Trasplante de órganos: desafíos éticos I. Introducción: La extracción de órganos para su trasplante resulta ser un excelente banco de pruebas para calibrar la validez y el alcance de algunas teorías morales. En particular, de la ética basada en la existencia de ciertos derechos básicos de los individuos entre los que figura de manera muy central la “integridad física o corporal”. Aunque en un contexto muy distinto – el de la justificación de una posible despenalización del auxilio al suicidio en circunstancias eutanásicas- el actual ministro de Sanidad español, Bernat Soria, afirmaba en una entrevista reciente: “Hay un principio básico que separa dos formas de pensar: quien piensa que el propietario del cuerpo es uno mismo, y quien piensa que es alguien, una iglesia, una institución o un partido político. El Partido Socialista dice: el propietario del cuerpo eres tú”1. Lo dice el Partido Socialista y casi todo el mundo. Lo afirmaron en su día, como un axioma, iusnaturalistas racionalistas como Samuel Puffendorf y Hugo Grocio. Afirmar un derecho tal a la “propiedad” de nuestro cuerpo ha servido tanto como una carta de triunfo frente al utilitarismo, cuanto para objetar el componente redistributivo de las teorías liberal-igualitaristas. En cuanto a lo primero, baste recordar las provocadoras sugerencias – o más que sugerencias- de John Harris2 y Eric Rakowski3. Para Harris, carecemos de un argumento definitivo para oponernos a una lotería artificial que redistribuya órganos - aún a costa del sacrificio directo de los individuos a quienes les ha tocado la papeleta- si con ello salvamos más vidas. Así, estaríamos sustituyendo el infortunio natural por un mecanismo más racional por minimizador del número de muertes. En la misma línea, Rakowski se preguntaba: “¿Por qué, por ejemplo, alguien que es ciego de nacimiento ha de tener derecho sólo a una compensación material que no puede sustituir la visión y no derecho a un ojo de alguien que tiene dos que funcionan bien?”4. Exactamente este mismo supuesto era el que servía a Nozick en Anarquía, Estado y Utopía para sostener que una concepción liberal-igualitarista de la justicia como la defendida por John Rawls no se toma suficientemente en serio los derechos de 1 El país, edición de 7 de septiembre de 2008, p. 36. “The Survival Lottery”, Philosophy, Vol. 50, 1975. 3 Equal Justice, Clarendon Press, Oxford, 1991. 4 Ibid., p. 167. 2 1 los individuos cuando permite que el Estado redistribuya lo que aquellos obtienen con su esfuerzo y su talento para mejorar la situación de los más desaventajados: “Una aplicación del principio de maximizar la posición de los que se encuentran en peor situación bien puede suponer la redistribución forzosa de partes del cuerpo… o el sacrificio temprano de individuos para usar sus cuerpos y así obtener el material necesario que salve las vidas de quienes de otro modo morirían jóvenes”5. En la hilarante fábula de Steven Lukes El viaje del profesor Caritat o Las desventuras de la razón una comedia filosófica dicha posibilidad se ha concretado en “Utilitaria”, un país en el que nuestro cuerpo no nos pertenece, lo cual permite que el trasplante de órganos se realice sin necesidad de contar con el consentimiento del afectado. “La transferencia de órganos corporales – apunta una de las funcionarias de Utilitaria- se incluye ahora en el sistema de impuestos y, cuando son necesarias, dichas contribuciones deben ser pagadas, del mismo modo que se paga el impuesto sobre la renta o el impuesto de compraventa. Pero, al contrario de lo que sucede con aquellos impuestos, uno sabe exactamente a qué ha contribuido”6. En lo que sigue me propongo analizar qué alcance debe tener ese derecho a la integridad corporal que nos hace ver medio risueños, medio escandalizados, los temores de Nozick o las esperanzas de Rakowski y Harris. Mi objetivo es bien modesto: explorar hasta qué punto hay una contradicción en esa concepción liberal-igualitarista presuntamente anclada en el ideal de los derechos básicos – como denuncia Nozick- y qué correcciones deberían admitirse en tal concepción y en los sistemas de acopio de órganos que imperan en la actualidad, allí donde esta tecnología se emplea. No me ocuparé por tanto de los criterios de distribución de los mismos, una cuestión que también plantea dificultades éticas mayúsculas. 2. El modelo de la donación Para empezar puede ser útil recalar en la taxonomía de modelos de trasplantes que ha hecho Eduardo Rivera a partir de la consideración de si el órgano (1) es una propiedad absoluta o (2) forma parte del dominio público o (3) es una propiedad limitada. (1) y (2) dan pábulo, respectivamente, al modelo del mercado y al modelo confiscatorio u “obligatorio”. En el terreno intermedio estarían todas las posibilidades 5 1974, p. 206. 2005, p. 97. Recuérdese también la escena de la película “El sentido de la vida” de los Monty Python, cuando dos médicos acuden al domicilio de Mr. Brown para confiscarle su hígado sin que les valga su argumento de que “aún lo estoy usando”, esgrimido por el pobre Mr. Brown. 6 2 del que Rivera denomina “modelo altruista”, es decir, el basado en la donación, que cuenta con ocho variantes en función del carácter, la condición y el ejercicio del consentimiento del “suministrador” de órganos7. Tras haber analizado los argumentos a favor y en contra de esas posibilidades, estaremos mejor pertrechados – pienso- para evaluar las implicaciones morales del mercado de órganos o de la intervención expropiatoria del Estado sobre los mismos. Con la primera variante – el carácter- se alude a la necesidad de que conste o no la voluntad explícita del donante del órgano, o si basta con un consentimiento presunto a falta de una oposición expresa. En cuanto a la condición, la principal de ellas es si la voluntad de donar se convierte o no en un requisito para ser receptor de un órgano, es decir, si a los individuos nos es exigible la “reciprocidad” en esta materia, entendiendo que la condición es “universal” cuando no es el caso. Por último, el ejercicio “absoluto” implica que nadie más que el donante tiene algo que decir sobre la donación, y no cabe que la familia diga nada ante la voluntad expresa o tácita de ser donante. Cuando la familia o allegados al donante sí pueden oponerse a la extracción ante el silencio previo del donante, o hacerle donante pese a que no consta su voluntad expresa de serlo – es decir, resolver a favor de aquello que el fallecido no ha rechazado expresamente-, Rivera considera que estamos ante un ejercicio “restringido” del consentimiento. La inmensa mayoría de los modelos de transplante que en el mundo existen son de consentimiento explícito, universal y restringido (son los casos, por ejemplo, de Estados Unidos, Canadá, Alemania y Reino Unido). La absolutidad del consentimiento sólo se da en Japón, lo cual provoca la práctica imposibilidad del transplante puesto que ni el Estado ni los familiares pueden interpretar el silencio del fallecido como un consentimiento tácito a la extracción. En España, junto con Austria, teóricamente gozamos de un modelo de consentimiento tácito, universal y absoluto de acuerdo con lo establecido en la Ley 30/1979 de 27 de octubre sobre extracción y transplante de órganos, y en el Real Decreto 2070/1999 de 30 de diciembre por el que se regulan las actividades de obtención y utilización clínica de órganos humanos. Sin embargo, en la práctica, ante el silencio del donante, los responsables médicos consultan a la familia8. 