LA SITUACIÓN EN LA INSERCIÓN. El INSERTADO–PERMANENTE: UNA NUEVA MODALIDAD DE EXISTENCIA SOCIAL SOBRE LA PALABRA: Insertado–permanente El término aparece en la traducción española de Les métamorphoses de la question sociale (Castel, 2004). Castel recurre a él en una única ocasión otorgándole un sentido meramente descriptivo que atiende al sino de una provisionalidad vulnerada. Más concretamente, a la condición de un perceptor del RMI1 que a resultas de su incapacidad para obtener un empleo que lo reinscriba dentro del régimen común ve cronificada su posición de RMIsta; lo que le conduce hacia lo que Castel denomina un estado “transitorio duradero” (ibídem: 437). El RMI iba a ser una etapa; su éxito consistiría en su autodisolución con la transformación de su clientela de sujetos a insertar en sujetos integrados. Una integración que bajo cierto tipo de lógica dominante pasaba inexorablemente por encontrar un empleo. El RMI no era sólo un derecho a medios adecuados de existencia, no era sólo una dotación económica, sino también un derecho a la inserción: a la inserción social y profesional. Así el contrato de inserción era la contrapartida por la asignación de recursos, que exigía del perceptor, con la ayuda de la comunidad –de las instituciones, de las empresas, y de los trabajadores sociales– la realización de un proyecto. Sin embargo, la ambigüedad entre ambos registros iba a ponerse muy pronto de manifiesto. La inserción profesional hacía referencia a lo que comúnmente conocemos como integración: volver a encontrar un lugar normal en la sociedad, una posición reconocida, o lo que es lo mismo, obtener un empleo, es decir, reincorporarse a la condición salarial con sus servidumbres y garantías. En cambio, los hechos abrían la primera a un registro “puramente social” (2004: 434) de inserción que sancionaba una modalidad singular de existencia, con un problema inédito. Ello porque la mayoría de beneficiarios no conseguían obtener un empleo que les garantizara la provisión de unos mínimos de subsistencia e inserción. Luego, ¿qué podía ser una inserción social que no desembocara en una inserción profesional, y por lo tanto en un abandono de su condición de insertado? Una condena a la inserción perpétua. Un “insertado permanente” (ibídem: 436); alguien, dice Castel, a quién no se abandona, a quien “se acompaña en su situación presente tejiendo en torno a él toda una red de actividades, proyectos e iniciativas” (ibídem). 1 Revenu Minimum d'insertion. En Francia, Ley Nº-1088 de 1 de diciembre de 1988 de Ingreso Mínimo de Inserción. Consiste en un ingreso mínimo garantizado por el Estado a todas aquellas personas mayores de 25 años cuyos ingresos estén por debajo de un cierto umbral, y que estando en edad de trabajar se encuentren sin empleo y no tengan derecho a ningún beneficio por desempleo. Su objeto final es ayudar a las personas en dificultades a integrarse en el mundo del trabajo asalariado. No se trata de un mero derecho a la asistencia, sino de un derecho a la inserción social y profesional que propone como contrapartida por la asignación de los recursos la firma de un contrato de inserción que obliga al beneficiario a la realización de un proyecto de búsqueda activa de empleo en colaboración con los trabajadores sociales. 1 Esta comunicación2, lejos de reducir la caracterización del insertado permanente a la del estatuto de un continuo en inserción social; de un modo más abarcante, desplegará la palabra para designar la red de condiciones de un sujeto –dado así a sí desde ellas– que sin embargo para los cánones de existencia de la representación societal vive una triple negación: (i) no–trabajo, o con una relación muy frágil con el empleo: no trabaja o lo hace muy pocas veces, durante periodos muy breves, en empleos ayudados o en trabajos formales o informales que, en todo caso, no le aseguran unos mínimos de subsistencia; (ii) perceptor regular de una renta mínima de inserción; y (iii) a resultas de lo anterior, perenne de un espacio de tránsito. Asimismo, la comunicación inscribirá el problema planteado por la inserción–permanente dentro de un contexto teórico más amplio: el de la crisis de lo social y el de los límites de su representación. Un diagnóstico general que ha inducido múltiples declinaciones en la literatura científica, es el caso, por ejemplo, de los estudios sobre la decadencia de la imagen clásica de sociedad como un sistema integrado de funciones y roles, identificado a la modernidad, a un Estado–nación y a una división racional del trabajo (Dubet y Martuccelli, 1999); del declive del programa institucional como productor y garante de la continuidad entre socialización y subjetivación (Dubet, 2006). Es el agotamiento del Estado–nación como meta–institución productora de subjetividad y sentido para todas y cada una de las situaciones institucionales (Lewkowicz, 2003; 2004); es la liquidez (Bauman, 2007) y es la mutación de la cuestión social en torno a la que, y frente al mercado, fue constituyéndose el orden social moderno (Castel, 2004; Donzelot, 2007; Polanyi, 2007). Por lo que respecta a la esfera de los regímenes de acción y los vínculos sociales específicos generados al calor de esa coyuntura, son a un tiempo registros y puntos de partida analíticos propuestas como las de la astucia en las modalidades débiles del conocimiento sociológico y de la identidad (Gatti, 2007); de la invención en la fluidez (Lewkowicz, 2002) y del oficio en la experiencia (Dubet, 2006). INTRODUCCIÓN De la situación en la inserción. Nota sobre la re–presentación Creo que la inserción–permanente constituye un estado nuevo de existencia social, un lugar de vida atípico que los que allí lo están siendo, insertados, que aún no lo han sido, han de configurar. Lo hacen no como víctimas, no como los presos de una red inamovible de determinaciones articuladas en torno a su condición de insertados crónicos, sino como sujetos activos, como agentes con capacidad de actuar propositivamente habilitando en ella un actual 2 Aprovecho aquí para hacer constar la financiación del Gobierno vasco para la realización de una tesis, proceso en el que se inscribe esta temprana comunicación, a través de una ayuda del Programa de Formación de Personal Investigador del Departamento de Educación, Universidades e Investigación. 