VIDA CONTEMPLATIVA CISTERCIENSE

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VIDA CONTEMPLATIVA CISTERCIENSE
INTRODUCCION:
UN HECHO Y SU SECRETO
Salí del Padre y vine al mundo. Ahora dejo el mundo y voy al Padre (Jn 16, 28)
Se llega al monasterio por distintos motivos. Puede ser debido al comentario de
algún amigo, o por algo que se leyó alguna vez sobre la vida de los monjes, o porque uno
busca realmente una vida más plena.
La primera impresión es de paz. ¿De dónde les viene a los monjes esta paz? ¿Cuál
es el secreto de esta vida? Y ¿cómo explicarla, cuando parece ser algo del pasado y tan
extraño a la sociedad actual?
Francamente, los argumentos que se suelen aducir para responder a tales preguntas
son muchas veces insatisfactorios y engañosos, debido a que se los fundamenta en razones
de utilidad. Por el contrario, lo que interesa destacar acerca del Císter es su diferencia con
respecto al mundo. El contrasentido aparente del monasterio a los ojos del mundo es lo que
le confiere su verdadera razón de ser. En un mundo de ruido, confusión y conflicto, es
necesario que haya lugares como éstos de silencio, disciplina interior y paz; no la paz de la
comodidad, sino la de la claridad interior y del amor basado en el seguimiento total de
Cristo. En realidad, el monje no pregunta tanto el porqué de su vida. Lo intuye de una
manera simple y directa en la Persona de Cristo. No espera «librarse de problemas», pues
sabe por experiencia que la misma fe cristiana implica una cierta angustia y es una manera
de confrontar e integrar el sufrimiento interior, no una fórmula mágica para hacer
desaparecer todos los problemas. Tampoco es por aventuras espirituales extraordinarias o
heroicas por lo que el monje cisterciense da sentido a su vida, sino que, a fin de cuentas, el
monasterio enseña al hombre a comprender su propia medida y aceptarse como Dios lo ha
hecho. En una palabra, le enseña la verdad sobre sí mismo, lo que suele llamarse la
«humildad».
Es cierto que el monje reza por el mundo; pero este modo de justificar el sentido de su
vida sugiere una especie de bullicio espiritual que es muy ajeno al espíritu monástico. El
monje no ofrece al Señor muchas oraciones y luego mira hacia el mundo y cuenta las
conversiones que debieran resultar. La vida monástica no es “cuantitativa”. Lo que importa no
es el número de oraciones, ni la multitud de prácticas ascéticas, ni el ascenso a varios “grados
de santidad”. Lo que cuenta es no contar y no ser tenido en consideración, desaparecer para
dar lugar al amor de Cristo.
“El amor –dice san Bernardo- no busca su justificación fuera de sí mismo. El amor es
suficiente en sí mismo, es agradable en sí mismo y para sí mismo. Es amor es su propio
mérito, su propia recompensa, no busca una causa fuera de sí ni otro resultado que el amor
mismo. El fruto del amor es el amor”. Y agrega que la razón de este carácter autosuficiente del
amor es que viene de Dios como su origen y vuelve a Él como su fin, porque Dios mismo es
Amor.
Por consiguiente, la existencia aparentemente gratuita del cisterciense está centrada
en el sentido más hondo del mundo y en el valor más trascendental: amar la verdad por sí
misma; abandonar todo para escucharla en su fuente, la Palabra de Dios; dejar que esta
Palabra repercuta en las diversas dimensiones de la vida humana, para que todo el ser del
hombre sea asumido en Jesús, la Palabra hecha carne, y por Él conducido al Padre. El
monje sirve a sus hermanos precisamente en cuanto sale del mundo con Cristo y va al
Padre.
Las presentes páginas están escritas a modo de meditación sobre lo que se puede
llamar con franqueza «el secreto de la vida monástica». Es decir, tratan de penetrar el
significado interior de algo que está esencialmente oculto, una realidad espiritual que elude
una explicación clara.
Enfrentarse con el secreto de la vocación monástica y asirse a la misma es una
experiencia profunda. Es un don; un don no otorgado a muchos, pero que tiene una historia
a la vez antigua y moderna. Desde los primeros años del cristianismo, en efecto, siempre ha
habido discípulos de Jesucristo que se reunían en grupos, más o menos apartados de los
pueblos y ciudades, para escuchar mejor la Palabra de Dios y vivirla más plenamente. En el
siglo VI, san Benito redactó una regla para tales comunidades, que los monjes han tomado
como interpretación práctica del Evangelio.
En estos últimos años del siglo xx, lejos de ser una cosa del pasado, la vida monacal
sigue siendo un hecho religioso ineludible. Ciertos hombres se encuentran
inexplicablemente atraídos a ella y el árbol monástico está lleno de vida joven,
desarrollándose en nuevas formas. Sin embargo, el que entra, aunque abandone la sociedad
para vivir una vida diferente de la del hombre común de nuestro tiempo, lleva
inevitablemente al monasterio las complicaciones, los problemas y las debilidades del
hombre contemporáneo, junto con sus cualidades y aspiraciones. Ninguna comunidad
monástica puede evitar estar afectada por tal hecho.
Cada monasterio tiene un carácter muy propio. La «personalidad» de cada
comunidad es una manifestación especial del Misterio de Cristo y del espíritu de la Orden
monástica. Ésta es la razón por la cual los monjes se consideran ante todo miembros de una
comunidad particular aun antes que miembros de una Orden.
Así el monje cisterciense será siempre un hermano del monasterio donde hizo su promesa
solemne de estabilidad, y puede ser que no vea en toda su vida otro monasterio de la Orden.
Al entrar alguien en la vida cisterciense, su propósito es vivir y morir en ese único lugar
elegido, en esa comunidad única, con sus gracias, ventajas, problemas y limitaciones
especiales. Si llega a ser un perfecto discípulo de Cristo –es decir, un santo–, su santidad
será la de aquel que ha encontrado a Cristo en una comunidad particular y en un momento
particular de la historia. Estas páginas son un testimonio, a veces confuso e imperfecto, de
la realidad de tal experiencia. Basándonos en algunos textos bíblicos y de los Padres del
monacato cristiano, reflexionaremos juntos sobre lo más fundamental de una comunidad
cisterciense.
I. SOLEDAD QUE DESPIERTA.
El Señor dijo a Abram: “Deja tu país, a los de tu raza y a la familia de tu padre, y
anda a la tierra que yo te mostraré. Camina en mi presencia y trata de ser perfecto. Yo
confirmaré mi alianza entre tú y yo, y te daré una descendencia muy numerosa”.
(Gn 12, 1 y 17, 1-2).
¡Levantémonos, por fin! La Escritura nos urge: “Ya es hora de despertar”. Con los
ojos abiertos a la luz que nos diviniza, con los oídos atentos, escuchemos lo que cada día
nos exhorta la voz divina: “Si hoy oís su voz, no endurezcáis vuestros corazones». Y
también: «El que tiene oídos para oír, escuche lo que el Espíritu dice a las Iglesias». Y ¿qué
nos dice? «Venid, hijos, escuchadme; os enseñaré el temor del Señor». «Corred mientras
tenéis la luz de la vida para que las tinieblas de la muerte no os envuelvan». El Señor,
buscando un obrero entre la multitud, todavía insiste: «¿Quién es el hombre que quiere la
vida?» (Regla de San Benito).
Como muchos hombres, el monje ama la vida. Él reconoce que Jesús es esta vida, y
corre con todo su corazón hacia Él. Jesús lo llama al «desierto» o a la «soledad»; es decir, a
la tierra que es desconocida para él y poco frecuentada por otros hombres. Su viaje al
desierto es una respuesta positiva a la llamada de Dios, llamada inexplicable, que sólo
puede ser verificada en la fe y la sabiduría espiritual de la Iglesia.
