El ICONO y la Luz Primordial (Fragmentos) Luc-Olivier d´Algange La deificación, la theosis nos recuerda Jean Biés en su bello libro Athos, la montaña transfigurada, es el fin ultimo de el ser humano: «Los Padres han hecho de ello la base, la razón de ser del cristianismo, proclamando que Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios, con innumerables variaciones sobre el tema. Por su filantropía, Dios se vuelve hombre con el fin de que, por la gracia, el hombre se vuelva Dios reuniendo en su hipóstasis lo divino y lo humano. Por su nacimiento mismo, el hombre es un ser que tiende a superarse, que aspira hacia algo más que sí. Ya que él es consubstancial a la humanidad de Cristo, como éste lo es a la divinidad del Padre. Proverbio patrístrico: Dios solo habla a los dioses.» En esta procesión deificante, las etapas son etapas de Belleza. En la perspectiva tradicional, que es metafísica y universal, la Belleza no es relativa, azarosa, y todavía menos «material». La Belleza es la huella, el sello heráldico de lo invisible, que no es lo desconocido sino lo Inteligible. En la perspectiva metafísica que le es propia, la Belleza sobreviene en la irradiación de un encuentro entre los mundos que separan habitualmente el Mal, la profanación, la apatía o la costumbre. La Belleza no es aleatoria sino reveladora, y tal es su divina paradoja de mostrar lo que ella vela y desvelar lo que revela en un solo gesto. La meditación de la Belleza se aleja así del ámbito un poco vago de la filosofía o de la estética para entrar en la exactitud de la Gnosis. 1 La Gnosis comienza ahí donde cesan las ideas generales, las convicciones, aunque sean religiosas. El sentido de la Belleza revela la belleza del Sentido. (...) Mientras el mundo moderno se apega al objeto, en ese colmo de la idolatría y de alienación que es la publicidad, la imagen, en la perspectiva metafísica, es una pura emanación de la Presencia. La diferencia entre lo sacro y lo profano es tan simple y tan difícil de comprender como la diferencia que existe entre la Presencia y la representación. Dejar el mundo profano, es dejar el mundo de las representaciones para entrar en el mundo de la presencia.(...) Estar en la Presencia, es dejar la huida hacia delante de las representaciones que se anulan unas a otras en la aceleración de su alejamiento del principio. El ser es iluminado y el sentido de la Presencia es la luz que emana de él. Todo en la imagen, se realiza en la luz. La imagen es un modo de revelación o de obstrucción de la luz, según que ella invite a la Presencia del ser, que es el lugar verdadero de la Oración, o que nos aprisione en las representaciones. El Icono es sin duda una de las formas más completas de la revelación de la luz a través del rostro, símbolo de la santidad del Otro en su encuentro con el Mismo. (...) El Icono nos invita en el silencio sonoro del cara a cara, a reconocer la suave claridad de la Presencia. (...) ¿De donde proviene la Luz? En sentido metafísico, la luz es ella misma primordial, y lo mismo que toda primordialidad es luminosa. La Tradición primordial se revela en epifanías, que son otros tantos signos de lo Inteligible en el mundo sensible.. (...) El Arte sacro nos invita a una visión iconológica de lo real. El icono está más próximo a la naturaleza profunda de lo real que la realidad misma, aprisionada en las representaciones utilitarias. El arte «realista» es antes que nada un arte de la ilusión cuyos méritos 2 se limitan al buen hacer del artista. El Arte sacro da acceso, por la amorosa liturgia de la mirada, al conocimiento de la realidad. El Arte sacro nos lleva a ese umbral del entendimiento divino en el que el pensamiento se vuelve obra. Es en este sentido en el que se puede decir que el icono está más próximo del pensamiento de Dios, que la naturaleza misma, puro epifenómeno del espíritu. El Arte sacro, por la oración dialogica que instaura en el corazón más interior de lo real, nos revela la transparencia del mundo. (...) Toda aproximación atenta y ferviente de una obra de Arte sacro establece al espectador en otra temporalidad en la que él cesa precisamente de ser espectador para volverse co-autor de la obra que contempla y cuyo conocimiento es su propio conocimiento tanto como el conocimiento de lo Todo-Otro. Si alguna incertidumbre subsiste en cuanto a la distinción del Arte sacro y del arte profano, baste con preguntarse sobre la temporalidad del encuentro entre a obra y el pensamiento. Ciertamente, el motivo religioso no es suficiente para hacer a un Arte sacro, y la ausencia aparente de un simbolismo reconocible no hace a la obra profana. (...) El Arte sacro es la invitación hecha a elevarse, a encontrarse en la Cámara