2 espacio de libertad. Hablo de la capacidad para tramar una existencia asumible dentro y desde la condición que les compele, la de insertado–permanente, movilizando toda una serie de operaciones –negociaciones, sociabilidades y economías de vida– por intermedio de las que, sin abandonarla, instalan una subjetividad capaz de habitarla. Dicha condición, la subjetividad que promueve y acoge, plantea por su misma y constitutiva materialidad un desafío a los esquemas de pensamiento fraguados en las cocinas de la institución moderna, los nuestros, aquellos por intermedio de cuyo trabajo de representación definíamos los trazos que sostenían nuestros enunciados de virtud ontológica. Pareciera como si del que fuera un estado transicional para el imaginario social que lo fundó, la inserción, con su antecedente de excepción además, de quebranto, y en tanto que tal, asistible, y como tal, socialmente injustificable, hicieran, donde su condición y el cómo son igualmente incompatibles e impensables, un lugar de vida. Repito, pareciera, porque como digo: no basta con que las evidencias apunten a esa conclusión para hacerla posible, a sus relaciones pensables y conjugables a sus formas en nuestro lenguaje. La idea de la inserción–permanente concebida como lugar, si por ello entendemos ya no a la materialidad rotunda, estable, coherente, y en buena parte programada del lugar estructural, sino “al espacio que al habitarlo se determina como albergue de los habitantes y a la vez induce y alberga la subjetividad que lo habita” (Lewkowicz, 2004: 85), supone para nuestra representación lo que apuntar al aire, un entredós a mitad de camino entre nada y ninguna parte. Y ello, no porque no sea sino porque no ha lugar dentro de nuestros esquemas de pensamiento. Luego, ¿cómo pensarla? Haciéndolo de otro modo. La representación constituye hoy sobre condiciones alteradas un tipo muy particular de prevaricación. No en vano, es por efecto de su trabajo que cada situación presentada es obturada por y para su operatoria como una más a localizar dentro de nuestro vademécum de lo posible. Su esfuerzo es impagable, reduce un empeño de resultado incierto como lo impensable a lo sabido, y la materialidad elusiva de lo irrepresentable presentado al acervo de lo conocido. El análisis honesto le reconocerá sin embargo una velada perversión, la que en cursiva da nombre al cono de sombra de su trabajo sobre un suelo no reproductivo: re-presentación. La re-presentación apoca cada nueva puesta en escena a la consideración de caso, uno más de, ubicable bien como reposición, bien como nueva categoría técnica dentro de la serie de los que le precedieron. Ello no es tanto una cuestión de cinismo como de manida “jurisprudencia”, pero en el proceso diluye en la lógica de sentido la potencia cualitativa de la situación presentada. Y es que al inscribir la novedad de cada caso en la gramática de la re-presentación algo de ella se pierde. En y para la solución de sentido la singularidad de la situación presentada queda desvirtuada; ajena a sí misma bajo un velo de conceptos heredados. Sin embargo, la representación no siempre se tramó de ese modo. Rémora de una pulsión de 3 época, su discurrir no planteó dilema alguno mientras las condiciones de plausibilidad que dieron pábulo a los textos promovidos por ella, permitieron seguir ubicando sus imágenes dentro de un cierto margen de verosimilitud que los hacía creíbles, y de este modo, operativizables por los actores sociales. El problema devino cuando el discurrir alterador de la realidad social agrietó los fundamentos conjeturales sobre los que se sostenían sus proyecciones, convirtiendo en el límite, a su efecto sobre lo presentado en una arbitrariedad epistemológica, y a su recurso para la donación de sentido –sea a sabiendas o como resultado de una ignorancia inexcusable– en una representación extenuada que sin coartada a la que asirse prevarica sin éxito por producirlo. Mi propósito es signar la inoperatividad contemporánea de esa operatoria moderna, la de la representación, trasladando las reflexiones elevadas por ese diagnóstico al análisis de la inserciónpermanente. El objetivo será plantearla no ya como en la inserción es dispuesta por y para la representación –en paralelo: como un obstáculo en su funcionamiento que convoca a los saberes destinados a tratarlo, y como un oxímoron ontológico– sino a través de un análisis sociológico más ajustado a la índole del problema presentado que nos permita pensarla respetando lo que en ella está en juego: la capacidad de los insertados cronificados para desplegar sobre el quicio de la representación una estrategia banal de experiencia, a partir de la cual, habilitar un espacio de habitabilidad en la inserción–permanente. Para ello será preciso postular un desfallecimiento, el del dispositivo institucional de la modernidad y su capacidad para hacer valer sobre los individuos las imágenes y representaciones que justificaban o velaban su práctica, instituyendo con eficacia las operaciones subjetivas necesarias para habitar cada situación. ¿Por qué? Porque si se verifican una serie de dificultades para que esa lógica institucional e instituyente se reproduzca, es posible pensar que también entren en crisis las operaciones subjetivas instituidas por esa lógica para habitarla y pensarla. Un escenario que en el umbral de toda situación y ante un problema presentado abrirá dos opciones: la primera, prevaricadora, renunciará a indagar en el en sí del problema evocando lo sabido e impidiendo pensarlo, re–presentándolo; la segunda, más audaz y epistemológicamente más justa, elevará éste al estatuto de condición de vida para desde ahí permitir habitarlo, pensándolo. Trataré de recabar esa segunda vía proponiendo a la inserción-permanente, a la vez, como una causa y un indicio de ese agotamiento, y lo que es más importante, como uno de los campos para la escenificación de esa doble opción, en la emergencia contemporánea de un tipo de articulación subjetiva y de existencia social que como la suya deja de ser estructural y sistemática para organizarse como estratégica y situacional. 