7 Véase Ética y transplantes de órganos, Fondo de Cultura Económica, México, 2001, pp. 73 y ss. Véanse los artículos 4 y 5 de la Ley 30/1979. Fácticamente, el modelo corresponde así con el del consentimiento tácito universal y restringido. El llamado pomposamente “modelo español” es recurrentemente citado como modélico y ejemplar, hasta el punto de que la Comisión de Expertos en materia de Trasplantes del Consejo de Europa, así como la Organización Mundial de la Salud, han recomendado a sus países miembros la adopción de las directrices de este llamado “modelo español”. Ciertamente, y sin temor a exagerar, se puede decir que los españoles son los ciudadanos del mundo que 8 3 En ningún caso se dan modelos de consentimiento condicionado, tal y como muestra la siguiente tabla-resumen de la clasificación de Rivera: CARÁCTER CONDICIÓN EJERCICIO CASO ABSOLUTO JAPÓN RESTRINGIDO EE.UU UNIVERSAL EXPLÍCITO ABSOLUTO CONDICIONAD O RESTRINGIDO CONSENTIMIENT O ABSOLUTO ESPAÑA RESTRINGIDO ESPAÑA ABSOLUTO SINGAPU R UNIVERSAL TÁCITO CONDICIONAD O RESTRINGIDO La contraposición hoy, por lo tanto, se da entre los modelos explícito, universal y restringido y tácito, universal y restringido, o lo que es lo mismo, entre modelos de consentimiento explícito o tácito. Dentro del espectro del “altruismo”, cabría preguntarse, por lo tanto, por qué la familia ha de tener la decisión final - si efectivamente no debiéramos aplicar el consentimiento tácito que la ley española prevé expresamente-, y si no es de justicia condicionar la recepción de un órgano a la previa disponibilidad para donar de quien mayores probabilidades tienen de acceso al transplante. En efecto, de acuerdo con las últimas estadísticas oficiales de la Comisión de Transplantes del Consejo de Europa correspondientes al año 2007, en España se realizan 34,3 donaciones por millón de población, una cifra muy superior a la media en la Unión Europea (16,8), Estados Unidos (26,6), Canadá (14,8) o Australia (9,4); véase Newsletter Transplant, Vol. 13, nº1, septiembre 2008. Algunas voces insisten, con todo, en que la única explicación plausible de la buena marcha relativa de nuestro modelo de transplantes es simplemente la de que se colocan muchos incentivos económicos para lograr extracciones de órganos. Tal es el caso de Enrique Costas Lombardía (“Detrás de las estadísticas de transplantes”, El País, edición de 27 de abril de 2001). Y es que, si nos atenemos a otros datos, no hay en la población española una mayor cota de solidaridad o altruismo. En efecto: tomemos las donaciones de médula ósea. De acuerdo con los datos que la propia ONT publica, en el año 2007 España figuraba muy por detrás de países como Alemania, Estados Unidos, Reino Unido, etc. en número de donantes registrados. A ello añádase lo marginal que sigue siendo el transplante de riñón procedente de personas vivas en España: un mísero 6,2% de acuerdo con los datos del año de 2007 publicados por la ONT. 4 ahora lo necesita. Otras condiciones pueden ser odiosas, como la que propuso recientemente el Colegio de Médicos Egipcio con motivo del debate parlamentario sobre la ley de trasplantes en aquel país (impedir los trasplantes entre musulmanes y no musulmanes9), pero la reciprocidad parece un requisito moral mínimo y muy plausible10. De otro modo nos podemos encontrar con la muy desagradable consecuencia, no impedida por la legislación española, por ejemplo, de que quien ha recibido un órgano en vida pueda expresamente declarar que no lo donará a su vez cuando fallezca, y esa voluntad habrá de ser respetada11. Junto a ello, hay razones consecuencialistas para la reciprocidad: si sé que no recibiré un órgano salvo que haya manifestado mi voluntad expresa de donar, probablemente tendré un incentivo para hacerlo con lo que serán más las vidas salvadas12. Detrás de los modelos de consentimiento restringido está el respeto por la voluntad auténtica del fallecido. Se considera que, ante el silencio, es la familia quien mejor sabrá cuál era el deseo de quien ha muerto. Como en cualesquiera otros casos de consentimiento por sustitución o representación, resulta siempre muy dudoso que finalmente no sea la voluntad del representante, más que la del representado, la que realmente impere. Máxime cuando de fallecidos jóvenes se trata, que, probablemente no se habrán planteado el asunto13. La pregunta es entonces porqué los familiares han de tener en sus manos semejante decisión. Si el presupuesto de los modelos altruistas es la propiedad no absoluta del órgano (pero la propiedad en todo caso), cabría pensar que, como con cualquier otra propiedad, esta pasa a sus herederos o allegados que disponen de ella a su conveniencia. Esta analogía es, sin embargo, infeliz: ¿para qué querrían aquellos un órgano o conjunto de órganos que no tienen ninguna utilidad más allá de ser trasplantados en quienes sí pueden hacer buen uso de ellos? En los casos de silencio, por lo tanto, la familia debería “soportar” la extracción del órgano de la misma manera que soporta muchas otras restricciones que el poder público, en aras a lograr objetivos 9 En la edición de El país de 20 de agosto de 2008 (p. 29). Rivera señala que así como los musulmanes sunitas están dispuestos a recibir de y donar órganos a cualesquiera individuos, los musulmanes chiítas aceptan recibir órganos de cualesquiera individuos pero no se autoriza la extracción de uno de sus órganos si su destino es el cuerpo de un no-musulmán; Rivera, 2001, pp. 91-92. 10 Una ley de 1987 en Singapur prioriza a los donantes, sobre los objetores, a la hora de recibir un riñón; véase Rivera, 2001, p. 103. 11 Así lo destaca Rivera también (2001, p. 91 nota 32) y los supuestos de negativa en los llamados “trasplantes dominó”; ibid., p. 90. 12 Rivera, 2001, p. 90. 13 Ibid., pp. 94-95. 5 valiosos como la protección de la salud pública o la investigación criminal, impone sobre la disposición del cadáver14. Para Eduardo Rivera, en el marco del modelo altruista el sistema moralmente más defendible es aquél que puede ser una mejor alternativa frente al modelo obligatorio. Una alternativa a dicho modelo debería constituir tal alternativa porque (a) sacrifica en menor grado algún derecho individual – respeta mejor los intereses póstumos del fallecido- o (b) es más justo en la medida en que evita el gorroneo. Lo primero ocurre en los supuestos de consentimiento explícito y absoluto. Lo segundo en los modelos de consentimiento condicionado. La combinación resultante haría que el modelo a implantar fuera el del consentimiento explícito condicionado y absoluto. Sin embargo, como resalta Rivera, la introducción de la reciprocidad hace que debamos presumir el consentimiento. La razón es clara: de ello depende que se sea o no receptor de un órgano. Aunque en general presumir el consentimiento debe ser visto sospechosamente, en este caso lo que está en juego para el individuo es lo suficientemente importante como para preferir el modelo de consentimiento tácito, si es que vamos a exigirle reciprocidad. Es más importante, en definitiva, asegurarnos de que el rechazo a ser trasplantado es explícito a asegurarnos de que lo es el rechazo a ser donante. Rivera sostiene por todo ello que el modelo a seguir es el del consentimiento tácito condicionado y absoluto15. 