APLICACIÓN DE LA LEY 1/2004, DE 28 DE DICIEMBRE, EN MATERIA PENAL

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APLICACIÓN DE LA LEY 1/2004,
DE 28 DE DICIEMBRE,
EN MATERIA PENAL
Carlos L. Lledó González
Magistrado
1 CONGRESO VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES
CARLOS LLEDÓ
ÍNDICE:
I.- Derecho Penal y violencia de género
I.a) Imprescindible: Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas
de Protección Integral contra la Violencia de Género.
I.b) Insuficiente: Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad
efectiva de mujeres y hombres y Ley 12/2007, de 26 de noviembre, para la
promoción de la igualdad de género en Andalucía.
I.c) Perfeccionable: disfunciones y sucesivas reformas.
II.- Legitimidad constitucional: a la igualdad por el trato desigual.
A) La singular punición en la violencia de género: STC 59/08.
B) El alejamiento indisponible: Evolución de la Jurisprudencia del Tribunal
Supremo y STC 60/10.
III.- La dominación y la sumisión: ¿justificación criminológica o elemento de los
tipos penales?
IV.- Las denuncias falsas: ¿mito o realidad?
V.- La dispensa del deber de declarar: Razón de ser y objeto de protección.
Doctrina del Tribunal Supremo.
VI.- A modo de conclusión
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CARLOS LLEDÓ
I.- Derecho Penal y violencia de género
I.a) Imprescindible: Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas
de Protección Integral contra la Violencia de Género.
Más allá de estériles polémicas terminológicas, la ya comúnmente
conocida como violencia de género supone, amén de la perpetuación de atávicos
roles sociales, la violación y desconocimiento de básicos derechos humanos
recogidos en nuestra Constitución, desde la dignidad de la persona (artículo 10)
hasta el derecho al pleno desarrollo de la personalidad (artículo 27), pasando por el
derecho a la vida e integridad física y moral (artículo 15), el derecho a la igualdad
(artículo 14), etc..
Y el Derecho Penal, que integra lo que algunos han dado en llamar la
“constitución negativa” en tanto que recoge aquellos principios mínimos de la
convivencia cuyo desconocimiento o violación no pueden ser socialmente tolerados,
no debe ni puede permanecer ajeno a esa realidad, erigiéndose así en herramienta
útil -en realidad imprescindible- para luchar contra esa lacra social, siempre desde
su doble óptica de la prevención general y especial.
De ahí que la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de
Protección Integral contra la Violencia de Género, dedique una parte significativa de
su articulado a la respuesta punitiva que deben recibir las distintas manifestaciones
de esa violencia, pero al propio tiempo y haciendo honor a su denominación de
integral, reconoce que se hace necesario un enfoque multidisciplinar.
En ese concreto ámbito penal, la propia Ley confiesa que se propone “dar
una respuesta firme y contundente y mostrar firmeza plasmándolas en tipos
penales específicos”, siendo ejemplo de ello la introducción de un tipo agravado de
lesiones cuando la víctima sea o haya sido la esposa del autor o mujer que esté o
haya estado ligada a él por una análoga relación de afectividad, aun sin
convivencia, al tiempo que también elevó a categoría de delito las coacciones leves
y las amenazas leves de cualquier clase cometidas contra las víctimas mencionadas,
hasta entonces contempladas como meras faltas. Esas actuaciones de carácter
sustantivo se complementan con otras como la especialización dentro del
organigrama judicial, creando los Juzgados de Violencia sobre la Mujer, la mejor
regulación de la llamada orden de protección y otras medidas que pretenden
agilizar los procedimientos penales.
Pero sería del todo ingenuo pensar que ese Derecho Punitivo, por
avanzado que sea, puede por sí sólo erradicar la violencia de género y acabar con
tan execrables comportamientos: el proceso penal no deja de ser una herramienta
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imperfecta que, pese a la proclama constitucional de reinserción, tiene una elevada
componente retributiva –tendencia que, dicho sea de paso, parece acrecentarse en
los últimos tiempos-; además, ese proceso penal no puede renunciar, por relevante
que sea el motivo, a las garantías que con tanto esfuerzo se han conquistado a lo
largo de muchos siglos, y por más que algunos sectores afortunadamente
minoritarios puedan llegar a cuestionar principios como la presunción de inocencia
o el derivado in dubio pro reo, el coste de sacrificarlos sería incluso más pernicioso
que el efecto pretendido; sin olvidar que los goznes del Derecho Penal chirrían
cuando se le pretenden encastrar fines exclusivamente preventivos, pues es el
moderno un derecho sancionador de hechos que, por decirlo de forma coloquial,
sólo pueden intervenir cuando algo ha ocurrido ya, por más que ese algo puede
ser una mera “puesta en peligro” y no necesariamente la lesión de un bien
jurídicamente protegido.
Casi por naturaleza, el Derecho Penal es un instrumento demasiado tosco
e incluso grosero para provocar un cambio social, es una respuesta pensada sólo
como reacción ex post para los supuestos realmente patológicos que rebasan ese
minimun social de la convivencia; buscar en el articulado del Código Penal la receta
sanadora de la violencia de género es un planteamiento errado del que solo se van
a derivar frustraciones. Por más que la victimología vaya ganando terreno, el
Derecho Penal tampoco tiene como objeto preferente la anticipada protección de la
víctima, precisamente porque sólo puede intervenir cuando ésta ya ha adquirido el
estatus de tal, de modo que únicamente de futuro puede plantearse esa protección
de quien ya ha sufrido algún perjuicio personal, en tanto que mirando al pasado no
cabrá sino la compensación económica que acompañe a la pena impuesta al
responsable.
Y no se quiera ver en estas consideraciones un cierto aire de defensa
corporativa ante la real o imaginada presión mediática que viene haciendo
responsable al aparato judicial de cuantos lamentables sucesos ocurren en nuestro
País relacionados con la violencia de género; los tres poderes del Estado, por
supuesto también el Judicial, habrán de asumir sus propias responsabilidades ante
ese fenómeno y por el modo en que ejercitan el mandato recibido de los
ciudadanos, pero puede resultar mucho más peligroso sustraer el verdadero debate
e incluso tranquilizar sin más la conciencia colectiva cuando, ante cualquier suceso
luctuoso, nos limitamos a señalar a una institución como responsable -sea el
pretendido mal funcionamiento de la Administración de Justicia o sea la supuesta
imperfección o insuficiencia de la Ley Penal-, pues con ello estamos en realidad
ocultando que nos queda mucho por hacer en otros ámbitos como el educativo,
social o asistencial y, en el fondo, sólo estamos alejándonos una vez más del
problema y negando la evidencia de no haber sabido atajar suficientemente las
causas sociales de la violencia.
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Así pues, el Derecho Penal es necesario para abordar la violencia de género.
Muy necesario, si se quiere. Imprescindible. Pero manifiestamente insuficiente. La
respuesta social, global y colectiva a la violencia de género necesita otros cauces. La
respuesta penal ha de existir; es básica para los efectos de prevención general ejemplaridad- y prevención especial que van anudados a la pena. Pero no basta
con ella.
I.b) Insuficiente: Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad
efectiva de mujeres y hombres y Ley 12/2007, de 26 de noviembre, para la
promoción de la igualdad de género en Andalucía.
La propia Ley Orgánica de Protección Integral, a que ya antes nos hemos
referido, reconoce que junto al aspecto puramente punitivo deben abarcarse otros
como los preventivos, educativos, sociales, asistenciales y de atención a las víctimas,
además de la normativa civil que incide en el ámbito de convivencia donde
principalmente se produce la violencia; es lo que llama un enfoque multidisciplinar.
De ahí que entre sus confesados fines no sólo incluya la sanción de tales conductas,
sino también la prevención y erradicación de esta violencia.
En realidad, y así lo reconoce el legislador, la violencia de género no es sino
un intento de perpetuar el poder que tradicionalmente ha ejercido el varón sobre la
mujer, especial pero no exclusivamente en el ámbito de las relaciones de pareja.
Por ello, lo que en verdad esconde esta forma de violencia no es sino un atentado
al principio de igualdad, lo que abre una doble vía para afrontar la respuesta
institucional y colectiva: de una parte, luchar contra la desigualdad allí donde se
produzca o se pretenda imponer, con sanciones incluso penales; de otra, fomentar
en positivo ese valor de la igualdad para que sea realmente interiorizado por todos.
Y si la Ley Orgánica de Protección Integral apunta sobre todo a la primera
línea, tratando de erradicar la violencia allí donde ya ha germinado la semilla de la
desigualdad, la otra cara de la moneda la encontramos en las normas que
específicamente postulan la igualdad como principio irrenunciable de la
convivencia, evitando nuevas siembras que perpetúen el problema. Es obligado citar
aquí la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres
y hombres, de ámbito estatal pero que comparte protagonismo en ese empeño con
normas homónimas de las Comunidades Autónomas, entre las cuales se encuentra
nuestra Ley 12/2007, de 26 de noviembre, para la promoción de la igualdad de
género en Andalucía.
Desde un planteamiento netamente positivo, diseñando una actuación de
futuro que haga de la igualdad un valor no necesitado de imposición, tales normas
afrontan no sólo proclamas y principios generales, sino también concretas políticas
públicas de igualdad, la igualdad en los medios de comunicación tanto públicos
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como privados, necesaria incidencia en el ámbito laboral tanto público como
privado, con medidas de conciliación de la vida personal, familiar y laboral, igualdad
en la educación, etc.. En la Exposición de Motivos de la Ley Orgánica estatal se
entronca, como no podía ser de otro modo, esa igualdad con los derechos
fundamentales consagrados en nuestra Constitución y en diversos tratados e
Instrumentos Internacionales, pero acto seguido reconoce que esa proclama formal
de la igualdad resulta insuficiente y que la realidad demuestra obstinadamente que
todavía es una conquista por consumar, poniendo como primer ejemplo de ello
precisamente la violencia de género, por lo que enuncia como finalidad directa de
la ley la de remover los obstáculos y estereotipos sociales que impiden alcanzar la
igualdad efectiva, poniendo el acento en la prevención de esas conductas
discriminatorias y en la previsión de políticas activas.
