MALVINAS II Por Hernando Kleimans Llego a la conclusión de que Punta Alta es un pueblo fantasma pese a su gran cercanía con Bahía Blanca. Hay gente, hay movimiento, los negocios se abren y las luces iluminan, pero todo es escenografía. Detrás de eso, algún “gran hermano” maneja los hilos y en cualquier momento todo se vendrá abajo y aparecerá la verdadera cara de la realidad. 3 de abril. Ayer fue Malvinas. Los barcos habían salido de esta base naval y a esta base naval está previsto que vuelvan. Con mucho esfuerzo, logramos vencer el espíritu “farandulero” de la editorial PERFIL y acá estamos, enviados especiales de “La Semana” con Ricardo, “mi” fotógrafo. Como corresponde, el hotel se llama “Punta Alta”. Desde luego, nos estaban esperando. No siempre pueden verse enviados especiales de una editorial porteña en Punta Alta. Salimos a dar una vuelta y allí ya nos topamos con la primera indicación del “gran titiritero” (todavía no se conocía ningún “gran hermano”). Nadie nos saludaba. Ni siquiera nos miraban. Entramos a un bar. Mucha gente linda. Fuimos naturalmente a la barra. De repente, un gran silencio nos envolvió. Todos se habían retirado de al lado nuestro. Comprendimos. Nos bebimos nuestras cervezas y regresamos al hotel. A la mañana siguiente nos presentamos en el Comando de Operaciones Navales, el CON, en la Base de Puerto Belgrano. De inmediato nos llevaron hasta el Departamento de Prensa donde un capitán de navío cuyo apellido no retuve, nos recibió algo preocupado y nos pidió que nos quedásemos allí. Pocos minutos después, llegaron otros colegas y todos juntos esperamos, en aquella salita casi desprovista de todo, a que nos instruyeran sobre lo que podíamos ver y lo que no debíamos ver. Otro oficial del CON se apareció de pronto y nos ofreció “algunas fotos” del desembarco en Malvinas. Nosotros ya sabíamos que ese desembarco había sido fotografiado por Osvaldo Zurlo para la “Nueva Provincia” de Bahía Blanca, quien acompañó el desembarco y, por una de esas grandes casualidades periodísticas, por Rafael Wollman, fotógrafo argentino que trabajaba para una agencia francesa haciendo tomas de pájaros en el archipiélago. Después nos enteramos que las fotos ofrecidas por el marino habían sido compradas por “Gente”. Durante varios días, nuestra actividad se repartió entre ver algunos ejercicios de tiro de la infantería de marina de la base y recorrer por las tardes el pueblo. En casi todos nuestros pueblos de provincia, la vuelta del perro es, a pie o en auto, un paseo por el centro del casco urbano, saludándose con los vecinos o, en algún caso, parando a tomar algo en la confitería de la plaza. Aquí, en este poblado que rodea la base naval, la vuelta del perro era dentro del automóvil, estacionado en alguna de las calles aledañas a la plaza central. ¡Nadie se movía! ¡Todos dentro del auto! Era como si el tiempo hubiese entrado en una apabullante cámara lenta que marcaba los ritmos de la propia vida de todos los habitantes. Una mañana comenzaron los cambios. Se aguardaba el retorno de las naves que habían participado del desembarco en Malvinas. En nuestro reducto de prensa del CON irrumpieron algunos individuos uniformados. Eran “corresponsales de guerra”. Reconocí en ellos a quienes habían confeccionado las listas negras que costaron vidas y exilios. Ninguno podría llamarse en verdad periodista. Muchos, en cambio, se habrían merecido el correspondiente juico por cómplice de desapariciones… No los nombro. Estos individuos nos exigieron que nos retiráramos ya que nosotros no éramos “corresponsales de guerra”. Trajeron a algún oficial distraído y nos pusieron del otro lado de la alta verja de la base… … Por la tarde llegaron los barcos. Al anochecer, las tripulaciones bajaron a tierra. Cargando Ricardo sus cámaras y yo mi grabador nos fuimos a recorrer bares y hablar con los desembarcados. Queríamos saber qué impresiones tenían, cómo había sido toda la operación, qué sentían… Logramos cumplir con nuestro propósito en un bar. En la vereda, alrededor de varias mesas con cervezas, los marineros fueron desgranando ante mi grabador emocionantes historias de cómo habían pisado nuestras islas. De vuelta al hotel, nos esperaba el administrador: “Tienen que ir de inmediato a la comisaría. Estuvo aquí una comisión policial y quieren verlos”… También habían revisado nuestras habitaciones, por las dudas. ¿Qué esperarían encontrar allí? Bueno, dejamos nuestros equipos y nos presentamos en la seccional local. En cuanto dijimos quiénes éramos, aparecieron varios y nos llevaron educadamente hasta una habitación. Allí nos encerraron sin decir palabra. Cierto nerviosismo nos invadió. Pasó un tiempo y nada ocurría… … De pronto, escuchamos cómo dos autos frenaban bruscamente ante el edificio. El ruido de las puertas cerrándose fue ominoso. Se oyeron pasos y voces altas en el pasillo contiguo y la puerta se abrió con violencia. -¡A ver, quiénes carajo son ustedes! Un individuo de civil, de mediana estatura, flaco nervudo y semipelado, se posesionó del centro de la habitación mientras otros cuatro