LA “OPINIÓN” DE LAS MAYORÍAS EN LA IGLESIA Antonio Bentué En medio de la avalancha de encuestas de opinión sobre preferencias respecto a candidatos presidenciales o parlamentarios, otras encuestas han pasado a segundo plano, pudiendo tener, sin embargo, un gran significado incluso teológico. Una de estas es la encuesta “Los católicos opinan”, publicada por Adimark el pasado mes de septiembre. La encuesta Adimark fue hecha a personas que “se profesan católicas” y que, sin renegar de esa identidad, la consideran compatible con determinadas opiniones “conflictivas” planteadas por la sociedad actual, referentes a temas doctrinales (60 % favorables al sacerdocio femenino, 59 % al sacerdocio casado, o 75 % partidarios de una elección más democrática de los obispos y 74 % a favor del acceso a la comunión por parte de divorciados vueltos a casar); o bien, a comportamientos morales (con un masivo 95 % favorable al uso del “condón” para prevenir el sida, así como un 95 % partidario del uso de los métodos artificiales de prevención de natalidad). Todo ello, aun cuando saben que esas opiniones parecen contradecir la orientación dada por los obispos o por el mismo Papa. Para poder valorar tan paradójica, o casi “esquizofrénica”, situación al interior de la misma Iglesia católica, resulta fundamental una reflexión teológica, por lo demás coherente con aspectos importantes del Magisterio Supremo Conciliar. De entrada, no parece muy honesto que, por un lado, autoridades eclesiásticas se aferren al 70 % de católicos de otras encuestas, tratando de exhibir un mayor porcentaje de fieles propios que les permita seguir asegurando la mayoría católica, incluyendo en él, sin cuestionamiento alguno, a cuantos se profesen católicos, mientras que, por otro lado, desmerezcan el posible significado teológico del resultado de esta nueva encuesta, considerándolo como un producto de las influencias perniciosas de la inmoralidad del mundo secularizado ambiental, apelando ahora a un concepto de “católico” aplicable únicamente a quienes estén dispuestos “a dar su vida por Jesucristo”. De esta manera, podrían quedar excluidos de la pertenencia a la Iglesia católica los “débiles”, de forma similar a como, en la antigua Iglesia africana, algunos cristianos puritanos querían excluir a los “lapsi” que no habían sido capaces de tolerar heroicamente el martirio, o bien, como los “cátaros” medievales que pretendían ser los únicos cristianos “auténticos”. Los “débiles” son también Iglesia Sin embargo, los “débiles” forman también parte de la Iglesia de Jesucristo, quien no vino a convocar “a justos, sino a pecadores”. Por lo demás, de poco serviría profesar una ética cristiana si resultara inaccesible para los cristianos reales de “carne y hueso”, formados en su mayoría por un “pueblo de Dios” que busca y valora pertenecer a una Iglesia donde todos sean acogidos y comprendidos en su real situación y necesidad (cf. al respecto el comentario de Elena Irarrázabal sobre el resultado del último Censo, del 2002, en El Mercurio, 6 de abril de 2003). En ese sentido me parece de una notable perspicacia teológica y “pastoral” el comentario del mismo director de Adimark, Sergio Méndez, sobre el resultado de esa encuesta hecha a los católicos: “No se trata de una catástrofe; al contrario, es un resultado que devela vitalidad, energía, que nos habla de una Iglesia que está viva”. Y con gran profundidad, a mi juicio, concluye: “Es la libertad, de nuevo la libertad, que penetra también en la Iglesia… ¿Cómo conciliaremos estos espíritus libres con la tradición patriarcal de la Iglesia romana? Es la pregunta que nos hacemos muchos, y cuando vemos resultados como el que comento, la sensación es de urgencia. Me imagino que, para algunos, la sensación será de angustia. Pero quizás la respuesta es más profunda y esperanzadora de lo que imaginamos…” (Semanario El Sábado de El Mercurio, 24 de septiembre de 2005). Uno no puede dejar de pensar en las palabras con que se inicia la Constitución Gaudium et Spes, sobre la relación Iglesia y mundo: “El gozo y la esperanza, la tristeza y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo” (GS 1). La Iglesia es, ante todo, el “Pueblo de Dios” (LG c. 2) Esa actitud de diálogo atento y acogedor con la gente y sus problemas y aspiraciones, por parte de la Iglesia del Concilio, no deriva de ganas “populistas” de ponerse a la buena con el mundo en que se encuentra inserta, sino de la profundización en una fe “católica”, y no dualista, que considera al mundo y a su gente como criaturas del único Verbo de Dios creador y encarnado en Jesucristo. Por lo mismo el Espíritu que “ungió” (=Cristo) a Jesús constituyéndolo en la revelación personal y visible del Dios invisible está también presente en las conciencias humanas que, con buena voluntad, intentan organizar la convivencia múltiple, legislando para ella de la mejor forma posible, según