HECHOS Y DICHOS DE LA BEATA MARÍA PILAR IZQUIERDO Boletín nº 101 (Testimonio de Fray Vicente González, agustino) Conocí a Madre Mª Pilar, entonces Pilarín, en el año 1939 cuando yo tenía 51 años de edad y 26 de vida religiosa. Veinticinco pasados en nuestro Colegio de Valladolid y uno más o menos en Zaragoza. Mi vida de Hermano y cierta personalidad con harto espíritu de independencia y una fe quizá un tanto superficial, creo que mi destino a Zaragoza fue providencial. Y, en esta situación de harta indiferencia y frialdad, fui a ver a Pilarín. Yo que siempre fui reservado con los colegiales, con los que tenía poco trato, no sé cómo noté un cambio en Fray Manuel Canóniga que me llamó la atención, y le dije: “¡Chico!, ¡qué te pasa? No sé que encuentro en ti”. Fue franco y me dijo un tanto misterioso y sentimental: “¡Si vieras!... Hay una enfermita ciega, sorda y paralítica…” Algo más me dijo que no recuerdo. Llevado de la curiosidad, le dije: “¿No podría yo ir a verla?” No sé, me contestó. Hay que pedirle permiso. Pasaron unos días y una tarde me dice: “Hala, ya puedes ir cuando quieras”. Y, allá fuimos. Yo fui, a la verdad, algo así como a correr una aventura. Subimos aquella escalera interminable de la buhardilla donde vivía Pilarín. Nos abrieron la puerta y allí estaban un grupito de chicas y la enfermita en su cama; nos dimos los saludos correspondientes y, a la enferma, con ciertos cuidados, a los que correspondió sonriente, con frases cariñosas que ofrecían confianza, como si siempre nos hubiésemos tratado. Después de estar allí un ratito, para mí un tanto embarazoso, me dijo con mucha amabilidad: “Tengo que hablarte unas cositas. Mira, ven mañana y hablaremos como buenos amigos”. Acepté la cita, y las escaleras hasta el 5º piso ya no se me hicieron tan largas; al llegar me recibió con aquella sonrisa tan acogedora. Me invitó a sentar en la silla, a su cabecera, casi desvencijada, que todos dignamente nos disputábamos, pero que ella solía indicar el agraciado, y aquello cambió de decoración. Aquella cara, antes alegre y sonrosada, palideció, quiso como mirarme con aquellos ojos siempre cerrados, y en un tono que a mí me pareció de ultratumba, me dice: Pero, Vicente, ¿cómo eres así?, ¡con lo que Jesús te quiere!”. Me habló de cosas pasadas, que yo ni recordaba, e inspirándome confianza, me dijo: “Mira, seremos buenos amigos y nos ayudaremos con nuestras oraciones. Salir, cuando puedas; pero, sólo al Pilar y aquí”. He de decir que salí de allí vislumbrando nuevos horizontes. Para mí la vida había cambiado; aprendí a tratar y sentir a Dios más como Padre que como Juez. Y, aunque no me juzgo con méritos para esa predilección de Jesús, debo confesar que en mi larga y accidentada vida, vivo de milagro y que he palpado su gran providencia. Yo tenía más de 50 cartas de M. Pilar, unas autógrafas y otras escritas por la amanuense Lolita. Como en el año 1959 creí morir, y todos lo creían, no queriendo que cayeran en otras manos, las quemé. Sólo conservé una poesía del P. Portolés que publicó en el Heraldo de Aragón el día de su curación y “Los Apólogos”, escritos por el P. Lope Cilleruelo, quizá el único autógrafo que existe, que para mí tienen un valor incalculable porque viví las situaciones. Pilarín tuvo gran interés por este P. Lope porque era el que más influía, por sus cualidades, para la orientación de los Colegiales y por eso le trabajó tanto. Tengo que añadir que él acababa de llegar de los frentes. También fue a visitar a Pilarín Fr. Francisco Díaz, invitado igualmente por el P. Manuel Canóniga. Él aceptó y se formó su plan. Convencido de que aquello sería una especie de espiritismo, cosa de brujas o algo así, se dijo: “Yo aquello lo deshago”. Y allí fue mi Francisco con propósitos de león. Pero, vio aquel ambiente de piedad, de amor, de sufrimiento y que también debió decirle alguna