El monje deja la sociedad para vivir en fidelidad a la alianza misteriosa y personal
entre él y Dios, alianza pactada con la sangre de Cristo, asumida en el bautismo y
confirmada por su propia vocación y por sus votos. En la soledad, el monje se despierta a la
verdad, porque en alguna medida ha experimentado que el caos de codicia, violencia,
ambición y lujuria que el Nuevo Testamento llama «el mundo» (1Jn 2, 16), es el reino de la
mentira. Es un lugar de confusión y de falsedad donde el espíritu está esclavizado y donde
no se puede aprender con facilidad los caminos de Dios. El corazón del monje no escapa de
esta esclavitud. En la soledad y el silencio, todo su desorden interior sube a la superficie,
desaparecen los falsos amores, crece la libertad espiritual y, poco a poco, se restablece la
armonía de corazón, con sus exigencias y condiciones necesarias.
Jesús en el desierto bendijo y consagró esta vida de soledad y silencio. Por eso, para
la persona que ha abrazado tal vida, ella no constituye una ruptura de comunión con el
mundo, sino que, por el contrario, se vuelve una forma especial de presencia entre los
hombres. En efecto, los sacrificios del desierto lo son en una nueva relación con el universo
entero, gracias a la nueva interioridad que despierta en él, por la que encuentra que Cristo
habita realmente en su corazón por la fe, más allá de sus sentimientos y sus gustos.
No todos los que experimentan el deseo ardiente de vivir con Jesús en el desierto o
de «escuchar lo que el Espíritu dice a las Iglesias» son, por ese mismo hecho, llamados a la
vida monástica. Por el contrario, su salida del mundo no sería una experiencia de apertura y
enriquecimiento. Para ellos están las muchas formas de vida religiosa que incorporan
elementos de soledad dentro de un marco de estrecho contacto con la sociedad.
No obstante, queda en pie el hecho de que existen hombres realmente llamados a
abandonar sus hogares, apartarse de las ciudades humanas, dejar las formas más activas de
evangelización, para vivir aparte, consagrados a la meditación silenciosa y a la oración
litúrgica, al trabajo manual, la soledad, la disciplina corporal, mental y espiritual.
Más aún, la seriedad total de la vocación monástica podría perderse, si nos
olvidáramos de la urgencia que frecuentemente impulsa al monje a salir de la sociedad.
Sucede a menudo que los mismos monjes vacilan al hablar sobre este aspecto de su
vocación. No quieren parecer como hostiles al mundo, porque piensan que es necesario
reconocer la bondad que hay en él y pasar por alto lo malo. En esto tienen una cierta razón.
Es un problema delicado. El monje lo puede solucionar únicamente si valora al mundo a la
luz de Cristo y no a la luz de la evaluación que el mundo tiene de sí mismo, la cual es
completamente engañosa.
En esta encrucijada de valores, en la que todo hombre de buena voluntad se
encuentra tarde o temprano, el monje juzga a la sociedad actual mediante una opción a la
vez revolucionaria y pacífica, que las presentes páginas tratan de describir. La palabra
tradicional para indicar esta opción en profundidad es «conversión», una conversión total,
un cambio de estructuras vivenciales, mentales y hasta afectivas, para que el Espíritu de
Cristo reine en el corazón humano y en todo el pueblo de Dios. El monje siente la
necesidad de salir de la sociedad envuelta por las tinieblas de la muerte, no para descansar,
sino para realizar esta conversión o, mejor dicho, para permitir que el Espíritu, que renueva
día tras día a su Iglesia, la realice en él.
En consecuencia, aunque el monje debe ser aquel cuyos ojos estén completamente
abiertos al misterio del mal, también debe estar más dispuesto aún a contemplar la bondad
de Dios en la muerte y resurrección de Jesús.
Esto implica, a su vez, un conocimiento profundo del bien que existe en el mundo,
el cual es creación de Dios, y en los corazones de los hombres, todos los cuales están
hechos a imagen de Dios, redimidos por Jesús y llamados por él a la luz de la verdad y a la
unión con él en el amor. El monje no pide que Dios tolere simplemente el mal o lo pase por
alto, sino que enfrenta el valor de la vida resucitada de Cristo con la iniquidad del mundo.
Ésta es la perspectiva de la esperanza cristiana, que cree que el mal, por grande que sea, es
vencido por la verdad y la bondad, las cuales pueden parecer de poca fuerza, pero en
realidad no están sujetas a limitaciones cuantitativas.
Pero, hay que pagar un precio. Si el monje debe ser, como Abraham, un hombre de
fe, no se le permite simplemente establecerse en un nuevo dominio y desarrollar una nueva
clase de sociedad para sí mismo, y allí asentarse para una existencia plácida y
autocomplaciente. Paz, orden y virtud deben caracterizar siempre la vida de la familia
monástica. Pero, también hay sacrificio. Así como Dios exigió de Abraham una docilidad
que prefiguró la obediencia de Cristo hasta la muerte (Fil 2, 8), se le exige también al
monje que corone su renunciamiento al mundo por una renuncia mucho más difícil: la del
propio yo. Esta autorrenuncia se efectúa en primer lugar por la vida de los votos
monásticos, especialmente por la obediencia; pero el sacrificio del yo se consume sobre
todo en el secreto fuego de la tribulación interior. Ésta es la prueba real del monje que
algún día le será requerida y lo despertará verdaderamente. Pero nadie puede predecir
exactamente cuándo el fuego será encendido por el Señor. Puede ser que la prueba
comience en toda su intensidad solamente al llevar el monje muchos años en el monasterio.
No siempre el sacrificio es comprendido por el mismo monje, ni por aquellos que viven.
con él. Su sentido está escondido en el corazón de Cristo. Lo que importa es estar dispuesto
a ofrecer todo, aun lo más querido, si Dios lo pide.
Sólo así se pueden apreciar las palabras de Juan XXIII acerca de la vida
contemplativa en el Císter: “La lglesia, al paso que aprecia bastante el apostolado externo,
tan necesario en nuestros tiempos; sin embargo, atribuye la más grande importancia a la
vida dedicada a la contemplación, y precisamente en esta época demasiado empeñada en
acentuado activismo. Pues el verdadero apostolado consiste en la participación en la obra
de la salvación de Cristo, cosa que no puede realizarse sin un intenso espíritu de oración y
sacrificio. El Salvador liberó al mundo, esclavo del pecado, especialmente con su oración al
Padre y sacrificándose a sí mismo; por esto el que se esfuerza por revivir este aspecto
íntimo de la misión de Cristo, aunque no se dedique a ninguna acción externa, también
ejercita el apostolado de una manera excelente”.
«Dar lugar» al reinado de Cristo es el significado verdadero de toda renuncia
monástica. Pero aunque a veces se la pinta en términos dramáticos, por regla general no
tiene nada de dramático. De hecho, aquellos cuya sensibilidad insiste en hacer una tragedia
de todo lo que les ocurre, no pueden durar mucho en un monasterio. En la vida monástica
se puede hallar una paz y un desapego que no son experimentados ni como dichosos, ni
como amargos. Son tranquilos, pacientes y en cierto sentido indiferentes. Porque la paz real
de la renuncia monástica es a un mismo tiempo normal y más allá del alcance del
sentimiento. Es algo que no se puede conocer antes que uno abandone cualquier intento de
pesarlo o medirlo. Llega a ser evidente únicamente en la medida en que uno olvida sus
propios deseos y no busca agradarse a sí mismo, sino al Señor. Entonces se descubre que
Jesús es el secreto de la soledad.