3. El modelo confiscatorio: Hay vida más allá del espectro altruista, es decir, debemos plantearnos hasta qué punto deben los individuos poder disponer de sus órganos una vez muertos cuando lo que está en juego son vidas que podrían prolongarse. Una concepción liberal-igualitarista de la justicia, como antes señalaba, implica que, con mayores o menores acentos, tenemos ciertas obligaciones de asistencia para con los demás. No sólo que hemos de abstenernos de realizar ciertas acciones que les afectan negativamente, sino que también nos corresponde actuar para así contribuir al bienestar colectivo minimizando con ello aquellas penurias o sufrimientos de los individuos que sólo se deben a su “mala suerte natural”. Expresión de ello son las imposiciones fiscales progresivas – que, dicho sumariamente, quitan a los que más tienen para dar a los que peor están- o el castigo de la omisión del deber de socorro. Y 14 15 Id., pp. 95-97. Id., pp. 104-107. 6 como también apunté, semejante concepción liberal-igualitarista de la justicia se enfrenta a la objeción libertarista, según la cual, actuando de tal forma, el Estado hurta a los individuos recursos y bienes – como son los frutos de su trabajo- que les habrían de pertenecer de manera absoluta de la misma forma – remachan- que les pertenecen sus órganos. ¿Por qué en un caso la propiedad sí es absoluta y en el otro no? Ciertamente, muchos de los defensores de esa concepción liberal-igualitarista de la justicia que persigue desterrar las diferencias entre los individuos no basadas en el mérito sino en la suerte, no llegan hasta el punto de considerar que la intervención del poder público también ha de alcanzar la redistribución de órganos entre aquellos que tuvieron la mala suerte de nacer con una patología que conduce a la necesidad de disponer de un órgano, y aquellos otros que, sin hacer nada por merecerlo, han nacido perfectamente sanos16. Para Dworkin, ha de mantenerse una divisoria “profiláctica” entre el individuo y sus circunstancias, pudiendo operar la redistribución sobre estas segundas que no son merecidas. Los ojos, ejemplifica, pertenecen a ambas categorías17. ¿Por qué no los salarios? ¿No hay en esto una cierta incongruencia que milita a favor del partidario del Estado mínimo, que no interviene ni en un caso ni en otro, y que abraza la idea de la soberanía individual absoluta sobre su cuerpo y sobre lo que éste le rinde? Para Cécil Fabre, Nozick tendría razón al señalar esa incongruencia, aunque la salida que ella propone es, contrariamente a la del pensador partidario del laissez faire estatal, la de extender el alcance de la intervención del Estado a la redistribución de órganos y tejidos – con ciertas condiciones- en el entendimiento de que entre órganos y/o tejidos y el dinero no hay diferencias relevantes que hagan justificable la distinción que practican la mayoría de quienes apuestan por la concepción liberal-igualitarista de la justicia con Rawls a la cabeza18. Para Fabre, por lo tanto, la política de transplantes de “Utilitaria” no es descabellada sino, más bien, un modelo a seguir hasta cierto punto. Los argumentos parecen claramente estar del lado de Fabre cuando de órganos de cadáver hablamos: ni la vida ni la integridad física se ven afectadas por la 16 Así, por todos, Ernesto Garzón Valdés quien señala que la extracción forzada de órganos viola el principio de autonomía y supone tratar a los individuos como meros instrumentos; véase “Algunas consideraciones éticas sobre el trasplante de órganos”, Isonomía, número 1, octubre 1994, pp. 151-189, pp. 169-170. 17 Véase Ronald Dworkin, “Comment on Narverson: In Defense of Equality”, en Social Philosophy & Policy, vol. 1, Issue 1, autumn, 1983, pp. 24-44, p. 39. 18 Véase Fabre, 2006, pp. 2-3, 11. 7 confiscación de órganos19. Sólo los “intereses póstumos” del difunto. Pero, ¿puede ser el peso de éstos tan elevado como para desplazar a las muchas potenciales vidas salvadas? Más allá de que la idea de “interés póstumo” tenga o no sentido (para Fabre no lo tiene porque sólo quienes pueden verse afectados por algo pueden tener intereses, y a los muertos ya nada afecta20), lo cierto es que no respetamos todos los deseos o intereses póstumos relativos a nuestro futuro como cadáveres como antes he indicado: la inmensa mayoría de los Estados disponen de normas relativas a la obligación de cremar o incinerar el cuerpo, o de practicar la autopsia, frente a las que no cabe oponer lo que en vida hayamos querido que se haga con nosotros una vez muertos21. Las razones religiosas, por ejemplo, no contarían con el peso suficiente como para evitar las obligaciones impuestas por tales normas de “orden público”. Creencias inefables e irracionales, por muy arraigadas que estén, tampoco deberían evitar que el Estado pudiera hacerse con los órganos de los cadáveres para salvar vidas. Como ha señalado Fabre, una objeción de conciencia frente a esta obligación sólo puede ser atendible si es capaz de resistir las concepciones críticas de otros, y de ser en principio inteligible tanto a quienes no obtendrán su órgano, como a aquellos que si estarán bajo la obligación de darlo22. Hay un último argumento que se suele aducir para oponerse a la confiscación de los órganos de cadáver y que nos permite enlazar con una ulterior posibilidad confiscatoria que Fabre plantea y que hace de su propuesta algo mucho más provocador. El argumento es un típico caso de argumento de pendiente resbaladiza: empezamos extrayendo órganos de cadáver por encima de la voluntad del fallecido, y acabamos extrayendo su sangre a los individuos aún vivos, o su médula ósea, o incluso un riñón o un lóbulo del hígado, pese a su oposición. La conjetura que sustenta este tipo de argumentos suele no ser más que eso, una conjetura, pero es que, además, en este caso Fabre responde señalando que el destino al que la pendiente resbaladiza nos lleva no es 19 En la misma línea Rakowski, 1991, p. 170. Ibid., pp. 22-23. De esta manera, no respetar los intereses póstumos no equivaldría a una acción dañosa o un mal. Esta es una tesis muy controvertida, pues implica que cosas tales como las traiciones no descubiertas o la propia muerte, no pueden constituir un “mal”, lo cual resulta contraintuitivo. En la defensa de la idea de intereses póstumos que ha hecho Eduardo Rivera, el respeto a los deseos postmortem es una forma de evitar el daño que a los vivos produciría saber y comprobar que en general los anhelos póstumos no se respetan. Se trata, como el mismo Rivera asume, de una defensa “indirecta” del concepto de interés póstumo, y remite, en último término, y como señala Fabre, a la afectación de quienes se pueden ver afectados (los todavía vivos). Sólo el “último hombre” sobre el planeta podría dejar de respetar los deseos post-mortem; véase Rivera, 2001, p. 69. 21 Fabre, 2006, p. 86. 22 Ibid., pp. 89-96. 20 8 indeseable, sino más bien un compromiso coherente – de nuevo- con la concepción liberal-igualitarista de la justicia23. ¿Qué cabe oponer frente a esta tesis? De nuevo, la propiedad absoluta sobre nuestros tejidos u órganos que informaría nuestro derecho fundamental a la integridad física. En la línea de lo manifestado por el ministro Soria, se suele apuntar a que pasar por encima de la negativa de alguien a que se le extraiga sangre o médula, o un riñón, etc., equivaldría, en definitiva, a no respetar la identidad individual, a usarle como un mero recurso o suministro. Pero, ¿es que acaso nuestra identidad personal es reducible a nuestros tejidos u órganos? ¿Es que acaso cambia tal identidad cuando donamos voluntariamente sangre, u óvulos, o un riñón, o nos cortamos el pelo o las uñas24? ¿Puede ser absoluta nuestra propiedad sobre nuestro cuerpo? Vamos a imaginar, siguiendo un ejemplo debido a Jeff McMahan, que alguien es negligentemente responsable de causar a otro un accidente de resultas del cual necesita un órgano para seguir vivo, y sucede que el culpable es histocompatible con él. “Si aceptamos – señala McMahan- que es justo forzar a quienes han cometido un daño a compensar a sus víctimas mediante pagos en