cosa secreta ocurrida en los frentes de donde hacía poco también había venido, que aquel fraile con pujos de fuerte león, se convirtió en manso cordero del “rebañico”. Algunos compañeros, al llegar a casa le preguntaron su impresión, y dijo: “¡Chicos, he visto a Dios!”, llevándose las manos a la cabeza. Yo, desde que fui a visitarla, pude ver que en aquella buhardilla se palpaba lo sobrenatural dentro de la sencillez y la humildad de aquel “gusanillo” y de aquella “tontica”, como se llamaba ella. Reinaba la caridad y el amor divino y humano que ni la más tierna madre sabe dar. Su estado habitual forzosamente tenía que ser de sufrimiento, que ella sabía encubrir con su habitual alegría. Pasé muchas horas a su lado y nunca la noté otro movimiento en todo su cuerpo que un ligero giro de cabeza, con el pelo apretujado que no le podían peinar por los quistes que tenía en la cabeza. ¿Cómo no se la comieron los bichitos? ¡Inexplicable! Pilarín, aun estando ciega, se daba cuenta de todo lo que hacíamos. ¡Qué cara nos ponía cuando íbamos alguno con ciertas fechorías, a las que ella denominaba “pimienticas”. Yo nunca fui escrupuloso y solía repetirme con su acostumbrado cariño: “Tú no haces caso mas que de las cosas gordas”. Un día quiso darme una lección. Había hecho aquella mañana unas compras en una tienda; la señora o señorita que me despachó, bien presentada y harto escotada, debió llamarme algo la atención. Pero, sin más importancia, llevé las cosas a casa, volví a salir y aproveché para subir a saludarla. Ella, que era la alegría personificada, ¡con qué cara me recibió! -¿Qué he hecho?, le dije. –Ya te acordarás, me contestó. Me fui sin más explicaciones y, claro que me acordé nada más salir a la calle. La víspera de su curación, de la que yo no sabía nada, estuve allí por la tarde, y me llamó la atención la limpieza y algo más de jaleo que de costumbre. Lolita o Teresín me dijeron: “Hermanito -que así me llamaban- ¿no viene mañana a la Misa?”. “No, no puedo, dije”. Pero, algo me pasaba por dentro al día siguiente, pues siendo para mí una mañana muy ocupada, lo ventilé y, como pude, allá me fui. La calle Cerdán era un hervidero de gente; a la puerta había dos guardias y uno del “rebañico” para regular el paso. Yo pude pasar y cuál sería mi impresión al ver que ya no estaba ciega ni sorda ni paralítica, sino rebosante de vida y juventud. Las cartas que me escribía después de que se marchó a fundar su Obra en Madrid, preanunciaban con gran resignación la sentencia desfavorable de la curia de Zaragoza y después todo cuanto sucedió al abandonarla algunas de sus colaboradoras; pero no tenía hacia todos más que palabras de perdón y caridad. Así era Pilarín. A LA BEATA Mª PILAR IZQUIERDO, DE D. JESÚS NALDA, Sacerdote. ¡ ASÍ ! Dichosa porque llevaste las cruces de tu Señor, Pilar que las aceptaste ¡con el dolor, con amor…! ¡Qué calvario no pasaste! ¡Qué incienso de buen olor desde tu lecho exhalaste y a todo tu alrededor…! ¡Así… en todo y por todo incluso lo que no viste más lo sentirías en ti…! ¡Así… que encontraste el modo de no verte nadie triste y aun te gozabas así…! RETAZOS DE SUS CARTAS Lo que es toda mi ilusión, es amar a nuestro Jesús hasta llegar a morir de amor. No sé cuándo podré saciarme de este hambre que me devora de amar a nuestro Dios y Señor; sí, hasta la locura (Tengo sed… 144). ¡Cómo me gozo viéndome sin fuerzas!, y ¿sabes por qué?, porque encuentro en ese sufrir un amor tan feroz hacia nuestro Jesús, que muero y no muero… porque ese amor es el que me hace vivir” (Tengo sed… 145). ¡Oh, mi Jesús! Mi corazón angustiado busca la abertura de tu costado para refugiarse en él. Sí, Dios mío, mi alma tiene gran necesidad de cobijarse bajo esa sombra; allí sólo me refugiaré; allí sólo me ocultaré como paloma herida; allí solamente llegará a descansar mi fatigoso corazón (Tengo sed… 569).