Soriano, Osvaldo

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COLECCIÓN VOCES DE AMERICA
Osvaldo Soriano
INDICE
Obdulio Varela, El reposo del centrojás
José María Gatica: Un odio que no conviene olvidar
Carta a Julio Cortázar
Mecánicos
El hijo de Butch Cassidy
El detective Giorgio Bufalini y la muerte de Venecia
Diego, que Dios te lo pague
Osvaldo Soriano y los gatos
La hora sin sombra (fragmentos no incluidos)
“Obdulio Varela, el reposo del centrojás”
La Historia de vida , tal como se la conocía en el suplemento cultural de La
Opinión, era una de las formas más difíciles del reportaje. Consistía en
escuchar, ante un grabador, durante cinco o seis horas--tal vez más--, a un
hombre o una mujer que reconstruían los mejores--o los más terribles-momentos de su existencia. Luego había que comprimir sin reducir,
restituyendo a la vez el sabor del relato, el estilo narrativo del entrevistado.
Carlos Tarsitano, Ricardo Halac, Julio Ardiles Cray y yo practicábamos el
género en La Opinión. Esta entrevista me fue sugerida por Hermenegildo
Sábat, quien ilustró en el diario casi todos los textos que contiene este
volumen.
El 16 de julio de 1950, en el estadio Maracaná de Rio de Janeiro, nació una de
las últimas leyendas del fútbol rioplatense; ese día, el imponente centromedio
uruguayo Obdulio Varela silenció a 150 mil fanáticos que festejaban el gol
brasileño en la final de la Copa del Mundo, convertido por el puntero Friaca. A
los seis minutos del segundo tiempo, Brasil abrió el marcador alentado por las
repletas tribunas del Maracaná, inaugurado especialmente para ese torneo.
Entonces, todo Río de Janeiro fue una explosión de júbilo; los petardos y las
luces de colores se encendieron de una sola vez. Obdulio, un morocho tallado
sobre piedra, fue hacia su arco vencido, levantó la pelota en silencio y la
guardó entre el brazo derecho y el cuerpo. Los brasileños ardían de júbilo y
pedían más goles. Ese modesto equipo uruguayo, aunque temible, era una
buena presa para festejar un título mundial. Tal vez el único que supo
comprender el dramatismo de ese instante, de computarlo fríamente, fue el
gran Obdulio, capitán--y mucho más--de ese equipo joven que empezaba a
desesperarse.
Y clavó sus ojos pardos, negros, blancos, brillantes, contra tanta luz, e irguió su
torso cuadrado, y caminó apenas moviendo los pies, desafiante, sin una
palabra para nadie y el mundo tuvo que esperarlo tres minutos para que llegara
al medio de la cancha y espetara al juez diez palabras en incomprensible
castellano. No tuvo oído para los brasileños que lo insultaban porque
comprendían su maniobra genial: Obdulio enfriaba los ánimos, ponía distancia
entre el gol y la reanudación para que, desde entonces, el partido--y el rival--,
fueran otros.
Hubo un intérprete, una estirada charla--algo tediosa-- entre el juez y el
morocho. El estadio estaba en silencio. Brasil ganaba uno a cero, pero por
primera vez los jóvenes uruguayos comprendieron que el adversario era
vulnerable. Cuando movieron la pelota, los orientales sabían que el gigante
tenía miedo.
Fue un aluvión. Los uruguayos atropellaban sin respetar a un rival superior
pero desconcertado. Obdulio empujaba desde el medio de la cancha a los
gritos, ordenando a sus compañeros. Parecía que la pelota era de él, y cuando
no la tenía, era porque la había prestado por un rato a sus compañeros para
que se entretuvieran. Llegó el empate. Los brasileños sintieron que estaban
perdidos. El griterío de la tribuna no bastaba para dar agilidad a sus músculos,
claridad a sus ideas. Las casacas celestes estaban en todas partes y les
importaba un bledo del gigante. Faltaban nueve minutos para terminar cuando
Uruguay marcó el tanto de la victoria. El mundo no podía creer que el coloso
muriera en su propia casa, despojado de gloria.
16 de julio de 1972
A Daniel Divinsky
José María Gatica: Un odio que no conviene
olvidar
"No me dejés solo, hermano". Tirado en el pavimento, el cuerpo sacudido por
los espasmos, Gatica se aferraba al pedazo de vida que se le iba. Lo rodeaba
una multitud de extraños que lo habían visto caer bajo las ruedas de un
colectivo, a la salida de la cancha de Independiente. Pocos ojos entre los que
miraban esa piltafa cercana a la muerte habrán reconocido el cuerpo de José
María Gatica, uno de los mayores ídolos que tuvo el boxeo argentino.
Tenía 38 años y parecía un viejo. Hasta ese día en que la borrachera no le dejó
hacer pie en el estribo del ómnibus, había sobrevivido en una villa miseria
como tantos otros; algún rasgo lo distinguía: la nariz aplastada, la sonrisa
provocadora, un cierto desdén por el futuro. Era uno de esos hombres
obligados a soñar con el pasado, porque el suyo estaba teñido de sangre y
ovaciones.
El 7 de diciembre de 1945 subió por primera vez a un ring como semifondista
profesional. Esa noche, su triunfo por nocaut en la primera vuelta frente a
Leopoldo Mayorano no puso al público de pie, ni lo irritó. Comenzaba su
carrera un hombre de rabia larga, de ambición fresca.
Había sufrido la violencia desde su nacimiento, en Villa Mercedes, San Luis, el
25 de Mayo de 1925. A los siete años llegó a Buenos Aires en un tren de carga,
con su madre y un hermano mayor.
A los diez había ganado un lugar en Plaza Constitución, donde lustró miles de
zapatos. De rodillas, miraba desde abajo la cara de la gente, pero hasta ese
privilegio tuvo que defender a golpes frente a competidores tan desesperados
como él. Un peluquero que vivía por allí lo vio pelear varias veces y quedó
impresionado por su agresividad. Era Lázaro Koczi, un hombre relacionado con
el boxeo profesional. Pronto le propuso cambiar de oficio.
The Sailor's Home era la casa de la misión inglesa para marineros. Estaba en
Paseo Colón y San Juan, un barrio con tradición de compadritos. Allí paraban
los hombres que habían perdido sus barcos en los extravíos de una
borrachera, los desertores, los enfermos, los malandras sin cuchillo. Todo se
resolvía a puñetazos. Un hombre de agallas podía ganarse allí veinte pesos si
era capaz de vencer en tres rounds al marinero más fuerte.
Lázaro Koczi apareció una noche con Gatica, le mostró el ring y le habló de los
veinte pesos. El lustrabotas subió. Se sabe que ganó varias peleas, que
agachó a corpulentos marineros y luego dejó su parada de Constitución. Había
ganado el derecho a más.
El 7 de diciembre de 1945 --ese año singular en la historia argentina-- debutó
en el Luna Park. Sus ojos verdes habrán visto la multitud con el brillo del
desafío. Bastó un golpe para que Mayorano, su rival, fuera a la lona. En poco
tiempo ganaba dos peleas más y los empresarios pusieron sus ojos en él. Al
año siguiente ganó las siete peleas que hizo, una de ellas con Alfredo Prada,
quien sería su más rival encarnizado.
Por entonces el público se había dividido: el ring-side abucheada a Gatica,
quería verlo en el piso; la popular rugía alentando a ese morocho que miraba
con odio a sus rivales y cuando los tenía a sus pies levantaba los brazos tan
abiertos como para abrazar al mundo. Los apodos de la tribuna eran diversos,
según de dónde provenían: Tigre, para la popular, Mono para el ring-side. A los
periodistas le gustaba más Mono y así lo recuerdan aún.
Mientras duró su grandeza tuvo un rival irreconciliable sobre el ring: Alfredo
Prada. Ya se habían enfrentado antes, cuando no suponían que la vida los iba
a unir en el triunfo y el fracaso. Combatieron seis veces y ganó tres cada uno.
La última pelea, en 1953, significó la derrota de Gatica y el comienzo de su
patética decadencia. Los enfrentamientos entre Gatica y Prada dividieron al
público como nunca; se estaba con Gatica o contra él. Prada era campeón
argentino, una satisfacción que el Mono nunca alcanzó. Cuando el pleito
terminó, las carreras de ambos llegaraban al ocaso. Prada dejó el boxeo con
algún dinero en el banco. Afrontó la vida como un ciudadano recompensado. El
Mono volvió a su origen, como si toda su pelea con la vida hubiera sido una
parábola restallante, una explosión de luces que lo iluminaron hasta, de pronto,
dejarlo nuevamente en la oscuridad.
Volvió a una villa miseria. Vivió de la caridad junto a su segunda mujer y dos
hijas. Fue una fiesta para los periodistas encontrarlo sentado a la puerta de su
casilla de latas, tomando mate, sucio y harapiento.
Entonces Prada tuvo un gesto que los diarios elogiaron: abrió un restaurante
en calle Paraná y llevó al Mono con él. Le pagó quince mil pesos por mes y lo
puso en la puerta del negocio para exhibirlo. El gesto compasivo de Prada era
otra humillación que Gatica soportó porque no podía sino aceptar su derrota.
Había vivido como un esclavo y pocos le perdonaron su grotesca revancha:
como un Robin Hood de barrio, iba con los suyos --los lustradores-- y les
destrozaba los cajones a patadas a cambio de billetes de mil. Pagaba con una
fragata los diarios que quitaba a las viejas que rodeaban el Luna Park. Unos
pocos lo miraban con respeto, otros ser reían de él.
Desde que Alfredo Prada lo venció en 1953, en la última pelea, no dejó de
caer. Siguió tres años más, pero estaba acabado como boxeador. Como
hombre le faltaba recorrer la pendiente más dura: el desprecio, el odio, el
revanchismo de las buenas conciencias.
