ha sido ajena a esta preocupación y a este cúmulo de circunstancias difíciles, contradictorias; y esto porque la vida social se perturba y degrada cuando las personas que tienen bajo su responsabilidad las más nobles dimensiones de la vida humana, como la religión, la justicia o la salud, no aspiran a la excelencia. Nadie desconoce o rechaza que, por encima de cualquier contingencia u obstáculo, limitar el sufrimiento es el objetivo primordial en una práctica médica verdaderamente humana. Para que este objetivo no pierda su rumbo y no se desarraigue sino que, por el contrario, se profundice y se vuelva realidad, es menester afianzar en los profesionales de la salud y en los estudiantes de medicina y enfermería la formación en valores humanos que permitan recuperar y mejorar el sentido dignificante y profundamente humano de sus profesiones, pues, además de conocimientos y habilidades, el médico debe tener ciertas actitudes, cualidades de carácter y un sistema de valores. El comportamiento moral del médico en los asuntos públicos y privados y, muy especialmente, con los enfermos, es ciertamente un asunto vital y difícil de formar y educar en las actuales condiciones históricas, pero no por ello un imposible metafísico; por el contrario, es una urgencia de proporciones gigantescas que invita a ser muy creativos. Las virtudes que se hace necesario revitalizar han sido expuestas magistralmente por James F. Drane en su obra Cómo ser un buen médico. En sencillas dimensiones de la práctica profesional fundamenta este autor las virtudes que se requieren para ser buen médico y, ante todo, un médico bueno. Para Drane, el problema central, y prácticamente el único, es finalmente el de las actitudes o cualidades de carácter que ha de tener el médico bueno y que expresan el sentido de su vocación de servicio frente al sufrimiento humano. En el cuadro 13.2 se resume la propuesta de Drane.29 Hipócrates, en el libro Sobre la decencia, afirma que “el médico filósofo es igual a los dioses”. Para el padre de la medicina griega, ser filósofo significaba ser amante de la sabiduría, es decir amante de la perfección, buscador de la excelencia; por eso, en ese mismo texto expresa: En efecto, también en la medicina están todas las cosas que se dan en la sabiduría: desprendimiento, modestia, pundonor, dignidad, prestigio, juicio, calma, capacidad de réplica, integridad, lenguaje sentencioso, conocimiento de lo que es útil y necesario para la vida, rechazo de la impureza, alejamiento de toda superstición, excelencia divina”.30 Para los griegos, amantes de la perfección —ser perfectos es ser como dioses—, la medicina no puede resignarse al simple dominio del conocimiento científico y tecnológico; no puede alienarse en la mediocridad de comportamientos carentes de carácter y valores; no puede conformarse con menos que la excelencia y la perfección; ese y no otro es el espíritu del Juramento Hipocrático. De allí que, para los griegos, como para toda la cultura occidental hasta la década del setenta del siglo XX, el arte de la medicina era el único que no tenía fijada una penalización judicial, salvo el deshonor, como sanción moral, y esto porque, para la profesión médica, una cierta impunidad jurídica exigía la excelencia moral. Desde los años setenta del siglo XX, aparecen en algunos países legislaciones que normatizan el comportamiento médico, regulado antes por la conciencia de su propia responsabilidad, por el honor y la virtud, valga decir, por la fuerza de una moral inherente al sentido de su vocación de servicio solidario al alivio del dolor y del sufrimiento de los seres humanos. Las legislaciones aparecen para llenar el vacío que deja precisamente el abandono progresivo de las virtudes que imprimían el carácter de excelencia moral a la labor profesional del médico. El Estado se vio así precisado a regular y penalizar la conducta médica irresponsable, con lo cual se revive la mentalidad que alcanzó a imperar en el entorno social del Código de Hammurabi, en el cual se penalizaba severamente a los médicos que cometían errores con esclavos o con señores, aunque todavía no con la severidad de los castigos y penalizaciones jurídicas de ese entonces. No