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VÍAS MUERTAS
Un relato de Pancho L. Guerrero
La
gélida humedad de la noche
caía sin piedad sobre la estación vacía. Ella
esperaba la llegada el tren sentada en un
banco y acabando el que era su segundo
cigarrillo en menos de diez minutos. La maleta que llevaba era tan pequeña que solo pudo
guardar la ropa más básica, un par de libros
y su cepillo de dientes. Tenía que esfumarse
de allí y acabar con todo antes de que le
cortaran el pescuezo. El tic-tac del reloj de la
estación percutía en su mente como el tambor
de una pistola que fuese girando, cada vez
más cercano a dar con la bala que pusiera fin
a aquella desquiciada ruleta rusa.
La estación la conformaban un par
de bancos de madera bajo un resquebrajado
techo de uralita y una vieja máquina de vending abandonada que ya no tenía cristal, en la
que aun podían verse algunos aperitivos
caducados años atrás y que tenía pegado en
el lateral un cartel descolorido del que otrora
fuese el mapa ferroviario de Estados Unidos.
Al menos el reloj sí funcionaba, colgado del
techo, aunque la estaba poniendo histérica.
A lo lejos ya se podía ver el humo
del tren. Era una gran nube tóxica de color
gris oscuro que desprendía un olor vagamente
dulzón, algo parecido al aroma de la harina al
tostarse, y que avanzaba a gran velocidad
atravesando el páramo de bosque y maleza
que las vías metálicas habían separado en
dos. Cuando se fue acercando a su posición,
la muchacha pudo ver que se trataba de una
moderna locomotora con aspecto raudo y
seguro, de colores azules y celestes, que
parecía mucho más pequeña desde la distancia en la estación que una vez detenida delante suya.
Subió al tren y se dejó caer durante
unos minutos en el caos de sus pensamientos, agotada por el estrés de las últimas semanas y deseando poner punto final a su vida
en Cabbeytown y mandar a tomar por culo
aquel maldito pueblo de dementes lo antes
posible.
feliz.
Buscaba la libertad. Solo quería ser
Los rostros que encontró en aquel
compartimento la hundieron aún más en
propia miseria.
La gente que viajaba en este tren era
inmensamente feliz.
Sólo había que verles las caras; había padres con sus hijos, que bromeaban
unos con otros mientras juntos compartían la
visión del paisaje a través de la una ventana.
Había también una pareja de ancianos que
parecían no tener ya ningún secreto entre sí,
transparentes el uno para el otro, pero que a
la vez se agarraban de la mano durante el
trayecto con el cariño propio del primer amor;
con la ilusión del amor verdadero. Muchachos
jóvenes que volvían a casa, con toda seguridad, de esquiar en Kocoa Hill, ataviados con
todo el equipo. Cuatro chicos contando historias de terror, una joven que tocaba la guitarra y que viajaba con su novia…
La muchacha se colocó su única
maleta sobre el regazo y se sentó en un habitáculo que compartía con dos señores muy
educados que discutían sobre literatura y una
madre joven que contaba historias a sus dos
hijos pequeños.
Se sintió la oveja negra del Tren de
la Felicidad.
La joven se dirigía más allá del Paso
del Bucanero, a la estación de Matadiablas,
pero debía estar atenta y no pasarse de parada como la última vez. El problema es que
llevaba mucho tiempo sin dormir, por eso se
fue sumergiendo en tormentosos sueños,
aunque en su mente resonaba implacable el
imperativo de apearse de aquel tren en la
última estación de Cañaveral.
El viaje se convirtió en un vertiginoso vaivén donde la velocidad protagonizó el
trayecto que separa la vida de la muerte con
el estilo de una guitarra eléctrica haciendo un
virtuoso solo en mitad de un rocanrol.
La muchacha abrió los ojos repentinamente, y se horrorizó ante el espanto que
tenía delante: había vuelto a pasarse de parada.