4 1 LA CRISIS DE LA REPRESENTACIÓN 1.1 La noción de episteme. Semejanza, representación, historia. Cada forma humana histórica y territorialmente localizada de hablar, de decir, percibir y estar dentro del mundo, desgrana un cierto espacio de posibilidades para: (i) pensarlo, si por ello entendemos el acto que dispone en sus diversas vinculaciones posibles un sujeto y un objeto; y (ii) habitarlo, en la medida en que esa singular disposición constituye para una época dada el a priori histórico de toda experiencia posible. Será necesario, por tanto, tratar de regresar a los mecanismos específicos que en cada momento y lugar hacen patentes tales cuotas, nuestras condiciones de existencia, para comprender las determinaciones históricas de lo que somos, o fuimos, signar las causas e indicios de su agotamiento, y ser capaces así de pensar y construir lo que podemos ser. En este sentido, es al emprendimiento “arqueológico” de Michael Foucault a quien ha de atribuírsele el mérito de haber ofrecido la primera y más eficaz herramienta para el análisis – entonces meramente descriptivo– de los límites y condiciones de posibilidad de lo enunciable, lo inteligible y lo que, en definitiva, legítimamente se puede pensar ser en cada momento. A través de su concepto de “episteme” (Foucault 1968), Foucault trató de dar cuenta del modo en que en cada época se traza la sutil línea que divide el espacio de lo cognoscible y lo practicable entre un adentro desde donde lo que se dice y hace tiene sentido, y un afuera desde el cual toda proferencia práctica o discursiva estará condenada al ostracismo de lo impensable. Lo que en palabras del propio Foucault remitiría a: “Los códigos fundamentales de una cultura -los que rigen su lenguaje, sus esquemas perceptivos, sus cambios, sus técnicas, sus valores, la jerarquía de sus prácticasfijan de antemano para cada hombre los órdenes empíricos con los cuales tendrá algo que ver y dentro de los que se reconocerá” (1968: 5) Un análisis arqueológico que concibe la historia sobre todo en términos de discontinuidad, cada episteme da entrada a un mundo posible que resulta irreductible a aquel puede abrirse desde otra perspectiva de pensamiento; y una historia del pensamiento que, en consecuencia, no es la del progreso hacia una perfección creciente sino la de sus condiciones de posibilidad. Ahora bien, es atendiendo a la noción de episteme que Foucault se interroga por aquello que constituye la “modernidad occidental”. Lejos de pensar el mundo moderno como un progreso ininterrumpido de la razón desde el Renacimiento hasta nuestros días, al nivel de la arqueología distingue tres configuraciones distintas; tres grandes discontinuidades; tres a prioris en el orden a partir del cual pensamos, vale decir, tres epistemes: la episteme renacentista, la episteme clásica o de la representación, y la episteme histórica o moderna. 5 1.1.1 Semejanza Una maravillosa trama de semejanzas atraviesa el paisaje renacentista en toda su urdimbre, de la tierra al cielo; del universo y los planetas al hombre y a su cuerpo; del microcosmos al macrocosmos; de la muesca muda a la cosa misma; del grafismo inmóvil a la palabra; del lenguaje a las cosas que nombra, en suma, de las palabras a las cosas, se encuentra entretejida una red de marcas que llevan en sí el secreto de una continuidad perfecta entre los signos y su sentido; su verdad intemporal, “tan arcaica como la institución de Dios” (1968: 42). Entre las cosas del mundo no existe la diferencia, convenientia, aemulatio, analogía y sympathia muestran cómo han de replegarse entre sí para poder asemejarse, y la signatura dispone para el saber la marca que, superponiendo una semiología a una hermenéutica, torna visibles por medio de la Interpretación los límites y el sentido de esa similitud. Del mismo modo, las palabras y las cosas conforman para quien sabe leer un texto único, “la prosa del mundo”. Sin embargo, esta “profunda pertenencia del lenguaje y del mundo” (Foucault, 1968: 50), “lo visto y lo leído” (ibídem: 50), “lo visible y lo enunciable” (ibídem), llega a su fin en las inmediaciones del siglo XVII. Una transformación se engendra en la manera como venían relacionándose las palabras y el mundo, de tal forma que estos dos espacios que formaban parte de un gran texto único van a dislocarse para dar lugar a dos reinos de sentido disímil. Esta disociación, que abre una grieta en el sentido, va a atravesar todo el pensamiento de la época clásica en un campo de conocimientos y experiencias posibles que Foucault va a convocar al ejido de la representación. 1.1.2 Representación Lo que ha cambiado, en efecto, en el umbral de la época clásica, es esa correspondencia perfecta entre el lenguaje y el mundo; de pronto, el lenguaje rompe su parentesco con las cosas, las semejanzas deshacen su compromiso con los signos; y el mundo se revela en su “identidad irónica” (1968: 54) como una mónada ensimismada que niega el acceso a sus secretos. Esta inaccesibilidad, como súplica por el sentido perdido del mundo, abre paso a una nueva experiencia de las palabras y las cosas; una nuevo modo de pensar, que excluye la semejanza como forma primera del saber denunciando en ella una miscelánea propia del espíritu disipado del hombre en su acercamiento al mundo. Ya no se trata de similitudes, sino de grandes cuadros analíticos desarrollados según las formas de la identidad, de la diferencia y del orden. De ahora en adelante, toda semejanza será sometida a la prueba de la comparación; que va a alcanzar muy pronto el valor de método universal: por la medida, se aplica una unidad común al análisis de la semejanza entre elementos estableciendo entre ellos relaciones aritméticas de igualdad y desigualdad; por el orden, los valores de la aritmética son dispuestos en una serie en la que las categorías son asignadas según diferencias 6 sucesivas. Ahora bien, este intento de enumeración del mundo remite siempre al establecimiento de un orden, donde su encaje empírico no constituye más que una aplicación hipotética entre otras; pues el orden, cualquiera que sea, posee una virtud propia por relación a la inexistencia del orden, dona sentido. Más allá del ser substantivo de las cosas, el saber clásico dispone en torno a ellas sistemas de signos que las representan e instauran lo arbitrario en la definición de todas las distribuciones posibles. Las cosas se piensan a partir de una disposición general que, antes de todo conocimiento efectivo, las establece en el saber, y las prescribe un cierto modo de ser; tal modo de ser es el de la representación, que se impone sobre la experiencia empírica y “enuncia en la serie de sus palabras el orden dormido de las cosas” (1968: 207). Para Foucault, se trata fundamentalmente de “mathesis y taxonomía”, es decir, una teoría de los signos que analiza la representación, o cómo disponer en cuadros ordenados algo que, encerrado en sí mismo, resulta ininteligible. 