metálico, ¿por qué debemos dar un paso atrás cuando el único modo de compensar es un órgano vital?”25. Se podría decir que la vida del negligente está en juego, y que, en esa medida, es excesivo el pago con su órgano pues esto sería tanto como condenarle a muerte mediante la aplicación – nunca mejor dichodel ojo por ojo… Pero es que la compensación tampoco sería posible si es sólo la integridad física del agresor negligente lo que cabe afectar y no así su vida. Si, pongamos, la lesión que ha producido en su víctima le ha ocasionado la pérdida de la función renal, no se le podrá forzar a la extracción de uno de sus riñones sanos a pesar de que podrá seguir viviendo muy bien (tal vez incluso mejor que su víctima). Y tampoco podrá extraérsele sangre para una transfusión, o médula ósea, procedimientos ambos menos cruentos aún. Bajo estas consideraciones discurre la propuesta de Fabre que tiene el antecedente más inmediato de Eric Rakowski26. Las razones para confiscar los órganos de vivo se sustentan, como se ha dicho anteriormente, sobre una determinada concepción de la justicia distributiva: aquella que deja resumirse en la idea de que todos los individuos tienen derecho a vivir una vida con un mínimo de dignidad, para lo cual 23 Id., pp. 99-100. Id., pp. 100-102. En la misma línea Garzón Valdés, 1994, p. 158. 25 2007, p. 112. 26 1991, pp. 167-195. 24 9 el poder público ha de atemperar los efectos de la mala fortuna natural mediante la transferencia de recursos. Veamos algunas objeciones que cabe esgrimir frente a su planteamiento. 3.1. ¿Riñones de pobres para insuficientes renales ricos? Si, de acuerdo con el razonamiento de Fabre, los recursos que el Estado debe redistribuir para intervenir en la lotería natural incluyen los tejidos u órganos, nos podríamos encontrar con el sorprendente escenario de ver a un “pobre” sano teniendo la obligación de transferir uno de sus riñones a un “rico” que padece de una insuficiencia renal aguda. Así y todo, la situación, nos dice Fabre, no sería injusta siempre que estemos considerando que aquel al que denominamos “pobre” es un individuo que lleva una vida digna y que la va a seguir llevando después de la extracción de su riñón. Pensemos, apunta Fabre, en que un nadador “pobre” puede, fácilmente, socorrer a un ricacho que se ha caído de su yate y no sabe nadar. ¿Cabría excusar al nadador su omisión de ayuda por el hecho de la diferencia relativa de recursos entre ambos? No parece. De la misma forma, el ricacho enfermo renal, no por ese infortunio, puede evadir sus obligaciones tributarias27. 3.2. ¿Dónde queda la autonomía personal? Sabernos obligados, en algún momento de nuestras vidas, a ceder tejidos u órganos a quienes los necesitan supone que nuestros planes de vida – y por tanto el valor de la autonomía individual sobre el que Fabre también quiere apuntalar su propuesta- se ven rigurosamente afectados. Decisiones de muy variado orden – tener hijos, buscar trabajo, planificar viajes o estudios- habrían de ser adoptadas siempre condicionalmente a nuestra llamada al quirófano. Por cierto, también la propia decisión de qué hacer con nuestro cuerpo, pues en aras al socorro de quienes están enfermos se supone que no podremos nosotros mismos poner en riesgo nuestra preciada condición física. Todo ello constituye, para algunos, una grave vulneración del imperativo categórico kantiano, como ya he señalado: nuestro cuerpo y nuestros deseos son durante un tiempo un instrumento en beneficio de otros. Y puestos a satisfacer necesidades ajenas, ¿es que acaso la sexual no es una también imprescindible para vivir una vida digna? ¿No tendría el Estado igualmente que imponer a algunos – los sexualmente capaces- el cumplimiento de un servicio de satisfacción sexual en beneficio de otros – los que por razones variadas no logran el consentimiento de nadie para tener relaciones 27 Fabre, 2006, pp. 107-108. 10 sexuales? ¿Y qué decir de la reproducción? ¿Debería el Estado obligar a las mujeres con capacidad reproductiva a la gestación de embriones ajenos, a confiscar óvulos y esperma de los fértiles para uso de los infértiles? En cuanto a esta segunda batería de objeciones, Fabre señala, con razón, que la diferencia entre los órganos y tejidos y la relación sexual, es que esta última adquiere valor - es parte de una vida digna-, sólo cuando es, precisamente, consentida. Así, si los servicios sexuales se proporcionaran como la satisfacción de un derecho, el acto de transferencia cambiaría la naturaleza del sexo, y el privado sexualmente, en realidad, no obtendría lo que quiere y la satisfacción de su necesidad seguiría sin darse28. En relación con los deseos procreativos, la tesis de Fabre es que nuestras obligaciones solidarias tienen como límite el que otros puedan vivir dignamente, no que alcancen a satisfacer cualesquiera concepciones de la vida buena que alberguen. En ese sentido, reproducirse es una más de tales concepciones, y no en cambio la condición de posibilidad de vivir una vida mínimamente floreciente como sí es la de disponer de función renal, hepática, la de tener, al fin y al cabo, un estado de salud decente. En todo caso, en el planteamiento de Fabre no cabe extender el alcance de las obligaciones de ayuda hasta el punto de tener que renunciar a las que también son concepciones sobre la vida buena que nos identifican como individuos – por ejemplo, la de no querer ser padres o madres genéticos- o bien de tener que soportar intromisiones emocionales o físicas excesivas que conllevan elevados riesgos de quebrantar nuestra salud – como es el caso de la gestación y parto del embrión ajeno29. En definitiva – y con esto se contestaría a la objeción genérica de ser la propuesta de Fabre una flagrante vulneración del imperativo categórico kantiano- si la obligación de transferir a los enfermos parte de nuestra sangre, o médula ósea, o un riñón o un lóbulo de hígado para que así puedan llevar una vida suficientemente digna30 tiene como condición: (1) que quienes son objeto de extracción van a seguir viviendo dignamente; (2) que se interfiere mínimamente en nuestros planes de vida; (3) que se organiza el cumplimiento de las obligaciones de forma tal que haya un aviso con antelación suficiente – piénsese en la obligación de formar parte de los jurados populares que se da en muchos países, incluido España, o un momento fijo del año – 28 Ibid., p. 119. Ibid., pp. 122-123. 30 Con este requisito, se excluyen obligaciones de transferencia para mejorar a los que físicamente ya gozan de una salud suficiente, y quieren, por ejemplo triunfar deportivamente. Piénsese en un individuo, señala Fabre, que sólo cuenta con un riñón y necesita otro para mejorar su rendimiento atlético; véase 2006, p. 103. 