II. COMUNIDAD CONTEMPLATIVA.
Las moradas de los monjes en las colinas eran como santuarios llenos de coros
divinos, cantando con la esperanza de la vida futura, trabajando para dar limosnas y
preservando el amor y la armonía entre sí. Y en realidad, era como ver un país aparte, una
tierra de misericordia y justicia (San Atanasio de Alejandría, Vida de san Antonio).
Lo que verdaderamente transforma el mundo no es tanto el testimonio singular de
un cristiano, por más santo que sea; lo que cambia al mundo es el testimonio de una
comunidad que vive de la Palabra, se nutre en la Eucaristía y testifica su servicio en la
caridad. Todo lo que tenemos que hacer es formar verdaderas comunidades. Si es una
comunidad que busca la oración, una comunidad que busca el servicio y una comunidad
que vive en la alegría y en la esperanza, es comunidad cristiana. Yo creo que son señales
infalibles de una auténtica comunidad cristiana. Una comunidad que busca la interioridad,
la oración, la contemplación, una comunidad que siente necesidad de orar. Comunidades,
en una palabra, que siguen creyendo en la eficacia transformadora del Evangelio;
concretamente, comunidades que se sienten enamoradas de Jesús.
A lo largo de los siglos, la llamada a abandonar la sociedad y vivir en un desierto
físico o espiritual se ha expresado en formas variadas. En los primeros días del monacato,
había algunos monjes que adoptaban simplemente una vida errabunda en el desierto, sin
morada fija. Otros vivían completamente solos, como ermitaños. Con el tiempo,
descubrieron que se necesitaba cierta forma de vida social e institucional para dar
estabilidad y orden. De esta forma se afianzó la vida común o cenobítica, en la cual la
misma comunidad estaba ubicada en el yermo, o por lo menos alejada de cualquier ciudad,
y en la cual los hermanos preservaban un ambiente de oración por medio del silencio entre
ellos mismos.
Esta combinación de soledad y comunidad concilió las ventajas de la vida apartada
con las de la vida social. El monje no disfrutaba únicamente del silencio y de la libertad
frente a las tareas distrayentes de la actividad mundana, sino también tenía el apoyo y el
aliento de la caridad fraternal. Podía olvidarse de sí mismo en el servicio de los demás,
trabajar por el bien común de la comunidad monástica y alimentar a los pobres. Se
beneficiaba de la obediencia y la dirección espiritual, y lo ayudaba el buen ejemplo de los
demás. Ante todo, podía participar en la oración litúrgica comunitaria en la cual Cristo, el
Señor y Salvador, estaba presente en medio de la asamblea monástica ofreciendo el
sacrificio de alabanza y acción de gracias en los misterios de nuestra fe celebrados por los
hermanos.
En la vida comunitaria no se procuraba solamente que el hermano buscara su propia
salvación o un tipo individualista de contemplación, sino que la misma comunidad era un
sagrado lugar de encuentro entre Dios y el hombre. Aquí el monje se abría a la acción del
Espíritu que lo unía íntimamente con sus hermanos y recibía la fortaleza necesaria para
continuar la contienda solitaria e interior a la cual Jesús lo había llamado.
Los monjes cistercienses se han dedicado desde el siglo XII a esta vida
contemplativa en comunidad, sin perder de vista ni la nota de soledad ni el hecho de que
forman un solo Cuerpo en Cristo resucitado.
Lo que le ayuda al cisterciense a permanecer en cierta medida solitario, aun estando
entre sus hermanos, es ante todo el silencio. Luego el trabajo manual en el campo o en los
talleres tiene algo de solitario y de oración, además de ser el medio por el que el monje se
autoabastece. De este modo también se mantiene libre de los múltiples contactos con el
mundo exterior. Además, raras veces deja su monasterio, y lo hace únicamente por razones
serias.
Así la unión fraterna en la vida comunitaria monástica no es el simple resultado de
la sociabilidad natural, sino que es un fruto del Espíritu Santo, un carisma sobrenatural
otorgado por Cristo resucitado para bien de todo su pueblo. Por lo tanto, debe
considerárselo como completamente distinto de la cordialidad de una comunión natural,
que es buena en su propia esfera. Las amistades del monje dependen de su sensibilidad
respecto al fin hacia el que se orienta toda la comunidad monástica: la gloria de Dios y la
unión con él. Por consiguiente, aunque los valores humanos y la sinceridad de la amistad
juegan un papel importante en la vida cisterciense, la vida de la familia monástica no debe
tender a ser un simple substituto del cariño del hogar natural, al cual el monje ha
renunciado.
En todo caso, la alegría de la vida en el Císter proviene de la entrega generosa a la
tarea espiritual común de alabanza y trabajo, y a la búsqueda en común de «edificar» la
Iglesia en la verdad. La vocación del monje no es la de «encontrar» cómodamente en el
monasterio un ideal monástico ya realizado, que hace suyo con un mínimo de dificultades.
El monaquismo es algo que cada generación de monjes está llamada a «construir» y tal vez
a «reconstruir». De esta manera, nunca se logra completamente el ideal y nadie tiene
derecho a sentirse amargado o defraudado porque no lo encuentre realizado en su
comunidad.
Cada hermano debe a su comunidad el esfuerzo de ayudar o «edificar» a sus
hermanos, trabajando con ellos para preservar y mejorar la vida contemplativa que
comparten y por la cual han renunciado al mundo. Su alegría está basada, en última
instancia, en la verdad y sinceridad con que se entregan a Cristo que vive entre ellos.
Cuando esta verdad está viva en sus corazones, la comunidad monástica es fervorosa y
alegre. Como lo enseña san Bernardo, el cisterciense debe buscar primero la verdad en sí
mismo y en su hermano antes de poder encontrarla en Dios.
El monje encuentra la verdad de Cristo en sí mismo por la humildad con que
reconoce su propia pecaminosidad y sus propias limitaciones. Encuentra esta verdad en su
hermano no juzgando sus pecados, sino identificándose con su hermano, poniéndose en su
lugar, respetando el hecho de que el hermano es una persona diferente, con distintas
necesidades y con una tarea distinta a realizar dentro de la labor única y común a todos.
San Bernardo dice: «La vida del alma es la verdad, y la captación del alma es el amor. Por
eso no puedo explicar en qué modo se puede decir que uno esté vivo, por lo menos en
nuestra vida comunitaria, si no ama a aquellos entre los cuales vive».
Por lo tanto, el amor del monje por su hermano debe ser realista, compasivo y
comprensivo. Un idealismo intolerante, que se impacienta ante cada falta, acusando y
condenando siempre a los otros, es una debilidad encontrada frecuentemente en los
monasterios. Tal actitud demanda la compasión y comprensión de aquellos cuyo amor es
más profundo.
La vida común no impide al monje vivir en cierto modo como un solitario, sino que
lo protege contra los peligros del egoísmo y de la introversión. De este modo purifica y
profundiza la verdadera gracia de la soledad, que es paradójica, pues aumenta con la
caridad.
Ya en el siglo IV Evagrio indicaba esta paradoja, al decir: «El monje es aquel que
está separado de todos y unido a todos». La comunidad contemplativa abre los corazones
de sus miembros a una comunidad más amplia y universal. Un cartujo moderno, anónimo,
explica este fenómeno:
“La vocación del monje lo obliga a vivir apartado del mundo, pero se encuentra en
el corazón mismo de aquello que es más íntimo a cada hombre, su hermano. Está en
comunicación viviente con las aspiraciones esenciales que Dios ha colocado como semillas
en su criatura. La razón de ser del monje está identificada con la razón de ser que está en
todo hombre».