obstante, las normas legales logran establecer solamente unos mínimos necesarios y suficientes para preservar pautas de convivencia dentro del pacto social; quedan así los máximos al arbitrio de aquellos médicos buenos que no se conforman con el cumplimiento normativo y tienen una conciencia de excelencia en el obrar. Los mínimos exigen al médico actuar sin hacer daño, es decir, según el principio de no maleficencia; por eso, las legislaciones castigan el comportamiento médico negligente, imprudente, falto de pericia o de conocimiento, lo que significa que los mínimos obligan al médico a actuar responsablemente. Ante la normatividad que propende por la responsabilidad social del médico, es obvio que el Estado puede, debe y tiene que exigir el máximo rigor, valiéndose aun de su capacidad punitiva en pro del bien común. Sin embargo, los deberes de beneficencia y de respeto a la autonomía y a la libertad de los pacientes deben incorporarse a la práctica profesional, ante todo como aspiración máxima de médico bueno, sin límites ni topes en su búsqueda y logro. Estos máximos no tienen peso de significativa obligatoriedad dentro del marco de lo jurídico y de la normatividad social, pero es deseable que el médico pueda adecuar su comportamiento a la excelencia en cuanto a la beneficencia y el respeto por la autonomía de los pacientes: ahí está el compendio de un médico virtuoso. Si un guitarrista de serenata sabe las canciones románticas y entona su voz con agrado, será siempre cumplidor con lo mínimo que sus clientes le solicitan, será siempre un “serenatero”; pero un virtuoso de la guitarra, que pone sentimiento, devoción y todo el entusiasmo para desentrañar cada vez más melodiosas notas de su guitarra, será siempre todo un artista; igual es la diferencia entre aquel médico que sólo cumple con los mínimos establecidos en la ley y las más elementales buenas costumbres y maneras propias de la cortesía, y aquel otro que se afana en buscar la manera de conformar su vocación de servicio a los máximos que incluyen amabilidad, bondad, benevolencia, veracidad, respeto, religiosidad, en los términos en que James F. Drane lo entiende. En consecuencia, “el recto ejercicio profesional consiste en la evitación de la negligencia y la promoción de la excelencia”.31 Desde la antigüedad y hasta los años setenta, se privilegió la responsabilidad moral de los médicos por encima de sus responsabilidades jurídicas. Hasta entonces, la sociedad y los estados asumían que el honor derivado de los juramentos hipocráticos y de los códigos de conducta profesional obligaban eficazmente al médico a actuar de conformidad con unos principios superiores a las normas legales. Infortunadamente, con el desarrollo de la tecnología, el concepto de la contención de los costos, las reformas experimentadas en la prestación de los servicios, se ha restado importancia al valor ético, y la sociedad ha presentado mayores exigencias, que han conducido a que definitivamente la regulación estatal y la sanción judicial aparezcan ejerciendo el control. Se reconoce que las vías clásicas del autocontrol “por el honor” han empezado a ser ineficaces; por ello, se fortalecen las normas jurídicas, que, a la larga, resultan también ineficaces. Por esta razón, aparecen en el escenario de fines del siglo XX los enfoques de calidad y excelencia como una nueva perspectiva cultural con demostrada eficacia en otros campos. Es una visión de calidad y excelencia que viene de las culturas del lejano Oriente e interpela las costumbres productivas de Occidente y su peculiar estilo de dirigir las organizaciones hacia la innovación y el desarrollo humano, porque centra su enfoque de gestión en la participación y la búsqueda de la excelencia con base en los valores humanos. En estos enfoques, afirma Diego Gracia, puede encontrarse una nueva alternativa para dirigir el rumbo hacia la búsqueda de la excelencia ética y profesional de la actuación médica. La ineficacia de los códigos jurídicos está dada por su incapacidad para prevenir o reparar el daño causado en forma real, y por el hecho de que han contribuido a encarecer aún más los costos de atención; además, la aplicación del derecho es incapaz de resolver los