29 11 como es típicamente el caso de la declaración de impuestos- , y (4) que no se nos impone la obligación de cuidar de nuestra salud en aras a los demás – de la misma forma que el rico no tiene el deber de seguir siéndolo para así seguir contribuyendo- no parece que estemos ante un supuesto de quiebra del imperativo kantiano por haber sido tratados meramente como un medio31. Así y todo, a la hora de calibrar hasta qué punto se cumplen las anteriores condiciones, que, prima facie, parecen razonables para forzar las “confiscaciones” de órganos y tejidos de personas vivas, resulta crucial saber de qué estamos hablando cuando aludimos a sacar sangre, o médula ósea, o extraer riñones o segmento hepático. Parece que, si de sangre se trata resulta difícil sostener que hay una “grave invasión” sobre la integridad física. En cuanto a la médula ósea, una caracterización suficiente del procedimiento para su obtención es la descripción que se hace en el documento de consentimiento informado que pone a disposición la Registro Español de Donantes de Médula Ósea, la agencia encargada de centralizar estas extracciones y canalizar los transplantes en España. En ese documento se puede leer que la médula: “… se obtiene en un quirófano, en condiciones estériles, bajo anestesia general o epidural, mediante punciones repetidas de las crestas ilíacas posteriores (prominencias óseas de la parte posterior y superior de la cadera)”. Ambos tipos de anestesia comportan riesgos que van desde la pérdida de la vida por complicaciones alérgicas – con una incidencia inferior a 1/50.000 anestesias- hasta molestias como nauseas, ronquera, inestabilidad… Los riesgos de la anestesia epidural son los de su generalización, lo cual obliga a realizar una anestesia general, y el dolor de cabeza o de espalda es tratable con analgésicos suaves. La extracción en sí también supone el riesgo excepcional de dolor en la zona (que cede con analgésicos suaves), sensación de mareo y muy raramente infección. Cuando la anestesia practicada es general, el paciente ha de permanecer 24 horas ingresado. A eso ha de añadírsele que, en todo caso, previa a la extracción de la médula se deberá proceder a una revisión médica completa, análisis de sangre, radiografías, un electrocardiograma y una o dos extracciones de sangre que serán autotransfundidas en el momento de la donación. Confiscar sangre y médula ósea, por tanto, no parece un atentado intolerable hacia la autonomía individual. “¿Es que acaso la obligación universal de ayudar a ponerse de pie a quien se ha resbalado por la calle debido al hielo – se pregunta Fabre muy gráficamente-, supone tratarnos como un mero medio porque se controlan durante esos 10 segundos de ayuda, los movimientos de nuestro cuerpo y nuestros deseos?”; ibid., pp. 113, 115. 31 12 A mi juicio no resulta posible decir lo mismo de la extracción renal o de segmento hepático32. En ambos casos el riesgo de mortalidad es bajísimo, pero las complicaciones y el postoperatorio inciden de manera grave sobre nuestros planes de vida. De acuerdo con el documento de consentimiento informado que debe firmar un paciente que se someta a la donación de segmento hepático en el Servicio de Cirugía General, Aparato Digestivo y Trasplante de Órganos Abdominales del Hospital Doce de Octubre de Madrid, éste afronta los riesgos específicos de la resección hepática tales como la hemorragia, la fístula biliar, insuficiencia hepática, riesgos “posibles aunque poco frecuentes”, así como los de la administración de anestesia general y los generales de toda intervención quirúrgica, a saber: infección, accidentes vasculares, renales y cardiorespoiratorios. “Asimismo – concluye el documento- la posibilidad de que de forma excepcional cualquier complicación no controlada pueda inducir a la muerte”. La operación supone: “La apertura de la cavidad abdominal y la extirpación de la parte del hígado seleccionado, para lo cual es necesario el aislamiento de las arterias, venas y conductos biliares, maniobras que requieren transfusión de sangre y derivados”. Algo semejante ocurre si de extracción renal – nefrectomía- hablamos. Aunque la mortalidad es muy baja – el 0’03%- la morbilidad postoperatoria no es despreciable (reintervenciones, sangrados, infecciones y una estancia hospitalaria promedio de cuatro a cinco días, y una reincorporación laboral a los 52 días de promedio33). En todo caso, estas son objeciones de naturaleza técnica o instrumental, no objeciones de principio: en la medida en que se aminoren los riesgos, y las molestias causadas – cosa que en el supuesto de la nefrectomía ocurre cuando se practica mediante laparoscopia- será mayor la razón para imponer la obligación de poner los órganos a disposición del sistema sanitario. Es más, algunos estudios demuestran una mayor longevidad y calidad de vida en aquellos que se sometieron a una nefrectomía. La razón es que están más controlados, así que, a fin de cuentas, la extracción renal, lejos de ser una invasión, puede rendir buenos réditos para quien se somete a ella34. Lo Si, como parece sugerir Fabre, tales intervenciones corporales “no son para tanto”, no se entendería muy bien nuestra repugnancia moral frente a los castigos físicos a los culpables, incluso leves, o el que no transijamos una conmutación de años de cárcel de un convicto por una extracción renal, por ejemplo. El argumento es de Dworkin (1983, p. 39). 33 Todos estos datos proceden del estudio de John L. Flowers et. Al., “Comparison of Open and Laparoscopic Live Donor Nephrectomy”, Annals of Surgery, Vol. 226, nº4, 1997, pp. 483-490, cuya referencia me fue amablemente proporcionada por el Dr. Amado de Andrés, coordinador de trasplantes del Hospital Doce de Octubre de Madrid. 34 “Kidney Donors Live Longer”, I. Fehrman-Ekhlom et. al., Transplantation, Vol. 15, nº7, octubre 1997, pp. 976-978. Nuevamente he de agradecer al Dr. De Andrés el haberme puesto sobre la pista de este artículo. 32 13 que quiero en definitiva señalar, es que la razón de peso para la oposición a la propuesta de Fabre tiene más que ver con los daños físicos y psicológicos producidos al sujeto, con la relativa interrupción que en sus quehaceres y en su vida supondrían las extracciones, que con la cuestión de la propiedad de sus órganos. Para el caso de la sangre y la médula ósea, y también como veremos de los progenitores hematopoyéticos del cordón umbilical, un supuesto derecho de propiedad sobre esos tejidos debe ceder frente a los superiores derechos a mantener una vida digna del resto de los individuos. 4. El modelo del mercado: A la tan cacareada “absolutidad” de la propiedad de nuestros órganos que se esgrime frente a la confiscación, no acompaña, sin embargo, la alienabilidad de los mismos, es decir, la posibilidad de su venta. De nuevo, el mercado de órganos es visto como un atentado ético de magnitud semejante a la de la confiscación de los órganos por parte del poder público. En el documento publicado por la ONT “Meeting the organ shortage. Situación actual y estrategias para mejorar la donación de órganos” se insiste – frente a los cantos de sirenas de permitir la compraventa de órganos a la vista de que la oferta de donación no cubre la demanda de órganos- en el “… innegable problema ético que plantea la venta de órganos y tejidos…” y en que “La promoción de la donación altruista de órganos de cadáver es, por lo tanto, la única solución razonable y realista, al menos hasta que los xenotransplantes sean una realidad”. En el mismo sentido se pronunció la 57 Asamblea de la OMS en cuya Resolución WHA57.18 de 22 de mayo de 2004 urgía a los Estados miembros a tomar medidas contra el “turismo de trasplante de órganos” y el “tráfico internacional de órganos”. Más recientemente, The Transplantation Society and International Society of Nephrology emitió la conocida como Declaración de Estambul sobre el tráfico de órganos y el Turismo de transplante con motivo de la Cumbre Internacional sobre Turismo de Transplantes y Tráfico de Órganos celebrada entre los días 30 de abril y 2 de mayo de 2008. En ella se declara que la comercialización de órganos conduce inexorablemente a la falta de equidad y a la injusticia y debe ser prohibida. Mi impresión es que el supuesto problema ético del mercado de órganos no es tal si se establecen ciertas reglas e intervenciones del poder público, y que, en todo caso, tales reparos palidecen ante las cifras de personas que siguen muriendo en lista de espera cuando hay órganos disponibles para prolongar su vida con calidad. 