se ubicaban en los costados. Parecían estar al borde de los tiros. Ricardo me miró. -Somos periodistas, estamos acreditados en la base y estamos trabajando… -¡Están espiando! ¡Estuvieron preguntando cómo fue la operación en Malvinas! -Mire, no sé quién es usted ni me interesa. No voy a permitirle que me hable así. Uno nunca sabe cómo pueden ser las reacciones propias o ajenas hasta que estas ocurren. Quizá haya sido una audacia pero esa contestación puso las cosas en su lugar. -No, sí, claro, sabemos quiénes son. Muchachos, no se ofendan… Acompáñennos hasta la base. O mejor, vamos hasta lo de la negra María a tomar algo y a divertirnos. No había forma de negarse, claro. Así que, “acompañados” por estos energúmenos, salimos de la comisaría y nos metimos dentro de los dos autos. Dos Falcon… Ricardo en el asiento de atrás de uno y yo en el asiento de atrás de otro, en medio de dos tipos que me apretaban hasta casi dejarme sin respiración. El viaje fue rápido. Nos bajaron en pleno desolado y nocturno centro y nos condujeron hasta la entrada a una galería. Se supone que allí estaba el local de la negra María. Pero no alcanzamos a entrar. A lo lejos, por esa misma calle central, comenzó a venirse una ola oscura y rugiente. Estos tipos nos soltaron y se ubicaron contra las paredes. El que había comandado el operativo se nos acercó: -Quédense quietos aquí. Yo voy a charlar con estos y vuelvo… En pocos minutos más la ola estaba encima. Decenas y decenas de marineros borrachos, descontrolados, se precipitaban sobre los negocios cerrados tratando de abrirlos, o se trenzaban en furibundas y breves peleas. Delante de todos, un sargento o un cabo -¡vaya uno a saber!gordo, retacón, con un palo en la mano. El jefe de “nuestro” grupo lo enfrentó. Soltó un par de disparos al aire y advirtió que tiraría a matar. El cabo gordo se le abalanzó y trató de desarmarlo. El siguiente tiro debe haberle dado en la pierna, porque se dobló y se cayó. El otro lo aplastó con su cuerpo y un instante después todos ya lo habían maniatado. El resto de la ola desapareció en cuanto se oyeron los balazos. Ricardo y yo habíamos presenciado todo protegidos por una excesivamente delgada columna de la galería. -¡Váyanse al hotel y mañana los veo en la base! –nos espetó el jefe. No nos hicimos rogar. En un instante habíamos huido del lugar. Al día siguiente, una soleada mañana, volvimos a la base donde ya nos esperaban. El ambiente había cambiado un poco. Ya se sabía que la “armada invencible-II” había zarpado de Portsmouth y tomado rumbo hacia el Atlántico Sur. En aquella salita descarnada que nos habían asignado a los enviados especiales ingresaron algunos oficiales para conversar con nosotros, los enviados de PERFIL. -Sabemos que ustedes han enviado gente a Ascensión –nos soltó uno de ellos-. Queremos que nos den todo el material fotográfico que consigan… Resultaba imposible explicarles que el “gallego” Cabezas y el “tano” Lovecchio no llegarían a Ascensión, naturalmente, y que todo lo que consiguieran sería un prolijo truco fotográfico y un buen ejercicio de picardía periodística. De todas formas, la conversación se desarrolló de la siguiente manera: “La Semana”: nos dicen que los ingleses ya están navegando hacia el Atlántico Sur. La Base: no pasa nada. Los vamos a interceptar mar adentro, en cuanto pisen nuestro mar. No van a llegar a las Malvinas. “La Semana”: ¿cómo piensan hacerlo? ¿Tenemos autonomía para ello? “La Base: ¡Claro! Además, les vamos a poner encima de los submarinos boyas sonares, que nos van a decir exactamente su posición, así podremos atacarlos. “La Semana”: ¿No les parece un poco raro que a los tres días del desembarco nuestro los ingleses hayan recibido la bendición de la OTAN para sacar del Atlántico Norte semejante flota y ya la hayan despachado? La Base: No. Nosotros también los esperamos. … Mientras tanto, el almirante Anaya daba las correspondientes órdenes y nuestros grandes barcos, grandes y obsoletos, incluyendo el anciano portaviones “Independencia”, se ocultaban en el golfo de San Jorge, mientras los novísimos Super Etendard cargados con exsocet mantenían su guardia en Tierra del Fuego. Algunas patrulleras adquiridas a España y a Alemania, junto con el rompehielos “Almirante Irízar”, se desplazaban hacia el sur, quizá para hacer base en Punta Quilla, provincia de Santa Cruz. El almirante Juan José Lombardo, un submarinista que ya en 1966 había estado implicado en un oculto desembarco en la Isla Soledad y a la sazón Comandante de Operaciones Navales, nos había denegado cualquier posibilidad de embarcarse en un nuevo viaje de unidades a las Malvinas. Hacía apenas unos meses que, junto con el almirante Horacio Zaratiegui, comandante de la base en Río Grande, habían cuestionado duramente la conducción de la Armada y el mismo “Proceso de Reorganización Nacional”. Regresamos a Buenos Aires a mediados de abril. Unos días después marcharíamos a Montevideo a esperar a los repatriados de las Georgias del Sur. El cielo gris plomizo y un clima cuasi invernal adelantaban amenazas y severas pruebas.