Documento 3115330

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 LA CELEBRACIÓN DE LA INEFICIENCIA SOCIAL EN EL MUNDO VITAL Muchas veces me he planteado la siguiente cuestión: es indudable que desde siempre ha tenido que ser para muchos hombres uno de los tormentos más angustiosos de su vida el contacto, el choque con la tontería de los prójimos. ¿Cómo es posible, sin embargo, que no se haya intentado nunca -­me parece-­ un estudio sobre ella, un ensayo sobre la tontería? José Ortega y Gasset, “La rebelión de las masas”(1937) -­‐-­‐-­‐nota al capítulo VIII ¿Forma o debe formar parte lo imbécil de lo social y de los estudios sociales? ¿Hay alguna razón para que en las investigaciones sociológicas no haya nunca malos actores sociales? ¿Por qué en ellas la realidad social parece poseer un aura venerable que no tiene en la vida cotidiana? ¿No debería la ciencia reconocer la existencia de la cualidad chapucera de la realidad social? Lo idiota es una de las grandes ausencias en la investigación social. Aunque la realidad de su existencia en nuestra vida cotidiana no supone mayor problema, lo cierto es que la estupidez y la investigación científica no parecen elementos conjugables y su sola aproximación parece hacer saltar todas las alarmas que la identifican con el reverso de la misma estructura y tejido de la ciencia. Es bastante probable que detrás de tal prevención hacia lo imbécil esté el dudoso supuesto de que si la ciencia es eficiente y rigurosa en sus comprobaciones, el objeto de estudio deba tener también esas cualidades en su tipo especial de efectividad organizativa. Sin embargo no está nada claro que deba ser así. Como si la ciencia no pudiera ocuparse de la metodología averiada de una realidad social mal producida, de los malos actores sociales, de los sistemas ineficientes y de esos mecanismos sociales que, aunque en algunos estudios siempre funcionan, sabemos que en la realidad empírica están, sin embargo, sujetos a todo tipo de arbitrariedades y equívocos. Esa realidad social defectuosa –y nada científica-­‐ parece minar el rigor de la ciencia sólo si partimos de la premisa, más que discutible, de que el poder de las normas, de los valores, de las creencias es siempre efectivo y predominante en la explicación de los fenómenos sociales; es decir, si creemos que lo importante de las expectativas
Óscar Tejero Villalobos sociales es que siempre se cumplan, lo cual es, por otrol lado, una perversión del mismo concepto de expectativa. Uno de los obstáculos a la hora de considerar la importancia de la ineficiencia social es la insistencia con que la sociología vincula el mundo familiar de la vida cotidiana con el del sentido común. Así entendida, la seguridad de las certezas propias del orden de lo cotidiano comparece como el armazón básico donde se apoya la edificación de las complejidades subsiguientes en las que se embarca la empresa colectiva (Berger y Lukman, 2006). La progresiva complicación institucional y las actividades y conocimientos especializados se asentarían sobre las certidumbres de ese mundo familiar de lo conocido y seguro, donde podrían descansar el resto de los pisos del edificio social, lanzados hacia el firmamento de la aventura y la conquista de nuevos problemas o desafíos de todo tipo que procederían en sus actividades sin necesidad de desgarrar el tejido previo de convicciones que sirve de telón de fondo de lo social. Pero esta es una suposición que, con la mirada puesta en los ambiciosos desafíos en los que nuestra época quiere embarcarse, despacha demasiado apresuradamente la problemática de lo familiar. El objeto de la sociología ha estado más bien centrado en la misma producción social eficaz. Desde esos presupuestos resulta lógico que nuestra disciplina haya topado posteriormente con el tema de la incertidumbre como quien llega a un umbral tras mucho caminar y avanzar fatigosamente. La incertidumbre como tema sociológico sería, así, una enfermedad descubierta por civilizaciones superiores que han arribado a los confines de lo cognoscible -­‐por ejemplo, en el encuentro con otras culturas-­‐ o con desafíos propios de llevar al límite de su capacidad a los mecanismos sociales, haciendo que los relés de los sistemas culturales echen humo como deportistas de élite al borde del colapso. Una enfermedad del saber mucho, del someter a esfuerzos extremos el lenguaje, la tradición; tensiones propias de los avances en las estructuras sociales. En otras palabras, el tema de la incertidumbre siempre ha sido un tema épico cuando la sociología lo ha tratado, como el límite o un exterior perturbador al que, como un héroe, la cultura occidental -­‐o más bien sus representantes en forma de La celebración de la ineficiencia social en el mundo vital intelectuales venerables-­‐ acceden como resultado de los esfuerzos humanos acumulativos por aventurarse a los confines del mundo social, de su cultura, por escalar los escarpados peldaños del conocimiento. Como si no se hubiera salido de ella cada vez que algo no funcionaba y hacía aguas. Lo imbécil, que forma parte de nuestro mundo familiar, nos ha mostrado antes, y muchas veces, la exterioridad o la conmoción reflexiva que nos sustrae de la supuesta naturalidad y del imperio del sentido común de un ambiente social. De