14 Para Fabre, impedir impedir la compraventa de órganos no es algo muy distinto a prohibir a quien, por sus circunstancias, no puede acceder a una vivienda de protección oficial, que se compre o alquile una de precio libre35. En sus propias palabras: “Al proscribir la venta de órganos estamos aceptando un estado de cosas en el que, en operaciones de transplante, el único individuo a quien no se paga por su contribución a la mejora de la salud del paciente es al proveedor del órgano necesitado. En términos de justicia, eso, realmente, es completamente arbitrario”36. Fabre entiende que sólo se podría considerar la nulidad de la compraventa cuando el vendedor se propone vender una parte de su cuerpo cuya pérdida sería tan catastrófica que su decisión de vender equivaldría a consentir en ser tratado puramente como un instrumento por parte del comprador, y, así, como menos que una persona37. De esa manera se impedirá vender todo aquello – corazón, pulmones, todo el hígadocuya extracción es incompatible con seguir viviendo. En esos supuestos alguien, nos dice Fabre, se está beneficiando de la carencia de autorrespeto del individuo por sí mismo, lo cual no puede ser sancionado por el Estado38. La mayoría de los detractores del mercado de órganos apuntan en esta misma dirección, aunque, a diferencia de Fabre, consideran que siempre se da esa suerte de “falta de autorrespeto” por parte del que quiere vender, y no sólo cuando con la puesta a disposición del órgano en vivo, producirá con ello su propia muerte. El argumento en contra de los mercados de órganos puede presentarse en forma categórica o condicional: la compraventa de órganos sería admisible bajo condiciones de igualdad, de “no explotación” por parte de algunos frente a otros, es decir, en una sociedad ideal en la que se dan auténticamente las condiciones de la genuina contratación entre personas libres e iguales. Las sociedades reales en el mundo real no son ni sucedáneos de tal escenario. 35 Id., pp. 128-129. Id., p. 129. Fabre entiende que, también cuando la extracción se realiza en el cumplimiento de la obligación de ayuda a quien lo necesita, el individuo de quien procede el órgano tiene derecho a una compensación, aunque sólo sea porque a partir de ese momento incurrirá en pólizas de seguro de vida más costosas; id., p. 107 (en un sentido muy similar se ha pronunciado Manuel Atienza, “Juridificar la bioética. Bioética, derecho y razón práctica”, Claves de razón práctica, nº61, abril 1996, pp. 2-15, pp. 1415). Eso mismo es lo que cabría entender que ocurre con el cirujano que realiza el transplante: que sus honorarios son una compensación. De otro modo, la pregunta sería porque es de justicia que donemos nuestros órganos a quienes lo necesiten (pudiendo venderlos sólo residualmente), y, en cambio, el médico que realiza la operación no despliega un comportamiento debido por solidaridad sino una acción por la que puede pedir un emolumento. 37 Id., pp. 126-127. 38 Así y todo, Fabre contempla dos excepciones a esta regla: cuando el vendedor morirá pronto de una enfermedad terminal o cuando el individuo no ve ningún porvenir a su vida y pretende suicidarse, si bien quiere, sin embargo, asegurar el futuro financiero de sus hijos; id., p. 134. 36 15 Pero el argumento también puede ser puesto sobre el tapete en forma categórica: incluso en tales sociedades ideales la compraventa habría de estar prohibida. Las razones que se apuntan entonces tienen que ver con el carácter inalienable de nuestros órganos, razones que, como ya he argüido, no se me alcanzan como definitivas. ¿Qué hemos de decir, en cambio, de la razón de la “explotación” para oponerse al mercado de órganos? En primer lugar, que estamos ante un argumento que no es exclusivo del mercado de órganos, sino, en general, de casi cualquier actividad en la que alguien se aviene a prestar sus servicios o a dar sus bienes a otro a cambio de un precio. De acuerdo con el análisis de Fabre, una transacción supone una explotación de A a B si: (1) A obtiene un beneficio; (2) la transacción supone un daño a B o es injusta para B, y, (3) si A logra que B acceda al pacto aprovechándose de algunos rasgos de B, o de su situación, tales que, de no darse, B no aceptaría. Para empezar, en el caso de los órganos, A sólo se beneficia si el transplante es un éxito, con lo que, en otro caso, no habrá explotado a nadie. Es más, pudiera ocurrir que de la transacción sólo se ha beneficiado B que ha vendido su órgano, y obtenido el precio, aunque el transplante haya fracasado. En cuanto al daño, ciertamente éste se produce cuando la venta es de vivo (y por esa razón, salvo excepciones, Fabre, como vimos antes, condenaría ese mercado y nosotros también); pero no así, obviamente, cuando la disposición del órgano vendido ha de esperar al fallecimiento del vendedor. ¿Cuándo podríamos decir que la transacción es en todo caso injusta, incluso si todos se han beneficiado? Fabre entiende que cuando el precio obtenido es más bajo que el precio que el comprador habría logrado en un mercado hipotético en el que no haya habido presión para la transacción. Pero tal comparación no cabe hacerse en el caso del mercado de órganos, pues es este un mercado caracterizado precisamente por la venta bajo presión para ambas partes. En definitiva, la explotación, si se da, puede darse en ambas direcciones, no, como suele presuponerse, en perjuicio del vendedor. Y es que el argumento de que el Estado debe impedir vender los órganos por la situación de pobreza, implica que también debe prohibir a los pobres ser contratados en los empleos penosos. Es más, resultaría, de acuerdo con el argumento de la pobreza, que aquellos que no son pobres sí estarían autorizados a obtener más recursos mediante la venta de sus órganos 39. La objeción de la explotación, por tanto, “… permite, de un modo bastante extraño, un 39 Fabre, 2006, pp. 142-146. 16 mundo en el que el interés de los que están peor por conseguir ayudas para mejorar su situación, no es lo suficientemente importante como para fundamentar el deber del Estado de permitirles vender sus órganos y hacer válidas tales transacciones, mientras que el interés de los que están mejor en obtener recursos materiales extra, aunque mucho menos acusado que el similar interés de los que están peor, puede ser lo suficientemente poderoso como para imponer al Estado un deber similar. En resumen, bajo tal concepción, los que están peor carecen, por ello, de los derechos de los que disfrutan los que están mejor, sólo por ello”40. Otros argumentos de menor mordiente, a nuestro juicio, para oponerse a la compraventa de órganos son de carácter consecuencialista. Así, se destaca en primer lugar que la existencia de un mercado de órganos contribuye a minar el ya muy escaso ethos altruista de las sociedades occidentales avanzadas, donde la mercantilización parece haberlo inundado todo. No deja de resultar paradójico que se maneje una razón semejante cuando la introducción de un mercado de órganos responde precisamente a un hecho incontrovertible: todos los años mueren miles de pacientes en esas mismas sociedades occidentales justamente porque el altruismo resulta insuficiente. ¿A qué ethos en peligro de extinción se está entonces aludiendo? Para, por lo que parece, no minarlo todavía más, ¿estamos dispuestos a seguir tolerando la pérdida de vidas que podrían ser salvadas si, por precio, alguien estaría dispuesto a ceder sus órganos? Es conocida la tesis – propagada a partir de la obra de Richard Titmuss (The Gift Relationship)- de que abrir la posibilidad de vender aquello que antes sólo se podía donar, tiene el efecto psicológico en los donantes de hacerles batirse en retirada. Así habría ocurrido en Inglaterra, de acuerdo con el análisis de Titmuss, cuando se permitió vender sangre. La tesis de este autor es que hay ciertos bienes – como los órganos o la sangre- que no pueden recibir a la vez la consideración social de ser vendibles o donables. Independientemente de que el análisis de Titmuss sea, en términos económicos, plausible – sobre lo cual hay muchas dudas41- el hecho es que en nuestras sociedades esos duales significados sociales de muchos bienes y servicios coexisten sin problema alguno. La comida, que sin duda supone una necesidad básica, se ofrece gratuitamente en comedores de la beneficencia y se sirve en restaurantes de altísimo 40 Ibid., p. 146. Fabre, por ejemplo, apunta a que los datos comparativos de donación de sangre en Estados Unidos y Gran Bretaña son muy semejantes, cuando resulta que en el primero de los países la venta está permitida; véase 2006, p. 137. Otro economista ilustre que se destacó en las críticas de Titmuss fue el premio Nobel de economía Kenneth Arrow. 