No es, obviamente, éste el foro adecuado para el más detallado estudio de
esa legislación, pero sí que su mención aquí resulta del todo necesaria para poner
de manifiesto que cuando se plantea exclusivamente luchar contra la violencia de
género, se está sólo tratando de paliar o combatir los efectos de algo más
profundo cuyas causas deben buscarse y atajarse en un momento anterior y
distinto. Dicho de otro modo, por enlazar con el punto anterior, que la respuesta
penal es imprescindible pero manifiestamente pobre e insuficiente con miras de
futuro, y sólo cuando logremos identificar y segar las causas en su origen
podremos contemplar cómo se reducen sus efectos.
I.c) Perfeccionable: disfunciones y sucesivas reformas.
Si bien la violencia de género, o si se quiere más ampliamente la llamada
violencia intrafamiliar, no es desde luego un fenómeno reciente, la reacción social
frente al mismo sí que se ha empezado a percibir hace no demasiados años, de
modo que incluso nuestro legislador es un recién llegado a esta materia;
ciertamente no es que antes no existiera la violencia de género, sino que las
normas que regulaban nuestra convivencia rezumaban cierto sentir social de que se
trataba de un asunto íntimo de la familia en el que no le era dado al Estado o a la
sociedad intervenir o interferir.
De hecho, el delito de maltrato habitual en ese ámbito familiar, sin específica
perspectiva de género, se introdujo por vez primera en el anterior Código Penal por
L.O. 3/89, afirmando su Exposición de Motivos que "respondiendo a la deficiente
protección de los miembros físicamente más débiles del grupo familiar frente a
conductas sistemáticamente agresivas de otros miembros del mismo, se tipifican
como delito los malos tratos ejercidos sobre menores e incapaces, así como los
ejercidos sobre el cónyuge cuando, a pesar de no integrar individualmente
considerados más que una sucesión de faltas, se producen de modo habitual". A
esa primera reforma sucedieron otras muchas, en las que incluso el legislador se ha
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ido corrigiendo a sí mismo y modificando la respuesta punitiva a veces con
sorprendentes periodos de vigencia de apenas unos meses, con todas las
dificultades añadidas que ello supone para los operadores jurídicos; de este modo,
y como ejemplo, la Ley 14/99, de 9 de Junio, incluyó la violencia psíquica y al excónyuge e incluso se atrevió a formular un concepto legal de habitualidad; la Ley
Orgánica 11/03, de 29 de septiembre de 2.003, remite ya el maltrato habitual a los
delitos contra la integridad moral (donde siempre se vino reclamando que debían
ser incluidos en la medida en que afectan o atacan a algo más que la mera
integridad física de las personas), elevó a delito las antiguas faltas de lesiones o
maltrato de obra en el ámbito familiar y mejoró en el aspecto procesal la
regulación de las medidas cautelares y de protección de la víctima durante la
tramitación del proceso penal; la Ley Orgánica 15/03 mejoró técnicamente la
regulación de las penas privativas de derechos de prohibición de residir, prohibición
de aproximarse y de comunicar con la víctima, autorizando por vez primera la
utilización de medios electrónicos para el control de tales medidas y estableciendo
expresamente que queda en suspenso durante el cumplimiento de tales penas el
régimen de visitas respecto a los hijos menores, introduciendo tales penas como
accesorias en todos los delitos relacionados con la violencia de género y regulando
expresamente su concurrencia con la pena de prisión; la propia Ley Orgánica
1/2004 volvió a redactar prácticamente todos estos preceptos, deslindando ahora
netamente las conductas relacionadas con la violencia de género de aquellas que
tienen como víctima a otros integrantes de la familia, al tiempo que introdujo
nuevas limitaciones en orden a la suspensión y sustitución de las penas impuestas
por tales delitos; para acabar con la Ley Orgánica 5/2010, de 22 de junio, que
entrará en vigor dentro de unos días y por la que nuevamente se modifica el
Código Penal, aunque ciertamente ésta afecta de forma muy tangencial a la
violencia de género.
Se quiere con ello expresar que es una ingenuidad asumir que las leyes
penales crean la realidad, cuando de ordinario es ésta la que las antecede y
provoca su necesidad, de modo que no hemos de permanecer impasibles ante
posibles disfunciones o insuficiencia de nuestras normas, a veces elaboradas con
cierta precipitación y otras con deliberada ambigüedad por exigencias del
consenso, ni menos aún aceptar que tenemos ya resuelto legislativamente el tema
de la violencia de género, y muy por el contrario nuestro legislador habrá de
asumir, desde una posición crítica, valiente y flexible, que nuestra relativa bisoñez
en esta materia exige, si no continuas que perturbarían la seguridad jurídica, sí al
menos periódicas revisiones del soporte normativo que nos permitan adaptarnos a
la realidad que se pretende combatir, lo que resultará especialmente indicado para
atajar incipientes doctrinas que, no sin cierta falta de justificación por la
desproporcionada punición en algunos supuestos, pueden acabar pervirtiendo todo
el sistema de protección penal diseñado en estos últimos años.
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Ahora bien, esa continua revisión crítica del sistema de respuesta penal a la
violencia de género deberá siempre pivotar sobre dos pilares básicos:
a) La reflexión y el consenso dotan de máxima autoridad a las normas
legales, lo que exige proporcionar cierta pausa a los a veces compulsivos
arranques legislativos en respuesta a situaciones concretas, y requiere
contar necesariamente con el respaldo de profesionales expertos y un
periodo de debate entre la comunidad doctrinal y científica antes de
remitir al B.O.E. normas que, por muy bien intencionadas que fueren,
pueden acabar resultando ineficaces o incluso contraproducentes.
b) No debe llegarse nunca al extremo de caer en lo que se ha dado en
llamar “Derecho Penal del Enemigo”, entendiendo por tal el que acepta
que, más allá del deber del Estado de castigar a los delincuentes, existe
una categoría de verdaderos “enemigos” de ese Estado que legitiman el
recurso a mecanismos cuasibélicos de respuesta que suponen la
minoración –e incluso desaparición- de los derechos procesales del
imputado, el brutal incremento de las penas más allá de toda idea de
proporcionalidad e incluso el anticipo de la barrera de protección penal
con sanción de conductas predelictuales que no han llegado a
comprometer ningún bien jurídico, todo ello con el confesado propósito
de evitar cualquier legitimación ideológica del grupo considerado
“enemigo”. Entre otras cosas, en esos sistemas ni siquiera se procura
tutelar los eventuales derechos de la víctima, porque es el propio Estado
el que se confronta o “declara la guerra” a los individuos del grupo,
prescindiendo incluso de quienes han sufrido personalmente las
consecuencias de su conducta, relegados al papel de mero “pretexto” de
la actuación pública que se presenta como falsamente tuitiva.
II.- Legitimidad constitucional: a la igualdad por el trato desigual.
-
A) La singular punición en la violencia de género: STC 59/08.
Los instrumentos internacionales a que ya nos hemos referido contemplan la
violencia sobre la mujer como una realidad específica dentro de la más genérica
intrafamiliar proyectada sobre otras víctimas, que requiere por ello un tratamiento
individualizado. Así, de forma acorde con la Declaración de la ONU de Diciembre
de 1.993 sobre la eliminación de la violencia contra la Mujer y con la Plataforma
para la Acción adoptada en la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer de Beijing de
septiembre 1995, el Consejo de Europa ha definido la «violencia contra la mujer»
del siguiente modo: «El término violencia contra la mujer ha de entenderse como
cualquier acto violento por razón del género que resulta, o podría resultar, en daño
físico, sexual o psicológico o en el sufrimiento de la mujer, incluyendo las amenazas
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de realizar tales actos, coacción o la privación arbitraria de libertad, produciéndose
éstos en la vida pública o privada».
Atendiendo a esas recomendaciones de los organismos internacionales, que
expresamente cita en su Exposición de Motivos, y con el objetivo de proporcionar
una respuesta global a la violencia que se ejerce sobre las mujeres, la Ley Orgánica
1/2004 introdujo la variable de género por vez primera en nuestras normas penales,
de modo que la sanción pasó a ser distinta y superior en los supuestos en que, en
el ámbito de la pareja, el agresor sea el varón y la víctima la mujer, siendo más
benigna la respuesta penal cuando son otros integrantes de la unidad familiar los
implicados en uno u otro lado de la violencia.
Ello motivó que diversos órganos judiciales elevaran cuestiones de
inconstitucionalidad al Tribunal Constitucional, por entender que la mayor punición
cuando la víctima fuere mujer podía atentar al principio de igualdad; finalmente el
Tribunal Constitucional desestimó la primera de dichas cuestiones, y en cascada las
sucesivas, mediante la sentencia 59/08, de 14-5-08, bien es verdad que por una
exigua mayoría de 7 votos a favor y cinco votos particulares.
En dicha sentencia el Tribunal Constitucional avaló la constitucionalidad del
nuevo artículo 153,1 del Código Penal, al entender que la fijación de penas
superiores cuando el maltratador es un varón está justificado no por la especial
vulnerabilidad de la mujer sino, a modo de discriminación positiva, por la mayor
reprochabilidad de la conducta del autor en esos caso, que se prevale de la
posición de superioridad y dominación.
El Alto Tribunal comienza recordando que el artículo 14 de la Constitución
acoge dos contenidos diferenciados: el principio de igualdad y las prohibiciones de
discriminación. En su primera perspectiva, recoge realmente un derecho subjetivo
de los ciudadanos a obtener un trato igual, que obliga y limita a los poderes
públicos a respetarlo y que exige que los supuestos de hecho iguales sean tratados
idénticamente en sus consecuencias jurídicas y que, para introducir diferencias entre
ellos, tenga que existir una suficiente justificación de tal diferencia, que aparezca al
mismo tiempo como fundada y razonable, de acuerdo con criterios y juicios de
valor generalmente aceptados, y cuyas consecuencias no resulten, en todo caso,
desproporcionadas.
En el segundo enfoque, la Constitución proclama la expresa prohibición de
una serie de motivos o razones concretos de discriminación (nacimiento, raza, sexo,
religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social), que
ni siquiera es una lista cerrada y que representa una explícita interdicción de
determinadas diferencias históricamente muy arraigadas y que han situado, tanto
por la acción de los poderes públicos como por la práctica social, a sectores de la
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población en posiciones, no sólo desventajosas, sino contrarias a la dignidad de la
persona que reconoce el art. 10.1 de la constitución.
