Signos de esperanza ENRIQUE GONZÁLEZ FERNÁNDEZ * R esulta muy peligrosa la actitud pesimista. Es verdad que a veces parece desesperanzador el panorama de nuestro mundo actual. Pero no deja de ser una tentación creer como si fuera verdad lo que Jorge Manrique, en sus Coplas, consideraba sólo un parecer: “cualquiera tiempo pasado fue mejor”. Frecuentemente parece así para la inmensa mayoría de los hombres de nuestro tiempo. Esto, repito, es una opinión, algo que pertenece al ámbito de la apariencia. Sin embargo, lo aparente no siempre concuerda con la realidad; muchas veces las apariencias engañan. Los medios de comunicación suelen presentar una imagen distorsionada de nuestras sociedades: periódicos y televisiones aparentan negros pregoneros de catástrofes, heraldos de malas noticias. El lector, el espectador o el oyente, si no tiene buen criterio, puede sucumbir, ante tantas calamidades anunciadas, en el desánimo, en el temor. “¡No tengáis miedo!”. Con este grito evangélico (etimológicamente, de buenas noticias) comenzaba su pontificado Juan Pablo II. Es curioso cómo esos mismos medios de comunicación no tuvieron más remedio que informar no sólo sobre la agonía y la muerte del Papa, sino también sobre lo que significa ese mismo grito, acompañado por resúmenes informativos de sus actividades, de su ímpetu evangelizador, de sus sacrificios (incluido el del terrible atentado que padeció sin una sola queja o reproche), de sus viajes por todo el mundo anunciando la paz y las buenas noticias. El mundo, por unos días, se sintió huérfano. Se dio cuenta de lo mucho que somos deudores de esa persona excepcional. Casi todos estuvimos pendientes de las bellas imágenes que, desde el Vaticano, nos ofrecía la televisión, que transmitía las exequias del Sumo Pontífice, del gran hacedor de puentes entre Dios y nosotros. Los principales líderes mundiales, reyes, jefes de estado, presidentes de gobierno, se postraban a los pies de su cadáver. ¡Para darle gracias! Recuerdo que cuando —después de mi ordenación en 1989, fui enviado a Roma, para continuar mis estudios en la misma Universidad pontificia donde estuvo el * Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación. 1 entonces Karol Wojtyla tras su respectiva ordenación— lo saludé por primera vez en el apartamento pontificio, yo le di las gracias. Al cabo de tres años, al despedirme de él en su despacho, antes de volver a España, le reiteré mi gratitud, pero él, estrechando mi mano entre las suyas, contestó inmediatamente diciéndome con énfasis y sonriéndome de nuevo: ¡demos gracias a Dios! Él estaba tratando de hacerme comprender, una vez más, que se consideraba portavoz de la Buena Nueva, de la Mejor Noticia, la cual es precisamente la de Dios, que nunca nos desampara ni deja al mundo a su suerte o dejado de su mano. Después de su muerte, he podido comprender que en sus palabras había también una invitación para que seamos agradecidos con nuestro mundo, con nuestro Creador y Salvador, con la posibilidad de servir a los demás sirviendo a Aquel que nos capacita para amar y ser amados. Es de bien nacidos ser agradecidos. ¡Cuánta gratitud ante la belleza, ante la bondad, ante la verdad! Gracias porque vivimos en el tiempo actual, cuando Dios ha querido. De entre los títulos de Su Santidad el Papa, Sumo Pontífice, Obispo de Roma, Vicario de Jesucristo, Sucesor del Príncipe de los Apóstoles, Patriarca de Occidente, Primado de Italia, Arzobispo y Metropolitano de la Provincia Romana, Soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano, él prefería el de Siervo de los Siervos de Dios, como sus inmediatos predecesores. Cierto que la muerte y los funerales de éstos —todos ellos extraordinarios Papas— no tuvieron tanta resonancia y seguimiento mundiales, porque no existían entonces los medios técnicos que hoy afortunadamente disponemos. Un nuevo motivo para estar satisfechos del avance