Era, para ellas, un analfabeto despreciable, un "lumpen". Perdió todo lo que
tenía pero jamás se lamentó. Fue noticia para los diarios el día que una
inundación se llevó lo poco que le quedaba. Entonces, fue fotografiado en
camiseta, lleno de mugre y mereció crónicas colmadas de aleccionadora
compasión. Curiosamente, el Mono sonreía.
Adhirió fervorosamente al peronismo y, curiosamente, su esplendor y caída
desplegó la misma parábola en el almanaque: levantó su brazos en 1945 y lo
bajó, vencidos, en 1956. Había sido el preferido de Perón mientras brillaba.
Aficionado al boxeo, el Presidente apoyó el viaje de Gatica a Estados Unidos
para buscar una pelea con el campeón de los livianos. En cuatro rounds venció
a Terence Young y esta victoria le abrió las puertas a la pelea con Ike Williams,
dueño de la corona mundial, en 1951. Medio país estuvo pendiente de la suerte
del Mono que iba a batirse en el Madison Square Garden de Nueva York. Subió
a la lona sobrador, fanfarrón. Cuando empezó el combate bajó las manos y
puso la cara, como lo haría luego Nicolino Locche. Pero Gatica no sabía de
esas sutilezas. Bastaron tres golpes de Williams y a los tres minutos de pelea
el Mono se derrumbó. Desde entonces perdió los favores oficiales y dejó de ser
el hombre que se fotografiaba junto a Perón. Entre 1952 y 1953 ganó trece
combates luego de ser vencido por Luis Federico Thompson, pero la última
derrota ante Prada lo puso en la pendiente definitiva; caualmente, esa derrota
sucedió un 16 de setiembre, dos años antes del día que estalló el
pronunciamiento militar contra el peronismo.
No sólo Prada usó al Mono para exaltar la beneficencia. Martín Karadagián, un
empresario del espectáculo que había montado una troupe de luchadores, lo
llevó a parodiar una final. También allí tenía que perder. En "sensacional
encuentro" Karadagián, dueño del poder, benefactor de hospitales, lo sometió
por unos pocos pesos.
La última derrota ocurrió el 10 de noviembre de 1963, bajo las ruedas de aquel
colectivo. Había terminado su vida en una parábola perfecta de humillación;
"una bala perdida", como solía decir él.
No tuvo amigos. Apenas dos o tres compañeros de aventuras en los momentos
en que regalaba su pequeña fortuna. Contestaba con monosílabos, recuerdan
algunos, para escapar de los adulones y los ambiciosos; otros dicen que no
hablaba para ocultar su escasa educación. Tirado en la calle Herrera, de
Avellaneda, manchado de sangre, con los ojos abiertos puestos en otro
vendedor de muñecos, repitió: "No me dejés solo, hermano; levantáme, no
quiero estar tirado".
Cuando murió, La Prensa dijo: "La popularidad que adquirió Gatica por sus
éxitos y por su característico estilo de infatigable peleador, fue utilizada por el
régimen de la dicatdura, que lo adoptó como en el caso de otros campeones
deportivos como instrumento de propaganda. Y esta publicidad extradeportiva y
el aplauso obsecuente de personajes encumbrados no fueron ajenos por cierto
a que él cayera en actos de inconducta dentro y fuera del ring". Fué un
recuerdo político, cargado de desprecio. Al comentarista, como a tantos otros
hombres de traje gris, le hubiera gustado ver a Gatica domado. Pero no; aún
muerto sería molesto: nunca llegó tanta gente a la Federación Argentina de
Box como para su velatorio. Hombres y mujeres hicieron una colecta y
compraron una corona que decía: "El pueblo a su ídolo". El féretro tardó siete
horas en llegar al cementerio de Avellaneda. Cuando la última palada de tierra
cubrió el modesto cajón, los cronistas anotaron esta frase de Jesús Gatica: "La
única miseria qe vivió mi hermano fue consecuencia de su desesperado afán
de querer vivir la vida".
Se cumplen tres décadas de la que fue, quizá, su primera alegría, cuando tenía
veinte años. Gatica es, todavía, un símbolo contradictorio, arbitrario; la vida le
fue quitada poco a poco, con un odio que conviene no olvidar.
Carta a Julio Cortázar
8 de febrero de 1974
Poco después del "rodrigazo", que nos dejó a todos en la miseria, Roberto
Cossa me hizo entrar en El Cronista Comercial, donde volví a ser redactor de
deportes. Esta semblanza de José María Gatica se publicó a fines de 1975.
Entre tanto, yo acababa de volver de un viaje por Asia y Europa y había
prometido a la sección deportes un reportaje a Osvaldo Piazza, que jugaba en
el Saint Etienne.
Como no pude hacer la entrevista, Carlos Somigliana me propuso responder en
lugar de Piazza. Fue un reportaje magnífico: ocultos en una diminuta oficina de
la calle Alsina, frente a la Manzana de las luces, describimos minuciosamente
las fachadas 18éme siécle de la cuidad de Saint Etienne, el jardín de la
espléndida casa donde vivía Piazza, el estadio donde jugaba. Recuerdo que ni
siquiera había en el diario una enciclopedia que nos informara de la distancia
que separa París de Saint Etienne, y la estimamos --mal-- en trescientos
kilómetros.
Seguro que Piazza no respondió nunca de manera tan cartesiana y con un
lenguaje tan sofisticado sobre el arte de defender el área. El jefe de la sección
deportes quedó encantado con el reportaje, pero me dió un sermón por no
haberle traído fotos.
Mecánicos
Mi padre era muy malo al volante. No le gustaba que se lo dijera y no sé si
ahora, en la serenidad del sepulcro, sabrá aceptarlo. En la ruta ponía las
ruedas tan cerca de los bordes del pavimento que un día. indefectiblemente,
tenía que volcar. Sucedió una tarde de 1963 cuando iba de Buenos Aires a
Tandil en un Renault Gordini que fue el único coche que pudo tener en su vida.
Lo había comprado a crédito y lo cuidaba tanto que estaba siempre reluciente y
del motor salían arrullos de palomas. Me lo prestaba para que fuera al bosque
con mi novia y creo que nunca se lo agradecí. A esa edad creemos que el
mundo solo tiene obligaciones con nosotros. Y yo presumía de manejar bien,
de entender de motores, cajas, distribuidores y diferenciales porque había
pasado por el Industrial de Neuquén.
Antes de que me fuera al servicio militar me preguntó que haría al regresar. Ni
él ni yo servíamos para tener un buen empleo y le preocupaba que la plata que
yo traía viniera del fútbol, que consideraba vulgar. A mi padre le gustaba la
ópera aunque creo que nunca conoció el Teatro Colón. Venía de una lejana
juventud antifascista que en 1930 le había tirado piedras a los esbirros del
dictador Uriburu, y conservaba un costado romántico. Cuando le dije que
quería seguir jugando al fútbol, lo tomó como un mal chiste. Me aconsejó que
en la conscripción hiciera valer mi diploma de experto en motores para pasarla
mejor. Siempre se equivocaba: fue como centro-delantero que evité las
humillaciones en el regimiento. Cualquiera arregla un motor pero poca gente
sabe acercarse al arco. La ambición de mi padre era que yo conociera bien los
motores viejos para después inventar otros nuevos. Igual que Roberto Arlt,
siempre andaba dibujando planos y haciendo cálculos. Una tarde en que me
prestó el Gordini para ir al bosque me anunció que al día siguiente,
aprovechando sus vacaciones, lo íbamos a desarmar por completo para poder
armarlo de nuevo.
Yo no le hice caso pero el se tomó el asunto en serio. En el fondo de la casa
tenía un taller lleno de extrañas herramientas que iba comprando a medida que
lo visitaban los viajantes de Buenos Aires. Como no podía pagarlas, los tipos
entraban de prepo al taller, se llevaban las que tenía a medio pagar y de paso
le dejaban otras nuevas para tenerlo siempre endeudado. Había algunas muy
estrambóticas, llenas de engranajes, sinfines, manómetros y relojes, que nadie
sabía para que servían.
A la madrugada dejé el coche en el garaje y me tire en la cama dispuesto a
dormir todo el día. Pero a las seis mi viejo ya estaba de pie y vino a golpear a la
puerta de mi pieza. Mi madre no me permitía fumar y el entrenador tampoco,
así que cuando me ofrecía el paquete yo sonreía y lo seguía por el pasillo
poniéndome los pantalones. Caminaba delante de mí, medio maltrecho, y lo
sorprendía que yo pudiera saltar un metro para peinar la pelota que bajaba del
techo y meterla por la claraboya del taller.
--Sos un cabeza hueca--me decía.
Se reía con Buster Keaton y leía La Prensa, que le prestaba un vecino. Tal vez
había envejecido antes de tiempo o quizá se enamoró de una mujer intocable
en uno de esos pueblos perdidos por donde nos había arrastrado. Nunca lo
sabré. Mi madre ha perdido la memoria y apenas si recuerda el día en que lo
conoció, ya de grande, en las barrancas de Mar del Plata.
Me miró y dijo: "Vamos a desarmar el coche. Después, cuando lo volvamos a
armar, no nos tiene que sobrar ni una arandela, así aprendés". Era un día
feriado, sin fútbol ni cine. Hacía un calor terrible y a mediodía el cura del barrio
se presentó a comer gratis y a ver televisión. Pero antes de que llegara el cura
mi padre me pidió que eligiera por donde empezar. Parecía un cirujano en
calzoncillos. Sudaba a mares por la piel de un blanco lechoso que yo
detestaba. Al agacharse para aflojar las ruedas del Gordini se le abría el
calzoncillo y las bolsas rugosas bajaban hasta el suelo grasiento. Puso tacos
de madera bajo los ejes y empezo a sacar tornillos y tuercas, bujes y
rulemanes, grampas y resortes. A mí me daba bronca porque creía que nunca
más iba a poder llevar a mi novia al otro lado del río y entre los árboles.