Acto seguido, el Tribunal Constitucional descarta que sea el sexo de los
sujetos activo y pasivo un factor exclusivo o determinante de los tratamientos
diferenciados que el legislador establece, y afirma que esa diferenciación normativa
la sustenta el legislador en su voluntad de sancionar más unas agresiones que
entiende que son más graves y más reprochables socialmente a partir del contexto
relacional en el que se producen y a partir también de que tales conductas no son
otra cosa que el trasunto de una desigualdad en el ámbito de las relaciones de
pareja de gravísimas consecuencias para quien de un modo constitucionalmente
intolerable ostenta una posición subordinada.
Añade que las altísimas cifras en torno a la frecuencia de una grave
criminalidad que tiene por víctima a la mujer y por agente a la persona que es o
fue su pareja constituye un primer aval de razonabilidad de la estrategia penal del
legislador de tratar de compensar esta lesividad con la mayor prevención que
pueda procurar una elevación de la pena. Así mismo, las agresiones del varón hacia
la mujer que es o que fue su pareja afectiva tienen una gravedad mayor que
cualesquiera otras en el mismo ámbito relacional porque corresponden a un
arraigado tipo de violencia que es “manifestación de la discriminación, la situación
de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres”.
De este modo, se convierte en argumento nuclear de la sentencia que el
legislador ha tenido en cuenta una innegable realidad para criminalizar un tipo de
violencia que se ejerce por los hombres sobre las mujeres en el ámbito de las
relaciones de pareja y que, con los criterios axiológicos actuales, resulta intolerable,
por lo que no estima reprochable ese entendimiento legislativo referente a que una
agresión supone un daño mayor en la víctima cuando el agresor actúa conforme a
una pauta cultural -la desigualdad en el ámbito de la pareja- generadora de
gravísimos daños a sus víctimas y dota así consciente y objetivamente a su
comportamiento de un efecto añadido a los propios del uso de la violencia en otro
contexto. Y amplía su razonamiento exponiendo que cabe considerar que esa
conducta supone una mayor lesividad para la víctima en cuanto a su seguridad
(disminuyen sus expectativas futuras de indemnidad con el temor a ser de nuevo
agredida), para su libertad (la consolidación de la discriminación agresiva del varón
hacia la mujer en el ámbito de la pareja añade un efecto intimidatorio a la
conducta, que restringe las posibilidades de actuación libre de la víctima) y para su
dignidad (niega su igual condición de persona y hace más perceptible ante la
sociedad un menosprecio que la identifica con un grupo menospreciado).
Así pues, ya a modo de resumen, el Tribunal Constitucional concluye que no
es el sexo en sí de los sujetos activo y pasivo lo que el legislador toma en
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consideración con efectos agravatorios, sino el carácter especialmente lesivo de
ciertos hechos a partir del ámbito relacional en el que se producen y del significado
objetivo que adquieren como manifestación de una grave y arraigada desigualdad;
la sanción no se impone por razón del sexo del sujeto activo ni de la víctima ni por
razones vinculadas a su propia biología, se trata de la sanción mayor de hechos
más graves, que el legislador considera razonablemente que lo son por constituir
una manifestación específicamente lesiva de violencia y de desigualdad. Dicho de
otro modo y en términos más coloquiales, el Alto Tribunal ampara que una
situación desigual pueda recibir un trato dispar por el legislador, precisamente para
así poder llegar a restablecer la igualdad como valor en sí mismo.
Pero no podemos terminar aquí la cita de la sentencia del Tribunal
Constitucional que proclamó el acomodo a la Carta Magna del artículo 153.1 del
Código Penal, porque hay algunos extremos que pareció no abordar de forma
expresa, o quizá dio por sobrentendidos, que han cobrado en los últimos tiempos
una singular importancia; para indagar en esas cuestiones hemos de detenernos,
siquiera sea de forma breve, en algunos de los votos particulares que se formularon
a aquella resolución, que servirán a sensu contrario de línea interpretativa auténtica
de lo que mayoritariamente quiso decir el Tribunal Constitucional.
Así, el Magistrado Jorge Rodríguez-Zapata Pérez centra su discrepancia en
que pese a que la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, señala en su art. 1.1
que constituye su objeto actuar contra la violencia que, “como manifestación de la
discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los
hombres sobre las mujeres se ejerce sobre éstas por parte de quienes sean o hayan
sido sus cónyuges o de quienes estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones
similares de afectividad, aun sin convivencia”, el artículo 153.1 del Código Penal no
incorporó ese elemento finalista e incluso los trabajos parlamentarios permiten
entender que tal omisión ha sido deliberada, - por lo que el precepto, aplicado en
sus propios términos, sólo atiende al hecho objetivo de que se cause un
menoscabo psíquico o una lesión de carácter leve, o se golpee o maltratare de
obra sin causar lesión, cualquiera que sea la causa y el contexto de dicha acción.
Esa es su tesis que, es importante retener ahora, no prosperó ni fue acogida por la
sentencia, a la que reprocha expresamente que acogió la presunción de que todo
maltrato ocasional cometido por un varón contra su pareja o ex pareja es siempre
una manifestación de sexismo que deba poner en actuación la tutela penal
reforzada del artículo 153.1 Código Penal, de modo que no será el Juez quien en
cada caso deba apreciar el desvalor o constatar la lesividad de la conducta, sino
que es el legislador quien lo ha hecho ya anticipadamente. E incluso este
Magistrado descarta que quepa otra interpretación de la sentencia mayoritaria,
pues llevaría al absurdo (“descoyuntamiento de la tutela penal contra la violencia de
género” lo llama) de que la violencia leve no habitual de los varones hacia sus
parejas o ex parejas carente de connotación discriminatoria sólo podría ser
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castigada como falta (artículo 617 CP), puesto que sujeto pasivo del delito tipificado
en el artículo 153.2 CP no pueden serlo las personas contempladas en el apartado
primero y la acción castigada en este apartado segundo es “el delito previsto en el
apartado anterior”, con la paradójica consecuencia de que esa misma conducta
realizada por la mujer contra su pareja masculina sí sería constitutiva de delito del
artículo 153.2 del Código Penal, al no exigir su aplicación que la violencia ejercida
obedezca a la misma modalidad sexista que la del apartado primero.
En términos parcialmente coincidentes, el Magistrado Ramón Rodríguez
Arribas propuso una sentencia interpretativa que incluyera en el delito del artículo
153.1 del Código Penal ese mayor desvalor, gravedad y reproche social hacia el
hombre agresor de la mujer, lo que permitiría en cada caso al Juez o Tribunal
valorar si se ha acreditado esa circunstancia agravante o concluir que no concurre
aquél mayor desvalor; tal propuesta deja en el aire el problema planteado por el
anterior Magistrado al remitir la conducta del varón a la falta del artículo 617.1 del
Código Penal en tanto que la agresión a la inversa seguiría incardinada en el delito
del artículo 153.2 del mismo Código, pero por lo que ahora nos interesa debemos
nuevamente quedarnos con la idea de que no prosperaron las tesis del disidente y
que por tanto la sentencia dictada por la mayoría legítima no autoriza tal
interpretación.
También el Magistrado Javier Delgado Barrio, en su voto particular, proponía
que la situación de discriminación, desigualdad o relación de poder debía
integrarse en el tipo, como elemento de hecho constitutivo del mismo, justifica su
inaplicación cuando no concurra tal situación, e incluso sugiere que así se
desprende implícitamente de la propia sentencia, pese a no recogerlo en el Fallo,
por lo que centra su discrepancia en que no se dictara expresamente una sentencia
interpretativa.
Sin perjuicio de que habremos de volver posteriormente sobre la analizada
sentencia y sus votos particulares, lo que resulta incuestionable es que al Tribunal
Constitucional corresponde declarar el acomodo o no de las normas con rango de
ley al texto de nuestra Carta Magna (artículo 161 de la Constitución), y que los
Jueces y Tribunales interpretarán y aplicarán las leyes y los reglamentos según los
preceptos y principios constitucionales, conforme a la interpretación de los mismos
que resulte de las resoluciones dictadas por el Tribunal Constitucional (artículo 5.1
de la Ley Orgánica del Poder Judicial), por lo que ninguna duda cabe o debe caber
de la constitucionalidad del mencionado artículo 153.1 del Código Penal.
-
B) El alejamiento indisponible: Evolución de la Jurisprudencia del Tribunal
Supremo y STC 60/10.
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Y al hablar del acomodo constitucional de la específica legislación penal en
materia de violencia de género, no podemos dejar de mencionar el también
tradicional cuestionamiento del artículo 57 del Código Penal en cuanto impone de
forma no discrecional la pena de alejamiento respecto de la víctima
(sorprendentemente no la prohibición de comunicación) en todos los delitos no
sólo relacionados con el género sino de violencia intrafamiliar.
Para captar la verdadera dimensión del problema tal vez sea oportuno
empezar por el final, analizando el valor que se le ha dado por nuestros Tribunales
a dicho alejamiento cuando no es cumplido por su destinatario, ya fuere
propiamente una pena, ya una medida cautelar con el mismo contenido, de manera
que en la medida en que pudiera considerarse disponible, lógicamente para la
víctima, ningún sentido tendría cuestionar su constitucionalidad.
La sentencia del Tribunal Supremo de 26-9-2005, que pese a tener como
supuesto de hecho un presunto quebrantamiento de medida cautelar de
alejamiento refirió su doctrina tanto a esa medida como a la correspondiente pena,
proclamó que “en uno y otro caso, la efectividad de la medida depende --y esto es
lo característico-- de la necesaria e imprescindible voluntad de la víctima --en cuya
protección se acuerda-- de mantener su vigencia siempre y en todo momento”, por
lo que tras razonar que “el mantenimiento a todo trance de la efectividad de la
medida... produciría unos efectos tan perversos que no es preciso razonar, al
suponer una intromisión del sistema penal intolerable en la privacidad de la pareja
cuyo derecho más relevante es el derecho a “vivir juntos”, como recuerda las
SSTEDH de 24 de marzo de 1988 y 9 de junio de 1998, entre otras” concluye que
“en cuanto la pena o medida de prohibición de aproximación está directamente
enderezada a proteger a la víctima de la violencia que pudiera provenir de su
anterior conviviente, la decisión de la mujer de recibirle y reanudar la vida con él,
acredita de forma fehaciente la innecesariedad de protección, y por tanto supone
de facto el decaimiento de la medida de forma definitiva... Esta es la especificidad
de esta medida/pena dado el específico escenario en el que desarrolla su eficacia”,
y termina absolviendo por el delito de quebrantamiento de medida cautelar.
