Juventud desorientada

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Juventud desorientada
JORDI GARCÍA-PETIT
EL PAÍS - 23-02-2006
El pueblo joven, una falsa categoría social teorizada críticamente, entre otros, por Alain
Finkielkraut a mediados de la década de 1980, no es homogéneo y está dividido.
Integran el pueblo joven los individuos en edades comprendidas entre los 15 y los 29
años. Una franja de edad artificiosa, delimitada con fines analíticos por sociólogos y
estadísticos, desbordada hoy por abajo por adolescentes que, a partir de los 10 años o
antes, empujan con fuerza para ganarse la temprana pertenencia al pueblo. Y prolongada
por arriba por efecto del infantilismo de la subcultura que nos envuelve hasta edades
que hace unas pocas décadas hubieran avergonzado a los sujetos implicados.
Atraviesan al pueblo joven las mismas desigualdades que dividen la sociedad. Hay
individuos que disponen de la riqueza, privilegios y oportunidades de que gozan sus
familias y los hay -los más- que padecen la penuria y el anonimato de las suyas. Pero
todos los miembros del pueblo joven comparten la ideología de la condición de joven:
el ejercicio de los nuevos atributos de la edad por encima de las viejas cualidades del
ser, y viven aprisionados, con o sin margen de maniobra, por el complejo publicitarioindustrial del consumo, del que son, a la vez, víctimas y mantenedores.
El mundo joven ha fagocitado en muchos aspectos los otros mundos, el de la infancia, el
de la madurez, el de los ancianos, imponiendo a todos la tiranía de su estética y sus
gustos, de su lenguaje empobrecido, de la provisionalidad y de la superficialidad. Su
presencia -sobrevalorada, ya que sólo representan en nuestra sociedad el 23% de la
población total- y su empuje no son portadores, como lo han sido en otros momentos de
la historia, de cambio fecundo y de progreso social, sino de regresión cultural y de
conformismo social. En su descargo, bien que no en la exoneración de la parte de
responsabilidad que corresponde a los jóvenes como miembros, en primer lugar, de la
sociedad, habría que decir que no lo han tenido ni lo están teniendo fácil.
Abandonados de niños ante la televisión, han sido rescatados de jóvenes por el móvil, la
movida, el ocio como ideal y el consumo como fin. Han pasado por la escuela sin
educarse, ni apenas instruirse. Barrida de las aulas la disciplina, se les ahorra después la
disciplina del aprendizaje profesional y del trabajo fijo. Al desprestigio de la autoridad
se une la caricaturización de la política -del gobierno de la sociedad- por políticos
falaces y, en algunos casos, felones. Sin patrones morales, ni magisterio eclesial, sin
fondo ni fuerzas la familia para contrarrestar el poder de la televisión, de la Red, de la
calle, de los iguales, el joven se ha encontrado inerme ante las falsedades, empezando
por la de la imagen de sí mismo, que le asedia desde todas las pantallas y perspectivas.
En lugar de encontrar resistencias que pudieran inquietarle sobre la deriva de su mundo
y alertarle sobre las frustraciones que le esperan, los poderes establecidos le dan toda
clase de facilidades para que pueda seguir anclado en su edad y eludir cualquier
esfuerzo, disciplina, sacrificio de gratificaciones inmediatas... Las malas noticias que
nos llegan con frecuencia del mundo joven, expulsando a las buenas -que las hay-,
obtienen en seguida honores de portada: fracaso escolar, desapego a la lectura,
sustitución de valores probados por efímeras novedades, conductas incívicas,
vandalismo callejero, consumo de drogas -3.000 policías a las puertas de los colegios
para protegerles de su debilidad-, violencia contra indigentes, contra paseantes
desconocidos o contra sus propios padres -más de 5.500 padres habían denunciado a sus
hijos en España entre enero y septiembre de 2005 por malos tratos en el ámbito
familiar-.
¿No es todo ello la cosecha de tempestades cuyos vientos sembramos? Hace tiempo que
al joven, iniciándosele ya en la infancia, se le prepara para ser un compulsivo
consumidor de no importa qué. Su formación como tal corre a cargo de nutridos
ejércitos de publicitarios, creadores de imagen, psicólogos, sociólogos e ideólogos de
las bondades económicas e igualitarias del consumismo. La mejor divisa de la víctima
consentida es el vibrante eslogan de unos grandes almacenes: "¡Me lo llevo!".
¿Podrán ser buenos ciudadanos de una sociedad a la que urge profundizar su
democracia y reducir sus desigualdades los miembros de ese pueblo joven? ¿Qué futuro
pretenderán cuando generacionalmente les llegue el turno de gobernar, cuando la
sociedad entera dependa exclusivamente de sus iniciativas? ¿Podrán competir como
gestores o como productores con los esforzados y ambiciosos naturales de los países
emergentes? En lugar de contarnos reputados ensayistas tantas lindezas sobre la
emancipación del mundo joven -más ilusoria que real, pues en lo material la mayoría de
los jóvenes siguen dependiendo de sus padres- , su realización por el consumo, su
creación permanente de posmodernidad, deberían afanarse por encontrar respuestas
convincentes a esas y a otras cuestiones conexas.
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