tecnológico. La misma satisfacción cabe ante el hecho de que el Papa sea Soberano de un Estado, el Pontificio, que aunque mínimo en su extensión está rebosante de belleza: arquitectónica, escultórica, pictórica, musical, litúrgica, protocolaria, incluso la de la Guardia Suiza. ¿Acaso hay en el mundo otro minúsculo lugar comparable, tanta concentración de hermosura al amparo de la cúpula de Miguel Ángel, de la Capilla Sixtina, desde los brazos acogedores de la columnata de la Plaza de San Pedro hasta los Museos Vaticanos? Sin todo esto, la muerte de un Papa y la elección de su sucesor no tendrían apenas resonancia informativa. Tras el sentimiento de orfandad mundial, aparece otro Padre vestido de blanco que también anuncia la paz, la esperanza, la alegría: Benedicto XVI. Ha conmovido a muchos contemplar todas esas imágenes. No se hubiera conseguido esa conmoción mundial sin todas esas circunstancias, si el Vicario de Cristo no tuviera nuncios —anunciadores de su noticia— en las naciones de la tierra. Es providencial que haya sido así. Hemos vuelto los ojos al papel pacificador que tuvo Benedicto XV durante la llamada Gran Guerra, la de 1914. Por mi parte, no he podido evitar recordar una vez más la obra humanitaria de nuestro Rey Alfonso XIII durante esa Primera Guerra Mundial, en cuyas manos depositaron sus esperanzas tantos millares de damnificados. Seguro que no ha habido un tiempo pasado mejor que el nuestro. Es verdad que de lo malo siempre se hace noticia. Pero hay más de bueno. Muchos se abandonan a las malas noticias. No es para tanto. Vivimos una época que, a la vez, como todas, es buena y mala. Puestos en la balanza los dos elementos, indudablemente pesa más lo bueno. No hay que dejarse vencer por el mal. Tampoco por aquellos medios de comunicación que magnifican tanto lo malo. En realidad, quienes vivimos en este siglo XXI somos unos privilegiados. Compárese solamente nuestra situación de disponer de agua corriente, de electricidad, de televisión o de acondicionadores de temperatura, con la de los hombres de hace unos decenios o 2 de siglos atrás. Repárese en la difusión que tiene hoy lo que diga, lo que haga, lo que le pase a un sucesor de San Pedro. animosamente, su necesario renacimiento, iluminación y renovación. Lo que ocurre es que a muchos les interesa el negativismo para hacer una descalificación global e imponer sus oscuras intenciones. En el caso particular de esa labor de Alfonso XIII a la que me he referido, a muchísimas personas no les ha interesado ni les interesa que se sepa, y de hecho ha sido estratégicamente silenciada u ocultada. Recuerdo también cuando, en 1991, murió la hermana del entonces cardenal Ratzinger, María, la cual pedía suprimir de las misas a las que asistía aquellas lecturas tremendas del Antiguo Testamento. Simpático gesto que, complacido, me contaron hace varios años a propósito de un escrito mío. Frente al pesimismo hay que estar en guardia con verdadero espíritu positivo, mirando y admirando cuanto de noble hay en nuestro mundo, mostrando y advirtiendo signos que son esperanzadores para las crisis actuales, que ciertamente las hay y es preciso tenerlas en cuenta; no para desanimarnos con ellas, sino para sobreponernos a ellas. No es cierto que cualquier tiempo pasado fue mejor. A algunos les conviene presentar este parecer. Los infernadores de siempre intentan amenazar pareciendo exhibir la inscripción que Dante imaginó en la puerta del infierno: Lasciate ogni speranza. No perdamos ni dejemos a un lado esa esperanza. Hay muchos signos que nos invitan al optimismo. Pero lo más importante es que sin ese optimismo sería imposible avanzar y cruzar el umbral de la esperanza, no tendríamos la fuerza necesaria para vencer el mal con el bien, para superar la quejumbre, la protesta que nos amenaza. Estaríamos llenos de miedo, aterrorizados. No seríamos capaces de continuar dando al mundo, 3