Bajo la apariencia de confirmación de la doctrina jurisprudencial y presidida
sin duda por la gravedad del ulterior resultado para la víctima, la sentencia del
mismo Tribunal de 28-9-2007 –referida esta sí a un quebrantamiento de condena
seguido de homicidio consumado-, parece introducir un cambio relevante, cuando
sostiene que “en perfecta comprensión del significado esencial de nuestra doctrina,
una cosa es el incumplimiento de una medida de seguridad que, en principio, sólo
puede aplicarse a petición de parte y cuyo cese incluso podría acordarse si ésta lo
solicitase al Juez, que además tiene por objeto, obviamente, una finalidad
meramente preventiva, y más aún incluso cuando, además, no diere lugar
posteriormente a la producción de ninguno de los ilícitos que precisamente
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1 CONGRESO VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES
CARLOS LLEDÓ
pretendía impedir, y otra, muy distinta, aquella situación, como la presente, en la
que, aún contando con la aceptación de la protegida, se quebranta no una medida
de seguridad, sino una pena ya impuesta y cuyo cumplimiento no es disponible por
nadie, ni aún tan siquiera por la propia víctima, cuando además se propicia, con ese
incumplimiento, la comisión de hechos tan graves como los aquí enjuiciados” a lo
que aún añade que "constituiría, en el presente caso, un verdadero contrasentido el
que precisamente la constatada frustración del fin pretendido por la pena
precedente, que no era otro que el de la evitación de la ulterior reiteración
delictiva, tras resultar desgraciadamente justificada de modo pleno "a posteriori"
esa previa imposición, por la comisión de nuevas infracciones, se venga a permitir
la impunidad del autor de semejante quebrantamiento”.
Y aún más, la posterior sentencia de 8-4-2008 parece introducir un nuevo
enfoque, pues tras ratificar que en el “quebrantamiento de penas en causa por
violencia de genérico no aparece otro componente subjetivo que el dolo, la
voluntad consciente de la rotura de una de las penas previstas en el art. 48”, refiere
sin embargo que “ciertamente que, en el caso de rotura del alejamiento consentida
por la mujer, podría plantearse la existencia de un error de prohibición; mas no se
describe en el "factum" (además de no constar probado) que la mujer consintiera
en el quebranto del alejamiento, induciendo o cooperando a ello o de cualquier
otra manera”, por lo que el razonamiento inicialmente utilizado y calificado como
“efecto perverso” del castigo de tales conductas para justificar la no punición,
parece que termina elevándose ahora a conclusión obligada respecto del castigo
que sólo podrá excluirse por vía del error, conclusión en la que parece abundar el
acuerdo no jurisdiccional del propio Tribunal Supremo de 25-11-08 en que, de
forma ciertamente críptica, se dice que “el consentimiento de la mujer no excluye la
punibilidad a efectos del art. 468 del CP.”.
Esa clara evolución, si no verdadera inversión, de la doctrina jurisprudencial
de la Sala 2ª del Tribunal Supremo produjo un doble efecto inmediato:
a) Provocó una cierta deriva judicial que, al hilo del análisis del caso concreto,
ha venido elaborando diversas respuestas para la no incriminación de la
víctima e incluso en algunos supuestos del autor material, respuestas que
van desde la apreciación de error de prohibición o de tipo e incluso la
eximente de ejercicio legítimo de un derecho por quien no es sujeto de la
medida o pena.
b)
devolvió actualidad a aquellos planteamientos que cuestionaban la
constitucionalidad del mencionado artículo 57 del Código Penal en tanto en
cuanto impone preceptivamente, aun con el criterio en contra de la propia
víctima, el alejamiento respecto de ella.
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1 CONGRESO VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES
CARLOS LLEDÓ
Las dudas de los órganos planteantes de las cuestiones arrancan sobre todo de
la modificación operada por la Ley Orgánica 15/2003, de 25 de noviembre, pues lo
que hasta entonces era una pena de aplicación potestativa, cuya imposición se
hacía depender de un juicio de pronóstico sobre la reiteración delictiva efectuado a
partir de la gravedad del hecho o de la peligrosidad del autor, se convertía en una
pena de imposición forzosa, cualquiera que fuese la entidad de los hechos o del
peligro que represente el delincuente y, además, sin tener en consideración la
voluntad de los afectados.
La cuestión ha sido también abordada y resuelta por el Tribunal
Constitucional en fecha reciente, concretamente a través de la sentencia del Pleno
nº 60/10, de 7 de Octubre.
El Tribunal comienza destacando que la referida pena no se impone a la
víctima sino al autor del delito, por más que como otras penas (así, por ejemplo, las
pecuniarias que afectan a la economía familiar) puede afectar indirectamente a
derechos o intereses legítimos de terceros. Señala también que la pena de
alejamiento no incide en el contenido del derecho a la intimidad familiar
consagrado en el artículo 18.1 de la Constitución y sí al libre desarrollo de la
personalidad del artículo 10.1 de dicho Texto, a consecuencia precisamente de la
inmediata restricción de los derechos a elegir libremente el lugar de residencia y a
circular por el territorio nacional que se contemplan en el artículo 19.1, pero ello no
implicará la inconstitucionalidad de la medida siempre que cumpla la doble
exigencia de perseguir una finalidad constitucionalmente legítima y respete el
principio de proporcionalidad.
En su punto de partida, el Constitucional constata que el referido
alejamiento no sólo tiene una función asegurativo-cautelar respecto a la víctima,
sino que también tiene como finalidad inmediata o directa la de proteger los
bienes jurídicos tutelados por los tipos penales en relación con los cuales se
contempla su imposición obligatoria (vida, integridad física, libertad, patrimonio,
etc.), lo que trasciende a la propia víctima y dibuja un fin de palmaria legitimidad
constitucional. Con ese planteamiento, deduce ya que la pena de alejamiento es
conceptualmente eficaz a los tradicionales fines del Derecho Penal, la prevención
general de futuras agresiones a esos bienes jurídicos (especialmente si se tiene en
cuenta que el carácter preceptivo contribuye a incrementar la certeza de la
respuesta sancionadora) y la prevención especial, particularmente por lo que
respecta a la reiteración delictiva contra la propia víctima.
Y ya en el ámbito de la proporcionalidad, el más problemático según se
desprende del propio texto de la sentencia, al Tribunal Constitucional señala que la
imposición “en todo caso” de la pena de alejamiento no impide que sea el órgano
judicial el que deba concretar su duración, dentro de los amplios márgenes
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1 CONGRESO VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES
CARLOS LLEDÓ
señalados por el legislador, lo que permite introducir las variables de la gravedad
de los hechos y el peligro que el delincuente represente.
Continuando con esa proporcionalidad, el propio Tribunal Constitucional
recuerda que no puede invadir el margen de libre configuración de delitos y penas
que corresponde al legislador y que sólo cabría declarar la inconstitucionalidad por
desproporción cuando el exceso o desequilibrio imputado a la medida que
incorpore resulte verdaderamente manifiesto o evidente, lo que no es el caso, sin
perjuicio de que el ajuste o no entre la variables en juego pueda en su caso ser
objeto de crítica al legislador, ya en otros foros ajenos al ámbito constitucional,
desde el punto de vista de la legitimidad externa u oportunidad de la medida
adoptada (con lo que es muy posible que está de algún modo justificando, si no
compartiendo, críticas a la norma que han llegado a plasmarse en sentencias del
Tribunal Supremo, como la nº 172/2009, de 24 de febrero, en la que tras constatar
que “el cumplimiento de una pena impuesta por un Tribunal como consecuencia de
la comisión de un delito público no puede quedar al arbitrio del condenado o de la
víctima, ni siquiera en los casos en los que determinadas penas o medidas
impuestas en la sentencia se orientan principalmente a la protección de aquella”,
razona sin embargo que “es cuestionable que los intereses públicos y privados
afectados estén mejor protegidos con una pena, en principio irreversible en cuanto
a su cumplimiento, que a través de una medida de seguridad que podría ajustarse
durante la ejecución a las circunstancias reales de las personas afectadas, una vez
valoradas, a través de las pertinentes decisiones judiciales. Sobre todo si se tiene en
cuenta la conveniencia, e incluso, la necesidad, de establecer límites a la
intervención del Estado en esferas propias de la intimidad individual y del derecho
de cada uno de regir su vida en libertad. Parece excesivo, desde este punto de
vista, impedir a dos personas un nuevo intento de compartir su vida, imponiendo el
alejamiento, sin posible revisión, siempre que se hayan adoptado las precauciones
necesarias para garantizar que esa decisión se ha tomado de forma consciente y
con libertad por ambos interesados”, pese a lo cual concluye que la pena de
alejamiento debe cumplirse en sus justos términos pues “el legislador ha resuelto
de esta forma la concurrencia del derecho de la víctima a organizar su vida, o a
reunirse o a compartirla con quien desee, o incluso a preferir la asunción de un
riesgo a los inconvenientes de una medida protectora, con esta forma de satisfacer
el interés público en la protección de los más débiles”).
En todo caso, el tratamiento por el Tribunal Constitucional de estas dos
piezas nucleares de la legislación penal contra la violencia de género, la singular
punición del varón en el artículo 153.1 y la imperativa pena de alejamiento del
artículo 57.2, deben llevarnos a una primera y obvia conclusión de acomodo al
texto de nuestra Constitución, lo que puesto en voz de quien está llamado
constitucionalmente a hacer tal declaración debe poner fin a cualesquiera nuevos
intentos de deslegitimar el sistema, pero al propio tiempo no hemos de ser tan
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1 CONGRESO VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES
CARLOS LLEDÓ
temerarios como para ignorar de futuro ciertos indicadores de alerta que derivan
de una parte de la exigua mayoría que ha respaldado esas resoluciones y, de otra,
de los propios razonamientos de nuestro Tribunal Constitucional que en no pocas
ocasiones a lo largo de esas sentencias, por más que sea incidentalmente, ha
prevenido de riesgos ciertos de que, en determinadas interpretaciones o
posibilidades de futuro que se han llegado a manejar públicamente por algunos
sectores, se rebase esa ya delgada línea que nos separa del respeto a los derechos
y principios constitucionales, mensajes y advertencias que debe recoger de forma
responsable nuestro legislador.
III.- La dominación y la sumisión: ¿justificación criminológica o elemento de los
tipos penales?