La vocación cisterciense está construida así en una aparente contradicción. Cuanto
más ame el hermano a Dios, más estará unido en una forma silenciosa y oculta a cada
miembro del Pueblo de Dios. La pureza del amor que lo atrae a la soledad para ir con Jesús
al Padre, le abre el corazón al amor y comprensión de su prójimo. Pero el monje no expresa
esta unión por medio de la charlatanería o la conversación exterior, sino que está unido, por
su amor y oración, al ser más propio, íntimo y secreto de todo hombre.
Este hecho aparentemente extraño tiene una sola explicación: el monje no está
unido a Dios y a los hombres por una comunicación natural o por expresiones humanas de
afecto, por buenas que sean, sino por un único Amor que ha nacido en las profundidades de
Dios mismo y se nos ha dado en la Persona del Espíritu Santo. Es el Espíritu quien causa la
secreta fecundidad de la comunidad monástica.
Una consecuencia de esta acción oculta del Espíritu en su Iglesia es que, para
ayudar a otros, el monje no debe tratar de desempeñar actividades que no son propias de su
estado. Tanto como le sea posible, debe buscar adentrarse más en su propia vocación
silenciosa y oculta. Su oración, su renuncia, su amor contemplativo y lleno de esperanza
son su aporte más efectivo a la Iglesia.
Es cierto que esta adoración contemplativa se realiza ya en el corazón del mundo
por los miles de hombres y mujeres entregados a una vida de fe y oración en medio de su
trabajo diario. La oración de estas personas es de grandísimo valor a los ojos de Dios y para
la extensión de su Reino. «Ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Fe activa y fe contemplativa son
mutuamente necesarias, no sólo en la vida total de la Iglesia, sino también en la vida de
cada cristiano. Todos somos llamados a ser contemplativos con Cristo, el gran
Contemplativo. Pero también es verdad que en la historia del Pueblo de Dios siempre
aparecen lugares fuertes de oración donde se excluyen finalidades secundarias para dar una
preeminencia más total al don contemplativo, mediante un estilo de vida ordenado a su
desarrollo. Esto se debe al hecho de que la gracia contemplativa, común a toda la Iglesia y
activa de alguna manera en el corazón de todo hombre, tiende a hacer girar la existencia
humana en torno suyo. Así, sin la fidelidad del monje a su disciplina constante de
humildad, soledad y caridad contemplativas y sin una comunidad estable y organizada para
expresar en alma y cuerpo estos valores evangélicos el don general de oración, que el
Espíritu otorga a su Pueblo, se iría debilitando, como lo demuestra la experiencia de
muchos siglos. El carisma monástico de oración y disciplina comunitarias es absolutamente
necesario para el bienestar de la Iglesia entera: para su apostolado y para su oración.
Dicho esto, es verdad que a veces Dios puede pedir, como una excepción a la norma
general, un apostolado especial y más exterior de parte de algún miembro de una
comunidad contemplativa. Sin embargo, la vocación monástica no puede ser entendida en
este sentido. El modo más efectivo en que el monje participa en la actividad evangelizadora
de la Iglesia es ser, en toda su plenitud, el que está llamado a ser: un hombre de silencio y
de oración, que ha seguido a Jesús al desierto y allí se queda con sus hermanos. Sólo así
cumplirá esa misión profética de la vida monacal que consiste en mostrar visiblemente o
por lo menos sugerir, algo de aquello hacia lo cual tiende toda vida humana: la vocación
final y única para todos de unión con Dios en el amor. La experiencia ha demostrado que
incrédulos o católicos no practicantes, que no sienten más que desprecio y desconfianza por
el mensaje de apóstoles activos, pueden encontrarse extrañamente conmovidos por el
espectáculo de una comunidad de monjes silenciosos, quienes han optado por vivir al
margen de la sociedad y muestran que el ser humano puede encontrar una nueva plenitud
espiritual al vivir así no prestando atención a las modas de la sociedad, ni a sus placeres
efímeros o intereses superficiales, sino orando por las necesidades profundas y
frecuentemente trágicas que la afligen.
III. RENOVACIÓN.
«Hermanos, los atletas se privan de todo, y lo hacen para obtener una corona que se
marchita; nosotros, en cambio, por una corona incorruptible. Así, yo corro, pero no sin
saber a dónde; peleo, no como quien da golpes en el aire. Al contrario, castigo mi cuerpo, y
lo someto a esclavitud, no sea que después de haber predicado a los demás, yo mismo
quede descalificado. (1Cor 9, 25-27).
“No juzgues los preceptos del Señor como fábulas, sino deja tu corazón ser siempre
solícito con ellos. No permitas que ninguna adversidad del mundo aparte tu alma de los
preceptos y mandamientos de Dios o de aquel amor que está en Jesucristo nuestro Señor, ni
que la continua buena suerte te infle, sino en ambos casos sé moderado. Cualquier cosa que
se te ordene en nombre de la religión, acéptala sin reserva y obedece. Y aun si fuera más
allá de tus fuerzas, no la menosprecies o evites, sino explica con toda honestidad la razón
de tu incapacidad a aquel que te la mandó, de manera que aquello que era pesado para ti,
pueda ser aligerado por la moderación de él y tú puedas estar libre del vicio de
contradicción. No busques de los hombres recompensa de tu paciencia para que en el futuro
puedas recibir una recompensa eterna del Señor eterno… Corramos, entonces, hacia él y
unámonos en su Amor, amando a nuestro prójimo como a nosotros mismos. El que ama a
su prójimo, es llamado hijo de Dios; el que por el contrario lo odia, es proclamado hijo del
demonio. Aquel que ama a su hermano, tiene su corazón tranquilo; pero el que lo odia, está
rodeado por una gran tormenta (San Basilio, Admonición a un hijo espiritual).
La vida monástica es esencialmente ascética. Demanda un espíritu de sacrificio y de
disciplina, en especial al comienzo. Este sacrificio es ante todo el trabajo de poner en
práctica las palabras del Evangelio, porque es la fe cristiana la que da al ascetismo
monástico su carácter específico como seguimiento de Cristo. El monje busca ser ante todo
discípulo perfecto de Cristo. Ha renunciado a todo, no para encontrar tranquilidad interior,
sino para seguir a Jesús. Hemos dejado a nuestras familias, al mundo, a la esperanza de una
profesión (ver Lc 14, 26), para mejor ser sus discípulos. Es cierto que podríamos haber sido
sus discípulos permaneciendo más directamente inmersos en el mundo; pero el deseo de dar
a la Palabra de Dios una total atención inspira al monje a renunciar a la vida más activa y
preocupada de Marta, a fin de sentarse más permanentemente a los pies de Jesús como
María (Lc 10, 38-42). El monje tiene hambre de la «justicia» que se encuentra solamente en
la obediencia a la Palabra de Dios (Mt 5, 6). Desea ser el amigo de Jesucristo, y en
consecuencia busca conocer su voluntad en todo, para ser cabalmente obediente (Jn 14, 15.
23-24). Cree que si hace la voluntad de Cristo en todas las cosas, no sólo será agradable al
Padre, sino que llegará a conocer y experimentar la presencia íntima y amante de Cristo,
tanto en su propio corazón como en la hermandad monástica. «El que cumple los
mandamientos que recibió de mí, ése me ama. Y el que me ama, será amado por mi Padre,
y yo le amaré, y me manifestaré a él» (Jn 14, 21).