La chica que contaba cuentos a sus
dos hijos, era ahora el cadáver viviente de una
madre que no paraba de gritar mientras
sostenía los cuerpos sin vida de los pequeños
entre sus brazos infectados y putrefactos. A la
muchacha le faltaba la parte inferior de la
mandíbula y no tenía ojos dentro de las cuencas, aunque lloraba amargamente a juzgar
por sus alaridos de dolor. Los dos señores
cuya conversación giraba en torno a Homero
y Kafka, se lanzaban ahora dentelladas el uno
al otro. Tenían por ojos enormes bolas de
color gris, como si una especie de membrana
opaca los hubiera recubierto al igual que les
ocurre a los cocodrilos. Los mordiscos que se
daban el uno al otro, arrancándose la carne y
desgarrando cada vaso sanguíneo, en nada
tenían que envidiar tampoco a los de los
cocodrilos.
Los ancianos que había visto al
subir al tren eran ahora momias resecas e
inmóviles, a excepción sus ojos, que parecían
tan vivos como siempre, aunque pertenecieran ahora a cuerpos inertes y embalsamados
que por algún motivo todavía danzaban entre
los vivos. Las manos que antes enlazaban
reposaban ahora en el suelo del vagón, separadas de sus cuerpos, y aún unidas en símbolo de su eterno amor. Los padres que oteaban a través de la ventana con sus hijos entre
risas se habían convertido en dos cuerpos
decapitados. Los esqueletos desprovistos de
tejidos y órganos de los pequeños jugaban
con la cabeza de papá, mientras la cabeza de
mamá reposaba en el asiento junto a su
propio cuerpo con los ojos abiertos de par en
par en una eterna mirada inerte.
Los esquiadores eran un amasijo de
carne y sangre donde los miembros de unos y
otros se mezclaban en los asientos. Todos
habían acabado mutilados y desangrados. El
fantasma de una de las historias de terror
salió de la ficción y atravesó con una lanza
invisible el corazón de los chicos que contaban relatos de miedo en el tren, mientras que
los cuerpos sin vida de un par de chicas que
se amaban momentos antes cantaban ahora
su última balada con las notas muertas que
emanaban de una vieja guitarra acústica en
llamas.
La muchacha ardía de los pies a la
cabeza y se retorcía entre alaridos mientras se
lamentaba por haber vuelto a saltarse la
parada correcta, pues sabía que de no bajar
en Matadiablas, el artefacto explotaría antes
de tiempo y todos aquellos inocentes volverían
a morir en su compañía, como tantas veces
había pasado ya.
El olor a carne quemada que desprendía la joven inundó rápidamente todo el
compartimento, donde momias, cadáveres
decapitados y esqueletos sufrían cada uno la
pena de su propio final.
De pronto el tren se detuvo y abrió
sus puertas al mundo de los difuntos. La
chica, atormentada, bajó de aquel tren infer-
nal y contempló lo que tenía delante de sus
ojos.
Entonces se sentó en el banco y volvió a sacar del bolsillo el paquete de cigarrillos mientras aquel maldito reloj retumbaba
en su cabeza.
La estación estaba vacía y hacía una
noche de perros. Ella esperaba con una única
maleta por equipaje, tan pequeña, que junto a
la bomba sólo cabían un par de libros y algo
de ropa, además de su cepillo de dientes.
Esperaba la llegada del tren que la ayudaría a
escapar de una vez por todas de Cabbeytown.
Solo intentaba ser libre. Buscar la
felicidad.
Calculó que aún tenía tiempo de
fumarse un segundo cigarrillo antes de que la
locomotora llegara de nuevo a aquella maldita
estación, lugar de origen y de destino del
recorrido que una y otra vez se repetía en su
eterna condena.
Aquella estación donde confluían
todas las vías muertas.
EL TREN - Leño
EL TREN.
SUBE A MI TREN AZUL.
SU DULCE CHIMENEA TE PUEDE DAR
ALGO QUE HACE TIEMPO BUSCAS TÚ.
SI CONTROLAS TU VIAJE SERÁS FELIZ.
EL TREN.
UN DÍA YO QUISE VIAJAR EN ÉL,
SUBÍ DESPACIO Y ME ACOMODÉ.
VI ROSTROS DESHECHOS DE SATISFACCIÓN.
SI CONTROLAS TU VIAJE SERÁS FELIZ.
EL TREN.
DESPUÉS DE LATIR A VELOCIDAD,
YA VA LENTO A SU FINAL.
CASI TÚ SABES CUÁNDO VA A PARAR.
SI CONTROLAS TU VIAJE SERÁS FELIZ.
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