Ya la Ley de Protección Integral constataba en su Exposición de Motivos que
la violencia de género se manifiesta como el símbolo más brutal de la desigualdad
existente en nuestra sociedad, añadiendo en el artículo 1 que se propone luchar
“contra la violencia que, como manifestación de la discriminación, la situación de
desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, se ejerce
sobre éstas por parte de quienes sean o hayan sido sus cónyuges o de quienes
estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones similares de afectividad”, lo que
entre otras cosas lleva a reconocer que la ley se propone, en el ámbito penal,
incrementar la sanción penal cuando la agresión se produzca contra quien sea o
haya sido la esposa del autor, o mujer que esté o haya estado ligada a él por una
análoga relación de afectividad, aun sin convivencia.
La más lineal interpretación permite, por tanto, sostener que el legislador,
teniendo en cuenta que la agresión por el varón a la mujer en el contexto de su
vigente o extinta relación de pareja encierra per se un mayor desvalor en cuanto
manifestación de esa dominación y desigualdad, merece una mayor sanción; es
decir, ese factor de la dominación y sumisión encierra la justificación o explicación
criminológica que ha llevado al legislador a sancionar mas gravemente tales
conductas y va implícita en el tipo penal, que de este modo se comete siempre que
el hombre agrede a la mujer que es o ha sido su pareja. Esta es la tesis que se
desprende, además, de la STC 59/08 que antes hemos analizado, y lo confirman
los votos particulares cuando centran su queja precisamente en que no prosperara
su tesis de hacer un sentencia interpretativa a fin de incluir en le definición legal
que la mayor sanción sólo se impondrá cuando la conducta del varón responda a
ese elemento finalístico de la dominación.
De este modo, es cierto que la descripción de la conducta típica, en el
ámbito objetivo, exige que la misma se enmarque o conecte de alguna manera con
esa relación de pareja, vigente o pasada, de tal modo que sólo quedarían fuera, por
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1 CONGRESO VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES
CARLOS LLEDÓ
excepción, aquellas situaciones en que el incidente tiene un contexto totalmente
diverso, lo que remite a hipótesis difíciles pero posibles como una discusión entre
quienes fueron pareja hace años motivada ahora por un casual incidente de
circulación, o por motivos laborales al coincidir tras el paso del tiempo, etc.. Se
trataría de supuestos en que la relación de pareja, como mero dato histórico, no
guarda la más mínima conexión con el hecho, de modo que aun suprimiendo
mentalmente tal relación, la conducta, su motivación, explicación y consecuencias,
serían exactamente las mismas.
Pero, a juicio de este ponente, ello no puede llevarse al extremo de afirmar
que el vigente artículo 153 exige un especial elemento normativo o culpabilístico en
el sentido de que se acredite en cada caso que el sujeto actuó para imponer su
superioridad o menoscabar la dignidad de su pareja, elemento que algunas
resoluciones enuncian como “superioridad machista” y que, como decimos, no
deriva en modo alguno de la dicción legal ni de su ubicación sistemática entre los
delitos de lesiones.
No se nos oculta, sin embargo, que dicha tesis, especialmente tras la
sentencia del Tribunal Constitucional que acabamos de mencionar, ha ido
incrementando paulatinamente su predicamento, extendiéndose a numerosas
Audiencias Provinciales e incluso, al menos aparentemente, al Tribunal Supremo,
tesis que sin embargo no es compartida por otras Secciones especializadas en
Violencia de Género como la 27ª de la AP de Madrid, la 4ª de la AP de Tarragona o
la 4ª de la AP de Sevilla (la posición detallada de esta última se encuentra recogida
en su auto 632/10, de 30 de septiembre, bajo ponencia de su Presidente el
Magistrado D. José Manuel de Paúl Velasco, de cuya resolución es mera glosa
cuanto a continuación se recoge).
En efecto, ya la sentencia 58/2008, de 25 de enero, del Alto Tribunal llegó a
afirmar que “ha de concurrir [...] una intencionalidad en el actuar del sujeto activo
del delito, que se puede condensar en la expresión ‘actuar en posición de dominio’
del hombre frente a la mujer para que el hecho merezca la consideración de
violencia de género”, aunque posteriormente ese argumento no sustenta la
decisión; mas claras parecen las sentencias 654/2009, de 6 de junio, y 1177/2009,
de 24 de noviembre, en que desestima sendos recursos del Ministerio Fiscal frente
a sentencias que apreciaron la falta del artículo 617.1 del Código Penal y no el
delito del artículo 153 por ausencia del elemento intencional que venimos
mencionando, llegando a afirmar que no cabe calificar la agresión de marido a
mujer como constitutiva de un delito del artículo 153.1 del Código Penal si “no
consta que la conducta del acusado […] se produjera en el contexto propio de las
denominadas conductas ‘machistas’” (sentencia que, no obstante, cuenta con un
voto particular del Magistrado Sr. Sánchez Melgar, precisamente el ponente de la
58/08, en el que puede leerse que “el legislador ha tratado de objetivar la violencia
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1 CONGRESO VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES
CARLOS LLEDÓ
de género a la ejercida por el varón sobre la mujer, en el ámbito de la pareja, y
ello, al parecer, por razones estadísticas o históricas. No nos corresponde a
nosotros el enjuiciamiento sobre el acierto de este componente sociológico, y es
más, a pesar de las razonables dudas de constitucionalidad de una medida de
discriminación positiva en el ámbito penal, el Tribunal Constitucional las despejó en
sentido negativo, no sin posturas discrepantes en el seno del mismo. Así las cosas,
la interpretación del precepto, cuya aplicación se reclama por el Ministerio Fiscal, no
admite, a mi juicio, y con todo el respeto a la decisión mayoritaria, internarse por
esos caminos de una inexistente desigualdad cuando la agresión es mutua, como
ocurre en este caso”).
Tales afirmaciones no pueden, por tanto, elevarse a categoría de
Jurisprudencia consolidada; el propio Tribunal Supremo, además del mencionado
voto particular, ha acogido formulaciones de signo contrario, como cuando en su
sentencia 510/2009, de 12 de mayo, afirma que “conforme a la literalidad del art.
153.1 del Código Penal […] parece fuera de dudas que golpear a la persona con la
que se mantiene una relación de afectividad […] integra el delito allí descrito”, sin
añadir ninguna exigencia específica relacionada con aquel elemento “machista”, al
punto de que añade que “ese golpe, más allá de su efectiva gravedad para la
integridad física de la mujer maltratada, se produce en un contexto convivencial de
degradación de los principios y valores que han de regir la relación personal,
aspectos que el precepto aplicado pretende tutelar penalmente y cuya
constitucionalidad ha sido ya avalada”, con lo que parece estar acogiendo la idea
arriba expuesta de que sólo puede exigirse que la agresión se enmarque o
contextualice en la relación de pareja.
Mas contundente parece incluso la mas reciente sentencia nº 807/2010, de
30 de septiembre, en que el Tribunal Supremo llega a declarar expresamente que
“se afirma que la conducta correspondiente careció de connotaciones machistas y
no estuvo animada por la voluntad de sojuzgar a la pareja o mantener sobre ella
una situación de dominación, sino que estuvo relacionada con cuestiones
económicas... Pero la Audiencia ha discurrido muy bien sobre este aspecto, al poner
de relieve que ese precepto depara protección a la mujer frente a las agresiones
sufridas en el marco de una relación de pareja, y ambos extremos, el de la
convivencia en ese concepto y el de la violencia del que ahora recurre sobre su
conviviente están perfectamente acreditados, incluso por el propio reconocimiento
del mismo. Y siendo así, a efectos legales, es por completo indiferente que la
motivación hubiera sido económica o de otro tipo, cuando lo cierto es que el
acusado hizo uso de la fuerza física para imponer una conducta contra su voluntad
a la perjudicada, relacionada con él como consta”.
Y siendo muchos los argumentos en contra de esa tesis que exige, a veces
en el ámbito objetivo pero otras en el subjetivo, que en el delito del artículo 153.1
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1 CONGRESO VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES
CARLOS LLEDÓ
del Código Penal se acredite ese singular elemento de dominación o discriminación,
pueden al menos exponerse resumidamente los siguientes:
1.- El referido delito no recoge situaciones de maltrato habitual o
permanente, sino agresiones ocasionales a la pareja individualmente consideradas,
por lo que la invocación a la “paz familiar” como bien jurídico protegido carece de
sentido en cuanto esas conductas del artículo 153.1 no tienen porqué enmarcarse
en ese “microcosmos de temor y dominación” a que se refiere la Jurisprudencia y
pueden ser incluso únicas entre personas no convivientes. De hecho, el analizado
delito se ubica en el Título III bajo la rúbrica “de las lesiones”, en tanto que el
maltrato habitual se desplaza hasta el título VIII bajo la expresión “de las torturas y
otros delitos contra la integridad moral”, sistemática que no puede ser casual y que
impide, sin más, extrapolar criterios interpretativos de una a otra figura.
2.- La descripción de la conducta típica que se contiene en el referido
artículo 153.1 es clara, completa y objetiva, por lo que ninguna necesidad hay de
acudir a integrarlo con normas extrapenales, cual si de un tipo penal en blanco se
tratare.
3.- La agravación de esa conducta por el legislador no obedece a razones
subjetivas individuales en relación con el concreto hecho, sino al carácter objetivo y
estructural de las razones que, a su juicio, explican el origen y pervivencia de la
violencia de género, y así lo confirma de forma muy clara que en el tránsito del
Anteproyecto al Proyecto de ley se sustituyera precisamente la referencia a la
violencia como “instrumento para mantener la discriminación” por la expresión más
objetiva de “manifestación de la discriminación” que finalmente prosperó. En trance
de explicar su origen, el legislador se limita a exponer expresamente en la
Exposición de Motivos que la violencia de género es “manifestación” de la
desigualdad, no que sólo se proponga agravar aquellas conductas que explícita y
conscientemente se dirijan a perpetuar esa desigualdad.
4.- La tan citada sentencia del Tribunal Constitucional 59/2008 expresamente
descarta que lo que determina la sanción más grave sea la “presunción de algún
rasgo que aumente la antijuridicidad de la conducta o la culpabilidad del agente”,
es decir, el componente de “superioridad machista”, sino el elemento más objetivo
de “el carácter especialmente lesivo de ciertos hechos a partir del ámbito relacional
en el que se producen y del significado objetivo que adquieren como manifestación
de una grave y arraigada desigualdad”; dicho de otro modo, la agresión del varón a
la mujer en el ámbito de las relaciones presentes o pasadas de pareja es
objetivamente más grave por razones históricas y sociales recogidas por el
legislador e incorporadas a la norma legal, sin que pueda por ello exigirse en cada
caso concreto que el autor se proponga expresamente defender, consolidar o
perpetuar aquellas atávicas situaciones.