La Regla de san Benito es simplemente una aplicación de los mandamientos y
consejos evangélicos a la vivencia monástica. Su propósito es ayudar al hombre en su
totalidad –cuerpo, alma y espíritu– a responder a la invitación y al desafío de Cristo. Para
esto, ofrece un sabio conjunto de métodos espirituales, conocidos como «observancias» o
«ejercicios», que corresponden fundamentalmente a diversos aspectos de la vida de Jesús.
La disciplina cisterciense busca interpretar la Regla para el bien espiritual del monje en la
situación concreta de hoy. En consecuencia, aunque sus normas no deben ser consideradas
como mandamientos, representan sin embargo lo que es agradable al Padre, y así el
discípulo las aceptará y las obedecerá con entusiasmo, porque cree que tendrán un efecto
vivificante y saludable, ya que por su vocación ha sido llamado a esta forma específica de
imitar a Jesús.
Es en este punto donde ciertas costumbres antiguas y tradicionales plantean un
problema. Si ya no tienen un significado evangélico accesible al hombre moderno, se
convierten en gestos vacíos de valor formativo profundo. La renovación de la disciplina
monástica implica eliminar aquellos detalles de observancia que en realidad ya no cumplen
una misión educativa o santificante en la vida del monje. Por otro lado, el monje moderno
tiene que evitar una excesiva impaciencia por prácticas de hondo significado que no pueden
ser comprendidas sino después de un cierto entrenamiento y aplicación personal. Ésta es
una de las funciones del noviciado y del período formativo posterior: asegurar que el joven
monje entienda el propósito de la vida monástica y sea sensible a los valores evangélicos
que subyacen tanto en sus formas externas como en las más interiores. Si el hermano se
sirve de ella correctamente, la disciplina corporal le ayudará a adquirir un nuevo estilo de
actuación y una sensibilidad más profunda, diferente de la que tenía antes de ser llamado al
monasterio.
En la vida ascética del monacato primitivo se dejaba un amplio margen a la
atracción personal. Algunos monjes se dedicaban a largos ayunos u otras prácticas
especiales, tales como la reclusión, la vida errabunda, el silencio total, etc. Al organizarse la
vida monacal, los Padres, tanto de Oriente como de Occidente, estuvieron todos
básicamente de acuerdo en los siguientes puntos:
1. El oficio de oración comunitaria debía ser relativamente breve y sencillo.
Se consideraban suficientes doce Salmos para las vigilias nocturnas y menos para
los oficios durante el día, a fin de establecer, por medio de la transparencia
espiritual de los Salmos e himnos, un ritmo de oración a la vez pausado y
cautivador.
2. El trabajo manual, que, en lo posible, debía mantenerse lo suficientemente
simple como para poder combinarse con la oración interior, era un elemento clave
en la vida del mon je. El hermano nunca debía quedarse ocioso, ni siquiera con el
pretexto de la contemplación. Debe ganarse la vida con su trabajo. Pero, como
insistía san Jerónimo, no debe trabajar con sus manos sólo para ganarse el pan, sino
ante todo para el bien de su alma.
3. Aunque muchos de los primitivos monjes coptos y sirios fueran
analfabetos (san Antonio, por ejemplo), no obstante, todos debían estar
familiarizados con las Escrituras antes de poder emprender seriamente la vida
monástica, ya que la Palabra de Dios tenía que ser el alimento principal de su
espíritu en la soledad. Así, la lectura sagrada fue uno de los elementos más
importantes del programa de los primeros legisladores monásticos, como san
Pacomio. A la luz de la verdad revelada en Cristo, el hermano llegaba a conocerse a
sí mismo, aprendía compasión hacia el prójimo, comprendía las razones para la
humildad y el autodominio, lograba un aprecio del silencio, veía cada vez más
claramente cómo la realidad del amor de Dios lo engloba todo. La lectura sagrada se
convierte así en el método de oración típico de la espiritualidad benedictina,
transformándose espontáneamente en meditación y conduciendo al monje con el
tiempo a una absorción en Dios sencilla, silenciosa y contemplativa, alimentada del
rumiar de la Palabra divina.
4. En los tiempos primitivos, la prudencia monástica insistía que estos tres
elementos de la vida monacal –liturgia, trabajo, lectura– debían equilibrarse
correctamente. No se debía permitir que uno de ellos ocupara el tiempo y las
energías que con justicia correspondían a los otros. Se ha calculado que en las
primeras comunidades benedictinas se dedicaban tres o cuatro horas diarias al opus
Dei (oración litúrgica), tres o cuatro más a la lectio divina (lectura y estudio
meditativos), siete u ocho al trabajo manual y el resto a las comidas, el descanso y
otras necesidades.
5. El propósito de esta vida equilibrada era bien definido. Los primeros
Padres creyeron que la moderación y el equilibrio de oración en común, lectura
meditada y trabajo capacitarían a cualquier monje normal para «orar sin cesar», no
en el sentido de que debería estar en constante tensión, forzándose a pronunciar
fórmulas de oración, sino que en esta vida simple, equilibrada, saludable y sana no
le sería difícil permanecer constantemente en presencia de Dios. Al vivir el hermano
en un espíritu de fe, amor y sencillez, podría unirse a Jesús a través de todos los
incidentes y deberes habituales de la jornada monástica. Con el tiempo, muchas
comunidades miraron con demasiada exclusividad a la liturgia como camino de
oración, y, por lo tanto, la renovación cisterciense del siglo XII hizo hincapié en el
estilo primitivo de oración más sencilla e interior.
6. Era imprescindible que esta vida equilibrada, orientada a la oración,
transcurriera en un ámbito de paz y silencio. En consecuencia, varias cosas eran
necesarias: primero, la comunidad monástica tenía que estar separada del mundo
exterior, ya sea por una especial construcción y distribución de las dependencias del
monasterio, ya por la misma distancia geográfica. Los contactos entre los monjes y
la gente de paso habían de limitarse rigurosamente. En segundo lugar, la pobreza
material de la comunidad tenía que ser de tal índole, que los hermanos no sufriesen
normalmente la angustia económica ni la necesidad de pedir limosnas, y, sin
embargo, no debieran tener absolutamente nada bajo título personal. La práctica de
la pobreza cenobítica era necesariamente diferente de la del ermitaño; pero ambas
estaban en función de la libertad frente a la sociedad y de la perseverancia en la
oración. Así también el trabajo debía ser a la vez productivo y simple, sin
convertirse en un negocio de gran envergadura. Finalmente, los contactos entre los
mismos hermanos tendrían que restringirse por la práctica del silencio monástico.
7. Dado que estas normas para oración comunitaria, trabajo manual, estudio,
soledad, pobreza y silencio tenían que ser mantenidas por una autoridad, estaba
implícito algún tipo de organización, aun para los grupos de ermitaños. A la cabeza
de la hermandad monástica estaba un monje mayor, de reconocida experiencia y
santidad, al cual los demás obedecían en todo, no tanto porque estuviera investido
de autoridad canónica, sino porque creían que la obediencia es en sí misma un
camino ascético de alto valor, que los conduciría a la santidad, al unirlos más
estrechamente a Cristo en el vínculo del Espíritu de Amor, librándolos de su terca
voluntad propia. Como decía uno de los primeros cistercienses, Isaac de la Estella:
«¿Quieres saber por qué, tanto en nuestro trabajo como en nuestro descanso,
seguimos el criterio y las órdenes de otro? Es porque al hacerlo, imitamos más
totalmente a Cristo como hijos muy queridos y caminamos en el amor con que El
nos amó, el cual se hizo obediente en todo por nosotros los hombres, no sólo como
remedio, sino como ejemplo, para que vivamos como Él vivía en este mundo. Por
naturaleza, el hombre está sujeto a Dios; el pecado lo subyugó al enemigo; la
reconciliación hace que se someta a su mismo hermano y consiervo». De esta forma
el carisma de la obediencia tiene un papel importante en la vida monástica: es un
signo de reconciliación, un testigo del reinado de Dios, una prenda en fe de la
resurrección de Cristo. Sin tal obediencia no puede haber amor profundo. Al
renunciar la propia voluntad para hacer la de otro, se asientan las bases de una
amistad abnegada, que es la señal por la cual todos los hombres pueden reconocer a
los discípulos de Cristo (Jn 13, 35). La obediencia es también la gracia que prepara
al alma del monje para la contemplación, porque se recibe la contemplación en
obediencia al Espíritu Santo, y no se le puede obedecer sin haber aprendido primero
a reconocer su voluntad manifestada por medio de los superiores humanos. Así otro
cisterciense, san Elredo, decía: «A quienes Cristo alimenta en el espíritu (por la
gracia de la oración), los hace primero obedientes en la verdad».