1.1.3 Historia El saber decimonónico surge de una ruptura profunda en el continuo de esta representación general. Ahora el conocimiento va a alojarse en una nueva disposición que va a deshacer la positividad del saber clásico para dar lugar al nacimiento de lo empírico: la Historia, y una coherencia propia, interna, esencial y profunda de las cosas que va a convertirse en su soporte, la Organización. Y es que el espacio general del saber, aquel que dispone para cada época el ser propio de las cosas, no es ya el de la soberanía solitaria de una representación que se significa a sí misma, sino el de la Historia. La Organización define el principio interno de relación entre los elementos de una empiricidad dada cuyo conjunto coherente asegura una función esencial; sea: la Vida, la Producción, el Lenguaje. La Historia despliega en series temporales las analogías que, dentro de un mismo dominio de conocimiento, unen en su funcionamiento interno organizaciones distintas. Ahora bien, es esta Historia la que, en última instancia, va a determinar el fundamento de toda positividad empírica: “el modo fundamental de ser de las empiricidades, aquello a partir de lo cual son afirmadas, puestas, dispuestas y repartidas en el espacio del saber para conocimientos eventuales y ciencias posibles” (1968: 215). El espacio general del saber; el ser de las cosas; transido de historicidad, irreductible al juego de la representación; sean: Biología, Economía, Filología. La episteme moderna nace de una oquedad en el discurso clásico. E intenta descubrir, más allá de las representaciones, las cosas mismas. Pero al esbozar ese descubrimiento sigue un curso peculiar, en base al cual, Foucault se atreve a dar una suerte de diagnóstico de nuestro tiempo: nuestro pensamiento sigue en buena medida atrapado en el horizonte de la representación. 7 Cuando las cosas abandonan el campo de la representación para implicar en sí mismas el principio de su existencia de acuerdo con las leyes de la vida, de la producción y del lenguaje, el pensamiento occidental entra en contacto con la estructura de la finitud. De este acontecimiento se derivan dos efectos que son correlativos: el uno consiste en la prescripción de una positividad a ciertos saberes; el otro, en que esos mismos saberes, como formas concretas de la finitud, van a sancionar la finitud propia del hombre. La finitud del hombre, anunciada en la positividad del saber, se perfila en su trabazón con una biología, una economía y una filología, puesto que es él quien vive, trabaja y habla. La vida le enseña que su cuerpo está expuesto a la acción cotidiana de la muerte; la economía, que su trabajo se encuentra inmerso en el tiempo interior de una organización que se desarrolla de acuerdo con leyes autóctonas que son las del régimen histórico de producción; el lenguaje, que la expresión y el propósito de sus pensamientos están condicionados por las disposiciones de unas formas gramaticales cuyas dimensiones históricas se le escapan. El Hombre hace su aparición; evidente sólo en la medida de su existencia corporal, laboriosa y parlante. Sin embargo, surge al punto una paradoja. Si bien estas positividades le anuncian al hombre las formas empíricas que pueden asignarse a su existencia finita, esta misma finitud del hombre es la que va a fundamentar en su positividad estos saberes. En efecto, la Vida, la Producción, el Lenguaje “En medio de todos ellos, encerrado por el circulo que forman el hombre es designado –mejor dicho, requerido– por ellos, ya que es él el que habla, ya que se le ve vivir entre los animales –y en un lugar que no sólo es privilegiado, sino ordenador del conjunto que forman: aun si no es concebido como término de la evolución, se reconoce en él el extremo de una larga serie–, ya que finalmente la relación entre las necesidades y los medios que tiene para satisfacerlas es tal que necesariamente es el principio y el medio de toda producción” (Foucault, 1968: 304305) En la “analítica de la finitud” el hombre aparece como un doblete “empírico-trascendental”: uno entre los hechos que hay que someter al análisis empírico a la vez que condición trascendental de posibilidad de todo saber, incluido él mismo. Ello dará origen a dos tipos de análisis: los que por una suerte de “estética trascendental” (1968: 310) permiten fundamentar la positividad del conocimiento en la medida de su propia finitud anatomofisiológica; y aquellos que, “por el estudio de las ilusiones, más o menos antiguas, más o menos difíciles de vencer, de la humanidad, han funcionado como una especie de dialéctica trascendental” (ibídem: 310). Estos últimos darán origen a la Escatología –Ricardo, Marx, Nietzsche–, como verdad objetiva que ha de venir desde el discurso sobre el hombre, y al positivismo –Comte–, como verdad del discurso definida a partir de 8 la verdad del objeto, donde se trata menos de una alternativa que de la “oscilación inherente de un análisis que hace valer lo empírico al nivel de lo trascendental” (ibídem: 311). En Ricardo la Historia funciona como un gran mecanismo compensador que, aun alojado en la finitud humana, permite al hombre neutralizar su propia finitud antropológica al alcanzar progresivamente el punto de su estabilización definitiva, aquella a la que se ha dirigido siempre; en Marx se observa una escatología de carácter intraterreno por la que el proceso de agudización de las contradicciones del capitalismo conduce al hombre hacia su verdad material, liberada al fin; en Nietzsche el hombre no es sino el puente entre el simio y la promesa del superhombre; y en Comte se afirma el progreso inevitable de la humanidad gracias al estudio cientifista, positivista e historicista de las leyes por las que se rigen los fenómenos sociales. En ellos –escatología y positivismo– aparece el hombre “como una verdad a la vez reducida y prometida” (ibídem: 312), algo que, en definitiva, tiene un pie en el ámbito de lo empírico y otro en el ámbito de la representación. 