Igual ataqué el motor con una caja de llaves inglesas, francesas y suecas. A
mediodía, cuando el cura asomó la cabeza en el taller, ya teníamos medio
coche desarmado. Los dos estábamos negros de aceite y habíamos perdido
por completo el control de la operación. Mi padre había desmontado todo el
tren delantero, la tapa del baúl, el parabrisas, y asomaba la cabeza por abajo
del tablero de instrumentos. Atrás, yo había sacado válvulas y culatas y trataba
de arrancar el maldito cigueñal. De vez en cuando mi viejo gritaba "jCarajo, qué
mal trabajan los franceses!" y arrojaba el velocímetro sobre la mesa mientras
arrancaba con furia el cable del cebador. El cura nos miraba perplejo con un
vaso de vino en una mano y la botella en la otra y de pronto le preguntó a mi
padre cuántas cuotas llevaba pagadas. Ahí se hizo un silencio y el otro casi se
pierde los tallarines gratis:
--Doce-- le contestó de mal humor mi viejo, que era devoto de cristos y
apóstoles . Y con la ayuda de Dios todavía tengo que pagar otras veinticuatro.
Tardamos tres días para convertir al Gordini en miles y miles de piezas
diminutas y tontas desparramadas sobre la mesada y el piso. La carcasa era
tan liviana que la sacamos al patio para lavarla con la manguera. La segunda
tarde mi madre nos desconoció de tan sucios que estábamos y nos prohibió
entrar a la casa. Dormíamos en el garaje, sobre unas bolsas, y allí nos traía de
comer. Vivíamos en trance, convencidos de que un técnico diplomado en el
Otto Krause y un futuro conscripto de la Patria no podían dejarse derrotar por
las astucias de un ingeniero francés. Fue entonces cuando mi padre decidió
comprimir el motor y aligerar la dirección para que el coche cumpliera una
performance digna de su genio. Hizo un diseño en la pared y me preguntó,
desafiante, si todavía pensaba que el fútbol era mas atrayente que la
mecánica. Yo no me acordaba cual pieza concordaba con otra ni qué gancho
entraba en qué agujero y una noche mi padre salió a buscar al cura para que
con un responso lo ayudara a rehacer el embrague. Al fin, una mañana de fines
de febrero el coche quedó de nuevo en pie, erguido y lustroso, más limpio que
el día en que salió de la fábrica. Lo único que faltaba era la radio que el cura
nos había robado en el momento del recogimiento y la oración.
Le pusimos aceite nuevo, agua fresca, grasa de aviación y un bidón de nafta de
noventa octanos. Hacía tiempo que mi padre había perdido los calzoncillos y se
cubría las verguenzas con los restos de un mantel. Mi novia me había
abandonado por los rumores que corrían en la cuadra y mi madre tuvo que
lavarnos a los dos con una estopa embebida en querosene. En el suelo
brillaba, redonda y solitaria, una inquietante arandela de bronce, pero igual el
coche arrancó al primer impulso de llave. Mi padre estaba convencido de
haberme dado una lección para toda la vida. Adujo que la arandela se había
caído de una caja de herramientas y la pateo con desdén mientras se paseaba
alrededor del Gordini, orgulloso como una gallo de riña. Después me guiñó un
ojo, subió al coche y arrancó hacia la ruta. A la noche lo encontré en el hospital
de Cañuelas, con un hombro enyesado y moretones por todas partes.
--Andá--me dijo--. Presentate al regimiento como mecánico, que te salvas de
los bailes y las guardias.
Ese año hice mas de veinte goles sin tirar un solo penal. Por las noches leía a
Italo Calvino mientras escribía los primeros cuentos. Mi viejo sabía aceptar sus
errores y cuando publiqué mi primera novela, y me fue bien, se convenció de
que en realidad su futuro estaba en la literatura. Enseguida escribió un cuento
de suspenso titulado La luz mala, que inventó de cabo a rabo. Como Kafka,
murió inédito y desconocido de los críticos. Por fortuna para el su único
enemigo, grande y verdadero, había sido Perón.
El hijo de Butch Cassidy
El Mundial de 1942 no figura en ningún libro de historia pero se jugó en la
Patagonia argentina sin sponsors ni periodistas y en la final ocurrieron cosas
tan extrañas como que se jugó sin descanso durante un día y una noche, los
arcos y la pelota desaparecieron y el temerario hijo de Butch Cassidy despojó a
Italia de todos sus títulos.
Mi tío Casimiro, que nunca había visto de cerca una pelota de fútbol, fue juez
de línea en la final y años más tarde escribió unas memorias fantásticas, llenas
de desaciertos históricos y de insanías ahora irremediables por falta de mejores
testigos.
La guerra en Europa había interrumpido los mundiales. Los dos últimos, en
1934 y 1938, los había ganado Italia y los obreros piamonteses y emilianos que
construían la represa de Barda del Medio en la Argentina y las rutas de
Villarrica en Chile se sentían campeones para siempre. Entre los obreros que
trabajaban de sol a sol también había indios mapuches conocidos por sus artes
de ilusionismo y magia y sobre todo europeos escapados de la guerra. Había
españoles que monopolizaban los almacenes de comida, italianos de Génova,
Calabria y Sicilia, polacos, franceses, algunos ingleses que alargaban los
ferrocarriles de Su Majestad, unos pocos guaraníes del Paraguay y los
argentinos que avanzaban hacia la lejana Tierra del Fuego. Todos estaban allí
porque aún no había llegado el telégrafo y se sentían a salvo del terrible mundo
donde habían nacido.
Hacia abril, cuando bajó el calor y se calmó el viento del desierto, llegaron
sorpresivamente los electrotécnicos del Tercer Reich que instalaban la primera
línea de teléfonos del Pacífico al Atlántico. Con ellos traían una punta del cable
que inauguraba la era de las comunicaciones y la primera pelota del mundo a
válvula automática que decían haber inventado en Hamburgo. Luego de
mostrarla en el patio del corralón para admiración de todos desafiaron a quien
se animara a jugarles un partido internacional. Un ingeniero de nombre
Celedonio Sosa, que venía de Balvanera, aceptó el reto en nombre de toda la
nación argentina y formó un equipo de vagos y borrachos que volvían
decepcionados de buscar oro en las hondonadas de la Cordillera de los Andes.
El atrevimiento fue catastrófico para los argentinos que perdieron 6 a 1 con un
pésimo arbitraje de William Brett Cassidy, que se decía hijo natural del cowboy
Butch Cassidy que antes de morir acribillado en Bolivia vivió muchos años en
las estancias de la Patagonia con el Sundance Kid y Edna, la amante de los
dos.
No bien advirtieron la diversidad de países y razas representados en ese rincón
de la tierra, los alemanes lanzaron la idea de un campeonato mundial que
debía eternizar con la primera llamada telefónica su paso civilizador por
aquellos confines del planeta. El primer problema para los organizadores fue
que los italianos antifascistas se negaban a poner en juego su condición de
campeones porque eso implicaba reconocer los títulos conseguidos por los
profesionales del régimen de Mussolini.
Algunos irresponsables, ganados por la curiosidad de patear una pelota
completamente redonda y sin tiento, se dejaban apabullar por los alemanes a
la caída del sol mientras la línea del teléfono avanzaba por la cordillera hacia
las obras del dique: un combinado de almaceneros gallegos e intelectuales
franceses perdió por 7 a 0 y un equipo de curas polacos y desarraigados
guaraníes cayó por 5 a 0 en una cancha improvisada al borde del río Limay.
Nadie recordaba bien las reglas del juego ni cuanto tiempo debía jugarse ni las
dimensiones del terreno, de manera que lo único prohibido era tocar la pelota
con las manos y golpear en la cabeza a los jugadores caídos. Cualquier
persona con criterio para juzgar esas dos infracciones podía ser el árbitro y así
fue como mi tío y el hijo de Butch Cassidy se hicieron famosos y respetables
hasta que por fin llegó el télefono.
Hubo un momento en que la posición principista de los italianos se volvió
insostenible. ¿Cómo seguir proclamándose campeones de una Copa que ni
siquiera reconocían cuando los alemanes goleaban a quien se les pusiera
adelante? ¿Podían seguir soportando las pullas y las bromas de los visitantes
que los acusaban de no atreverse a jugar por temor a la humillación?
En mayo, cuando empezaron las lloviznas, el capataz calabrés Giorgio
Casciolo advirtió que con la arena mojada la pelota empezaba a rebotar para
cualquier parte y que los enviados del Fuhrer , que ya probaban el teléfono en
secreto y abusaban de la cerveza, no las tenían todas consigo. En un nuevo
partido contra los guaraníes el resultado, luego de dos horas de juego sin
descanso, fue apenas de 5 a 2. En otro, los ingleses que colocaban las vías del
ferrocarril se pusieron 4 goles a 5 cuando se hizo de noche y los alemanes
argumentaron que había que guardar la pelota para que no se perdiera entre
los espesos matorrales. A fin de mes los pescadores del Limay, que eran casi
todos chilenos, perdieron por 4 a 2 porque William Brett Cassidy concedió dos
penales a favor de los alemanes por manos cometidas muy lejos del arco.
Una noche de juerga en el prostíbulo de Zapala, mientras un ingeniero de
Baden-Baden trataba de captar noticias sobre el frente ruso en la radio de la
señora Fanny-La-Joly, un anarquista genovés de nombre Mancini al que le
habían robado los pantalones se puso a vivar al proletariado de Barda del
Medio y salió a los pasillos a gritar que ni los alemanes ni los rusos eran
invencibles. En el lugar no habia ningún ruso que pudiera darse por aludido,
pero el ingeniero alemán dió un salto, levantó el brazo y aceptó el desafío. El
capataz Casciolo, que estaba en una habitación vecina con los pantalones
puestos, escuchó la discusión y temió que la Copa de 1938 empezara a
alejarse para siempre de Italia.