8. A medida que transcurrió el tiempo y para estabilizar la comunidad
monástica, los monjes hacían votos formales. En su profesión el cisterciense
promete obediencia, estabilidad y «conversión de vida», según la Regla de San
Benito. El voto de conversión de vida es en realidad una solemne promesa de
fidelidad a las prácticas esenciales de la vida monástica, entre las cuales están la
pobreza y la castidad que posteriormente, en otros institutos religiosos, se
convirtieron en objeto de votos separados. Pero el voto de conversión de vida abarca
también todo lo característico de la vida del monje: seguimiento de Cristo,
renuncias, soledad, oración y servicio fraterno. El voto especial de estabilidad añade
a esto una referencia al vínculo indisoluble entre los hermanos y expresa la fidelidad
de Cristo a su Iglesia: el monje promete vivir y morir en la comunidad que lo recibe
en su seno el día de su profesión.
Estos ocho principios esenciales permanecen invariables, no importa cuánto puedan
variar las circunstancias de tiempo y espacio. Cualquier renovación monástica que se lleve
a cabo en nuestra época, debe tenerlos claramente en cuenta. De lo contrario, la «reforma»
de la vida monástica será únicamente su deformación. Todos aquellos que desean ser
monjes, deben tomar conciencia de esto desde el comienzo. Cuando entran en la vida
monástica, deben advertir los constitutivos básicos de la misma: su silencio y apartamiento
de la sociedad su espíritu de oración y austeridad, su trabajo y sacrificio en servicio de los
hermanos, la sencillez, humildad y escondimiento esenciales de ella. En una palabra, su
naturaleza «contemplativa».
En realidad, la orientación contemplativa de la vida en el Císter es la única clave
para comprender los distintos aspectos de su disciplina corporal, mental y espiritual. Sin
ella, nada tendría su verdadero sentido. La renovación de vida en los monasterios
cistercienses del mundo entero se ha llevado a cabo durante los últimos años en base a este
principio. Por otra parte, una vida orientada así a la plenitud de la oración cristiana
corresponde profundamente a la sed de liberación que experimenta el hombre de nuestro
tiempo y a la naturaleza contemplativa de la Iglesia, Esposa y Cuerpo de Cristo, el gran
Orante.
IV. CAMINO DEL SILENCIO.
“Un silencio sereno lo envolvía todo, y al mediar la noche su carrera, tu Palabra
omnipotente, Señor, se lanzó como guerrero invencible desde el trono real del Cielo”
(Sabiduría, 18, 14-15).
El silencio es el misterio del mundo venidero. El habla es el órgano del mundo
presente. Muchos buscan con avidez, pero encuentran únicamente aquellos que permanecen
en silencio. Todo hombre que se deleite en una multitud de palabras, aun cuando diga cosas
admirables, está vacío por dentro.
El silencio te iluminará en Dios y te librará de las fantasías de la ignorancia. Te
unirá a Dios mismo y te dará un fruto que la lengua no puede describir. Al principio
tenemos que esforzarnos para estar en silencio. Pero después, desde el seno de nuestro
mismo silencio nace algo que nos atrae a un silencio aun más profundo. Que Dios te dé una
experiencia de este «algo» que nace del silencio. Si lo practicas, amanecerá en ti una luz
indescriptible (Isaac de Nínive).
Se dice que el templo de Salomón fue edificado con piedras extraídas y labradas
bajo tierra, a fin de que ningún sonido de martillo y cincel quebrara el silencio sagrado en el
cual se levantaban hacia el cielo las paredes de la casa del Señor. El sentido espiritual de
este silencio simbólico es el «misterio del mundo venidero». Su realización en la vida de
Jesús es muchas veces pasado por alto, y sin embargo, es muy significativo: el silencio de
Belén y de Nazaret, la vida oculta de trabajo manual, el sufrimiento interior de la
incomprensión, las largas noches de oración con su Padre, la callada experiencia del
desierto que le prepara para el silencio redentor de su Pasión y Resurrección. Gracias al
silencio de Cristo, la tierra se abre a la Palabra omnipotente de Dios y el mundo venidero se
hace ya presente. El monje busca entrar en esta realidad y la abraza como uno de los rasgos
importantes de su vida, no como voto de silencio absoluto, sino como disciplina de un
nuevo amor que lo conduce al Corazón de Cristo, a su propio corazón y al de su hermano.
En estos últimos años, se ha escrito mucho sobre la trágica pérdida de silencio ocurrida en
la vida del siglo veinte. La vida humana necesita una base de silencio que dé significado a
las palabras. El simple fluir incesante de palabras, sonidos, imágenes y ruidos estrepitosos
que atacan constantemente los sentidos del hombre de la ciudad, debe ser considerado
como un problema serio. No es solamente que el volumen del ruido desgaste el equilibrio
nervioso del hombre y lo enferme, sino que la sobreproducción de palabras y conceptos
constituye una amenaza a su salud espiritual. De aquí la importancia de redescubrir el
silencio religioso. El Concilio Vaticano II nos lo recuerda al decir que se deben mantener
momentos de silencio en el culto de la Iglesia. Uno de los elementos más importantes en la
liturgia es el escuchar la Palabra de Dios leída en la asamblea santa y luego participar en la
respuesta colectiva. Se requiere un mínimo de silencio interior para que este acto de
escucha sea efectivo, lo que implica a su vez la habilidad de abandonar las propias
preocupaciones y la congestión de los pensamientos habituales, para poder abrir libremente
el corazón al mensaje de Jesús que nos habla en el texto sagrado.
El silencio es importantísimo para la libertad espiritual. Libertad frente a las
fastidiosas demandas del mundo, de la carne y de la voz más oculta y siniestra de ese poder
maléfico que nos hace cautivos de la codicia, la lujuria y la violencia. A fin de ser libres de
esas fuerzas, tenemos que aprender cómo desistir de nuestro diálogo con ellas. Se trata más
de una actitud que de una mera ausencia de palabras.
Pablo el Diácono, al comentar la Regla de san Benito en el siglo IX, decía: «El
silencio nace de la humildad y del temor de Dios… La humildad perfecciona al hombre en
la serenidad del cuerpo, y la seriedad lo perfecciona en la práctica del silencio». Aquí se
refiere a la seriedad como a una profunda actitud interior de gravedad y reflexión, una
tranquilidad de ánimo que brota del autodominio, una sensibilidad espiritual que, al juntarse
con las otras cualidades del silencio, libera al hombre de la necesidad de responder
enseguida a cada llamada apasionada que puede sobrevenir desde dentro o fuera suyo. Este
silencio es una «seriedad» de todo el ser, una actitud de desapego y de amistad, no una
simple negación. El verdadero silencio monástico no es un comportamiento farisaico que
atrae la atención sobre sí mismo, al decir: «No soy como tú». No es la necesidad tiránica de
hacer valer los propios derechos, llamar la atención, reclamar satisfacciones, dar una buena
impresión y «ser alguien». El verdadero silencio es una especie de sencillez y
transparencia, reveladora de un hombre que es igual a cualquier otro, pero que vive en un
nivel diferente y más profundo, porque es capaz de prestar atención a otras voces.