1.2 La idea de sociedad. Representación y dispositivo de subjetividad. 1.2.1 Una Representación La representación permitió dar sentido a un mundo que en su infinitud la observaba indiferente. Pero más aún, la “dialéctica de lo trascendental” ofrece otras posibilidades de problematización e interpretación del acto de representar. Éste no es únicamente el resultado de la imposibilidad del saber clásico para llegar al mundo, sino también el resultado de la insatisfacción humana ante la implacabilidad de los límites y carencias prescritos por las formas empíricas de su propia finitud. Es en este sentido que Foucault se aferra a pensarnos aún dentro de la representación, del aliento que ésta nos da para escapar del empirismo frío de la Historia. La Historia permite al hombre velar su finitud a costa de detenerse, en la observancia de un punto–límite en el rigor de su situación antropológica, a repetir lo trascendental a lo empírico, es decir, a representarlo, suspendiendo el flujo de su devenir. En este punto creeré en lo que tal diagnóstico sostiene –que el pensamiento moderno se encuentra aún atravesado por la representación– para proponer a la “idea de sociedad” (Dubet y Martuccelli, 1999) como la más vieja y fundamental de sus representaciones. Ello porque los rubros de este apartado cumplen, como los de ella, una función estratégica, están marcadas por una decisión: para pensar en su singularidad la subjetividad puesta en marcha por los sujetos en y para la inserción–permanente, será necesario (i) localizar –en su relación– las prácticas de producción de subjetividad puestas en marcha en y para la idea de sociedad; (ii) postular –en el agrietamiento de la conjeturabilidad de sus representaciones– su ocaso, es decir, el de su capacidad para instituir con eficacia las operaciones subjetivas necesarias para pensar y habitar cada situación; y (iii) patentizar –de los estertores de su agotamiento– la emergencia de operatorias subjetivas radicalmente otras. 9 La sociedad no es –no fue– tanto un objeto concreto como una “herramienta del pensamiento” (1999: 40), “un conjunto de imágenes, de metáforas y de relatos” (ibídem: 25) esforzados por describir y superar las contradicciones de una época asolada por una profunda crisis de legitimación: “Una estratégica invención de sociólogos, académicos, científicos [aunque] ellos no estuvieron en absoluto solos en esta importante empresa: criminólogos y otros estudiosos de lo que por entonces se dio en llamar cuestión social también jugaron en ello un papel fundamental (...). Vistos desde esta perspectiva, los orígenes de las ciencias sociales deberán buscarse en ese prolífico campo híbrido de reflexiones e intervenciones en el cual se inventó 'lo social' y no sólo en el panteón donde se suele alejar a los 'padres fundadores' de la ciencia social” (De Marinis, 2002: 321) Luego, de un modo más específico, la genealogía de la idea de sociedad puede remitirse al momento en el que la Revolución industrial, el capitalismo y la democracia hicieron preciso ocuparse de “lo social” (Donzelot, 2007). ¿Cómo compatibilizar solidaridad y mercado? (Durkheim, 2001) ¿Cómo contrarrestar los efectos del mercado encauzando su expansión en direcciones definidas? (Polanyi, 2007) ¿Cómo conjurar el riesgo de una desafiliación masiva? (Castel, 2004) ¿Cómo impedir que la forma política –es decir, la democracia– que acompañaba el desarrollo de la industria y el capitalismo degenerara en una tiranía de las mayorías (Tocqueville, 2003) ¿Cómo evitar la disolución, el caos, la desintegración socio–moral? La respuesta a todas estas preguntas –recabadas unas, enunciadas otras– parecía residir en un único aunque multideclinado acto de representación, la sociedad. Ahora bien, si lo que se quiere es determinar las prácticas concretas por las que un tipo subjetivo específico es instituido en la inmanencia de este dominio –en gran medida la representación, fundamentalmente la sociedad– se habrá de dirigir el análisis hacia los modos de hacer más o menos regulados, más o menos reflexionados, más o menos finalizados a través de los que se instituyen en los sujetos las prácticas subjetivas necesarias para habitar dicho dominio. Ignacio Lewkowicz resume bien lo que quiero decir cuando sostiene que lo que se llama “subjetividad socialmente instituida” no es más que “la serie variada de operaciones obligadas por [un] el dispositivo para habitar –tolerar– una situación determinada” (1998: 7). La indeterminación del recién nacido es hollada por una serie de marcas socialmente instauradas mediante prácticas que producen una limitación en su actividad, de entrada indeterminada. Los enunciados de los discursos donan los significados básicos de estas marcas, otorgándolas sentido e instaurando en ellas y por ellas unas operaciones que hacen ser a la subjetividad de la que se trate. Cuando estas prácticas productoras de subjetividad se estandarizan dan lugar a lo que llamamos dispositivos de producción de subjetividad, que instauran las operaciones subjetivas necesarias para habitarlos: 10 “(...) la primera operación será una operación de sentido para tolerar la permanencia bajo el rigor material de las prácticas que dispone el dispositivo. Esta suposición produce una segunda operación que es la transferencia de sentido hacia algún agente del dispositivo. La tercera será la conjetura –elaborada por el sujeto en cuestión, pero atribuida al dispositivo o a sus agentes primordiales– sobre el sentido supuesto y transferido. A partir de entonces, dependen de cada dispositivo las acciones de cuerpo y de pensamiento que tallarán la subjetividad. El dispositivo estará así marcando los lugares por los cuales el individuo habrá de orientarse” (ibídem: 7) En el campo de la subjetividad, si por ello entendemos la manera en que en cada época los integrantes de una agrupación humana dada traman, a través de una serie de operaciones con contenidos específicos e históricamente situados, la experiencia de sí mismos y de su incorporación al grueso de las posiciones socialmente reconocidas; la episteme, que se mostraba como específicamente discursiva, ha de reelaborarse ahora a partir de una consideración de la integración de la