problemas más acuciantes que experimentan día a día las relaciones médico-paciente. Por otra parte, las sanciones jurídicas son a posteriori y llegan tarde, cuando ya el daño es irreparable en la integridad física o psíquica de los enfermos. Sin embargo, no puede desconocerse que un aporte fundamental de los códigos jurídicos para proteger en parte los derechos del enfermo es la regulación que se ha establecido para exigir de los médicos la obtención del consentimiento informado por parte de sus pacientes, so pena de cometer un delito de agresión; en tal sentido, Diego Gracia afirma: “El objetivo de los tribunales de justicia es penalizar a los médicos que sean negligentes en la información o cometan agresiones contra la integridad de sus enfermos actuando en sus cuerpos sin consentimiento”.32 Solamente el compromiso vocacional del médico puede establecer criterios de calidad y excelencia que eviten en lo posible los actos negligentes o irresponsables en el cuidado del bien más preciado que tiene una sociedad, la vida de los seres humanos que la conforman. Por esta razón, la responsabilidad profesional de carácter jurídico será siempre y sólo una responsabilidad de mínimos, en tanto que la responsabilidad ética busca alcanzar niveles superiores de calidad, y es por tanto una responsabilidad de máximos. Otra conclusión importante es que si bien esta responsabilidad de máximos es deseable en todo tipo de actividades, es imprescindible en las llamadas profesiones clásicas, como el sacerdocio, la judicatura y la medicina.33 La pregunta que queda por resolver es por consiguiente ¿cómo debe hoy intentar la profesión médica el logro de esa responsabilidad de máximos? Diego Gracia insinúa que los modelos industriales de calidad total y la cultura que los nutre, en su preocupación por generar liderazgo y convicción organizacional en torno a los valores, puede ser un paradigma esperanzador que ayude a asumir conductas más benevolentes y más eficaces en la realización del máximo beneficio y en la prevención de la maleficencia. Indudablemente, la respuesta está en el empeño y en la capacidad de actuar responsablemente desde una perspectiva de excelencia, esto es, desde una convicción filosófica y práctica en torno a valores de máximo respeto, veracidad, benevolencia, amistad, justicia y religiosidad del médico frente a los pacientes. Al Estado se le deja su deber de exigir con el máximo rigor el cumplimiento de los mínimos, es decir, la obligación de velar porque la responsabilidad del médico lo lleve a actuar evitando la imprudencia, la ignorancia, la impericia y la negligencia, igualmente le queda al Estado el deber de sancionar su incumplimiento. Finalmente, Diego Gracia anuncia su convicción acerca de las posibilidades que puede ofrecer el modelo de la calidad total, como expresión fehaciente y eficaz de una cultura en la búsqueda de la excelencia sin límites en la realización de los máximos. Aproximarse a esas posibilidades permitiría la recuperación del autocontrol y el logro de una práctica médica buena; en tal sentido, Gracia expresa: Personalmente, creo que ha llegado el momento de entender la sanidad como una empresa de servicios a la que puedan aplicarse los conceptos de la calidad y la excelencia. En esto es en lo que, en mi opinión, debe hacerse consistir hoy la responsabilidad moral de la medicina. Operativizarlo es la tarea que debemos enfrentar en los próximos años. Sin ella, entendida en esta nueva dimensión, la medicina será incapaz de estar a la altura de los tiempos, y cumplir con el mandato que le ha encomendado la sociedad, el cuidado y la tutela de la salud y de la enfermedad de los seres humanos”.34 Sólo así los médicos volverán por los cauces de la ética, es decir por la incorporación de valores, actitudes y carácter con fuerte responsabilidad moral; entonces y sólo entonces, la sociedad y el Estado podrán de nuevo eximirlos de responsabilidad jurídica, recuperando la confianza y el diálogo que exige la alianza terapéutica esencial que sea eficaz en su propósito y capaz de asemejar de nuevo los médicos a los dioses de los griegos, esto es, a la perfección en su hacer, en su conocer, en su saber y, ante todo, en su ser.