Por consiguiente, es fácil ver la importancia del silencio en el ascetismo monástico
tanto en las horas de mayor soledad como en los diálogos personales o comunitarios.
Ambas circunstancias reclaman al monje el doble fruto de su silencio: la escucha acogedora
y la liberación interior. Si quiere «hacerse extraño a la conducta del mundo», como dice san
Benito, entonces el silencio es una de las principales prácticas liberadoras de las que tiene
que valerse. Es una característica del mundo hacer que sus ciudadanos busquen tener éxito,
causar buena impresión, ser famosos. Pero las cosas que el monje busca no pertenecen al
mundo de la fama, y él no se vende de esa forma. Para él, más vale ser desconocido que
famoso. Esto le da libertad para pasar por alto todo lo que sea irrelevante a la vocación que
ha recibido: compartir el anonadamiento de Cristo, para poder compartir su resurrección.
El monje que no goza de auténtico silencio interior, todavía está dividido por dudas y
vacilaciones al experimentar un vacío de este género. No puede estar seguro de que no
pierde nada al no prestar atención a lo que otros dicen, piensan y hacen. El hermano
auténticamente silencioso, en cambio, no es indiferente hacia los demás, lo que sería una
forma de enfermedad, pero no se preocupa por verse excluido de ciertas cosas. Tampoco
desdeña los problemas sociales o políticos, pero sabe que si hay novedades en el mundo
que él debe conocer, Dios y sus superiores asegurarán que las conozca.
Dado que el monje cisterciense se encuentra relativamente libre de la tarea y la
obligación de predicar a los demás y de ayudarlos directamente a afrontar sus dificultades,
tiene esta enorme obligación de liberarse de sí mismo interiormente y escuchar la voz del
Señor. Ésta no es simplemente un lujo contemplativo que la Iglesia «tolera» de mala gana;
es una obligación y una misión que ella le da. Su función es semejante a la del vigía en la
torre que escucha en la noche desierta noticias provenientes de otro país. Tiene que estar
profundamente atento a cualquier mensaje que venga de Dios, de quien espera aprender
cómo ser transformado en un hombre nuevo y cómo comunicar esta gracia secreta y
poderosa al resto del pueblo.
Así se explica el testimonio a favor del silencio contemplativo de parte de
centenares de sacerdotes y laicos comprometidos en obras más directamente pastorales. Es
significativo que uno de los hombres más santos y ardorosos en el movimiento de
sacerdotes obreros en Francia atestiguara su valor. El padre Henri Perrin, jesuita, escribió
durante un retiro prolongado: «En estos meses he visto cada vez con mayor certeza que
puedo hacer más por nuestros jóvenes cristianos dentro del silencio de mi celda que en los
fines de semana que acostumbraba dedicar a los grupos de Acción Católica».
La finalidad principal del silencio monástico es preservar, como estilo permanente
de vida, esta atención a otro mundo, este recuerdo de Dios que es mucho más que una
simple memoria. Es una conciencia total de la presencia divina que es imposible sin el
silencio, el recogimiento y un cierto apartamiento, dentro de un ambiente general de
verdadero amor. Frente a la inmensidad de esta Presencia, el monje adoptará
espontáneamente una actitud de quietud enamorada, que poco a poco toma posesión de toda
su existencia convirtiéndola en oración. Los intercambios fraternales tienen que respetar y
favorecer esta forma de oración continua. Incluso, en algunos monasterios antiguos, los
días de mayor silencio eran las fiestas y los días especiales, como cuando el monje emitía
sus votos, o los días entre la muerte y el entierro de un hermano, en los cuales todos se
adentraban más profundamente en el secreto amor de Cristo, en las realidades últimas y el
mundo venidero.
La verdad es que el hombre moderno, a pesar de un cierto entusiasmo por métodos
de meditación, no está tan a gusto en un silencio como éste. Muchos se sienten al comienzo
replegados sobre sí mismos, desconcertados, artificiales al tener que evitar ruidos y
callarse. Esto puede ser una dificultad para algunas vocaciones monásticas, y uno de los
frutos de una buena formación en la vida cisterciense es saber compaginar el silencio con
una comunicación fraterna sana y necesaria. Así, el que puede realmente vivir en silencio
estará tranquilo y en paz en medio de otros hombres silenciosos. Amará simple y
espontáneamente los momentos de mayor convivencia, como también los momentos
cuando puede estar más a solas con Dios, caminando, leyendo, rezando o meditando.
Aprenderá a descansar en Dios, vivir en silencio con Jesús y con María, quien, ella misma,
guardaba calladamente la presencia oculta de su Hijo, meditando todo en su corazón. El
ejemplo de la Virgen enseñará al monje cómo el silencio es ya una verdadera
comunicación, y el hablar y el callarse son dos expresiones mutuamente necesarias de la
amistad, que deben abrirlo a la fuente de toda amistad humana en la Persona de Jesús.
En última instancia, el silencio del Císter no es tanto una práctica, sino una gracia,
un don de Dios. Aquellos que desean este gran don, tal vez tendrán que reconocer su
incapacidad natural para lograrlo por su propio esfuerzo. Deberán pedirlo humildemente en
oración. También tendrán que aprender a ser dignos de este regalo sufriendo pruebas en
silencio por largo tiempo. Por el sufrimiento silencioso en imitación de María, se llega a
conocer el profundo gozo interior que únicamente el silencio hace accesible para el corazón
que busca a Dios.
V. VOCACIÓN.
Entrad, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor creador nuestro,
porque él es nuestro Dios y nosotros su pueblo
el rebaño que él guía.
Ojalá escuchéis hoy su voz;
no endurezcáis vuestro corazón.
(Salmo 94, 67).
El que entra por la puerta es el pastor de las ovejas. El guardián le abre y las ovejas
escuchan su voz. Él llama a cada una por su nombre y las hace salir. Cuando ha sacado a
todas, va delante de ellas y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz (Jn 10, 2-4).
Jesús se comparó con un pastor, al decir que sus ovejas reconocerían el sonido de su
voz, lo mismo que él las reconocería a ellas. Una de las verdades básicas de la fe cristiana
se expresa en esta idea de la llamada divina y la respuesta del hombre. Toda la vida
cristiana está reseñada en esta vocación y respuesta que el Evangelio describe repetidas
veces.
Cristiano es aquel que ha escuchado la llamada de Cristo y respondido
personalmente. Por tanto, no es correcto pensar que únicamente tienen «vocación» los que
están en monasterios, conventos, seminarios, comunidades religiosas o casas parroquiales.
Todo cristiano tiene la vocación de ser discípulo de Cristo y seguirlo. Algunos lo siguen en
el matrimonio, que, a pesar de no imitar su vida célibe, participa no obstante del misterio de
su presencia en el mundo (Ef 5, 25-31). Otros siguen a Jesús al vivir en castidad, pobreza,
obediencia y servicio a los demás en el amor. El monje no tiene dos vocaciones, una como
cristiano y otra añadida por su estado de monje. Su vocación monástica no es más que un
simple desarrollo de su propia vocación cristiana, un paso más en el camino elegido
personalmente para él por Jesucristo. Feliz el hombre que escucha la voz de Cristo
llamándolo al silencio, a la soledad, la oración, la meditación y al estudio de su Palabra.