representación, en este caso, de la idea de sociedad, en la institución de esas operaciones subjetivas. Emplearé en este sentido el término dispositivo institucional de producción de subjetividad. Si la subjetividad no tiene un carácter extrasituacional, si resulta de la imposición de una multiplicidad de marcas que, significadas por las discursos, instituyen mediante prácticas estandarizadas la serie de operaciones subjetivas necesarias para habitar cada situación, la tarea a cumplir no es la de intentar liberarnos del desafío de pensar lo impensable, re–presentándolo, sino la de relevar la red histórica de procedimientos que hicieron posible la institución de una subjetividad específica para un dominio concreto –la sociedad–; describir el status de su agotamiento; y sancionar la emergencia contemporánea de formas de articulación subjetiva que se desentienden ya de los hábitos subjetivos instituidos por y para su lógica. Sólo desde ahí se puede empezar a pensar, en su novedad, los juegos de potencialidades y tramas de significados abiertos por los insertados en su habilitación de un lugar de vida de la inserción–permanente. 1.2.2 Un Dispositivo de subjetividad Entre sus problemas la sociedad portaba el de la subjetividad que había de habitarla. Cierto mecanismo la instituía en un juego de prácticas donde la subjetividad instituida –serial– se mezclaba con un plus indeterminado –singular– generado de sí como su efecto excedentario. Ese exceso ineliminable (Lewkowicz et al., 2003) engendraba las operaciones capaces de intervenir críticamente sobre la serie de operaciones instauradas en la subjetividad determinada: la “subjetivación”, que oponía resistencia a sus privilegios y afirmaba el derecho a la diferencia. Entre cada uno de nosotros y una situación, la sociedad tendía toda una pléyade de prácticas 11 productoras de subjetividad que instituían los soportes subjetivos pertinentes para pensar y habitar, esa, y cada situación efectiva, a la vez que las condiciones que hacían posible, mediante la subjetivación, si no trascender, sí cuestionar sus determinaciones. Tal lógica nos sirve de clave para saber quiénes éramos. Toca saber qué mecanismo y cómo confería en nosotros la legitimidad para ser –en– sociedad. La representación societal, más concretamente, su dispositivo institucional de producción de subjetividad, se declinaba en un triple movimiento, propongo: Estado-nación, Sistema y Trabajo, donde de cada uno, y de la imbricación de todos, se obtenía, a la vez, el fundamento y la praxis para la institución de esa subjetividad social. Estado-Nación Una de las más viejas hipótesis de las ciencias sociales habla de la afinidad histórica entre sociedad y Estado-nación. La sociedad se encarna en el Estado-Nación. Es su contexto histórico, aquel en el cual se expande como cambio fundamental respecto de las formas tradicionales de la vida colectiva, de la “vieja comunidad”, del “reino de lo uno” (De Marinis: 2005) y de la “solidaridad mecánica” (Durkheim, 2001). Más aún, el Estado–nación es la representación de que la sociedad se dota para pensarse a sí misma (Dubet, 1999), aquello que da forma a su imaginario. Y es que cuando se piensa Estado–nación, se está pensando en el molde desde el que se conoce toda forma que adopte lo colectivo en la sociedad. Lewkowicz lo expresa de otro modo: el Estado– Nación es la “meta-institución donadora de sentido” (Lewkowicz et al., 2003: 25-65), el “meta– articulador simbólico” (Lewkowicz, 2004), en suma, el marco organizativo y cognitivo donde transcurre la vida en sociedad. ¿Qué significa esto? Significa que la existencia en Estado–Nación es existencia institucional, y que hay una coordinación estatal de las instituciones cuyo organigrama interno formado por el conjunto de todas las instituciones opera de tal modo que produce la subjetividad capaz de habitarlo. Sistema La idea de sociedad remite a un sistema integrado, un conjunto coherente de funciones y de roles sostenidos por las leyes esenciales de su organización interna: “la utilidad funcional, los valores comunes, la complementariedad de la división del trabajo, la adaptación de los actores a sus roles (Dubet, 1999: 32). En este sentido, su paradigma de producción de subjetividad es el de la sociedad disciplinaria (Foucault, 2005), es decir, el de las instituciones disciplinarias en los Estados nacionales –familia, escuela, cuartel, fábrica, hospital, prisión–. Las instituciones disciplinarias movilizan un modelo específico de relación en la producción de subjetividad que Gilles Deleuze, en Posdata sobre las sociedades de control, describe como un “modelo analógico”: 12 “El individuo no deja de pasar de un espacio cerrado a otro, cada uno con sus leyes: primero la familia, después la escuela –'acá ya no estás en tu casa'–, después el cuartel –'acá ya no estás en la escuela'–, después la fábrica, de tanto en tanto el hospital, y eventualmente la prisión” (2010: 1) Este itinerario analógico consiste en que cada una de las instituciones trabaja sobre marcas subjetivas previamente instauradas, lo que asegura, como del argüir de un silogismo, el funcionamiento solidario del sistema social como una meta–estructura de lugares institucionales, y la institución de las operaciones subjetivas necesarias para atravesarlo. Trabajo La sociedad es Estado–Nación y es sistema. Pero como advierte Dubet “la sociedad no es solamente una 'naturaleza', es también una autoproducción por intermedio del trabajo” (1999: 33). El trabajo es la principal de las instituciones disciplinarias, su vector, que atraviesa todas las demás y define para cada persona el lugar al que puede aspirar en ese conjunto coherente de funciones y de roles que llamamos sociedad. Es, según lo resume Bauman, “el principal punto de referencia, alrededor del cual se planificaban y ordenaban todas las otras actividades de la vida” (2005a: 35). Sin embargo, el trabajo no sólo es el principal factor de ubicación social, sino también el centro de la cuestión social, y por ello, un catalizador histórico fundamental para la integración de la sociedad. No en vano, las relaciones de producción fueron integrándose de manera lenta, conflictiva y contradictoria en el cuerpo jurídico de los estados hasta codificar los antagonismos y conflictos derivados de la división del trabajo