A la madrugada, mientras regresaban a Barda del Medio a bordo de un Ford A,
los italianos decidieron jugarse el título y defenderlo con todo el honor que
fuera posible en ese tiempo y en ese lugar. Sólo cinco o seis de ellos habían
jugado alguna vez al fútbol pero uno, el anarquista Mancini, había pasado su
infancia en un colegio de curas en el que le enseñaron a correr con una pelota
pegada a los pies.
Al día siguiente la noticia corrió por todos los andamios de la obra gigantesca:
los campeones del mundo aceptaban poner en juego su Copa. Los mapuches
no sabían de que se trataba pero creían que la Copa poseía los secretos de los
blancos que los habían diezmado en las guerras de conquista. Los ingleses
lamentaban que sus enemigos alemanes se quedaran con la gloria de aquel
torneo fugaz; los argentinos esperaban que el gobierno los sacara de aquel
infierno de calor y de arena y en secreto tramaban un sistema defensivo para
impedir otra goleada alemana. Los guaraníes habían hecho la guerra por el
petróleo con Bolivia y estaban acostumbrados a los rigores del desierto aunque
no tenían más de tres o cuatro hombres que conocieran una pelota de fútbol.
También formaron equipos los curas y obreros polacos, los intelectuales
franceses y los almaceneros españoles. Los franceses no eran suficientes y
para completar los once pidieron autorización para incorporar a tres
pescadores chilenos.
Los alemanes insistieron en que todo se hiciera de acuerdo con las reglas que
ellos creían recordar: había que sortear tres grupos y se jugaría en los lugares
adonde llegaría el teléfono para llamar a Berlín y dar la noticia. William Brett
Cassidy insistió en que los árbitros fueran autorizados a llevar un revólver para
hacer respetar su autoridad y como la mayoría de los jugadores entraban a la
cancha borrachos y a veces armados de cuchillos, se aprobó la iniciativa.
Se limpiaron a machetazos tres terrenos de cien metros y como nadie
recordaba las medidas de los arcos se los hizo de diez metros de ancho y dos
de altura. No había redes para contener la pelota pero tanto Cassidy como mi
tío Casimiro, que oficiarían de árbitros, se manifestaron capaces de medir con
un golpe de vista si la pelota pasaba por adentro o por afuera del rectángulo.
El sorteo de las sedes y los partidos se hizo con el sistema de la paja más
corta. La inauguración, en Barda del Medio, quedó para la Italia campeona y el
aguerrido equipo de los guaraníes. Al otro lado del río, en Villa Centenario,
jugaron alemanes, franceses y argentinos y sobre la ruta de tierra, cerca del
prostíbulo, se enfrentaron españoles, ingleses y mapuches.
En todos los partidos hubo incidentes de arma blanca y las obras del dique
tuvieron que suspenderse por los graves rebrotes de nacionalismo que
provocaba el campeonato. En la inauguración Italia les ganó 4 a 1 a los
guaraníes que no tenían otra bandera que la del Paraguay. En las otras
canchas salieron vencedores los alemanes contra los franceses y los indios
mapuches se llevaron por delante a los ingleses y a los almaceneros españoles
por cinco o seis goles de diferencia.
Los dos primeros heridos fueron guaraníes que no acataron las decisiones de
Cassidy. El referí tuvo que emprenderla a culatazos para hacer ejecutar un
penal a favor de Italia. Al otro lado del río mi tío Casimiro tuvo que disparar
contra un delantero mapuche que se guardó la pelota abajo de la camisa y
empezó a correr como loco hacia el arco británico en el segundo partido de la
serie. Los mapuches tuvieron dos o tres bajas pero ganaron la zona porque los
británicos se empecinaron en un fair play digno de los terrenos de Cambridge.
La memoria escrita por mi tío flaquea y tal vez confunde aquellos
acontecimientos olvidados. Cuenta que hubo tres finalistas: Alemania, Italia y
los mapuches sin patria. La bandera del Tercer Reich flameó más alta que las
otras durante todo el campeonato sobre las obras del dique pero por las
noches alguien le disparaba salvas de escopeta. William Brett Cassidy permitió
que los alemanes eliminaran a la Argentina gracias a la expulsión de sus dos
mejores defensores. Es verdad que el arquero cordobés se defendía a
piedrazos cuando los alemanes se acercaban al arco, pero ése era un recurso
que usaban todos los defensores cuando estaban en peligro. Antes de cada
partido los hinchas acumulaban pilas de cascotes detras de cada arco y al final
de los enfrentamientos, una vez retirados los heridos, se juntaban también las
piedras que quedaban dentro del terreno.
En la semifinal ocurrieron algunas anormalidades que Cassidy no pudo
controlar. Los alemanes se presentaron con cascos para protegerse las
cabezas y algunos llevaban alfileres casi invisibles para utilizar en los
amontonamientos. Los italianos quemaron un emblema fascista y entonaron a
Verdi pero entraron a la cancha escondiendo puñados de pimienta colorada
para arrojar a los ojos de sus adversarios.
Cassidy quiso darle relieve al acontecimiento y sorteó los arcos con un dólar de
oro, pero no bien la moneda cayó al suelo alguien se la robó y ahí se produjo el
primer revuelo. El capitán alemán acusó de ladrón y de comunista a un
cocinero italiano que por las noches leía a Lenin encerrado en una letrina del
corralón. En aquel lugar nada estaba prohibido, pero los rusos eran mal vistos
por casi todos y el cocinero fue expulsado de la cancha por rebelión y lecturas
contagiosas. Antes de dar por iniciado el partido, Cassidy lanzó una arenga
bastante dura sobre el peligro de mezclar el fútbol con la política y después se
retiro a mirar el partido desde un montículo de arena, a un costado de la
cancha.
Como no tenía silbato y las cosas se presentaban difíciles, él sólo bajaba de la
colina revólver en mano para apartar a los jugadores que se trenzaban a
golpes. Cassidy disparaba al aire y aunque algunos espectadores escondidos
entre los matorrales le respondían con salvas de escopeta, el testimonio de mi
tío asegura que afrontó las tres horas de juego con un coraje digno de la
memoria de su padre.
Cassidy hizo durar el juego tanto tiempo porque los italianos resistían con
bravura y mucho polvo de pimienta el ataque alemán y en los contragolpes el
anarquista Mancini se escapaba como una anguila entre los defensores
demasiado adelantados. Hubo momentos en que Italia, que jugaba con un
hombre menos, estuvo arriba 2 a 1 y 3 a 2, pero a la caída del sol alguien le
devolvió a Cassidy su dólar de oro en una tabaquera donde había por lo menos
veinte monedas más. Entonces el hijo de Butch Cassidy decidió entrar al
terreno y poner las cosas en orden.
En un corner, Mancini fue a buscar la pelota de cabeza pero un defensor
alemán le pinchó el cuello con un alfiler y cuando el italiano fue a protestar,
Cassidy le puso el revólver en la cabeza y lo expulsó sin más trámite. Luego,
cuando descubrió que los italianos usaban pimienta colorada para alejar a los
delanteros rivales, detuvo el juego y sancionó tres penales en favor de los
alemanes. El capataz Casciolo, furioso por tanta parcialidad, se interpuso entre
el arquero y el hombre que iba a tirar los penales pero Cassidy volvió a cargar
el revólver y lo hirió en un pie. Un ingeniero prusiano bastante tímido, que
había jugado todo el partido recitando el Eclesíastes, se puso los anteojos para
ejecutar los penales (Cassidy había contado sólo nueve pasos de distancia) y
anotó dos goles. Enseguida el hijo de Butch Cassidy dió por terminado el
partido y así se le escapó a Italia la Copa que había ganado en 1934 y 1938.
Los alemanes se fueron a festejar al prostíbulo y ni siquiera imaginaron que los
mapuches bajados de los Andes pudieran ganarles la final como ocurrió tres
días más tarde, un domingo gris que la historia no recuerda. Ese día el teléfono
empezó a funcionar y a las tres de la tarde Berlín respondió a la primera
llamada desde la Patagonia. Toda la comarca fue a la cancha a ver el partido y
el flamante teléfono negro traído por los alemanes. Un regimiento basado en la
frontera con Chile envió su mejor tropa para tocar los himnos nacionales y
custodiar el orden pero los mapuches no tenían país reconocido ni música
escrita y ejecutaron una danza que invocaba el auxilio de sus dioses.
Mi tío, que ofició de juez de línea, anota en su memoria que a poco de
comenzado el partido aparecieron bailando sobre las colinas unas mujeres de
pecho desnudo y enseguida empezó a llover y a caer granizo. En medio de la
tormenta y las piedras Cassidy pensó en suspender el partido, pero los
alemanes ya habían anunciado la victoria por teléfono y se negaron a postergar
el acontecimiento. Pronto la cancha se convirtió en un pantano y los jugadores
se embarraron hasta hacerse irreconocibles. Después, sin que nadie se diera
cuenta, los arcos desaparecieron y por más que se jugó sin parar hasta la hora
de la cena ya no había donde convertir los goles. A medianoche, cuando la
lluvia arreciaba, Cassidy detuvo el juego y conferenció con mi tío para aclarar la
situación. Los alemanes dijeron haber visto unas mujeres que se llevaban los
postes y de inmediato el árbitro otorgó seis penales de castigo contra los
mapuches pero nadie encontró los arcos para poder tirarlos. Una partida del
ejército salió a buscarlos, pero nunca más se supo de ella. El juego tuvo que
seguir en plena oscuridad porque Berlín reclamaba el resultado, pero ya ni
siquiera había pelota y al amanecer todos corrían detrás de una ilusión que
picaba aquí o allá, según lo quisieran unos u otros.