Alta, que es el verdadero lugar de la comunión eucarística. Aquello que está en lo Alto está en el Corazón. El fondo del corazón es el punto más alto de lo Inteligible que nosotros alcanzamos por la intercesión de los Angeles de la Presencia. El Arte sacro es el rostro de Dios vuelto hacia el mundo. (...) La unión, en una obra de Arte, de la visión y del Intelecto, nos lleva de golpe al umbral en el que la naturaleza y la Sobrenaturaleza, el mundo físico y el mundo metafísico se encuentran. El mundo, nos dice René Guénon, es un lenguaje divino. La Creación es la obra del Verbo. El Arte sacro indica el lugar metafísico de la comprensión del sentido más profundo de la 3 Creación. Aquello que el mundo de las representaciones, la «sociedad del espectáculo» nos impide alcanzar, es precisamente el sentido del encuentro, el misterio de la comunión de los espíritus. Mundo de la separación, diabólico si creemos en la etimología de este termino, el mundo moderno aparece como una titanesca maniobra de diversión opuesta a la búsqueda de lo Verdadero y de lo Bello, columnas del templo de la contemplación. (...) El mundo visible es Símbolo del mundo invisible, pero esta simbolización permanece generalmente inaparente e ininteligible. La apariencia y la inteligibilidad de la naturaleza simbólica de lo real son literalmente la obra del Arte sacro y de la metafísica. (...) Todo en la realización epifánica del Arte sacro se efectúa en la rememoración de lo Invisible a partir de lo visible, de lo metafísico, a partir de lo físico. (...) El Arte sacro es un camino de conocimiento. El arca de Noé de los colores vibra en el alma del artista en el presentimiento de su próxima glorificación. Aquel que pinta y aquello que es pintado es lo Mismo; no ciertamente como resultado siniestro de una consideración narcisista, sino por la abolición del yo, es decir la abolición de la peor esclavitud, que es la que nos encadena a la representación que nos hacemos de nosotros mismos. (...) En el umbral del tercer milenio, contando según la cronología cristiana, sin duda ha llegado el momento de aprender a reducir la importancia de la historicidad y del Tiempo mismo en el acercamiento al Arte sacro. Por sus incursiones en el mundo «imaginal», el Arte sacro se sitúa fuera de las contingencias históricas, sobre el umbral resplandeciente de la Idea. La filosofía neoplatónica, mejor que cualquier otra, ha sabido hacer entender a nuestra comprensión la procesión luminosa del alma a través de la 4 experiencia visionaria, sin la inteligencia de la cual, el Arte sacro no es nada más que un arte con motivos religiosos.(...) El rechazo radical de la hermenéutica, el empeño por mantener a la obra de arte en una perspectiva que no es la suya, sin duda no son nada más que la forma extrema de eso que los budistas llaman «el apego a la ignorancia», y que no es otra cosa que la pasión por la discontinuidad. «Se destruye lo real, escribe Paul Evdokimov, disociando sus elementos, suscitando discontinuidades infranqueables». No le queda al hombre más que la espiritualidad del alma, radicalmente acosmica, o un moralismo de la voluntad, que ni el uno ni la otra le permiten la transfiguración de la materia».(...) El arte sacro y la poesía tienen el privilegio de despertar el resplandor interior de las cosas, de resucitar el Logos cerrado en la inmanencia de la naturaleza. (...) Mientras que el arte moderno se dedica a la apología del soporte o de la concepción insólita y se esfuerza laboriosamente en reducir por todos los medios la obra de arte a su naturaleza de objeto y, como consecuencia, de mercancía, el Arte sacro es una tentativa de reconciliar los mundos, de reinventar una comunión de las almas en el crisol de una supra-temporalidad conquistada por una Elevada-Lucha. (...) El mundo moderno es el más moralizador que cabe, ya que habiendo perdido el sentido de lo Bello y de lo Verdadero, se apega locamente a un «Bien» del que se hace un ídolo y al que se sirve con inhumanidad. La sacralidad del Arte es, en el mundo moderno, una noción escandalosa. Todo en el artista «moderno» debe llevar a la profanación, a la desmitificación, a la negación de las ideas de inspiración y de inteligencia divina. Todo debe llevar al arte hacia el trabajo y el negocio, situado bajo la protección de una jactancia y de una fatuidad sin límites. El reino de la cantidad del que habla René Guénon es también el reino de la planicie. El mundo del arte profano es un mundo plano. Las dimensiones de 5 Altura y de Profundidad le faltan. Ahora bien, todo en la creación artística se juega en el Simbolismo de la Cruz. El libro de René Guénon, así titulado, y su complemento, Los estados múltiples del Ser, dan la visión