y el mercado en lo proteico del Estado del bienestar. Ahora bien, en el plano de la subjetividad el trabajo –productivo, asalariado– en la sociedad supone algo más que un soporte privilegiado para la identificación social; algo más que un nuevo fundamento para la solidaridad. De un modo más profundo, en el contexto del surgimiento de un “biopoder” que absorbe el poder soberano sobre el “derecho de vida y muerte” –“hacer morir o dejar vivir”– en la forma de una “biopolítica” de la población centrada en el cuerpo–especie y en la maximización de sus estándares de salud (Foucault, 2009: 143 y ss.); y del desarrollo correlativo de las tecnologías gubernamentales liberales del yo: el trabajo devino la medida de un cuerpo que, constituido como propiedad de sí, debía venderse como fuerza de trabajo con el fin de vivir una vida que pudiera mejorarse sostenidamente. Algo que, en este sentido profundo de la subjetividad y del trabajo, interpela, a no dudarlo, al “empresario de sí” (Lorey, 2006) como modo de subjetivación3. 3 La subjetivación biopolítica se declina, a su vez, por medio del género, la raza, la religión y la heteronormatividad sexual. Sin embargo, no es mi intención ahora abordar con más detalle estas dimensiones, sino centrarme únicamente en aquellos soportes que guardan relación con la re–presentación en el insertado–permanente. 13 1.2.3 El desfondamiento de una lógica Esta representación, la sociedad, su lenguaje institucional e instituyente promovía un tipo particular de subjetividad regida por la “lógica de lo sólido” (Lewkowicz, 2002). Lo sólido es el estado privilegiado de la materia social; ser social es ser un sólido, es decir, fuerte, estable, homogéneo, y sin ambigüedades. Un ser sólido con un fundamento epistemológico sólido compuesto de entidades tan densas como la fábrica fordista y el Estado del bienestar keynesiano. Un ser social, un sujeto instituido, un individuo “tenido desde el interior” (Martuccelli, 2007: 3851): autónomo en cuanto a su capacidad de juicio crítico, dueño de sí, trabajador, es decir, tenido desde el trabajo –asalariado– como primer tiempo social, e independiente en la medida que no obligado a recurrir a puntos de apoyo externos. Su agotamiento hoy es el de la sociedad como meta–representación, y de ambos, el de sus condiciones de plausibilidad. En efecto, el desfondamiento de la idea de sociedad y de su tipo específico de subjetividad dirige la mirada hacia el paulatino pero inexorable agrietamiento de sus fundamentos conjeturales, aquellos que otorgaban basamento a su modelo significando sus marcas y ubicando sus prácticas dentro de un cierto margen de verosimilitud que las hacía creíbles, y de este modo, operativizables por los actores sociales. El agotamiento del Estado–nación El Estado–nación era esa institución meta encargada de coordinar a todas las demás en la producción y reproducción de la subjetividad pertinente para habitar todas y cada una de las situaciones. Las instituciones se apoyaban en el Estado–nación, era él quien les proveía de su sentido y consistencia integrales, y quien unificaba bajo un mismo régimen subjetivo al conjunto de las experiencias. Sin embargo, la globalización y los procesos por ella generados en su triple dimensión económica, política y cultural (Tejerina, 2003) desarraiga la constelación de significaciones, representaciones y subjetividades propias de los Estados nacionales. Esta pérdida de arraigo transforma a los Estados nacionales de sujetos soberanos capaces de instituir subjetividad y sentido a actores estratégicos de una situación que no gobiernan: la globalización y la dinámica de mercado como práctica dominante (Lewkowicz, 2004). El declive de la institución La destitución del Estado como instancia general de la vida en sociedad y su devenida incapacidad para producir un sentido que oriente la experiencia trastoca radicalmente el estatuto de las instituciones. Agotado el Estado, las instituciones ya no tienen potencia para instituir las operaciones subjetivas necesarias para habitar las situaciones institucionales. Y es que sin Estado– 14 nación que reproduzca las condiciones generales de su encadenamiento, las instituciones ven alterada su función. Ya no se trata de dispositivos productores de subjetividad. La subjetividad que resulta de estar en las instituciones es radicalmente otra. En esas condiciones lo que la institución no puede, el agente institucional lo inventa (Lewkowicz, 2002). François Dubet (2006) escribiendo sobre la experiencia del trabajo sobre los otros, es decir, aquel programa de actividades “remuneradas, profesionales y reconocidas” (2006: 17) que tienen como objetivo explícito “accionar directamente sobre las conductas, los sentimientos, los valores y las representaciones de los individuos” (ibídem), resume quizá mejor que nadie lo que caracteriza la subjetividad y la subjetivación en condiciones contemporáneas: i. En primer lugar, se concibe la socialización como una “experiencia social” en la medida en qué la pluralidad de los roles y de las dimensiones de la acción se impone sin que un principio central llegue a organizarla. Por ella, el sujeto actúa según varias lógicas acción en muy distintas situaciones haciendo del ajuste entre todas ellas su lugar, la experiencia de un subjetividad inacabada. ii. En segundo lugar, se concibe la socialización como un “trabajo” del actor socializado, “una actividad” que desarrolla distintos tipos de operaciones de construcción de subjetividad según imite o improvise aprendiendo reglas. En todos los caso, dice Dubet: “el sentimiento de identidad y de unidad personal es producto de su actividad tanto como de su interiorización de modelos preexistentes” (ibídem: 389) iii. En tercer lugar, este modo de socialización y este trabajo sobre sí crea un “individuo múltiple” que actúa en una serie de situaciones cuya consistencia y sentido le incumbe construir activamente. 