41 17 copete. Y ¿cómo es que permitimos tal cosa?, es decir, ¿qué razón habría para que se apueste porque no se pierda el presunto sentimiento de solidaridad que abrazamos cuando nos referimos a la donación de tejidos u órganos, pero no así a la donación de bienes como la comida42? A no ser, claro, que la objeción esté apostando, en realidad, por acabar con todo mercado, es decir, por eliminar la propiedad privada y con ello la autonomía personal. Pero ese es, claro, otro cantar… La existencia de un mercado de órganos, se señala en segundo término, introduce perversos incentivos para que se oculten los “déficit” del producto, y, con ello, se eleven intolerablemente los riesgos en la salud de los pacientes a quienes se vayan a trasplantar. Este peligro, sin duda cierto, no es intrínseco a la permisión de comprar y vender órganos, sino más bien al tipo de mercado que se termine por implantar. Es decir, atribuir a los órganos y tejidos de los individuos carácter alineable no conlleva que los poderes públicos se desentiendan de esas transacciones. Si lo hicieran, y, por ejemplo, se permitiera la intermediación o los bancos privados con ánimo de lucro, entonces, sin duda, estarían muy presentes los incentivos para el fraude, el ocultamiento, el menor celo en cuanto a la exploración de la idoneidad de los órganos que se acaban finalmente extrayendo y trasplantando. Todos esos riesgos se conjuran, por tanto, haciendo que el Estado intervenga sobre el mercado de órganos43. También, por cierto, se elimina la otra consecuencia que (equivocadamente) se consigna como un grave inconveniente de la compraventa de órganos: que opera en beneficio de los ricos pues sólo ellos podrán acceder a tales compras. De nuevo, esto no es inherente a la libertad de comprar y vender órganos, sino consecuencia de la existencia o inexistencia de un sistema sanitario público que preste o no un determinado servicio. De la misma manera que, allí donde existe, el sistema públicamente financiado de protección de la salud de los ciudadanos compra y vende medicamentos, equipamiento, etc. para asistir sanitariamente a quien lo necesite - independientemente de su capacidad económica- el sistema sanitario podría igualmente comprar órganos Véase Keith N. Hylton, “The law and economics of organ procurement”, Law and Policy, Vol. 12, n°3, july, pp. 197-224, p. 212 y Gerald Dworkin, “Markets and Morals: The Case for Organ Sales”, The Mount Sinai Journal of Medicine, Vol. 60, n°1, January 1993, pp. 66-69 43 En esa línea, Fabre se muestra partidaria de un mercado fuertemente regulado por el Estado que llegaría, incluso, a imponer precios públicos sobre los órganos. Sin embargo, la distribución habría de recaer en manos privadas, concretamente en agencias privadas sin ánimo de lucro, para así evitar, por un lado, el ocultamiento de riesgos y falta de idoneidad de los órganos a los que nos hemos referido antes si es que la intermediación pudiera realizarse por bancos privados con ánimo de lucro, y, de otra parte, el conflicto de intereses que viviría el poder público al ser él mismo quien fijara los precios de los órganos y los distribuyera (Fabre, 2006, pp. 149-151). 42 18 para trasplantarlos a quienes los necesiten, independientemente de que fuera del sistema no serían económicamente capaces de adquirirlos44. 5. A modo de conclusión: el caso de las células madre del cordón umbilical: Una propuesta como la de Fabre se bandea entre los polos de la solidaridad y la libertad, un terreno sin duda resbaladizo en el que no resulta fácil conciliar todos los valores y presupuestos éticos a los que, por otro lado, no estamos dispuestos a renunciar. Como forma de evidenciarlo, y así concluir este trabajo puede resultar ilustrativo referirse a la reciente regulación que se ha llevado a cabo en España sobre los bancos de sangre de cordón umbilical, una normativa que enfrenta dos visiones contrapuestas sobre la propiedad de nuestros tejidos y órganos, y sobre los límites del poder del Estado. Ello explica la notable controversia que ha generado. Hace aproximadamente 50 años empezaron a realizarse transplantes de progenitores hematopoyéticos (células precursoras de la sangre humana) provenientes de la sangre del cordón umbilical, una magnífica fuente de tales células madre para el tratamiento de enfermedades hematológicas, neoplásicas (cánceres de la sangre como los linfomas y leucemias) y otras. Las ventajas de este trasplante frente al tradicional trasplante de progenitores provenientes de la médula ósea parecen ciertas: la mayor rapidez en la búsqueda de donante y, sobre todo, el hecho de que no requieren tanta compatibilidad HLA entre donante y receptor. Y es que sólo en el 30% de los casos se encuentra un donante compatible para trasplante de médula entre los familiares más directos45. Pues bien, a la vista de estos datos, desde hace algunos años un número creciente de madres o parejas españolas almacenan la sangre del cordón umbilical con vistas a su eventual trasplante para sí mismo del nacido. Es lo que se denomina “uso autólogo”. Como es bien sabido, los mismísimos príncipes de Asturias enviaron la sangre del cordón umbilical de su primera hija nacida en octubre de 2005, la infanta Leonor, a un banco ubicado en los Estados Unidos, lo cual provocó una discreta polémica. Mientras tanto, las donaciones de la sangre de esos cordones a los centros hospitalarios del sistema nacional sanitario han seguido siendo escasas, entre otras 44 Fabre, 2006, p. 139 y Rivera, 2001, pp. 77-78. Los datos proceden del Plan Nacional de Sangre de Cordón Umbilical de la Organización Nacional de Trasplantes (marzo de 2008). El documento es accesible en la web de la ONT: http://www.ont.es 45 19 razones por la falta de información y/o medios públicos para el almacenaje y conservación46. En paralelo, y en ausencia de una regulación legal clara, han proliferado los bancos privados, y, en la estela de los príncipes, las “exportaciones” de sangre de cordón umbilical a bancos radicados en el extranjero. Ante este panorama, el gobierno decidió a finales de 2006 regular la donación, obtención, evaluación, procesamiento, preservación, almacenamiento y distribución de la sangre del cordón umbilical, mediante el Real Decreto 1301/2006 de 10 de noviembre. En lo que a mí más me interesa, en esta normativa se establece la posibilidad de que los individuos almacenen dicha sangre en bancos privados (artículo 15.2.), si bien sobre los tejidos y células conservados será de aplicación el principio de “distribución equitativa”, es decir, queda garantizado el acceso a aquellos que necesiten las células, coincidan o no con el individuo para quien se pensó originalmente guardarlas, esto es, la sangre proveniente del cordón umbilical tiene carácter de bien público (artículo 27). La denominada aplicación autóloga “quedará encuadrada en el caso de procedimientos terapéuticos de eficacia demostrada en indicaciones médicas establecidas” (artículo 27.2.). Por si hubiera alguna duda, se exige a las instituciones privadas que almacenen sangre del cordón umbilical para uso autólogo, que suscriban un seguro que cubra los costes en los que se ha incurrido por el procesamiento, preservación y almacenamiento ante la eventualidad de que se produzca la cesión de las células a otro centro sanitario para que sean empleadas alogénicamente “… en procedimientos terapéuticos con indicaciones médicas establecidas en receptores adecuados” (artículo 15.4.). Esta suerte de “confiscación” de la sangre de cordón umbilical que sanciona el RD 1301/2006 ha levantado ampollas en distintos sectores. De hecho, la Comunidad Autónoma de Madrid, que se había adelantado al gobierno estatal en la regulación de los bancos privados en el ámbito de su competencia territorial47, interpuso en 2006 un conflicto de competencias ante el Tribunal Constitucional. Entre los motivos de dicho recurso está el de que los padres no puedan reservar para uso autólogo la sangre del cordón umbilical de sus descendientes, impidiendo, además, la “libertad de empresa” 46 Actualmente se estiman en 30.000 las unidades almacenadas en España, y en 300.000 las existentes en todo el mundo. Así, en términos absolutos, España ocupa el segundo lugar en número de unidades almacenadas, y el tercero en términos relativos. Los datos proceden, nuevamente, del Plan Nacional de Sangre de Cordón Umbilical de la ONT. 47 Decreto 28/2006 de 23 de marzo (Boletín de la Comunidad de Madrid de 28 de marzo de 2006, nº74, p. 4 y ss). 20 constitucionalmente protegida en el artículo 38 toda vez que dichos bancos privados no podrán tener “carácter lucrativo” (artículo 3.5.). Las razones que anidan detrás de la obligación de que los bancos privados pongan todas las muestras que almacenan a disposición de un pool colectivo de recursos48, no responden sólo a una suerte de “imposición del altruismo” por parte del poder público estatal, sino a que los usos autólogos son de remotísima utilidad desde el punto de vista terapéutico. Las razones parecen diáfanas. Al decir del propio Plan Nacional: “… la práctica totalidad de las indicaciones de trasplante en la infancia se deben a enfermedades que tienen una base genética o congénita y, por lo tanto, pueden estar presentes en las células del cordón y que, una vez hecho el diagnóstico, lo hacen inútil para el eventual trasplante del niño o de cualquier otro paciente”. Según los datos del Plan, de los 6.000 trasplantes de progenitores hematopoyéticos procedentes de sangre del cordón umbilical hechos hasta el momento en todo el mundo, sólo se han registrado 3 de uso autólogo. En cuanto al trasplante a otros familiares de primer grado - la denominada “donación dirigida”- en el Plan se insiste en que, habiendo una indicación médica de guardar el cordón umbilical para el padre, madre hijo o hermano “ésta se podrá hacer en un banco público con las mismas garantías que cuando la donación se hace para terceras persona”. Esa suerte de “reserva” no queda sin embargo clara tras la lectura del RD 1301/2006. Así y todo, persiste un elemento discordante en este esquema de justicia distributiva que ha pergeñado el sistema sanitario público en España en relación con los cordones umbilicales. Hay tres preguntas, al menos, que nos asaltan. En primer lugar, porqué esta fuerte intervención pseudoconfiscatoria no se produce en relación con otros tejidos u órganos, pues, como hemos visto anteriormente al analizar la tesis de Fabre, hay razones de justicia para ello, y, además, la eficacia terapéutica de esos trasplantes está más que probada. En segundo lugar, si nos fijamos bien, no hay confiscación alguna, es decir, la puesta a disposición del sistema público de bancos de la sangre del cordón umbilical no deja de ser voluntaria: las madres o parejas pueden seguir destinando el cordón umbilical al depósito de residuos como se ha venido haciendo desde tiempos remotos. Y, sin embargo, no pueden mantenerlo guardado para su descendencia a pesar de que hoy (pero, ¿quién sabe mañana?) el uso autólogo no esté 48 El aludido REDMO. 21 indicado en casi ningún supuesto; o para destinarlo a aquellos que ellos decidan, y, mucho menos, por supuesto, vender la sangre al mejor postor. ¿No hay en esto algo contradictorio, una incoherencia con el mismo aire de familia de aquella en la que se incurre cuando se proclama a los cuatro vientos que el cuerpo es nuestro, pero en cambio se imponen fortísimas restricciones en cuanto a la alienabilidad de los órganos, cuando no directamente su inalienabilidad? Por lo que parece, hay una razón de orden “técnico” para no obligar a todas las madres que darán a luz a poner sus cordones umbilicales al servicio del sistema público para su distribución universal en función de la necesidad: no hacen falta tantos, sino que basta con un número estadísticamente calculable. Esa estimación, según el Plan, se cifra en 60.000 unidades - el doble de los actuales depósitos en España- y se basa en consideraciones de orden médico (las probabilidades de compatibilidad y los resultados del transplante con diferentes compatibilidades) y de orden económico (los costes de recogida y almacenamiento). El cálculo ha tenido por bueno un estudio probabilístico realizado en Estados Unidos, y ha tomado como presupuesto el que la variedad antigénica de España es similar a la de ese país. Con esos puntos de partida, se asumen las probabilidades de compatibilidad que se calcularon para los Estados Unidos y el resultado es la cifra antes indicada con su correspondiente coste económico49. Aceptemos, por tanto, que sería económicamente desaconsejable y médicamente fútil acopiar todos los cordones umbilicales generados, de la misma manera que, en función de las que entonces eran necesidades de la Defensa en España, durante algunos años – cuando el servicio militar era obligatorio- no todos los mozos en edad hábil cumplían con su obligación de defender a la patria: existieron los llamados “excedentes de cupo” de resultas de un sorteo. Y es que eso parece lo más razonable en términos de justicia, y lo que, entiendo, también debería ocurrir con la sangre del cordón umbilical: un sorteo entre todas las donantes potenciales. De otro modo, con la actual normativa, pueden, en primer lugar, no llegar a cubrirse las necesidades (máxime si se sigue permitiendo el almacenamiento privado en bancos extranjeros), o, de cubrirse, hacerlo sin que todos hayamos contribuido por igual. Añádase a ello el que no pueda excluirse a nadie del beneficio de disponer de un banco público. Una situación odiosa, ciertamente, que favorece el gorroneo por parte de quienes no pusieron en su día el cordón umbilical a disposición del sistema público, y que, en cambio, recibirán un trasplante de 49 Con todo, en el Plan se insta a lograr la mayor diversidad en tipaje, con lo que se deberían incentivar las donaciones de las minorías étnicas o personas con tipajes no habituales. 22 progenitores hematopoyéticos si es que lo necesitan. Como igualmente recibimos transfusiones de sangre si la necesitamos aunque no hayamos nunca aportado una gota a los bancos. Algo, en términos de justicia, anda mal en nuestro modelo. 23