hecho es posible plantear la estupidez y nuestro encuentro con ella como una primera forma de relativismo cultural cotidiano, que forma parte de nuestra geografía habitual. Lo imbécil podría ser entendido como nuestro primer exterior social, conquistado con fuerza nula. Podría entrañar una forma de antropología sin esfuerzo, o de antropología espontánea, en el sentido de exterior o de relativización de nuestro mundo natural, una antropología previa a la invención de la antropología, si no fuera porque, por otro lado, tenemos que tener en cuenta que estos agujeros de lo ineficiente forman parte de nuestro mundo cotidiano. Es decir, que el mundo de la vida cotidiana, lejos de ser únicamente el mundo de la certeza y el sentido común, es también el mundo de la falta de sentido común, de la estupidez y la chapuza, de todo lo imperfecto y lo que no funciona. Y es que la supuesta conquista de este exterior social requiere una especie de fingimiento. Se trata de una falsa inocencia que tiene por objeto el espectáculo de hacer ver que se sale por primera vez de los límites de la propia cultura añadiendo redoble de tambores a ese paso hacia afuera. Como si sólo pudiera hacerse con un esfuerzo enorme. Igual que el transbordador espacial vence la estratosfera y la gravedad a través de la liberación de energías titánicas, el intelectual vence la resistencia de la presión de la atmósfera social a través de la ignición que genera el poder de su reflexión o mediante cálculos analíticos o comparación entre culturas y períodos históricos diversos, o también mediante el tejido de una telaraña elástica cuyo punto de cruz es la correlación de interminables bancos de datos que le propulsan por encima del estrecho horizonte de visión que imponen las construcciones sociales. Hay toda una épica Óscar Tejero Villalobos en estas formas de vencer la naturalidad de nuestros ambientes o construcciones sociales. En cierto modo esta insistencia en la dificultad resulta tener algo de exhibición de culturista, en el sentido de que el esfuerzo por alcanzar la exterioridad reflexiva resulta en sí gratuito: la estupidez logra el mismo efecto de superación de la naturalidad de las atmósferas sociales sin gasto alguno. La idea latente que está detrás de tal exhibición de músculos reflexivos es que romper con la naturalidad es muy difícil y que sólo puede hacerse mediante un avance progresivo cuando claramente esto no es así. Detrás de esta idea de la exterioridad sólo obtenida mediante la superación de obstáculos está el supuesto de haber ganado una perspectiva más amplia. Una ganancia ésta que nos seduce con el engaño de vincular el paso hacia el exterior con la conquista que se asocia con el progreso. Pero asociar la sustracción de la naturalidad de una atmósfera social con la adquisición acumulativa de una perspectiva entraña una imagen cuestionable como demuestra el tema de la ineficiencia y la estupidez. Entender la reflexividad como una ganancia que se atesora -­‐comprenderla como una especie de progreso que acumula perspectivas o como un objetivo que se abre en gran angular, es tener una concepción limitada de la misma que puede dar lugar a malentendidos o falsedades. Tal concepción de perspectivas conquistadas y atesoradas pretende subsumir en una mirada panorámica las particulares para terminar sustituyéndolas. Esa panorámica con su esquema de relaciones, de roles, de expectativas de acción, de códigos, se haría valer por la misma vida conjunta dándose por sentado en ella su efectivo cumplimiento, el cumplimiento de lo que sólo son expectativas o probabilidades de acción que pueden frustrarse y que de hecho se frustran continuamente. Muchas veces el modo en que damos por sentado el cumplimiento de esas expectativas nos nubla la vista, impidiéndonos ver la realidad empírica del funcionamiento efectivo de las instituciones. Pero resulta que lo social exhibe algunos agujeros que son capitales: una inconsistencia e incertidumbre familiar, que podría jugar un papel similar al La celebración de la ineficiencia social en el mundo vital encuentro con los bárbaros por parte de las culturas de la Antigüedad –aunque trasladando la irrupción al ámbito de lo doméstico. Pero como estamos tan habituados a aplicar nuestras recetas de equilibrio cambiante sobre ellas muchas veces lo olvidamos. Resulta interesante que la actitud del investigador del que hemos hablado tenga algo de antinatural desde el momento en que la relatividad primera, anterior a la relatividad cultural, por ejemplo la representada por la ineficiencia y la estupidez es eliminada. En sus análisis no existen los elementos o los requisitos referidos a la coordinación necesaria y nunca suficiente de la acción social, (su infraestructura técnica) dándose así por sentada la buena ejecución de la acción social; tampoco se atienden las asimetrías sociales. De este modo, no existe otra exterioridad que la conquistada por la mirada acumulativa, y la cultura posee así una eficiencia que no se corresponde con la experiencia que tenemos en la vida cotidiana. El antropólogo, el investigador, no comprende la estupidez, como si le hubieran extirpado el lóbulo derecho del cerebro, el que procesa las capacidades de la valoración de lo particular, a las que Kant dedicó su Crítica