A la salida del sol el teléfono sonó en medio del desierto y todo el mundo se
detuvo a escuchar. El ingeniero jefe pidió a Cassidy que detuviera el juego por
unos instantes pero fue inútil: los mapuches seguían corriendo, saltando y
arrojándose al suelo como si todavía hubiera una pelota. Los alemanes,
curiosos o inquietos pero seguramente agotados, fueron a descolgar el teléfono
y escucharon la voz de su Fuhrer que iniciaba un discurso en alguna parte de
la patria lejana. Nadie más se movió entonces y el susurro alborotado del
teléfono corrió por todo el terreno en aquel primer Mundial de la era de las
comunicaciones.
En ese momento de quietud uno de los arcos apareció de pronto en lo alto de
una colina, a la vista de todos, y las mujeres reanudaron su danza sin música.
Una de ellas, la más gorda y coloreada de fiesta, fue al encuentro de la pelota
que caía de muy alto, de cualquier parte, y con una caricia de la cabeza la dejó
dormida frente a los palos para que un bailarín descalzo que reía a carcajadas
la empujara derecho al gol.
William Brett Cassidy anuló la jugada a balazos pero en su memoria alucinada
mi tío dió el gol como válido. Lástima que olvidó anotar otros detalles y el
nombre de aquel alegre goleador de los mapuches.
El detective Giorgio Bufalini y la muerte de
Venecia
8 de febrero de 1974
A Carlos Trillo y Horacio Altuna
A fines de 1973, luego de pasar una semana en Turquía, llegué a Roma donde
me esperaban Osiris Troiani y Pablo Kandel. Teníamos como misión preparar
un suplemento de 24 páginas dedicado a Italia. Yo me ocuparía de la parte
cultural.
Troiani había viajado a Italia más de veinte veces; Kandel, que tenía un
excesivo amor por el trabajo, irritaba al brillante Troiani. Cuando yo llegué a la
plaza del Panteón quedé tan deslumbrado que le avisé inmediatamente a
Troiani que no tenía la menor intención de ponerme a trabajar. Así, mientras
Kandel cumplía con su responsabilidad profesional, Troiani y yo caminábamos
por Roma, saboreábamos las mejores pastas y gustábamos los vinos más
amables. Después empezamos a subir hacia el norte y en Florencia se nos
acabaron los viáticos, que eran generosos. La Opinión proveyó otros por cable
y seguimos hasta Venecia, donde nos anclamos en la Piazza San Marco.
No quiero menguar la reputación profesional de Troiani: creo que él hizo
algunas entrevistas porque habla italiano. También recuerdo que me prestó
una enorme tijera con la cual seleccioné los mejores artículos de la prensa
italiana para "cocinarlos" a mi manera. Es bueno aclarar, entonces, que el
detective Giorgio Bufalini es totalmente apócrifo, lo mismo que sus aventuras.
La información es, no obstante, correcta: cuando el suplemento se publicó
recibimos una carta de felicitación del primer ministro italiano.
A esa altura, mi situación en La Opinión ya se había vuelto insostenible. El
subdirector Enrique Jara, que había llegado con la misión de "limpiar" la
redacción, me había declarado la guerra. El diario acentuaba su vertiginoso
giro a la derecha. En julio, luego de la gran huelga del personal, el clima se hizo
irrespirable. Jara no alcanzó a echarme: me fui antes, dándome por despedido,
e inicié un juicio que gané en primera instancia. Luego del golpe de Estado de
1976, la cámara de apelaciones le dio la razón a la empresa.
Tres años más tarde el mismo Jara llevó al general Camps y sus cuerpos
especiales hasta la casa de Timerman. El director, que apoyaba a Videla, fue
torturado y más tarde expulsado del país. En los careos policiales Jara,
acompañado de Ramiro de Casasbellas, denunció a decenas de periodistas-entre ellos yo-- por sostener ideas contrarias a las suyas. El tiempo de la
ignominia se había instalado en el país y el diario, intervenido por los militares,
fue un instrumento de silencio primero, de propaganda después. Pero los
lectores lo abandonaron y tuvo que cerrar.
Hace diez años, el detective privado Giorgio Bufalini llegaba a su despacho a
las ocho de la mañana. Vivía cerca del molino Stucchi, en Venecia, hasta que
el año pasado andaba con los bolsillos tan arrugados que tuvo que aceptar una
indemnización de dos millones de liras para desalojar la casa que alquilaba
desde hacía quince años.
"Ahora--dice, recostado en un sillón que tiene el mismo color gris de la ciudad-vivo en Spinea, tengo que tomar el vapor y nunca llego antes de las diez" .
Extraña profesión la de Bufalini para una ciudad como Venecia. Su oficina está
en un lugar encantador, la Calle del Cafetier, junto al Ponte de la Viste, a
cincuenta metros del lugar donde los fascistas mataron a Amerigo Pocini.
"Hago cualquier cosa. Acepto trabajos en todo el Veneto, porque si no sería
imposible vivir. Divorcios hay pocos acá porque la gente es muy tradicionalista,
enemiga de los escandaletes. Me contrataron muchas veces para seguir
mujeres u hombres, pero no es fácil. Esto no es Nueva York. ¿Se animaría a
seguir a una mujer en el vaporetto ?"
No, su trabajo no parece cómodo. Seguir a alguien por las estrechas
callejuelas, escudado detrás de un grupo de turistas puede ser un papelón.
"Hace ocho años--recuerda Bufalini con nostalgia--, agarré a dos hombres de
Turín que habían robado un collar muy caro en un negocio del Centro Histórico.
Los arrinconé en el Casino. Se entregaron mansitos. Eran buenas épocas,
señor".
Bufalini invita a tomar cerveza en la Sala Billardi, a cuatro pasos de su oficina.
En la calle hay un olor ácido que debe llegar desde el puente. El sol del otoño
es, aún, demasiado caliente para la calva del detective. Se pasa un pañuelo
blanco y lo guarda en un bolsillo del saco. De allí saldrán luego los arrugados
billetes para pagar la cerveza. Aparenta unos 54 años y dice que vive con una
muchacha de 22, "¡Bella!", exclama, y guiña un ojo.
De pronto, vuelve a ponerse dramático: "Acá nos hundimos, todos, señor. La
ciudad un centímetro por año, yo bastante más rápido. Mire qué paradoja: para
restaurar a Venecia hacen falta 270 mil millones de liras. ¡Para levantarme a mí
se necesitaría tanto menos!".
Pide otra cerveza y enciende la Muratti. "Me desalojaron de la casa. Un par de
millones tientan, más si uno anda rengo del bolsillo. Hasta hace cuatro años
acá la vida era tranquila, había que aguantar a los turistas, pero con ellos
llegaban lindas mujeres. Ahora nos están echando a todos los venecianos. Las
grandes corporaciones compran los edificios y empieza la especulación".
Parece deprimido, pero en un gesto de audacia traga su vaso de cerveza con
los ojos grises cerrados. ¿Quién compra? "Las grandes empresas Olivetti,
Pirelli, las compañias aéreas. Se trata de echar a los nativos para convertir a
Venecia en una isla con palacetes para ricachones. Acá hay 49.457 unidades
inmobiliarias, pero sólo viven 10.200 patrones, lo demas está alquilado.
Entonces, el primer paso es echar a los inquilinos y luego vender. Gran
negocio, señor, pronto van a vender hasta el agua de los canales".
Domina datos, cifras, como si alguien le hulsiera encargado el trabajo. El
cronista se lo dice. El sonrie. "Leo los diarios--dice--, es lo único que hago a la
mañana. Vea, hace diez años el metro cuadrado de terreno acá valia 150 mil
liras, ahora ya se paga 250 mil y dicen que va a subir hasta 400 mil. El Centro
Histórico, acá donde estamos sentados, tiene seis mil habitantes fijos. No va a
quedar nadie.
Paga y sale junto al enviado. Por la calle pasa una pareja de turistas y ella
toma una foto del puente que incluye a Bufalini. Este sonríe: "Vaya uno a saber
a dónde irá a parar ese retrato. Ya ve, acá uno no es dueño ni de su alma".
Cuando entra en la oficina levanta la cortina y mira a través de los barrotes las
azoteas rojas. "Todo empezó cuando la empresa Romana Beni Stabili hizo un
complejo inmobiliario moderno de cien departamentos. Sólo vendió el 30 por
ciento. La gente que compra quiere las casonas, viejas por fuera y puestas a
todo lujo por dentro. Hasta Marcello Mastroiani compró un departamento
moderno para pasar vacaciones".
Va hacia una vieja heladera, saca una manzana y empieza a mordisquearla.
"Yo soy comunista. Estoy convencido que en el negocio andan todos los
partidos del gobierno, como siempre. La compañía Aeritalia compró el que era
Hotel Splendid y va a montar una residencia de lujo. ¿Quiénes están detrás de
eso?".
Por de pronto, Venecia amenaza cambiar de manos y convertirse simplemente
en un complejo turístico. El gobierno obliga a restaurar, pero concede solo el
cuarenta por ciento de los gastos. La mayoría de los propietarios --gente de
trabajo que ha heredado sus viviendas--, no está en condiciones de cumplir las
ordenanzas. Las grandes empresas, sí. Ellas compran, restauran, luego hacen
su negocio.
Al mediodía, tres viejos músicos se guarecen bajo el toldo de un café en la
Piazza San Marcos, y tocan. Los turistas no escuchan, pero toman cerveza,
refrescos. Los sonidos del violín, el piano, el contrabajo, intentan piezas de
moda, alegres, simples. No hay caso: el ritmo es triste, amargo y nadie
aplaude. Los viejos miran a los turistas con una cierta indiferencia. Las palomas
descienden sobre las mesas, picotean. Bufalini sonríe: "Napoleón dijo una vez
que esta plaza era el más bello salón de Europa" De pronto cambia de
expresión, mira a i musici y dice en voz baja: "Thomas Mann puso acá a su
personaje porque sintió algo que nosotros sentimos siempre. Venecia es el
único lugar del mundo donde se muere sin dolor. Ojalá nos dejen".
Diego, que Dios te lo pague!
Crónica del partido Argentina-Australia, clasificatorio para el Mundial de 1994,
publicada en el diario Página 12, jueves 18/11/93.