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1 CONGRESO VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES
CARLOS LLEDÓ
5.- La tesis que no compartimos supondría hacer triunfar, por vía de
interpretación, la opción que resultó expresamente rechazada en el propio Tribunal
Constitucional. Y ni que decir tiene que trasladar esa idea a cualquier otro delito
nos llevaría a situaciones del todo absurdas, si no a una verdadera crisis del
derecho penal atentatoria a la división de poderes, obligando a indagar en cada
hecho la concurrencia de las razones de política criminal que llevaron al legislador a
elevarlo a categoría de tal (la Sección 27ª de la Audiencia Provincial de Madrid llega
a poner como llamativo ejemplo el delito urbanístico: cualesquiera que fueren los
motivos que tuviera el legislador para configurarlo como delito, lo que no se puede
es exigir que el sujeto activo del mismo actúe animado precisamente por esa
intención de producir el efecto que justifica la punición, que, incluso, puede no ser
capaz siquiera de comprender en toda su dimensión).
6.- Quienes defienden la necesidad de acreditar ese elemento finalístico se
refieren sólo al artículo 153.1 del Código Penal, pues difícilmente podrá extenderse
al apartado 2 del mismo artículo (que, por cierto, se refiere al “delito previsto en el
apartado anterior”, por lo que según esa teoría habría que añadir a la dicción legal
algo semejante a “excepto en lo que hace al elemento finalístico”) en que víctima y
agresor ocasionales pueden ser otros miembros del núcleo familiar (y no tendría
sentido alguno demandar esa componente de “machismo”, “discriminación” o
“dominación” en la agresión por la mujer al marido o en la realizada por un hijo al
padre o abuelo), lo que nos llevaría al absurdo de que la agresión del marido sobre
la mujer cometida sin ese fin “machista” en el domicilio familiar sería una falta
sancionada con localización permanente de seis a 12 días o incluso multa de uno a
dos meses (pues si no es violencia de género tampoco habría de excluirse la pena
pecuniaria), en tanto que esa misma agresión cometida por la mujer sobre aquel
habría de ser sancionada con pena de prisión superior a los siete meses y quince
días o trabajos en beneficio de la comunidad por más de cincuenta y cinco días,
por cierto, sin que al varón se le pudiera imponer privación del derecho a la
tenencia y porte de armas que sin conllevaría la mujer y pudiéndose inhabilitar a
ésta, pero no a aquel, del ejercicio de la patria potestad, tutela, curatela, guarda o
acogimiento cuando el Juez o Tribunal lo estime adecuado al interés del menor o
incapaz. Pretender que éste fue el propósito de la Ley de Protección Integral es, lisa
y llanamente, inaceptable. Y resolver tal paradoja (“descoyuntamiento de la tutela
penal contra la violencia de género”, en términos del Magistrado del Tribunal
Constitucional más arriba mencionado) a costa de inaplicar directamente ese
apartado 2 del artículo 153 tampoco parece muy ortodoxo, por más que haya
llegado a hacerlo el propio Tribunal Supremo en la sentencia 654/2009 con el solo
argumento de que “resultaría un contrasentido calificar la agresión de la mujer
causante de las lesiones de su compañero como constitutiva de un delito del
artículo 153.2 del Código Penal”.
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1 CONGRESO VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES
CARLOS LLEDÓ
7.- Por último, de prosperar la tesis que no compartimos, se abre un oscuro
horizonte en materia probatoria, pues lo que en sede teórica el Tribunal Supremo
ha definido como “contexto en que tuvieron lugar los hechos, analizando los
componentes sociológicos y caracteriológicos concurrentes, a fin de establecer [...]
si el hecho imputado es manifestación de la discriminación, desigualdad y
relaciones de poder del hombre sobre la mujer, u obedece a otros motivos o
impulsos diferentes” se nos antoja harto difícil de acreditar y acabaría descansando
en opciones ideológicas o prejuicios de qué conductas presentan o no esa
“superioridad machista”, en detrimento de la seguridad jurídica y de la propia
igualdad en la aplicación de la ley que, en última instancia, a impulsos del principio
pro reo, acabaría conduciendo a una práctica derogación o inaplicación del
precepto legal salvo supuestos casi caricaturescos de machismo primitivo.
Queden al menos expuestos los riesgos ciertos de esta tesis que, hemos de
reconocer, se va extendiendo como la pólvora por nuestros órganos judiciales,
singularmente los especializados en violencia de género, y que so capa de adecuar
la respuesta penal al caso concreto y de subsanar supuestos errores del legislador,
puede acabar socavando los propios cimientos de la Ley de Protección Integral, al
punto de que muy posiblemente esté ya demandando una decida y rápida
actuación del propio legislador que, de ser correctas nuestras ideas, pongan fin a
ese intento de desnaturalizar su confesado propósito.
IV.- Las denuncias falsas: ¿mito o realidad?
Venimos asistiendo en los últimos tiempos a cierta controversia pública, bien
es verdad que más mediática que doctrinal, acerca de la existencia de denuncias
falsas en relación con la violencia de género, para unos anecdótica y para otros casi
sistemática, con lo que se parece querer dar a entender no sólo que se produce
una utilización instrumental de la legislación específica por parte de las mujeres
sino también, casi por añadidura, que dicha actuación no encuentra contundente
respuesta en el sistema, que no hay filtros o mecanismos eficaces contra ella y que
acaba convirtiéndose en injustificado sacrificio de los básicos derechos del
denunciado.
No se trata aquí de aportar novedosas estadísticas ni de analizar su
fiabilidad, para lo que además no tiene ninguna legitimación este ponente, sino tan
sólo de tratar de aproximarnos al fenómeno, desde la personal y parcial experiencia
profesional, para poder calibrar su verdadera dimensión.
Ante todo, para el Diccionario de la R.A.E. falso es lo “engañoso, fingido,
simulado, falto de ley, de realidad o de veracidad”, “incierto y contrario a la verdad”,
incorporando incluso una expresa definición que reputa jurídica de “denuncia falsa”
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1 CONGRESO VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES
CARLOS LLEDÓ
como “imputación falsa de un delito punible de oficio, hecha ante funcionario que
tenga obligación de perseguirlo”.
Pero, en realidad, la denuncia falsa como tal es un auténtico delito en
nuestro ordenamiento penal, que a estos efectos aparece definida en el artículo 456
del Código Penal: “Los que, con conocimiento de su falsedad o temerario desprecio
hacia la verdad, imputaren a alguna persona hechos que, de ser ciertos,
constituirían infracción penal, si esta imputación se hiciera ante funcionario judicial
o administrativo que tenga el deber de proceder a su averiguación”; tal vez importe
destacar desde este mismo momento que el propio precepto, en su apartado 2,
dispone que “no podrá procederse contra el denunciante o acusador sino tras
sentencia firme o auto también firme de sobreseimiento o archivo del Juez o
Tribunal que haya conocido de la infracción imputada. Estos mandarán proceder de
oficio contra el denunciante o acusador siempre que de la causa principal resulten
indicios bastantes de la falsedad de la imputación, sin perjuicio de que el hecho
pueda también perseguirse previa denuncia del ofendido”.
Con esas solas precisiones conceptuales podemos ya rechazar de forma
contundente todas aquellas proclamas que parten de una interesada contraposición
numérica entre el número de denuncias que se formulan y el de condenas firmes
dictadas por los tribunales, tesis de muy corto recorrido si se tiene en cuenta:
1.- Que atendida la configuración de nuestro sistema y la multitud de puntos en
que se puede formular una denuncia (Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado,
Policías Autonómicas, Locales, Juzgados de Guardia, etc.) o dar lugar al inicio de un
proceso penal (centros de salud, hospitales, otros centros asistenciales o sociales,
etc.), muchas de esas denuncias que dan lugar a la incoación de la correspondiente
causa penal son en realidad una misma, tramitadas por cauces diversos pero
llamadas a refundirse en un solo proceso, lo que ya provocará la “desaparición” sin
condena –en realidad, sin resolución alguna de fondo- de muchas de esas
denuncias que la estadística global recoge indiscriminadamente.
2.- Que por estrictas razones procesales, muchas de esas denuncias formuladas por
una misma víctima contra el mismo agresor acaban acumuladas en un único
proceso, y basta un repaso a cualquier base de datos de resoluciones judiciales
para comprobar que es harto frecuente que las sentencias condenatorias en
violencia de género incorporen varios delitos cometidos en diferentes momentos; la
experiencia enseña que, especialmente en los periodos inmediatamente anteriores y
posteriores a la ruptura de la convivencia, las denuncias se multiplican para acabar
reuniéndose en una sola causa cuando, tras las medidas cautelares o por otros
motivos, se acaba reduciendo la tensión y la reproducción de incidentes más o
menos violentos entre los que eran pareja; así mismo, no es infrecuente que de una
causa inicial se deriven otras por presuntos quebrantamientos de la medidas
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1 CONGRESO VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES
CARLOS LLEDÓ
cautelares adoptadas, que pese a abrirse de forma autónoma también de ordinario
acabarán incorporándose a aquella en cuyo seno se generaron los hechos.
3.- Otras disfunciones organizativas y procesales acaban provocando un artificial
incremento cuantitativo de las denuncias luego reflejadas en los grandes datos
estadísticos, bien porque inicialmente no se cuenta con datos bastantes para
determinar la competencia de unos órganos jurisdiccionales u otros (v. gr. denuncia
por lesiones de una mujer que inicialmente se remite al Juzgado de Guardia, por
éste al de Instrucción que por turno corresponda y posteriormente, al obtener la
información de que presuntamente le fueron causadas por su pareja, acaba
inhibiéndose a favor del Juzgado de Violencia de Género, recepcionándola el de
Guardia que, muy posiblemente, lo remitirá por el oportuno turno al que deba
conocer de ella) o bien porque se entablan conflictos de competencias o, mas
frecuentemente, de normas de reparto entre diversos órganos que, hasta decidir
cual de ellos acabará conociendo, incoan distintas causas penales. A modo de
ejemplo, el auto dictado por la Sección 4ª de la AP de Sevilla de 21 de Abril de
2009 en el Rollo 2870/09 comenzaba sus razonamientos jurídicos con las siguientes
afirmaciones: “Tortuoso y casi sonrojante es el peregrinaje, [...], al que se ha visto
sometida una denuncia de apenas una carilla que termina generando hasta ocho
procedimientos distintos, con sus correspondientes registros informáticos y
numeración, incluyendo siete traslados físicos entre un total de seis distintos
órganos judiciales, para terminar formando una causa ya de 42 folios integrada
exclusivamente por el atestado inicial, múltiples carpetillas y sus correspondientes
autos de envío, reenvío y devolución”. Obviamente no puede hablarse de 7
denuncias falsas, sino de ocho procedimientos que sólo debieron ser uno.