del juicio, (Kant, 2007). O eso o finge que viene de un mundo sin estupidez, y llega a otro donde tampoco existe. Y eso es muy raro. Esto supone eclipsar la perspectiva de las incoherencias y agujeros internos de racionalidad y eficacia, por los que podemos mirar desde el exterior nuestra cultura o por los cuales podemos también salirnos de ella, transgrediendo la realidad, “reproduciéndola malamente”. Esos agujeros del tejido cultural por el que andamos, que se rasga de puro uso y por el cual se asoman nuestras extremidades. En todo caso el énfasis en ese paso exterior viene, en definitiva a dar, la impresión de que los miembros de una sociedad no pueden abandonar el vínculo social determinado de su colectivo, y que sólo pueden salirse de éste por la reflexión profunda, el análisis o la comparación de culturas, cuando la mala ejecución es el método más rápido y sencillo para tal viaje, que incluso puede y suele hacerse sin que uno se lo haya propuesto. Óscar Tejero Villalobos Y aquí llegamos al otro cabo de esta argumentación, que es el valor de la estupidez. Si la substracción al influjo de naturalidad de una atmósfera o ámbito social resulta valiosa al establecer un punto de inflexión frente a unas expectativas que dejan de parecer inevitables y que quedan relativizadas, entonces la estupidez resulta valiosa o importante para nuestro interés en la generación y destrucción de orden social. De hecho, no sólo es importante sino que todas las sociedades celebran de algún modo la ineficiencia, lo idiota y la imperfección del mismo orden social. Por ejemplo, mediante la ritualidad cómica, donde la infeliz soldadura de lo social se vuelve la protagonista de sus festejos ambivalentes. Puede decirse que en ese punto de inflexión donde emerge lo imbécil la sociedad celebra el descubrimiento consiguiente de las incoherencias y de la mala ejecución, como vehículo para trascender la supuesta inevitabilidad de un orden; un orden, que, aunque pretende ser inexorable y tejido por las leyes de lo natural y el todopoderoso vínculo causal, resulta verse sacudido por la reproducción lamentable de la acción social. Así es como lo imbécil y lo inútil pueden poseer un halo, incluso, paradójicamente admirable. Esta característica ambivalente de lo idiota, del gusto y la recreación en lo imbécil, muy arraigada en la cultura popular y uno de los temas principales señalados por los expertos en la comicidad medieval (Welsford, 1935; Willeford, 1977; Bajtin, 1990), ha sido tratada por sociólogos como Anton Zijderveld (Zijderveld, 1982) que han sometido la fascinación por la estolidez a su mirada analítica. Esta fascinación que viene a ilustrar la ritualidad cómica muestra lo equivocado de entender lo cómico como un instrumento de corrección y afinación moral del colectivo, que a través de la vergüenza a ser objeto de burla lograría encauzar desviaciones y excentricidades (Bergson, 1999). Y es que tal propuesta no cae en la cuenta de que la comicidad se alegra con la imbecilidad indicando el valor que tiene, que en ella lo negativo está entrelazado con lo positivo siendo necesario un análisis de sus ritos mucho más sensible y complejo. La celebración de la ineficiencia social en el mundo vital Si fijamos nuestro punto de mira analítico sobre las dimensiones cotidianas de la ineficiencia y la estupidez, éstas nos ofrecen una visión de los órdenes sociales en los que quizá es necesario insistir. En su momento fundacional la sociología recibió ese porcentaje de material genético nocivo que predisponía a observar el orden colectivo como algo eficaz, exacto y gobernado por infalibles leyes, aunque, afortunadamente, no era sino un rasgo de su personalidad múltiple, contrapesado por la potencia correctora de la verificación crítica. En todo caso es vital introducir en nuestras variables analíticas el hecho de que también es propio de una perspectiva de la vida cotidiana observar los generadores de orden social como una maquinaria imbécil, de resultados de dudosos, o ver la misma socialización y causación histórica como un proceso disparatado de nula garantía. Óscar Tejero Villalobos 24 de marzo de 2010 Óscar Tejero Villalobos BIBLIOGRAFÍA -­‐Bajtin, Mijail. (1990) La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. El contexto de François Rabelais, Madrid, Alianza. -­‐Berger, Peter. (1998) Risa redentora. La dimensión cómica de la experiencia humana, Barcelona, Kairós. -­‐Berger, Peter y Luckmann, Thomas. (2006) La construcción social de la realidad, Buenos Aires, Amorrortu. -­‐Bergson, Henry. (1999) La risa, México, Porrúa. -­‐Bolz, Norbert. (2006) Comunicación mundial, Buenos Aires, Katz. -­‐Kant, Inmmanuel. (2007) Crítica del juicio, Madrid, Anaya. -­‐Mead, George Herbet. (2008) La filosofía del presente, Madrid, CIS. -­‐Ortega y Gasset, José. (2009) La rebelión de las masas, Madrid, Espasa Calpe. -­‐Welsford, Enid. (1935) The fool, his social and literary history, Londres, Faber and Faber. -­‐Willeford, William. (1977) The fool and his sceptre, a study in clowns and jesters and their audience, Londres, Edward Arnold. -­‐Zijderveld, Anton C. (1982) Reality in a looking glass. Rationality in analysis of traditional folly, Londres, Routledge, Kegan and Paul. 
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