¡Qué ansiedad, Dios mío! ¡Los nervios de punta y un cosquilleo en la planta de
los pies!. Un nudo en el estómago. A esta altura la gente se conformaba con el
cero a cero, pero por fortuna apareció el bueno de Tobin y la metió en su propio
arco al desviar un centro de Batistuta. El primer tiempo, mientras Maradona
estaba intacto, pintaba para lujos y goleada; después, con el cansancio
llegaron los sofocones tan temidos. Menos mal que Diego se portó como si el
que estuviera en la cancha fuera su propio monumento. La llevaba atada, la
escondía y la mostraba para embelesar australianos y exigir argentinos. Para
que alguien la llevara hacia el arco. El primer tiempo era la fiesta de Maradona
y el estremecimiento para los que esperábamos que Batistuta y Balbo se
llevaran el mundo por delante. Pero no: los dos delanteros y Ruggeri se
perdieron goles de los que no se perdonan ni en un picado. Y después el
arquero australiano ya se agrandó y parecía como si Islas, harto de esperar
una oportunidad con Basile, hubiera entrado a jugar por Australia.
Estaban mejor parados que allá en Sidney pero pasaba lo de siempre: agujeros
negros en la defensa, porque Ruggeri no siempre llegaba y Vázquez se salía
de la vaina por irse arriba. Redondo empezó bien en el medio pero después
desapareció, se fue al cine o a ver el partido por la tele. Pérez había empezado
sin saber dónde pararse porque la inercia lo empujaba a la derecha. Pero
cuando Redondo se fue a mirar el partido por la tele, Perico decidió ocupar el
medio, todo roto como estaba por los pisotones y los golpes. Entonces
Argentina empezó a apretar. Frente al arco Ruggeri cabeceó mal, Balbo
demoró más en conectar los pases que le ponía Diego que Encotel en entregar
las cartas. Y lo de Diego era eso: cartas de amor ansioso, ecuaciones de genio
chiflado. ¡Qué cosas hace todavía con la pelota!. ¡Cómo pesa su presencia ahí
donde otros hacen nada más que lo grosero!. A decir verdad hubo un momento
en que daba pena que a su alrededor no estuvieran Gimnasia de Jujuy o
Douglas Haig de Pergamino para liquidar el partido de una vez por todas.
El gol llegó de carambola, cuando hacía rato que los nuestros merecían el
pasaje a Estados Unidos. Se habían perdido todas la oportunidades que creó el
viejo coloso de Villa Fiorito. Entonces todo cambió: el equipo retrocedió para
atrincherarse. Basile lo puso a Zapata y de a ratos Redondo dejaba el televisor
y corría alrededor de los más sudorosos. Entre tanto, lo de Mac Allister tomaba
visos de epopeya potreril: pelota que encontraba, pelota que reventaba fuerte y
algo: imagen perfecta de un equipo desesperado que luchaba contra sus
propios fantasmas. No bien los otros defensores advirtieron que Mac Allister se
llevaba la gloria tirando cañonazos al cielo, decidieron imitarlo y ¡pum!,
Vázquez, ¡pum! Ruggeri, ¡pum! Simeone. ¡La hora referí!.
Eso no le quita méritos a los muchachos: esta vez al menos sabían que no
podían fracasar. El triunfo fue de Maradona, talento y ganas, y de Mac Allister,
furia y sudor; aunque hubo soponcios que agitaron la noche de todos los
argentinos: esa pelota que cruzó el área, a contrapelo de la tardía llegada de
Ruggeri y Chamot, con Goycochea tropezando y Mac Allister que llegó a
tiempo y la mandó al cielo de los chambones, pero cielo al fin. La gente
esperaba el final. Nadie pensaba ya en la goleada que se insinuó en el primer
tiempo. Zapata empezó a poner precisión y llevar calma a los más
desordenados. Como Chamot, que ya casi perdió el habla y jugó, como en
Sidney, un partido aparte, de quintita bien cuidada.
Hubo de todo. Hasta el referí de Dinamarca sonreía, aliviado, porque si
Argentina quedaba fuera de Estados Unidos iba a ser el mundial de los presos.
Sobre le final, cuando un pelotazo cruzado lamió el palo de Goycochea, hubo
toda clase de desmayos. Pero ya estaba todo dicho y la historia no tendría más
sobresaltos: Diego Armando Maradona le devolvió la sonrisa a una Argentina
que ya se estaba desconociendo a sí misma.
Saludos y respetos, muchachos, señores del fútbol. Ahora hay que formar un
equipo para ir a Estados Unidos.
OSVALDO SORIANO Y LOS GATOS
(...)El día que nací había un gato esperando al otro lado de la puerta. Mi padre
fumaba en Mar del Plata, en el patio. Mi madre dice que fue un parto difícil, a
las cuatro y veinte de la tarde de un día de verano. El sol rajaba la tierra. Los
jóvenes Borges y Bioy Casares paraban cerca de ahí, en Los Troncos
alucinando las historias de don Isidro Parodi. A Borges lo seguían los gatos. En
una de sus fotos más hermosas está junto a María Kodama, que tiene uno en
brazos; Borges lo acaricia como a un amigo.
A mi un gato me trajo la solución para Triste, solitario y final. Un negro de
mirada contundente , muy parecido a Taki, la gata de Chandler. Otro, el negro
Veni, me acompañó en el exilio y murió en Buenos Aires. Hubo uno llamado
Peteco que me sacó de muchos apuros en los días en que escribía A sus
plantas rendido un Ieón. Viví con una chica alérgica a los gatos y al poco
tiempo nos separamos. En París, mientras trabajaba en El ojo de la patria, en
un quinto piso inaccesible, se me apareció un gato equilibrista caminando por
la canaleta del desagüe. Para sentirme más seguro de mi mismo puse un gato
negro al comienzo y uno colorado al final de Una sombra ya pronto serás.
Para decirlo mal y pronto: hay gatos en todas mis novelas. Soy uno de ellos
perezoso y distante. Aunque nunca aprendí la sutileza de la especie. Ahora
mismo, una de mis gatas se lava la manos acostada sobre el teclado y tengo
que apartarla con suavidad Para seguir escribiendo. Hace cinco meses que no
prendemos un cigarrillo. Juntos sufrimos el vejamen de la abstinencia y !a vida
limpia. Hace unos meses esta habitación era un quemadero de fragancias
maravillosas. Tabacos de la Argentina, de Cuba y de Holanda, ya no;
resignamos algo de la utilería que compone a los duros: cigarrillos, sombrero,
impermeable, el revolver de juguete. Los fantásticos vampiros de Matheson;
entre los que estaban Laurel y Hardy y el realismo romántico de Chandler,
sobreviven a las modas y las vanguardias porque el lector quiere verse ahí en
sangre de papel. Necesita leer sus miedos. Con eso Stephen King escribe
ahora una obra excesiva e inquietante. En uno de sus libros, un personaje
acusa de plagiario al narrador, le mata el gato y se lo deja frente a la puerta. Es
un momento insoportable en la literatura de terror. Algo cercano a los
escalofriantes efectos de H.P. Lovecraft. Todos los escritores con corazón se
han ganado un gato que los sigue y los protege. Tal vez el de Gibbins, cercado
por el fuego, le haya pedido auxilio en nombre de los gatos inspiradores: el del
Dante, el de Baudelaire, el de Lewis Carrol, el de Borges. Y ahí fue el director
de pobres películas, a purificarse en el incendio y cumplir con el ritual de todos
los demonios.
Un escritor sin gato es como un ciego sin lazarillo. No es posible usar al gato
para nada personal, no hay manera de privatizarlos. En La noche americana,
Francois Truffaut aconseja a las realizadores de cine no meterse jamás con un
gato en acción. También me lo dijo Hector Olivera a la hora de escribir el guión
de Una sombra ya pronto serás. ¿Cómo hacer para que dos gatos de cine
interpreten disciplinadamente a los que aparecen en la novela? Yo los puse en
el libreto nada más que para aplacar mis miedos. Con una sonrisa; Olivera me
dijo que estaba loco: un gato actor, el negro, tendría que seguir al personaje de
Miguel Angel SoIá, lavarse a su lado comerse una laucha y echarse a dormir.
El otro un colorado, aparece al final, poco después que Pepe Soriano, el
Coluccini de la película, haya tenido una charla con Dios. Olivera decidió que
no hubiera gatos, pero creo que estoy a tiempo de convencerlo de que ponga
al menos una silueta. Cuando hablábamos de eso, todavía Gibbins no se había
arrojado al incendio. Yo creía, Dios me perdone, que Matheson se había
muerto de viejo. Pero no: allí estaba, peleando frente al fuego, apartando
maderas en llamas, abriendo un camino para que su gato pudiera escapar con
él. En el revoltijo alcanzó a salvar una carpeta con su último manuscrito. Es que
siempre cuando uno rescata un manuscrito, hay un gato adentro.
Cuando yo era chico mi gato Pulqui era mono, león, pirata y bandolero. Yo lo
acechaba entre las plantas del jardín y me le tiraba encima con el cuchillo de
madera entre los dientes. Ahora mi hijo combate contra la gata Virgula que le
devuelve los golpes. Son arañazos de mentira, en un revoltijo de sillas
volteadas y malvones floridos. Las suyas, como las mías antes, son fantasías
de selvas y mares, de castillos y mosqueteros. Esos años felices e
irrecuperables en los que uno aprende, si aprende algo, que los gatos nos
traen a domicilio el misterio de la creación. Chandler les atribuía toda la
sabiduría y creía que provocaban la explosión creadora. Un día le pidieron que
hablara de Philip Marlowe y prefirió que fuera Taki la que la hiciera por él.
Pretendía que era la gata quien escribía sus novelas bien entrada la noche: A
mí suele pasarme algo parecido.
