El monstruo no era Hitler

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OPINIÓN
El monstruo no era Hitler
Carlos Molina Velásquez*
[email protected]
Publicada el 10 de marzo de 2008 - El Faro
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No hay que estar loco para hacer la guerra. Tampoco hace falta ser un monstruo. Basta con que nuestros
intereses sean puestos en peligro, como bien lo ha demostrado Estados Unidos en Irak. Así como la locura no
es una premisa para el genocidio, la maquinaria que se requiere para ello será “monstruosa” sólo en tanto
goce de una sólida racionalidad militarista y de un mínimo de burocracia. Los monstruos son, más bien,
criaturas que cumplen una función muy específica dentro de nuestra imaginación y nuestros discursos. Pero
no todas estas creaciones humanas son iguales, es decir, no todas cumplen la misma función. Hay monstruos
que, como los simpáticos personajes de Monsters, Inc., tienen la “inocente” tarea de aterrorizar niños, asunto
por lo demás necesario para que tengan la experiencia auténtica de la infancia. ¿Qué niño no recuerda las
experiencias generadas por las sombras nocturnas que se escurrían bajo la cama o sobre las paredes?
Algunos incluso dirán que si no fuera por estos “monstruos” seríamos mucho más imprudentes de lo que
somos o, tal vez, no escatimaríamos recursos para subvertir las instituciones más sagradas (familia, escuela,
iglesia, etc.). No defiendo que sea bueno aterrorizar niños para inculcarles valores; por el contrario, creo que
la confianza ganada por la ausencia de espectros fomenta obediencia razonada y prudencia compartida.
Prefiero mirar en otra dirección. Puede que, efectivamente, vivamos en “Monstruópolis”, sórdido lugar que se
nutre de los gritos de los niños —y de los que ya no lo somos. Y tal vez ésta sea la lección más interesante
que podemos extraer de la película de Pixar: la noción de que dentro del closet hay un monstruo que vive de
nuestros miedos.
No obstante esto, son muchos los que prefieren una monstruosidad caracterizada por el carácter alienígena.
Éste no se reduce a lo que el cine acostumbra llamar de tal manera, sino que abarca todo aquello que llega de
afuera. Curiosamente, no es al caso de Alien, el octavo pasajero, al que volveré más adelante, sino el de los
esbozos biográficos de Hitler, de los que hemos visto hace poco las más variadas versiones televisivas y
cinematográficas. En estos relatos, el líder nazi no sólo es presentado como una entidad diabólica y
radicalmente corrompida, como si se tratase de un otro metafísico, sino que es a menudo presentado como un
enajenado, alguien cuya maldad es inseparable de su locura. No olvidemos que enajenación es otra palabra
para referirnos a lo extraño, al “otro” que se me presenta como incomprensible. El niño Adolf es presentado
como una especie de versión menos superdotada de Damián, el hijo del Diablo. No resulta extraño que se
lancen hipótesis acerca de la relación entre Hitler y ciertas religiones “exóticas” — ¿tendrá algo que ver la
svástica de muchos monasterios tibetanos?—, o la presencia de cultos satánicos entre los jerarcas nazis.
Ahora bien, ¿a qué apunta una explicación de este tipo? No sólo es que tenga un sentido mercadológicosensacionalista, sino que cumple con una función muy específica que, paradójicamente, fue fundamental para
el mismo Hitler y su proyecto. Me refiero a lo que Franz Hinkelammert llama “la construcción de monstruos”.
En síntesis, se refiere a la proyección de un monstruo al que hay que eliminar a toda costa, con lo cual es
posible legitimar toda tipo de políticas de exterminio. El nazismo construyó al monstruo, el judío, con lo que se
justificaba el Holocausto; asimismo, Saddam Hussein era el monstruo que habría que exterminar, para que los
iraquíes tuvieran libertad (y los gringos petróleo). En los filmes nazis, se fusionaban las imágenes de los judíos
con las de las ratas; la propaganda estadounidense nos mostró a “la rata de Saddam” saliendo de un agujero
asqueroso. La caza del monstruo justifica cualquier atrocidad. Para Bush, Osama bin Laden es un monstruo;
para más de algún Ayatollah, Estados Unidos es El Gran Satán. Cuando la política es reducida a la cacería de
monstruos, disparamos a la imagen que nosotros hemos creado.
En un artículo reciente, se hacía una referencia a Kafka y a Hitler. No puedo estar de acuerdo con la oposición
entre “el poeta y el monstruo”, no tanto porque Kafka fuera más un narrador que un poeta, asunto que no
viene al caso, sino porque Hitler no era el monstruo. Basta con leer detenidamente a Kafka para darnos
cuenta de que el monstruo no es un individuo humano, ni dos ni tres, sino el sistema social burocratizado que
estrangula la vida humana al punto de transformarse a sí mismo en vida pura, la cual lucha por abrirse paso a
toda costa, nutriéndose de nuestro horror (S. Žižek). El monstruo es el capitalismo, el cual habría propiciado
las condiciones y las razones para aceitar la maquinaria de la guerra y del Holocausto, de modo que el
nazismo sería, parafraseando a Galtung, “civilización occidental in extremis”.
Esto último nos permite volver al Alien de Ridley Scott. El octavo pasajero ya estaba entre nosotros: el
monstruo sale de nuestras entrañas, así como los desgraciados astronautas no eran sino las víctimas
necesarias para la voracidad de la empresa que los envió a la muerte. El monstruo sale de las mismas
entrañas de nuestra civilización. En esta perspectiva, la recientemente estrenada Cloverfield resulta ser una
propuesta interesante: la ciudad de Nueva York —occidental in extremis— es atacada por la cosa más
extraña, evasiva e impredecible que uno pueda imaginar. Las escenas postergan una y otra vez la visión
monstruosa. ¿Vino del espacio? ¿Salió del mar? Un vistazo a la página de la cinta en internet nos hace un
malicioso guiño: la clave está en Slusho. Efectivamente, hay referencias a éste en la película. El producto más
evasivo, la mercancía mas fantasmagórica: una “bebida” que cuenta con su propia estrategia de marketing,
aunque no existe —como la Duff Beer que gusta tanto a Homero Simpson. Se la ha visto en series televisivas
como Alias, Lost, Heroes, todas relacionadas con el productor de Cloverfield (J.J. Abrams). La página web de
la “marca” nos dice que el ingrediente secreto de la bebida fue hallado en el fondo del océano, lo que sugiere
alguna relación con el horror que se cierne sobre Nueva York. ¿Alguna lección? Si queremos Slusho,
tendremos al monstruo.
No hay que buscar la clave en Lovecraft y sus criaturas marinas que nos remiten a razas, raíces y linajes —
así como al racismo confeso del autor—, sino en la estrategia de marketing que preparó el estreno de
Cloverfield. Como sucede en Alien, el monstruo es lo que nos pertenece real e íntimamente: lo que nos define,
el consumismo capitalista, nos destruirá. Por eso es que aparece en Nueva York, el lugar que aloja a quienes
han llegado a la cúspide de nuestra civilización. ¿Y no es eso lo que a muchos asombra de la Alemania nazi,
el que fuera probablemente la nación europea más culta, industrializada, científicamente avanzada? No me
limito a señalar que Hitler no era “un monstruo”; lo que quiero destacar es que el monstruo no era Hitler. La
razón es que nuestro verdadero problema no es si Hitler hizo cosas monstruosas, irracionales, locas, sino que
nosotros seguimos viviendo en Monstruópolis. Kafka tenía razón.
* Doctor en Filosofía y catedrático de la UCA.
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