4.- Por diversas razones que no vienen ahora al caso, existe un número relevante
de denuncias que, siendo básicamente ciertas, no recogen sin embargo hechos con
relevancia penal; me refiero a aquellas en que se dicen denunciar conductas o
comportamientos de la pareja –pues no son exclusivas de las mujeres y casi
podrían atribuirse por igual a los hombres- que no tienen relevancia penal, tales
como actitudes de falta de afecto hacia la pareja o descendencia, ausencia de todo
compromiso con el núcleo familiar, actitudes de desapego o simple desinterés,
adicciones a sustancias tóxicas e incluso cuestiones meramente económicas.
Obviamente tampoco hablamos de denuncias falsas sino de denuncias auténticas
abocadas irremisiblemente al archivo o sobreseimiento en la vía penal.
5.- Ya hemos expresado antes que pese a la legitimidad constitucional del
reforzamiento de la tutela penal frente a la violencia de género, ello no autoriza a
prescindir de los derechos fundamentales tan costosamente conquistados por los
ciudadanos del Estado de Derecho, entre ellos las garantías básicas del acusado en
un proceso penal. Es decir, las reglas del juego son las mismas que en cualquier
otro delito y para cualquier persona acusada, entre ellas la presunción de inocencia
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CARLOS LLEDÓ
entendida como que nadie puede ser condenado si no es mediante pruebas de
cargo válidas y lícitamente obtenidas, así como el derivado principio in dubio pro
reo, conforme al cual aún existiendo algún tipo de actividad probatoria, si ésta no
llega a convencer al Juzgador, produciéndole una duda razonable, debe resolverla
necesariamente en favor del reo.
De este modo, si de ordinario el autor de cualquier delito busca
deliberadamente la clandestinidad, en la violencia de género ésta es casi
consustancial, siendo en la intimidad domiciliaria y de la pareja donde se
desarrollan las conductas que venimos analizando; por ello, es del todo
comprensible que en esta materia resulte frecuente que las conductas denunciadas,
especialmente cuando son hechos ocasionales y no una situación de permanente
maltrato que puede resultar algo más fácil de rastrear, no obtengan en el desarrollo
del juicio una completa acreditación, la certeza que requiere una condena penal,
pues de ordinario se cuenta tan sólo con las contradictorias versiones de ambos
implicados y es también un tópico jurisprudencial que aunque el testimonio de la
víctima puede llegar a erigirse en prueba de cargo incluso exclusiva, precisamente
por suponer ello una situación límite para la presunción de inocencia debe
procederse de forma especialmente cautelosa y prudente en su valoración,
habiéndose acuñado ciertos parámetros como la ausencia de condicionantes
objetivos o subjetivos de la credibilidad objetiva, la coherencia y persistencia en la
incriminación y la existencia de corroboraciones objetivas, por más que ésta últimas
puedan ser periféricas o circunstanciales.
Con estos parámetros es fácil entender que en este ámbito –como ocurre en
otros como los delitos contra la libertad sexual no violentos en el ámbito familiar-,
los enunciados principios tendrán una habitual proyección sobre el proceso penal,
de modo que la ausencia de pruebas o la insuficiencia de las acumuladas, por las
razones que sean, han de conducir necesariamente a un pronunciamiento
absolutorio o, incluso, a un anticipado sobreseimiento. Sería un verdadero
despropósito conectar sin más esos archivos y absoluciones con la pretendida
falsedad de la denuncia, como tampoco sería justo presumir que todos los
imputados en esos asuntos son verdaderos delincuentes que se han beneficiado de
las reglas del sistema; a tal fenómeno no puede dársele otra explicación que la que
tiene, pues los principios de derecho punitivo en caso de no acreditación del hecho
obligan a resolver la duda en beneficio de la no intervención sancionadora, y por
tanto son asuntos en que la verdad histórica no ha aflorado y nadie está legitimado
para reinterpretar tal respuesta en un sentido u otro: ni la denuncia es falsa ni el
inicialmente acusado es autor de un delito.
Cuanto hasta aquí se lleva expuesto no pretende concluir que no existan las
denuncias falsas en violencia de género, pues muy por el contrario es un realidad
empíricamente demostrada que existen y que cuando se producen deben ser
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valoradas como un hecho ciertamente grave que merece la enérgica reacción del
sistema; lo único que se pretende sostener es que no son denuncias falsas todas las
que popularmente, por algunos sectores, se pretenden hacer pasar por tal, que
estadísticamente son un número ciertamente reducido que, desde luego, no
permite poner en cuestión el sistema como tal y que, en definitiva, no superan a las
que se producen en otros ámbitos penales.
Es llamativo que si se intenta desplazar este debate sobre las denuncias
falsas a otros sectores sociales, son muchos los colectivos que se atribuyen el
dudoso mérito de ser los más denunciados en falso; pero, más allá de ciertas
leyendas urbanas que no pasan de ser tales, cualquier examen racional de esos
ámbitos nos lleva a la conclusión de que, salvo muy contadas excepciones, los
ciudadanos ejercitan libremente los derechos y acciones que el ordenamiento
jurídico les reconoce y que no siempre encuentran respuesta positiva a sus
demandas no necesariamente inciertas o respaldo a su subjetiva percepción de la
realidad, sin que por ello nos rasguemos las vestiduras o cuestionemos la bondad
del sistema que, como tal, tiene que responder necesariamente a pautas previas y
ciertas.
Tal vez sea por ello el momento de tomar conciencia, en primer lugar, de
que denuncias falsas sólo son aquellas en que de forma deliberada se imputan a
una persona hechos que no son ciertos y que, de serlo, constituirían un delito que
la persona ante quien se exponen tengan obligación de perseguir, en el entendido
además de que, para ser respetuosos con nuestro sistema de garantías, sólo podría
afirmarse ello cuando exista una resolución judicial firme que así lo declare. Un
mero repaso, sin pretensiones científicas, a una de las bases de datos de
resoluciones judiciales más utilizadas, nos devuelve tan sólo 9 resultados para el
delito de denuncia falsa durante el año 2.010, y examinados los mismos resulta que
dos de ellos son por haber imputado a funcionarios policiales la causación de
lesiones (una absolutoria y la otra condenatoria), otras dos, ambas condenatorias,
por haber imputado a un tercero la falsificación de una firma que resultó ser del
denunciante, otra es por denunciar una inexistente apropiación indebida de una
cantidad por un tercero, la sexta lo fue por haber denunciado un varón a otro
falsamente por una agresión inexistente, la séptima es un auto de archivo de un
Juzgado de Instrucción ante la querella de un constructor que dijo haber sido
denunciado falsamente por el Alcalde y dos representantes políticos de cierta
localidad, en otra se enjuició a una mujer por imputar falsamente a un varón el
secuestro de su hermana y la última lo fue por denunciar una inexistente agresión
sexual; sólo ésta última puede tener cierta relación con la violencia de género
puesto que los implicados, según la sentencia, tenían alguna relación afectiva, pero
la lectura de la resolución nos aleja desde luego de los supuestos habituales; tales
datos no precisan mayor comentario y muestran que la realidad de las denuncias
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falsas no se aproxima, ni con mucho, a lo que por ciertos sectores se pretende
hacer ver.
Al hilo de lo anterior, no podemos dejar de señalar aquí que ciertamente ese
mínimo porcentaje de denuncias falsas en violencia de género sin duda existe,
como lo hay también en el ámbito de otros delitos con fines diversos, y habrá que
estar alerta frente a ese riesgo, pero que desde luego el sistema no puede ser tan
imperfecto como se pretende cuando no se traduce en condenas por el referido
delito de denuncia falsa; se nos podrá decir que es posible que algunas de esas
denuncias falsas se hayan desactivado a tiempo mediante autos de sobreseimiento
o sentencias absolutorias, pero ello sólo será un indicador de que el sistema tiene
sus propios filtros y controles y que éstos funcionan, amén de que no podemos
aceptar que se pretenda aplicar distinto rasero a unos y otros ciudadanos, pues si
bien compartimos plenamente que el denunciado por violencia de género se
presume inocente en tanto no se acredite mediante pruebas de cargo válidas su
culpabilidad por una sentencia firme, no entendemos que se prive de esos
derechos a quienes formularon la denuncia, presumiendo que cometieron el delito
de hacerlo en falso sin que medie no ya una condena sino, las más de las veces, ni
siquiera una causa penal contra ellas.
V.- La dispensa del deber de declarar:
-
Razón de ser y objeto de protección. Doctrina del Tribunal Supremo.
El artículo 24 de la Constitución Española, tras consagrar el derecho a la
tutela judicial efectiva y las garantías básicas del proceso, afirma que “La ley
regulará los casos en que, por razón de parentesco o de secreto profesional, no se
estará obligado a declarar sobre hechos presuntamente delictivos”.
En consonancia con el mandato constitucional, el artículo 416 de la Ley de
Enjuiciamiento Criminal (también el 707 para el momento del juicio oral) dispone
que “Están dispensados de la obligación de declarar: 1. Los parientes del procesado
en líneas directa ascendente y descendente, su cónyuge o persona unida por
relación de hecho análoga a la matrimonial, sus hermanos consanguíneos o
uterinos y los colaterales consanguíneos hasta el segundo grado civil, así como los
parientes a que se refiere el número 3 del art. 261.
El Juez instructor advertirá al testigo que se halle comprendido en el párrafo
anterior que no tiene obligación de declarar en contra del procesado; pero que
puede hacer las manifestaciones que considere oportunas, y el Secretario judicial
consignará la contestación que diere a esta advertencia”.