Richard Matheson perdió todo; la casa los muebles y los premios, pero alcanzó
a salvar lo esencial: esa mirada que lo sostiene por las noches, cuando la
palabra no viene y la novela no avanza. Esa mirada que nos atornilla al sillón,
ese ronroneo que precede a la llegada del diablo.
Poe, Lovecraft y Matheson asociaron los gatos al horror; en los dibujos
animados Willam Hanna y Joe Barbera le dieron a Tom El papel de víctima y al
ratón Jerry el de la picardía. El gato Félix fue un gran héroe yanqui de los año
treinta, puritano y travieso. El Fritz the Cat, de Ralph Baskhi y Robert Crumb,
sintetizó los eróticos y crueles años de mi juventud; apareciendo en 1968, Fritz
es el primer gato de dibujo que vuelve de Vietnam, se droga, callejea de un
prostíbulo a otro, fuma como un escuerzo, duerme con las mejores chicas,
incluida su hermana, y termina asesinado por una gata vieja a la que había
abandonado en tiempos mejores.
En cambio, Walt Disney detestaba a los gatos. Recién en 1970 se decidió a
crear un personaje que, por supuesto, no le dejó éxito ni . plata. Disney era uno
de esos tipos que nunca se hacen querer por los gatos. Creo que fue Chandler
quien lo dijo. No se si en la biografía del detective Marlowe o en la propia. Hace
unos días, una investigadora que prepara un libro de reportajes a escritores
argentinos nos pidió a sus entrevistados que trazáramos cada uno una breve
autobiografía. ¿Como hacerlo? ¿Cómo hablar de nosotros si no sabemos
quienes somos? Le dije que yo no tengo biografía. Me la van a inventar los
gatos que vendrán cuando yo esté, muy orondo, sentado en el redondel de la
luna.
La Hora Sin Sombra
Fragmentos no incluidos
Mi padre consiguió una entrevista con Richter, el ingeniero austríaco que
trataba de inventar la bomba atómica en una isla de Bariloche. En realidad
Richter se había fugado de Berlín par,¡ evitar malentendidos con las tropas
aliadas y llegó a la Argentina protegido por los simpatizantes de Hitier. Un
joven taciturno que ignoraba por completo el castellano y no tenía la menor
idea del lugar al que había ido a parar. Perón le dio la isla, le concedió un
presupuesto colosal y lo alentó a hacer acá la bomba que no había podido
hacer en Alemania. Por lo que se supo mucho después que lo echaran a
patadas, estuvo bastante cerca de conseguir la primera reacción nuclear en
cadena pero cay() víctima del apuro y las habladurías. Los enemigos de Perón
decían que en la isla se organizaban toda clase de orgías y que Richter era
incapaz, siquiera, de hacer explotar un cohete para Año Nuevo. Mi padre le
escribió en inglés y fue a verlo de incógnito para hablarle del proyecto de la
ciudad en la Antártida. Llegó a Bariloche en tren, cargado de películas que el
otro no había visto por culpa de la guerra, y una lancha lo llevó de noche hasta
el Centro Atómico. Ese era el lugar más custodiado del país, una fortaleza de
turbinas y chimeneas con ejército propio. Perón pensaba que pronto la
Argentina se convertiría en una potencia nuclear y entraría en la guerra fría
desde un lugar que llamaba tercera posición. Mientras fue el artífice de esa
ilusión, Richter gozaba de todos los privilegios. De tanto en tanto anunciaba
que estaba muy cerca de conseguirlo y eso mantenía el interés y el suspenso.
Claro que esa tensión entre la esperanza y la verdad no podía durar sin que el
peronismo pagara altísimos costos políticos.
Al verlo de pie en el jardín del bunker, vestido con el uniforme nazi, mi padre
pensó que Richter era un impostor. A sus ojos, el hecho de ser ale~ mán le
confería la autoridad del saber y la guerra, pero lo del uniforme era demasiado.
Mientras la ilusión de Perón durara, el hombre estaba a salvo. Sólo tenía que
hacer explotar algo para ganar tiempo, cualquier cosa que hiciera ruido. Por lo
que supe, esa mañana hablaron poco y por medio de un traductor. Le dieron a
mi padre una habitación que parecía una celda y ahí durmió hasta la tardecita,
cuando fue a echar un vistazo al proyector. Le sirvieron té y mermeladas y lo
rodearon de unos pocos compatriotas que hablaban con nostalgia de fútbol y
mujeres. Aquél era un extraño mundo de varones solos, una nave de fugitivos
en el ojo de la tormenta. Lo trataban con distancia, pero el solo hecho de estar
allí, de que lo hubieran dejado entrar, lo hacía sentirse importante. Era una
sensación que había sentido pocas veces en la vida: el día que por fin sedujo a
Laura y ahora que Richter se acercaba y le tendía la mano.'Hablamos de los
azares de la vida en un idioma trágico que inventamos sentados frente al
fuego. Se desprendía de ese hombre pequeño, sinuoso, un aire de orgullo
frustrado. Unos meses antes había estado a las órdenes del.más grande tirano
de la tierra, rozando la total victoria de¡ orden sobre el caos, y de pronto se
encontraba en manos de un charlatán de feria que lo llamaba para contarle
chistes en italiano y preguntarle para cuándo sería la explosión. No paró de
hablarme ni siquiera mientras dieron la película que llevé, no me acuerdo si era
una con judy Garland o la de Gary Cooper que tenía de recambio por si no
llegaba la que estaba programada. Lo sorprendente era que no me ocultaba
nada, que hablaba de la bomba como otros hablan de comprarse un par de
zapatos o de hacer un asado con cuero. Por momentos pensé que me tomaba
por extranjero; despotricaba contra el país, le auguraba las peores desgracias y
tiraba pedos con la boca cada vez que terminaba una frase. Herr Blum, me
llamaba. Si se burlaba de mí no sé, pero me dio la impresión de que se había
construido un mundo propio completamente imaginario, en el que al nombrar
las cosas y las personas a su manera las transformaba en lo que quería.
Así, cuando entramos al jardín de invierno, la película de Judy Garland se
había convertido en Sublime obsesión, que seguramente había visto en Berlín
cuando era un joven estudiante. Supuse que los silenciosos científicos que lo
acompañaban habían aceptado formar parte de esa fantochada más por tedio
que por miedo. Un ordenanza de cara aindiada nos sirvió algo de comer y
tomamos whisky hasta pasada la medianoche. En un momento dado Richter
me tomó de un brazo y me preguntó qué olor tenía un cuerpo de mujer.
Imaginate, me dejó helado. No supe qué decirle, cómo explicarle. Me venía a
la cabeza mi ciudad en la Antártida y él me suplicaba con la mirada que le
describiera el olor a mujer. Tardé en reaccionar. Había retirado la mano y
fumaba recostado en el sillón, de golpe humano y frágil. Creí que esperaba
una respuesta académica, pero no, reclamaba descripciones precisas,
sensaciones vividas. Nunca había estado con una mujer, tampoco con
hombres, me aclaró enseguida. Todo había sido vertiginoso en su vida: la
mística del partido, la guerra y la derrota. Había llegado en un barco portugués
junto a otros oficiales del Tercer Reich con la misión secreta de preparar el
terreno para la contraofensiva. Cómo pensar entonces en amores y egoísmos.
Allí sentado, con la cara oculta! entre las sombras de las plantas, escuchó mi
relato hasta que se quedó donnido. Quise despertarlo para hablarle de mi
proyecto, pero el ordenanza me lo impidió.
Me puse el sobretodo y salí a caminar sobre la nieve. No se escuchaba ni un
solo ruido, como si alguien con el poder de hacerlo hubiera ordenado a los
vientos no soplar y a las aguas no agitarse. En medio de ese paraje ¡ncierto
sentí que algo dentro de mí se rompía y me desgarraba las entrañas. Me di
cuenta, de pronto, que había perdido la capacidad de comprender a los
hombres. Que ya no era el mismo de antes sino Blum, la criatura de Richter;
un hombre nuevo, neutro, sin deseos ni pesares. Estabas por nacer vos. Iba a
tener un hijo y nada de lo que había vivido me servía para ofrecerle como
ejemplo. Me detuve un rato en la orilla del lago y traté de representarme el
olor de una mujer, de traerlo de nuevo a mí desde el fondo de la memoria. Un
rato antes le había descripto a Richter algo que yo sí había conocido, pero que
no me había impregnado. Mis recuerdos eran como películas. Tenía que
representarme el perfume con la imagen de alguien que se acerca una flor a la
nariz, verme inclinado sobre un sexo abierto para estar seguro que conocía
olores y sabores con los que había gozado y sufrido. ¿Por qué de golpe me
quedaba vacío? Richter, al menos, esperaba su explosión, se aferraba a ella, a
un estallido devastador y justiciero. Miré las montañas desconsolado. Tenía a
tu madre y venías vos, pero ya no me quedaban fuerzas para hacerlos felices.
Así me habló mi padre, consciente de que algún día escribiría sobre él. Ahora,
cuando pienso que corre por ahí y que mi novela le corre detrás, me siento
obligado a buscar una verdad que no es la suya, ni la de su historia, sino la mía
propia. Eso quería él. Los dos sabemos que es una tarea inútil, que la verdad
es al mismo tiempo absoluta y relativa, como el Dios tan temido.
Una vida es larga o corta, sólo depende de nosotros. Puede ser recta, circular
o sinuosa. La de mi padre avanza a los saltos y termina en un punto de fuga.
Si imagino un final feliz es para hacer más llevaderas las noches en que me
siento a escribir. La historia no es tal: hay un cúmulo de papeles, fotos, cintas,
y lo que encuentro en ellos no me lleva en una dirección cierta. A veces
encuentro a mi padre muerto de risa sentado en el umbral de su palacio de
cristal. Ha construido por fin la obra de su vida y no le importa morirse mañana
mismo, Cree en la belleza de lo imposible. Me toma de la mano y me lleva a
recorrer los ardientes salones de la utopía. Recuerdo el hielo de la Antártida
calentado por los neutrones de Richter, el cielo azul sobre las cúpulas de cristal.
