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LA MARCA DE NORAH
(1/6)
Un relato de Pancho L. Guerrero
(Partes 1 y 2)
1
El sol brillaba. La tarde era
fresca y el olor del aire transmitía paz.
Hacía un día espléndido y el viejo estaba
sentado al pie de una palmera, sobre el
césped, con su carrito de la compra que
hacía las veces de armario, de despensa,
de maletero del coche, de librería e incluso
de carrito de la compra. El carro del Viejo
era su hogar, pues no tenía más
posesiones que las mantas, latas de
conservas, bolsas de plástico, paquetes de
tabaco y botellas de cerveza que portaba en
él. Y los libros. Los encontraba o se los
regalaban, y eran su bien más preciado. El
viejo no tenía casa. Vivía en la calle,
dormía en el rellano de uno de los edificios
siempre con el permiso de sus habitantes y
comía de lo que los vecinos amablemente
le regalaban. Era un “sin techo”, pero su
personalidad amable y culta y el respeto
que mostró siempre por sus vecinos
hicieron que llegara a ser alguien muy
querido entre las gentes de la barriada.
Todos en Raymond Street apreciaban y
respetaban al Viejo. Aquellos cuatro chicos
junto al columpio, sin ir más lejos, se
habían criado bajo su atenta tutela, pues
del total de horas de vida que sumaban
entre los cuatro, la mayoría de ellas las
habían pasado en la calle, el hogar sin
muros de aquel desahuciado que siempre
los vigiló desde el más estricto sentido de
la responsabilidad adulta. Conocía a sus
padres, y sabía el nombre de cada uno de
ellos. Los dos que eran hermanos, el
espigado y el gordito pequeño, eran los
hijos del policía; muy buenas gentes. El
otro chico que recogía piedrecitas del suelo
y se hacía collares con ellas era el hijo del
músico, que estaba de vacaciones con su
mujer y le habían dejado a él en casa por
algún motivo. Era un chaval muy maduro,
así que podían estar tranquilos. Ese fue
quien le regaló el ejemplar de Moby Dick
que El Viejo tantas veces había releído (era
el favorito de su colección). Y el otro chico
era mexicano y tampoco era de Raymond
Street. Sólo había que fijarse en la cara de
uno para saber si era o no de Raymond
Street, y aquel chico no era de allí. En
cualquier caso era como el Viejo, siempre
andaba por allí con sus amigos, y a base
de ser buen chaval se había ganado un
hueco entre la gente del barrio. Esos
chicos eran algunos de sus vecinos de toda
la vida, pero él era sólo un invitado allí, y
para El Viejo aquellos niños siempre
fueron simple y llanamente “los críos”. Los
agentes de policía que solían patrullar en
Raymond Sreet conocían perfectamente al
Viejo. Nunca le pidieron la documentación
ni sospecharon de él en ningún sentido.
También le apreciaban, invitándole a veces
a un café o una cerveza y regalándole
bolsas llenas de picadas de tabaco de
contrabando incautado. Siempre velaban
por la seguridad del barrio (pues no sólo
por buenas personas estaba habitado) y
también se aseguraban de que él pudiera
seguir durmiendo en el rellano de alguno
de los edificios donde vivían aquellas
gentes y dónde el frío no podría quebrar
sus huesos con tanta facilidad. El Viejo
daba gracias por eso. Daba gracias por
Raymond Street y su hospitalidad.
2
Valiente
hijo de puta. No
aguantaba más a ese hijo de puta. Era un
borracho de mierda y además un asesino.
Porque ella estaba segura de que
era Tony el que se había cargado a la
mocosa. Clarisse no había tenido hijos, y le
importaba una mierda aquel asunto, pero
no pensaba cargar sola con el muerto. En
este caso con la muerta, con la niña
muerta (el símil le pareció divertidísimo).
Lo único que quería era colocarse. Nunca
pidió vivir allí y ni siquiera quería su puta
comida; joder, sólo se dejaba follar a
cambio de “caballo”, y sí, a veces incluso se
corría con ese cabrón, pero estaba harta de
sus locuras, de sus palizas y de la puta
niña. Ya había pensado en dejarlo tirado
más de una vez; sólo le importaba su
maldito dinero. Hay que reconocer que el
muy gilipollas tenía dos cojones bien
puestos; había dado un palo de veinte mil
dólares en un negocio de tragaperras, pero
se lo gastaba todo en coca y apenas le traía
heroína para pincharse, que es lo que ella
quería. Por el amor de Dios, no sabía por
qué no se había largado ya.
Pero no; las cosas tenían que
complicarse mucho más.
Tuvo la oportunidad de irse varias
veces en las que se encontraba serena, y al
final terminaba quedándose, o bien porque
él aparecía con una bolsita de “caballo”
acabando con su serenidad, o bien porque
él aparecía de coca hasta el culo
y
después de violarla le daba una paliza. A
veces acababa tan lisiada como para no
poder moverse en varios días. A Tony la
niñata mierdosa también le daba igual, y
por eso también recibía a veces. Esos días,
Clarisse intentaba estar atenta, y juraría
que a la cría nunca le pegaba tanto como a
ella. Incluso borracho, y aunque solo fuera
para pegarle, el muy hijo de puta siempre
trataba mejor a la niña.