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El precepto transcrito ha sido objeto de encendidas críticas, al punto de
llegar a imputar su persistencia a un error u olvido del legislador. Pero no puede
olvidarse una parte que tal dispensa, no específica de la mujer en relación con la
violencia de género, tiene arraigo constitucional y, de otra, que difícilmente puede
imputarse su existencia a un descuido legislativo y sí a una voluntad deliberada y
expresa de nuestras Cortes Generales pues, no en vano, su redacción actual data de
la recentísima Ley 13/2009, de 3 de noviembre, de reforma de la legislación
procesal para la implantación de la nueva Oficina judicial, por más que es cierto
que no mereció la mínima explicación en su Exposición de Motivos.
En trance de explicar la verdadera naturaleza del precepto, quedan atrás las
originarias explicaciones de nuestro Tribunal Supremo que veían en tal norma el
modo de salvaguardar la paz en el seno de las relaciones parentales proyectado a
evitar, desde una perspectiva de búsqueda del valor concordia, un enfrentamiento
de unos familiares contra otros (STS de 12 de Junio de 1.993), pues en tal caso
sería patente su inadecuación a la realidad de la violencia de género pues so capa
de la paz familiar se estaría protegiendo la dominación como forma de establecer y
mantener esas relaciones de pareja e incluso familiares.
Por el contrario, la Jurisprudencia posterior comenzó a sostener que esa
exención de la obligación general de declarar tiene fundamento en la idea de que a
nadie ligado por los lazos de parentesco que señala aquel precepto le es exigible
que coadyuve, bajo la amenaza de una pena, a la condena del pariente y sólo si
libremente decide declarar, una vez conocido su derecho a no hacerlo, se halla
obligado a decir la verdad; avanzando más en su naturaleza, se llega a decir que el
referido precepto “no persigue otra finalidad que la de otorgar una dispensa
precisamente al propio testigo para que resuelva el conflicto que eventualmente
pudiera planteársele entre su deber legal de decir la verdad y el vínculo de
solidaridad y familiaridad, cuando no afectivo, que le uniera con el acusado”
(sentencia del Tribunal Supremo de 14-5-10 y la que allí se cita de 22-2-07),
exención que se justifica desde el principio de no exigibilidad de una conducta
diversa a la de guardar silencio y cuya razón de ser radica “ora en los vínculos de
solidaridad entre el testigo y el imputado, acorde a la protección de las relaciones
familiares dispensada en el artículo 39 de la Constitución, ora en el derecho a
proteger la intimidad del ámbito familiar, o asimilado, con invocación del artículo
18 de la Constitución” (sentencia Tribunal Supremo de 26 de marzo de 2009).
Es esa perspectiva de la no exigibilidad de otra conducta y de permitir que
el testigo pueda resolver personalmente su propio conflicto así como decidir acerca
de la oportunidad de revelar o proteger su propia intimidad e incluso la de otros
integrantes del núcleo familiar (hijos y ascendientes, fundamentalmente), unida
posiblemente a la negativa experiencia en países de nuestro entorno que al
suprimir una norma similar vieron como se producían numerosos testimonios “de
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complacencia” o claramente exculpatorios del acusado, con la consecuencia a veces
inevitable de proceder penalmente contra la testigo, la que aconseja mantener el
precepto o al menos reflexionar sobre su pervivencia, por más que pueda ser
matizada o modulada. Norma que, por otra parte, tiene perfecta acogida en los
instrumentos internacionales suscritos por España, al punto de que ha sido
amparada por el Tribunal Europeo en diversas sentencias, llegando a sostener que,
para proteger a un testigo evitándole problemas de conciencia, no infringe el art.
6.1 y 3 d) del Convenio un precepto que autorice al testigo a no declarar en
determinados casos.
Podrá, como decimos, discutirse la necesidad de regular de forma más
detallada los supuestos a que sea aplicable, establecer ciertas limitaciones en
función de la naturaleza del delito y los intereses que estén en juego, e incluso
perfeccionar el modo en que ese derecho debe ser trasladado al testigo, pero lo
que no parece aceptable es ignorar o dejar de aplicar un precepto que nuestro
legislador ha resuelto mantener hace escasos meses.
Sobre todo, porque quienes postulan su desaparición lo hacen bajo la
presunción de que tal derecho no se ejercita de forma libre por su destinatario,
pero tal reproche no evidencia que la institución sea inadecuada sino que no
somos capaces, desde todos los ámbitos implicados, de promover las condiciones
óptimas para que nuestros ciudadanos ejerciten adecuadamente sus derechos. Sin
embargo, a nadie se le ocurriría proponer la supresión de ciertos derechos –y no
hacen falta ejemplos pero muchos encontraríamos en el ámbito laboral- por la sola
sospecha de se pueden estar produciendo injerencias indebidas en la voluntad de
sus titulares.
Habremos, por tanto, de extremar las precauciones para que las mujeres en
esta situación puedan captar el alcance y significado de su decisión, así como
procurarles la mejor situación de libertad personal e incluso económica para ello,
pero no resulta legítimo suprimirles el ejercicio de un derecho que les reconoce el
ordenamiento jurídico por el supuesto riesgo de su mal uso, cual si de menores o
incapaces se tratare (comparación que no es ocurrencia de este ponente sino
tomada del Boletín Oficial Cortes Generales de 28 de mayo de 2010, en que
aparece registrada una Proposición de Ley de modificación de la Ley de
Enjuiciamiento Criminal, en relación con la violencia de género, que plantea, por
ejemplo, tratar conjuntamente “la declaración de los testigos menores de edad y de
víctimas de violencia de género”).
Sea como fuere, en tanto esté en vigor el referido precepto, habremos de
tener en cuenta ciertas pautas ya consolidadas en cuanto a su aplicación:
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1.- Este derecho no puede ser interpretado en perjuicio de las garantías
reconocidas al acusado, por lo que son del todo rechazables los razonamientos
propuestos por algunos autores e incluso recogidos en alguna resolución judicial de
que cuando la víctima se acoge a él cabe interpretarlo como un indicio de
culpabilidad del acusado.
2.- Donde la Ley procesal no distingue, no debe hacerlo el aplicador, de modo que
tampoco puede tener acogida cierta tesis que viene a sostener que si es la mujer la
que ha formulado la denuncia iniciadora del procedimiento penal, se entiende que
ha renunciado tácitamente a esa dispensa legal, por lo que cuando comparezca y
aunque fuere la denunciante deberá ser instruida adecuadamente de su derecho
legal.
3.- El precepto analizado no contiene ninguna renuncia al ejercicio de acciones
penales ni se agota en un único ejercicio, pues del mismo modo que el titular de
ese derecho que no haga uso del mismo durante la fase de instrucción puede
luego ejercitarlo en esa misma fase, en la intermedia o incluso en el plenario, aquel
que se acogió inicialmente a la dispensa puede luego renunciar a ella por motivos
muy diversos –entre ellos, que hechos posteriores le hayan llevado a replantearse el
equilibrio entre su propia intimidad, la relación personal subyacente y su seguridad
o interés en que se aplique la justicia penal a quien fuera su pareja-. Por tanto,
cabe incluso reaperturar un proceso penal que se encuentre sobreseído si la víctima
que inicialmente se acogió a la dispensa manifiesta después que desea prestar
declaración sobre los hechos, sin necesidad siquiera de explicitar los motivos que le
han llevado a replantearse la cuestión.
4.- El ejercicio de un derecho no puede en ningún caso equipararse al fallecimiento
o no localización de un testigo, por lo que cuando la víctima decida libremente
acogerse al artículo 416 no podrá hacerse uso de otros mecanismos procesales que
traten de poner en valor sus declaraciones policiales o sumariales ni podrá
atribuirse tampoco valor probatorio a los testimonios de referencia que tengan su
fuente exclusiva en la víctima; lo contrario sería hacer ilusorio el derecho
reconocido por la ley.
5.- En principio, la relación entre el imputado y la víctima debe constatarse al
tiempo de prestar declaración esta última para que se genere el derecho a la
dispensa de prestar declaración; pero el Tribunal Supremo ha hecho una importante
matización a esta idea, en el sentido de que si, en el caso concreto, es la
solidaridad el único fundamento del derecho a no declarar contra el acusado, nada
obsta a que se le exija prestar declaración si en ese momento no existe ya el
vínculo que la justificaba, pero si por el contrario, pese a la ruptura de la relación
afectiva, la declaración compromete la intimidad familiar bajo la cual ocurrieron los
hechos objeto de enjuiciamiento, deberá mantenerse la referida dispensa (sentencia
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de 26 de marzo de 2.009, que invoca el derecho comparado y aplica tal dispensa
respecto de unos hechos que la denunciante no había incluido en su denuncia
inicial y sólo había relatado en fase de instrucción a preguntas del Ministerio Fiscal,
llegando a citar en su apoyo el auto del Tribunal Constitucional 187/2006, de 6 de
junio, que decía: “Al respecto hemos de convenir con el Fiscal General del Estado
en que no puede aceptarse que la convivencia se erija en ratio de la excepción
regulada en el art. 416.1 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Los sujetos eximidos
de la obligación de declarar por este precepto legal pueden acogerse a esta
dispensa con independencia de que exista o no una convivencia efectiva con el
procesado”).
En todo caso, y es importante acabar este punto con ello, el que estamos
analizando es un derecho del testigo víctima, nunca del procesado o acusado, y
será responsabilidad de los órganos judiciales –también del Ministerio Fiscalasegurarse de que su titular lo ejercita contando con completa información y de
forma absolutamente libre de injerencias, de cualquier tipo, que puedan
condicionarla o mediatizarla.
VI.- A modo de conclusión
Permítaseme que acabe como empecé: la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de
diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, supuso
un paso indudable en el tratamiento penal de la violencia de género, introduciendo
por primera vez la auténtica perspectiva de género frente a la más genérica visión
intrafamiliar que hasta entonces presidía nuestras leyes, pero el Derecho Penal, con
ser imprescindible para luchar contra ese fenómeno, resulta del todo insuficiente
para erradicar las raíces mucho más profundas de esa violencia que se hunden en
nuestra propia historia y en condicionantes sociales y culturales que sólo hemos
empezado a remover.
En realidad, el Derecho Penal no podrá nunca acabar con la violencia de
género porque, como reconoce la propia ley, se limita a dar respuesta no al
fenómeno en sí sino limitadamente a algunas de sus manifestaciones, respuesta
que además es en gran medida retributiva y sólo muy matizadamente
resocializadora. Olvidar esos otros ámbitos educativos y sociales en los que debe
plantearse la auténtica batalla para garantizar la igualdad sería del todo
irresponsable por parte de quienes asumimos responsabilidades públicas.
Sevilla, 29 de Noviembre de 2.010
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