Somos vírgenes. Como esos glaciares, no tenemos edad ni existencia palpable.
Pura materia de sueños, nos ha creado nuestro propio deseo y vamos detrás de
él con la esperanza de encontrar una respuesta. Pero lo importante son las
preguntas: ¿por qué la ciudad de cristal? ¿Es ése su lugar de felicidad? Pesadas
palabras para un estado de ánimo tan ligero y absoluto. Trato de que no me
arrastre la nostalgia de aquellas ilusiones. Tampoco pretendo explicarme la
vida de un hombre. Creo que sé dónde está ahora. Lo intuyo. Así como yo
voy tras él, mi padre corre hacia mí. Estamos lejos uno del otro, pero todavía
vamos en la misma bicicleta. Yo en el caño y él pedaleando como hace
cuarenta años. Desde que murió mi madre fuimos juntos por caminos distintos,
a veces opuestos, otros paralelos. Sin saberlo, hemos andado los mismos
pasos y con el tiempo cruzamos las mismas mujeres, dejamos las mismas
huellas sobre la playa. Todo se fue borrando pero permanece en su memoria y
en la mía.
Para escribir este capítulo he tomado una lapicera. Por primera vez en
muchos años hago la máquina a un lado. Tampoco me sirven la computadora
ni el grabador. Descubro que escribiendo a mano soy todavía aquel escolar de
los años sesenta. Tengo faltas de ortografía y el trazo es recto como el dibujo
de los electrocardiogramas que le hicieron a mi padre el día que lo dejé en el
hospital.
-¿Volvés enseguida? -me preguntó con una mirada de súplica.
-Enseguida -le dije, y no volví más. No quería verlo morir. Manejé tres días
durmiendo en el camino, escuchando siempre la misma música a todo
volumen. Creía que no volvería a verlo, que ahora la ruta era toda mía. Pasé
por Ayacucho y llamé a la puerta de la que había sido su primera novia.
Ahora es una mujer muy flaca, de tetas caídas, que dice no saber quién soy.
Está casada con un rematador de hacienda y tiene tres o cuatro hijos. Me lo
había contado mi padre una madrugada mientras caminábamos por el Parque
Centenario. No importa cómo se llama, tal vez ni siquiera tiene un nombre.
Cuando me abre la puerta siento que todo se ha borrado de su memoria y por
eso puede seguir en pie. Me hace pasar al living. Fotos de los hijos, varones
y mujeres, de los nietos. Un jarrón y una imagen de la Virgen de Fátima. Y
sin embargo es ella, loca de amor, borracha de juventud en un recreo del
Tigre. En la ajada foto que le muestro está disfrazada de vampiresa en el
carnaval del '41. Abre muy grandes los ojos pero no quiere ver. No quiere
asumir lo que fue. Mira el reloj, calcula el regreso del marido y me dice,
echándome, que no fue feliz con mi padre. Intenta entretenerme con la
broma más obvia: yo podría haber sido su hijo. Saco otra foto de ella: los
pechos altos, el pelo negro sobre los hombros. De pronto se acuerda: no era
un carnaval sino un baile de disfraces en el San Lorenzo de Avenida La Plata.
Igual, no tiene importancia, no quiere saber nada de mi padre, que Dios lo
perdone, grita. Las manos se le crispan y cierra los ojos. ¿Qué tiene contra
él? Entonces me mira con frialdad.
-Se fue -murmura-. Se fue cuando se enteró que estaba embarazada. ¿Te
basta? Me viene un escalofrío. Odio el melodrama, la ramplonería, los
anteojos que se calza sobre la nariz manchada de pecas.
-¿No te habló de eso?
Por un instante mantengo la esperanza de que no sea cierto, de que hable
por despecho. Pero sigue ahí, ahora despreocupada del marido,
bruscamente ajena a todo lo que no sean sus palabras.
-Se fue. Si te he visto no me acuerdo.
Busca las palabras, mira para otra parte.
"Para qué recordar", agrega y me cierra la puerta en las narices.
Llevé el auto a cambiar el aceite y fui a comer una pizza frente a la plaza.
Todo el mundo se va a dormir temprano en los pueblos. A las ocho de la
noche es como si hubiera toque de queda. A veces en el centro hay un bar
abierto hasta medianoche. No me alcanzaba la plata para ir a un hotel,
manejaba de noche y donnía de día, cuando no hacía falta calefacción.
Antes de irme pedí la guía y busqué el teléfono de la mujer a la que mi padre
había abandonado a su suerte. Ana de Valverde. La imaginé en la pieza de
alguna partera, destrozada, humillada, pateada por el hombre que yo más
admiraba. Fui al baño, escupí contra la pared y me senté en el inodoro. Por
la televisión daban Boca con Independiente y si Ana de Velarde no hubiera
estado llenando toda mi cabeza me habría quedado a mirarlo. Por más
fuerza que hice no salió nada, hacía días que andaba estreñido y al manejar
me dolían las tripas, me sentía como una bolsa de mierda que se infla y se
infla. Eso sentía y no hay nada más difícil que ordenar los pensamientos
cuando uno anda estreñido y con un zumbido en la oreja; cualquier
movimiento se vuelve peligroso y hasta la suerte nos abandona. Mientras
me levantaba los pantalones me vino una sonrisa cínica, una imagen atroz
en la que mi padre huye de su novia para no cagarse encima. Salí del baño
avergonzado, alcancé a ver a Navarro Montoy-a sacar una pelota al comer y
fui a buscar el auto. Pasé de largo frente a la casa. De golpe la mujer tenía
un nombre sólido, un lugar adentro mío, su propio espacio en el relato de mi
padre. Tomé la ruta sin fijarme a dónde iba y aceleré hasta que el volante
empezó a temblar. Me pregunté qué hubiera hecho yo en su lugar.
¿Quedarme con la vampiresa de la foto y un bebé en brazos a los veintiún
años? Por más vueltas que le di tuve que admitir que no lo hubiera hecho,
sinceramente no. No hay nada peor que eso que llaman la hombría de bien.
Pura mierda, que lo diga la antigua novia de mi padre. Entonces, ¿qué
hacer? Acompañarla al médico, esperar afuera, oírla llorar. No sería capaz.
¿Y qué otra cosa? Marchitar juntos o escapar, decidir en un instante por la
abyección o la cobardía. Esa opción define para siempre una vida; sólo se
puede elegir entre un castigo u otro, pero los dos llevan al fracaso. Entonces
mi padre prefirió salirse de cuadro, abandonar esa película. Con culpa o con
cinismo, no lo sé. De golpe recordé un viejo cuento de Roberto Arlt en el
que el personaje, la víspera del casamiento con la chica buena del barrio, se
larga a Montevideo en el vapor de la carrera. Pero la novia de Arít no estaba
preñada. ¿Qué debió hacer mi padre? ¿Casarse? ¿Dejarle una rosa en la
ventana? Difícil decirlo, pero su cobardía se parece mucho a la mía.
¿Es por eso que en el capítulo anterior lo dejé en la isla de Richter, vacío y
desolado? Tengo la impresión de que cuanto más sé de él, menos lo conozco.
Y también a la inversa: más lo conozco, menos sé. ¿Importa, acaso? Mucho
tiempo después, la noche que Richter se quedó dormido pensando en el
perfume de las mujeres, mi padre sintió que también él había perdido su alma.
Eran los tiempos del tango y a gente se emociona a con poca cosa: estaba por
nacerle un hijo y tal vez tenía nostalgia del otro que pudo haber tenido. Se dio
cuenta de golpe que otra vez estaba huyendo y que ya no era joven. Que la
isla y la explosión lo llamaban, que ese mundo de algoritmos y turbinas ocultas
era más seguro que el vaivén de la vida. Contó con pasión los olores y sabores
de mujer y ahí se quedó, lejos de Laura, que ya era mi madre. Unico
conocedor en aquel lugar del relato que Richter se permitía ignorar. No había
en la isla otra huella de mujer que no fuera el retrato de Evita y nadie, nunca,
se atrevió a pensarla en femenino. Poco a poco fue asumiendo su imposibilidad
de entregarse, porque sentía que nada había en él digno de ser querido.
Siempre había despreciado a los fatuos que conquistan mujeres como empresas
en quiebra; él, en cambio, las asediaba, las rendía por hambre y por sed y ni
bien tomaba la fortaleza, la abandonaba a su suerte.
¿Tengo que pensar que ya no estaba enamorado de mi madre? Si el amor es
algo más que un impulso desesperado de entregarse al otro sin la esperanza de
ser correspondido, habrá que admitir que le importaba más la bomba que
nosotros. Me incluyo porque yo era parte de mi madre, venía a morderle las
tetas, a alejarla para siempre de su mellada carrera. Corrían los primeros días
de 1953. Una carta a Patricia, la que había tenido la aventura de una noche
con mi padre, da cuenta de una profunda desilusión. Antes de Navidad había
terminado su primer ciclo del Radioteatro Palmolive del Aire, jadeante,
trabajando sentada fre ' nte a-un micrófono especial porque la panza le pesaba
tanto como el destino que se veía venir. Ya había caído en la cuenta de que mi
padre no era de quedarse mucho en un mismo lugar y que de todos los
hombres que había conocido, había elegido el peor. Garro Peña hubiera sido
excelente esposo, padre ejemplar y Laura lo dejó para irse con el negro. Bill
Hataway era lo bastante chiflado como para deslumbrar a cualquier mujer
inconformista y liberal en los años del primer peronismo. Cada día parecía una
persona distinta, se levantaba de buen humor, no pedía nada y estaba
dispuesto a todo. Tanto que no bien el básquet empezó a declinar y se dio
cuenta de que no valía la pena estar tan lejos de Kansas, entró al banco una
mañana de lluvia, sacó un revólver calibre treinta y ocho y se largó con medio
millón de pesos de entonces.
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