2. PROVISORIO. LA INSERCIÓN–PERMANENTE: CAUSA, INDICIO, ESCENARIO Es para este contexto de, a la vez, agotamiento y emergencia de subjetividades otras que, finalmente, la inserción–permanente constituye una causa, un indicio y un escenario: Una causa. Porque la desestructuración del mercado de trabajo y el desempleo generalizado que abrieron la inserción como concepto y metodología de intervención, constituyen una de las razones de que los parámetros societales –estatales e institucionales– de producción de subjetividad hayan perdido operatividad, al erosionar una de las materialidades que alimentaban su suelo reproductivo, el pleno empleo fordista. Un indicio. Dado un doble motivo. Por un parte, porque si el sistema social asegura un 15 encadenamiento sin turbulencias de las formas de socialización y de las edades sociales –de la familia a la escuela, de la escuela al trabajo, y de éste a la jubilación– no se habla de inserción, esta es dada por añadidura. Es desde el momento en que comienza a haber juego entre los engranajes de la sociedad, cuando la inserción aparece como un problema y al mismo tiempo como una tecnología para resolverlo (Castel, 2004). Por la otra, porque la institucionalización por los hechos de la inserción–permanente es una renuncia tácita a considerar un “lugar normal” para todos los insertados. El programa institucional engendraba un tipo muy particular de creencia: “las ficciones necesarias” (Dubet, 2006). De ellas dice Dubet que no eran ni ideologías ni proyecciones positivas, sino “cuadros cognitivos y morales indispensables para cumplir el proyecto de socialización” (ibídem: 59). No todos los enfermos sanan, muchos alumnos fracasan, y en el trabajo social algunos casos son desesperados. Sin embargo, dentro del programa institucional las contradicciones propias al trabajo sobre los otros reparaban siempre sobre una “virtud de esperanza” (ibídem: 58). En la inserción, la contradicción entre el derecho al trabajo entendido como condición sine qua non de la plena ciudadanía4 y la inempleabilidad de muchos de los insertados, se veía reducida por toda una casuística de casos sociales más o menos excepcionales. Ahora, la inserción–permanente convertida en hecho: desaplicación del principio de provisionalidad en un impasse garantizado y tutelado, rompe ese recurso. Por ella, lo excepcional se hace norma. Un escenario. En tanto que, frente a la devenida incapacidad del dispositivo institucional para, valga la redundancia, instituir las operaciones subjetivas necesarias para pensar y habitar cada situación; en el umbral de toda situación, y ante un problema presentado, abre dos puertas: re– presentarlo o pensarlo. La primera será una útil referencia, evitará los empeños inciertos. Nos dirá qué es lo que ve nuestro modelo y con él la mayoría de nosotros. Pero la relación de la representación con lo que representa será imposta. Su excurso será ajeno a lo que estaba en juego en lo presentado antes de servirse a la representación. Irreductibles uno a otro: por más que se diga lo que se ha visto, lo visto no residirá jamás en lo que se dice. Insistir será prevaricar, enunciar a sabiendas materialidades representadas pero no presentadas. Y es que sobre un suelo no reproductivo su trabajo se dibujará ya por fuera de los límites de lo conjeturable. La segunda comienza cuando en el mismo contexto uno se propone no re–presentar, sino ser fiel a las materialidades donde los hechos se pronuncian. Si es así, cabrá tomar a la inserción–permanente como un núcleo de pensamiento, una condición donde los insertados cronificados hagan del estigma en la antesala de lo pensable el lugar real de su operatoria. 4 Exposición de motivos de la Ley 18/2008, de 23 de diciembre, para la Garantía de Ingresos y para la Inclusión social en la Comunidad Autónoma del País Vasco. 16 En este sentido, el objeto último que, a futuro, proyecta esta comunicación es doble. Por un lado, demostrar cómo en la inserción se apuesta por la primera vía disponiendo a la inserción– permanente por y para la re–presentación, de un modo correlativo: como un obstáculo en su funcionamiento que convoca a los saberes destinados a tratarlo –¿Qué puede hacerse para que los insertados accedan mejor y en mayor número al mercado de trabajo? ¿Cómo motivar su búsqueda de empleo? ¿Qué medidas implementar para prevenir el fraude? En definitiva, un inconveniente en la realidad, o de cómo resolver lo que no es sino un problema técnico en el funcionamiento de un dispositivo– y como un oxímoron ontológico, que refiere a la imposibilidad de ser, es decir, de forjar una posición de sujeto, en la inserción–permanente. Esto último dadas tres condiciones: su débil relación con el empleo; su condición de asistido; y su estado liminal. La primera remite a una degradación (Bauman, 2000; 2005a; 2005b y 2007; Sennett, 2000) bajo la lógica de que si el trabajo –el empleo– era más que trabajo, el no–trabajo, o la degradación del estatuto ligado a él, es más que la ausencia de –precarización del– empleo y supone por fuerza una degradación vital. La segunda, a imágenes propias del estigma simmeliano y tocquevilliano (Fernández, 2000; Paugam, 2007; Tocqueville, 2003). La tercera, derivada de las anteriores, a la insostenible ambivalencia de quien habita en lo duradero un lugar transicional. Por el otro, recurrir teóricamente estas verdades innecesarias dando forma a procedimientos de análisis que postulen a esas tres posiciones no como una red absoluta de determinaciones donde parece que nada se puede hacer, sino solicitar que desde fuera se haga algo, que cese; sino como un núcleo de pensamiento, y por ello, una condición de vida. Se trata como ya he dicho, de la capacidad para desplegar en la inserción–permanente toda una ingencia de operaciones –negociaciones, sociabilidades y economías de vida– que no son ya estrategias de excepción, ni modos coyunturales de supervivencia, sino tácticas banales de experiencia que tornan vivible la inserción–permanente sin negarla, sin tener que abandonarla. 17 Bibliografía Bauman, Z. (2005a) Trabajo, consumismo y nuevos pobres, Barcelona, Gedisa. Bauman, Z. (2005b) Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias, Barcelona, Paidós. Bauman, Z. (2007) Modernidad líquida, Buenos Aires, FCE. Castel, R. (2004) La metamorfosis de la cuestión social. Una crónica del salariado, Buenos Aires, Paidós. Deleuze, G. (2010) “Posdata sobre las sociedades www.nombrefalso.com.ar/hacepdf.php?pag=117&pdf=si de control” disponible en De Marinis, P. (2002) “Ciudad, 'cuestión criminal' y gobierno de poblaciones” en Política y Sociedad, Vol. 39/2, 319-338. De Marinis, P. 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