Esta llamada para vivir apartado con Cristo y subir con él a la montaña para orar»
(Lc 9, 28), es rara y especial, de manera particular en nuestros días. Pero también es muy
importante para la Iglesia, y por esta causa aquellos que creen ver indicaciones de esta
vocación en sí mismos o en otros, deben encarar el hecho con seriedad y hacer algo al
respecto en un espíritu de oración y prudencia.
La paz de la soledad y el apoyo de la comunidad contemplativa tienen un atractivo
especial para mucha gente, y no es de extrañar que en nuestros tiempos se presenten
muchos aspirantes en los monasterios más estrictos, buscando precisamente la vida austera
y dedicada de aquellas comunidades que han renunciado más explícitamente al mundo. Una
atracción por el silencio y la oración, un deseo generoso de abrazar la disciplina y ofrecer
los años maduros en sacrificio a Dios, puede ser un signo de vocación auténtica. Pero no
basta la sola atracción. Ni su ausencia es garantía de que falte tal vocación.
Una vida de piedad extraordinaria tampoco es necesariamente una señal de que uno
sea apto para la vida contemplativa. Con frecuencia, hay personas que viven como buenos
católicos en el mundo, pero al entrar en clausura se vuelven demasiado introspectivos y
replegados sobre sí mismos. Sus ejercicios de piedad se hacen artificiales, forzados y
excesivos. Un monje debe tener la personalidad bien equilibrada y su enfoque religioso
debe ser sincero y profundo. Como lo indica san Benito, debe buscar a Dios con sinceridad
y poder vivir socialmente, con llaneza y caridad hacia los demás. Debe tener un
fundamento sólido de actitudes cristianas, una capacidad de servir alegre y generosamente,
ser humilde y bondadoso, y sobre todo flexible para poder cambiar y aprender. Una persona
aparentemente muy piadosa, o que parece conocerlo todo sobre la vida interior, puede
malograrse en un monasterio debido a su incapacidad para cambiar y aprender nuevos
caminos del espíritu.
A veces los que se sienten agobiados por el peso del trabajo en el apostolado activo
se vuelven hacia los claustros contemplativos en busca de paz y descanso; pero esto no es
normalmente la solución a sus problemas, aunque siempre hay algunos hermanos en las
comunidades monásticas que se han adaptado bien después de comenzar en la vida activa.
Al seguir una llamada a cualquier vida religiosa o sacerdotal, se trata de una elección libre,
pero debemos recordar siempre que la elección fue hecha primero por Dios (Jn. 15, 16). Sin
embargo, la elección divina puede manifestarse en forma oscura y extraña. Frecuentemente,
es difícil explicar qué constituye una vocación. A esta pregunta no hay que contestar en
forma abstracta, sino en cada caso concreto, sobre la base de la experiencia y la prudencia
de quienes estén capacitados para ayudar al candidato a discernir lo que Jesús está diciendo
y a dar una respuesta.
Al hablar san Elredo acerca de la vocación cisterciense en particular, dice:
«Vosotros estáis llamados por admoniciones exteriores, por buenos ejemplos y por
inspiración secreta».
Así la idea de la vida monástica se despierta a veces por una advertencia, por la
sugerencia de un sacerdote o amigo espiritual y hasta por una observación casual. A veces,
también, el ejemplo de uno que abandonó el mundo para vivir en una comunidad
contemplativa puede llevarnos a pensar seriamente en hacer lo mismo.
A veces, un hombre es conducido a la vida monástica por una atracción profunda,
persistente y duradera, con una convicción interior cada vez más manifiesta, de que eso es
lo que debe hacer. Esto puede involucrar mucha incertidumbre y un intenso conflicto
interior. Relativamente pocas vocaciones se deciden sin lucha. Pero cualquier católico que
busque con sinceridad entregar su vida a Dios en un monasterio, que comprenda a qué está
destinada la vida monástica y esté dispuesto a aceptarla como es en realidad, puede pedir
ser admitido.
Sin embargo, el candidato tiene que reunir ciertas condiciones físicas, mentales y
espirituales. Ante todo, debe ser maduro: veinte años es la edad mínima para la mayor parte
de nuestras comunidades. Debe tener la salud necesaria para vivir según la Regla y las
normas de la Orden, con su régimen de vida, trabajo manual, vigilias, convivencia, etc. Una
excesiva susceptibilidad sería un contrasigno.
Por lo menos se requiere una educación primaria, y en algunos casos los hermanos
que aconsejan al aspirante pueden decidir que, según sus posibilidades, termine el
bachillerato o curse estudios universitarios antes de entrar. Por otra parte, la madurez
afectiva es más importante que la mera formación intelectual. En cuanto a las condiciones
morales, es lógico suponer que cada uno que pide ser admitido no sea ya un modelo de
perfección, pero tiene que tomar las cosas en serio y debe tener cierta garantía, basada en la
experiencia, de que es capaz de cumplir las obligaciones impuestas por los votos. Una
súbita conversión después de una vida desordenada no es necesariamente un signo de que
se tenga también vocación a la vida monástica. Por el contrario, en tales casos se requiere
un período prudencial de espera y prueba, que puede extenderse durante varios años.
Es importante comenzar bien en la vida monástica, abrirse con confianza a los que
nos enseñan, abandonarse en fe al cuidado misericordioso de Dios. Quien no nos abandonó
cuando estábamos lejos de El, nos dará ciertamente el buen Espíritu que nos hace falta al
tratar de seguir su voluntad. Si Dios parece ocultarse de nosotros y si hay momentos en el
monasterio en los cuales pensamos que vamos para atrás en lugar de progresar, debemos
comprender que esto es parte de su plan para nosotros. Es una prueba para nuestra fe.
Aún más importante es perseverar. El monasterio no existe como una casa de retiro
temporal, de la cual se puede regresar fácilmente al mundo y retomar a las cosas donde se
paró. La vocación monástica es para toda la vida, y aquel que entra en un monasterio no
debe hacerlo simplemente para ver lo duro o lo fácil que es. No importa lo duro o lo fácil de
la vida monástica, sino la fidelidad con la cual uno la abraza como voluntad de Dios, y
continúa obedeciendo cualquier indicación de esa santísima voluntad, hasta la muerte. La
verdadera belleza de la vocación monástica reside en la imitación permanente y palpable a
la obediencia de la Virgen María al recibir ella la Palabra de Dios en cuerpo, alma y
espíritu. Esta misma Palabra empuja al monje a ir con Jesús a la soledad, para continuar
allí, en provecho de todo su Pueblo, la búsqueda del rostro del Padre. Como con Abraham,
no se trata de una gira de pocas semanas, sino de toda una vida de fidelidad en busca de la
tierra prometida por Dios mismo.
El que escucha la voz del Señor debe reconocer que está llamado a una aventura
cuyo final no puede prever, porque está en manos de Dios. Éste es el riesgo y el desafio de
la vocación monástica: entregamos nuestras vidas en manos del Señor para no recuperarlas
ya nunca más. El amor filial y constante a María, nuestra santísima Madre, dará a nuestra
entrega una generosidad más espontánea y hará que todo nos conduzca más rápidamente a
Jesús. En cuanto a los resultados, las esperanzas, los temores, las necesidades y las
satisfacciones que experimentaremos: ni nos hacemos ilusiones, ni los evitamos. Nuestra
tarea es buscar primero el Reino de Dios en soledad, oración y servicio fraterno. Lo demás
se dará por añadidura.
Texto de Thomas Merton (“The Cistercian Life”),
Adaptado para la Revista CISTERCIUM (nº 212, 1998).
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