la imagen del Pentecostés “católico” (=universal), en que “el Espíritu de Dios llenó la faz de la tierra”. Ese único Espíritu está, pues, también presente en la conciencia de todas las personas que forman parte del Pueblo de Dios y no sólo en sus Pastores. El carisma de la conducción propio de los Pastores no significa, pues, que ellos tengan el “monopolio” del Espíritu. La garantía de “infalibilidad ordinaria” compete, por su propia naturaleza, sólo a la Iglesia como totalidad (“contra la cual no prevalecerán las puertas del Hades”, Mt 16, 19; cf. el “sensus fidei” en LG 12). Por lo mismo una orientación magisterial que no atendiera la experiencia creyente de todo el Pueblo de Dios podría conducir mal. Para evitarlo, los Pastores deben auscultar lo que el Espíritu puede expresar en la fe vivida de todo el Pueblo de Dios. Y, dado que la Palabra revelada recogida en la Escritura no pretende “informar”, sino “salvar” a los hombres de todo tiempo, la Iglesia debe estar atenta a los nuevos requerimientos y acontecimientos, a menudo suscitados por gente ajena a ella (cf. GS 44 final), “en cuya conciencia, por su buena voluntad, actúa la Gracia de una manera invisible y sólo de Dios conocida” (GS 22 final). El laicado y los signos de los tiempos La mayoría del Pueblo de Dios, que constituye a la Iglesia, son laicos cuya “vocación” (LG 31) radica precisamente en vivir insertos en el mundo, cercanos a las tomas de conciencia provenientes de los diversos grupos humanos con quienes conviven; y es ahí donde deben discernir la posible presencia indicativa del Espíritu de Dios que “llena la faz de la tierra”. La historia del Occidente moderno, a partir de la Revolución Francesa con sus reivindicaciones de “igualdad”, “libertad” y “fraternidad”, ha tomado mayor conciencia de los “derechos humanos”, valorando el diálogo democrático como la mejor forma de organizar el bien común, así como también la igualdad del hombre y la mujer, no sólo en su esencia antropológica, sino en la manera de estar presentes, actuando por igual, junto a los varones, en el mismo mundo. De la misma forma, la mentalidad moderna ha puesto en jaque los dualismos “maniqueos”, que durante mucho tiempo generaron “complejos celibatarios” respecto a la sexualidad. Pues bien, los laicos han ido acogiendo al interior de la Iglesia los valores presentes en ese mundo moderno como suscitados por el Espíritu mismo de Dios, al cual la Iglesia debe ser fiel, atendiendo sus “voces” donde se den, para así poder hacer llegar mejor al mundo actual el significado salvífico de la Palabra revelada. En lugar de anatematizar tales perspectivas, el Concilio atribuye a ese Pueblo de Dios, constituido mayoritariamente por laicos, un valor teológico significativo para la fe de toda la Iglesia y, por tanto, también de sus pastores, que tienen el “carisma” y el “mandato” (“Orden”) de conducirla, “adaptando la Palabra” de acuerdo al Espíritu que animaba a Jesús y que sigue presente en el mundo suscitando nuevas tomas de conciencia. Por eso, “para cumplir su misión, es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de tal forma que, acomodándose a cada generación, pueda responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida…” (GS 4); ya que “la adaptación de la predicación de la Palabra revelada debe seguir siendo la ley de toda evangelización” (GS 44). Es cierto que el pecado puede siempre estar presente fuera y también dentro de la Iglesia. Pero en medio de la ambigüedad de toda situación hay que discernir los posibles aspectos coherentes con lo que Dios es, revelado en el rostro de Jesús, vengan de donde vengan. Esa presencia en medio del mundo de los laicos mayoritarios en la Iglesia los constituye precisamente en “protagonistas de la nueva evangelización”, (cf. Sínodo de Santo Domingo, n. 97; 103). Y es por eso que su ”opinión” como creyentes insertos en la realidad del ejercicio de la sexualidad tiene mucho que aportarle a la Iglesia y especialmente a sus pastores, para ayudarlos a “conducir” mejor en ese proceso de constante adaptación de la Palabra en el mundo actual. Puesto que “es propio de todo el Pueblo de Dios, aunque principalmente de los pastores y de los teólogos, auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las múltiples voces de nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina, a fin de que la verdad revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y expresada en forma más adecuada” (GS 44). Las “múltiples voces” en las opiniones mayoritarias Las “opiniones” de la mayoría del Pueblo de Dios expresadas en los resultados de la encuesta Adimark que dio pie a esta reflexión se refieren a dos ámbitos temáticos que reflejan la vivencia de ese laicado ubicado en el mundo actual. El primero, referente a problemas de “marginación” intraeclesial de ciertos creyentes del acceso a determinados aspectos sacramentales: sacerdocio ordenado