a la vez ascendente y profundizadora necesaria para la revelación del lugar reconciliador de la Belleza. (...) El Arte sacro no es un arte aplicado a motivos sagrados y en el que lo «sagrado» sería, por así decirlo, añadido al arte. El Arte sacro se hace comprender, en el sentido platónico, por la clave de la Idea. El Arte no es sacro más que porque es una emanación de lo Sagrado. No es de ninguna manera lo Sagrado lo que cualifica al Arte, sino el Arte que es cualificado por lo Sagrado en un sentido mucho más metafísico que gramatical (a menos que la metafísica y la gramática estuvieran unidas por lazos imperiosos). El Arte no es así más que una reverberación humanamente perceptible de lo Sagrado. Esa es la gnosis paradójica: a la vez al margen de la doxa, de la creencia y de la opinión comunes y ciencia de las lindes y de los umbrales. La obra nace de la Gnosis y nos entrega el secreto del lugar paradójico de la visión más alta y más profunda. Dios mismo, escribe Jean Bies, es a la vez Esencia y Sobreesencia; su tiniebla es más que luminosa: ella es luz más que luz, tenebrosa por exceso de resplandor; ella es oscuridad la más negra, al estar más allá de toda luz. Es además la tiniebla más que luminosa del Silencio, ¡admirable sinestésia metafísica que une la vista y el oído!». ¡El Arte sagrado es la huella aquí debajo de esta gnosis tenebrosa-luminosa, sinestésica, en la que toda meditación simbólica invita a encontrarse «en un alma y un cuerpo», por mediación de los esplendores supra-sensibles del Espíritu! El Arte sacro, a diferencia del Arte profano, es siempre una manifestación del Logos y la imagen que da de la realidad sensible e inteligible, surge de un plano de la realidad más profundo y más directamente ligado al Verbo del que la Creación, en sus innumerables aspectos, testimonia. 6 «En la diversidad, escribe Maximo el Confesor, está escondido Aquel que es uno; en lo que es compuesto, Aquel que es perfectamente simple; en lo que ha comenzado un día, Aquel que no tiene comienzo; en lo visible, Aquel que es invisible; en lo tangible, Aquel que es intangible.» El devenir de toda metáfora estética se inclina bajo la imperiosa evidencia del Logos. «En cada cosa creada -escribe Jean Bies- el Logos se expresa y calla». La imagen nace del Logos y la sacralidad del arte testimonia su filiación. Si la palabra humana testimonia la majestad del silencio, el silencio mismo es el testigo del Logos glorioso. Toda la diferencia entre el poder profano y fascinador de las imágenes y la Autoridad del Arte sacro es la del silencio impuesto y el silencio conquistado. La imagen fascinadora nos reduce al silencio. El icono nos deja conquistar el gran espacio del silencio ante el Logos. Lo esencial del mensaje del Arte sacro se comprende cuando el Sol-Logos abraza a la silenciosa superficie de las aguas. En el instante paradójico de esa calma de altura es el agua la que se silencia y el sol el que resuena. (...) El Arte sacro es un arte operativo. Este Arte no supone un espectador, incluso instruido, sino un actor. El Arte sacro se realiza no en el objeto sino en la operación transfiguradora del entendimiento. La obra (oeuvre) es abriente (oeuvrante). La obra, a diferencia de un «trabajo», continúa su movimiento más allá de la forma que se le ha asignado. En la Obra, el sentido no es inmanente a la forma ya que la forma manifiesta la virtud de la paradoja. Aquello que es dicho es a la vez ahí y más allá, por su forma y en la trascendencia de la forma. El Arte moderno que quiere ser «trabajo de las formas y de los colores» no es nada más que el repudio de la paradoja, el rechazo de implicarse en la complejidad de lo real. Reducir el Arte al «trabajo» y la obra al objeto, es rechazar la experiencia dialógica, negar la ciencia de los lindes y los umbrales y tener la tentación así encerrar al hombre en la inmanencia solitaria. A esta tentación (así de grandes son las 7 seducciones del confort intelectual) el mundo moderno cede más que lo razonable, llevando al racionalismo mismo hacia la apología nada razonable de un «todo» que nada puede trascender. El Arte sacro no deja de insistir, por su parte, en desmentir los reinos de la Uniformidad y de la Cantidad. Cualificando el tiempo y el espacio, abriendo en un gesto magnánimo el campo de los posibles y de los matices, el Arte sacro nos salva a la vez del hybris y del nihilismo; de la tentación de ser todo y de la tentación de no ser nada, lanzándonos en medio de nuestro tumultos y excesos la escala salvadora de los Símbolos. Toda gloria estará a partir de ahora en ese presentimiento que nos libera de la pesadez. Luc-Olivier d’Algange Extraits de Apocalypse de la beauté, éditions Arma Artis 2015. 8