Encima, por culpa de la mocosa
de mierda, Clarisse había perdido cinco
gramos de heroína pura y ahora podía ser
acusada de asesinato involuntario, o como
cojones se dijera, si se llegaba a demostrar
que la maldita cría se había tragado la bola
de droga y que por eso la había palmado.
El cabrón de Tony dijo que no pasaba
nada, que no iban a llamar a nadie; que
enterrarían de forma discreta a la cría y
que lo harían ellos mismos en algún sitio
seguro. Ni siquiera derramó una puta
lágrima, por eso Clarisse supo que el muy
cabrón se la estaba jugando; porque no le
importaba una mierda su propia hija y
todo parecía planeado por Tony para que
ella acabara matándola sin darse cuenta.
¿Cómo podía saber que el “jaco” no lo
había puesto él mismo allí en la cocina? De
hecho ella no recordaba haberlo sacado de
su dormitorio, pues ni ella misma había
salido del cuarto en dos días. Y luego
estaba lo del boquete. Sabía que tenía que
haber ido con él a enterrarla, pero estaba
hasta las cejas y ni siquiera recordaba que
él se hubiera llevado el cuerpo de la casa.
En ese momento le pareció mejor así, pero,
por Dios Bendito; ¡¿Un lugar discreto?!
¡¿Es que acaso podía haber sitio más
descarado y transitado?! Ahora, le iba a
tocar a ella ir a cambiarla de lugar antes
de que nadie la encontrara y las cosas se
complicaran aún más, y eso si el muy
cabronazo no intentaba alguna jugarreta
para culparla y hacer que se comiera ella
sola aquella condena; pero de eso nada.
El muy hijo de puta. Hoy no
pensaba chuparle la polla. Pedazo de
cabrón borracho.
Tony llegó tambaleándose y con
los ojos desorbitados e inyectados en
sangre. Clarisse estaba de espaldas a él,
fingiendo ver la televisión sentada en un
sillón. Él se le acercó por detrás y alargó
las manos hacia el cuello de ella.
-Uhmmm…
¿estás
calentita,
nena?- Le pregunto al oído. Apestaba. Era
una mezcla vomitiva de olor a orín, a
sudor, a alcohol, a tabaco, a cocaína, a
sexo y a aceite de motor. Ella, que aún no
sabía que estaba a punto de vaciar los
bolsillos de su blusa, le preguntó algo que
resultaría determinante.
-¿Me has traído algo, Tony?- Dijo.
-No había. – Respondió Anthony.
– No estaban ni el Mexicano ni el calvo.
Pero ahora yo te invito a una rayita de coca
y así nos entonamos un poco, ¿no?- Le
ofreció él.
Cabronazo
de
mierda.
Era
asqueroso. Le estaba apretando las tetas
como si se las quisiera arrancar y encima
no traía ni para un puto chute. La culpaba
a ella de la muerte de su hija. Sí, era eso.
La culpaba a ella y por eso no le traía más
“caballo”. Además, ese cabronazo sabía
que a Clarisse la coca no le sentaba bien,
pero era lo que le gustaba a él, y por eso no
había ido a buscar ni al calvo ni al
Mexicano, a ninguno de los dos camellos
de heroína. No le importaba que ella
llevara dos días con el mono y encima el
borracho hijo de puta olía a coño. Clarisse
decidió que la coca estaría bien, pero que
primero tendría que acabar con un asunto.
Sacó del bolsillo de la blusa unas
tijeras de cocina, y aprovechando que Tony
estaba de pie detrás del sillón en el que
ella estaba sentada, y que ahora el
desgraciado le lamía el cuello, drogado y
distraído, le clavó la punta de las tijeras
una y otra vez en la yugular. Las sacaba y
sin pararse a pensar las volvía a clavar con
violencia.
Así
estuvo
asestándole
puñaladas hasta que se dio cuenta de que
el hijo de puta llevaba ya un buen rato
muerto en el suelo. El cadáver de Tony
acabó tirado detrás del sillón donde
Clarisse seguía fingiendo ver la televisión,
con el rostro salpicado de sangre por
completo. Ella se levantó y le rebuscó en
los bolsillos. Después de meterse una raya
de coca manchada de sangre, usó la llave
de la caja fuerte de Tony y guardó en una
bolsa de plástico toda la pasta y la droga
que el muy cerdo tenía escondida por si
alguna vez registraban la casa. Había más
de veinte gramos de heroína y otros tantos
de coca, además de unos diez mil en
billetes de cien dólares. Ahora le tocaba
ocuparse de los dos fiambres, pero al
menos tenía todo lo necesario para
quitarse de en medio y cambiar de vida:
tenía el dinero, el “caballo”, la coca, y
encima no tendría que soportar nunca más
ni al padre ni a la hija.
Ya
chupársela.
no
tendría
que
volver
a
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