femenino, sacerdocio de personas casadas, comunión de divorciados vueltos a casar y mayor participación del Pueblo de Dios en la elección de los obispos. Para iluminar el problema, es ilustrativo lo ocurrido en la primitiva Iglesia, cuando la tesis oficial del cristianismo era que sólo podían ser bautizados los circuncisos. El fariseo Pablo descubrió, con su conversión cristiana, que las actitudes de Jesús, ratificadas por su Resurrección, implicaban que ya no había “ni judío ni gentil” y, por lo mismo, el gentil no tenía por qué circuncidarse para poder ser bautizado. La admiración experimentada por Pablo ante tal descubrimiento lo lleva a denominarlo incluso misterio (“misterio que consiste en que todos los pueblos comparten la misma herencia”, Ef 3, 5-6; cf. Col 1, 26-27). Motivado por ello, comenzó a bautizar a incircuncisos gentiles, a pesar del escándalo por parte de muchos judeo-cristianos (cf. Hech 15, 1-5). Esta perspectiva de Pablo se vería después ratificada como “dogma” en el primer Concilio de Jerusalén (Hech 15, 28). Y es que el Espíritu de Dios no puede legitimar “marginaciones”. Por eso mismo, toda evolución cultural tendiente a actitudes menos marginadoras es coherente con aquel Espíritu que animaba a Jesús y por lo mismo puede ser presencia indicativa del Espíritu (=signo de los tiempos) que llama a la Iglesia a “adaptar la Palabra” de manera menos marginadora, auscultando las “voces de nuestro tiempo” (GS 44). Por lo mismo, ante esas “nuevas voces”, a menudo la verdadera pregunta no es “qué hizo Jesús” en su tiempo, sino “qué habría hecho hoy”, tomando en cuenta los nuevos condicionamientos culturales, a la luz del Espíritu no marginador que lo animaba dentro de sus propios condicionamientos históricos. El segundo ámbito de las “opiniones” de los encuestados, tiene que ver con aspectos “morales” donde está involucrada la sexualidad. Siempre que cualquiera actitud, como tal, implique “marginación”, no puede tener coherencia con el Espíritu que animaba a Jesús, sino que proviene de la tendencia “pecadora” del narcisismo humano. Ese constituye también el criterio último para discernir lo bueno o lo malo en los aspectos éticos donde esté involucrado el sexo, así como en aquellos que tienen que ver con la violencia. Y tal debería ser el criterio fundamental para discernir, desde las actitudes mostradas por el Jesús de los evangelios, la posible presencia del Espíritu en las tomas de conciencia de las mayorías católicas encuestadas, expresadas en las opiniones sobre el uso del “condón” o de métodos artificiales de natalidad. El legítimo recurso al “mal menor” Sin embargo, el resultado de la encuesta referido a esos dos temas puede también tener una dimensión de “signo de los tiempos” desde otra perspectiva, la del “mal menor”. Puesto que en temas referidos a la violencia, el magisterio de la Iglesia no ha tenido problema para apelar a la ética del “mal menor” (“guerra justa” o “pena de muerte”), aunque ello se oponga flagrantemente al precepto bíblico “no matarás”, ¿por qué, cuando está involucrado el “sexo”, el mismo magisterio es tan renuente para plantearse el tema con análoga perspectiva, recurriendo al “mal menor” como criterio de discernimiento posible? Bloqueando tal posibilidad, esa renuencia podría ciertamente anidar un “complejo celibatario”. Y quizá es contra ello precisamente que el Espíritu busca hacerse “oír” a través de las “opiniones”, de apariencia escandalosa, por parte de las mayorías laicas “no celibatarias”. Sin duda, lo ideal sería un sexo con sentido, siempre personalizado y no promiscuo, sin necesidad de “protecciones”. Pero la ética no es para meros “principios teóricos”, sino para lo concreto de una decisión urgida por los condicionamientos reales. A menudo la alternativa ante la cual la conciencia se encuentra enfrentada no es la decisión entre “bien y mal”; sino sólo entre “mal y mal”. Y ahí la ética obliga a optar por el “mal menor”. Debiera, pues, tomarse en cuenta esa realidad, apoyando sin temor la legitimidad de asumir el “mal menor” objetivo, discernido responsablemente como tal cuando la única alternativa real, por ser más gravemente marginadora que el recurso a los medios artificiales de protección sexual, constituye un “mal mayor”. Son muchos quienes, como el director de Adimark, experimentan esa misma “sensación de urgencia” ante las “múltiples voces” presentes en las “opiniones” de las mayorías laicas, que claman a la Iglesia magisterial esperando ser acogidas en un discernimiento maduro que evite demonizarlas o desautorizarlas precipitadamente, ya que el Espíritu puede estar presente, a pesar de las ambigüedades, impulsando nuevas tomas de conciencia que permitan a la Iglesia abrirse sin temor al diálogo con las “voces de nuestro tiempo”, reconociendo en ellas posibles valores tendientes a una mayor coherencia con el Espíritu no marginador que animaba a Jesús.