Como Iñaqui Alberdi con el acordeón

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Música con alma
Algún día se escribirá la biografía de Jesús Torres. Habrá que
hacerlo recuperando el espíritu de aquellas viejas narraciones en
las que se fundía la vida y la obra asumiendo que tras cada
partitura ha de quedar un poso de experiencia vital. Las viejas
vanguardias musicales del siglo XX, a las que hoy es fácil
denostar pero que tanta frescura introdujeron en el pensamiento
artístico gracias a su afán revolucionario, esencial y purificador,
han dejado una decadente estela en numerosos estudios músicos.
Suelen ser textos robustos plagados de referencias y, a la postre,
aburridos y pretenciosos. El análisis musical de superficie, el dato
sin interpretar, la constante referencia al procedimiento
compositivo, la prosa árida y sin dirección, la falsa “objetividad”, en
definitiva, se ha convertido en sinónimo de buena ciencia. Y estas
herramientas no podrían hacer justicia a un compositor como
Torres capaz de evocar la entrañable y ahora recuperada
expresión de música inefable que tanto gustaba a la estética de
principios del pasado siglo.
Del mismo modo que un retrato puede ser infinitamente más
revelador que una foto, la música de Torres trasciende su propia
materia aun siendo esta un ejemplo de meticulosidad, precisión y
rigor, de oficio bien aprendido y mejor aplicado. La razón es
sencilla y fácilmente observable en sus grandes obras, pues en
ellas el procedimiento queda relegado a la función de mera
herramienta y, como tal, convertido en un medio necesario, en un
esqueleto que se asume con la misma inconsciente naturalidad
que el montaje de una buena película o la sintaxis de una gran
novela. En este sentido es inevitable que venga a la memoria una
obra como el Concierto para acordeón y orquesta pues, desde el
mismo día de su estreno viene propagando un mensaje
singularmente perturbador. La interpretó, por primera vez, el
acordeonista Iñaki Alberdi junto a la Orquesta de la Comunidad de
Madrid dirigida por Luis Aguirre. Fue el 21 de junio de 2005, en el
Auditorio Nacional de Música de Madrid y desde entonces, ya bajo
la dirección de José Ramón Encinar, la partitura se ha escuchado
en la Bienal de Venecia, en Metz... llegando a ser seleccionada
por la Tribuna Internacional de Compositores de la Unesco de
2008.
El dato de origen es importante, pues el “Concierto” es una
obra posible en un momento de auge del moderno acordeón
definitivamente impuesto en España como instrumento de
concierto casi medio siglo después de su reconocimiento en otros
territorios. Intérpretes como Alberdi están consiguiendo la
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consolidación de un nuevo repertorio al que contribuyen muchos
compositores que día a día descubren la personalidad y las
posibilidades técnicas de sus dos teclados capaces de moverse
cromáticamente y con independencia, y una extensión casi tan
amplia como la del piano. Podría considerarse una limitación el
rango dinámico por el escaso volumen de sonido, aspecto que
obliga a un esmerado equilibrio de la escritura cuando se une a
una orquesta. En el “Concierto” de Torres, el acordeón alcanza a
ser un pulmón dentro de una orquesta grande, con manifiesta
personalidad individual de cada familia, viento, percusión y
cuerda; un hálito a veces profundo, en otras entrecortado, siempre
obsesivo que guía la obra a través de seis cadencias que marcan
el tránsito desde lo apasionado, a lo exaltado, lo vibrante, lo
poético (en un maravilloso remanso de falsa contemplación),
antes de alcanzar lo meditativo y el éxtasis final. El color que
aporta el instrumento, la manera en la que se trabaja la forma de
emisión aporta una carnalidad especialmente original. Quizá no lo
es tanto, porque ya Torres se había anticipado con Itzal y
Accentus para acordeón a solo, y su propio estilo así lo confirma,
el grado de virtuosismo que es capaz de alcanzar la escritura,
apurando las posibilidades idiomáticas con el fin de enriquecer el
discurso, nunca afín a una “complejidad” de índole estructural.
El protagonismo del acordeón en esta obra representa la
actualidad del medio, el mensaje de atemporal expresión que
transmite la cercanía a un pensamiento ecléctico, capaz de abrir la
escritura y sus engranajes hacia un argumento convincente. Hasta
tal punto es así que no hay lugar al reposo ni a la artificiosidad. Lo
que se dice implica un constante poso de sinceridad, incluso de
misteriosa necesidad que en nada tiene que ver con la
predeterminación o la estricta racionalidad. La música fluye con la
sensación de que camina por delante del compositor, que
cualquiera de sus cinco secciones, más allá del acuerdo formal en
el que se inscriben, acaban por someterse a un sentimiento
común que es oscuro, sentido, pesimista. Todo, a lo largo de la
composición, contribuye a acrecentar el espíritu. Ante cualquier
obra de arte, cada cual puede hallar un significado diferente, pero
no hay duda de es posible negociar un punto de encuentro entre
lo que la obra dice y lo que esta provoca. Esa razón común
explica que aun siendo el “Concierto” una música que se alimenta
de los rasgos más característicos de su autor, ofrece un escenario
expresivo distinto, novedoso, maduro, verdaderamente sentido,
sorprendentemente visceral, paradigma de lo que, en este nuevo
tiempo del nuevo siglo XXI, la música está buscando.
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Poco a poco, Torres ha ido soltando amarras, cada día más
próximo a una factura dionisiaca. Se apoya, desde el origen, en la
solidez armónica y en una expresión lírica entendida desde una
horizontalidad fragmentada que se trasciende, pues a la postre
acaba por solidificarse en una idea de fondo. La brevedad de las
frases melódicas, los adornos que enfatizan el discurso con cierta
cabezonería ya sea en forma de rápidas figuraciones circulares o
de escalas, tiratas y ráfagas generan todo un catálogo de gestos
que, en el ”Concierto”, se resaltan de forma particular mediante el
acento inesperado, el fugaz contraste dinámico, la sensación de
desdicha, en definitiva. Es por ello que los adjetivos que explican
cada una de las cadencias no son más que puertas al desarrollo
de las inmediatas secciones orquestales.
En este sentido, el arranque de la obra es revelador plagado
de sonoridades graves, dramáticas, martilleadas por la percusión
desde lo más profundo, mientras el discurso fluye ordenado por un
pulso de cierta solemnidad, pausado. Hay una impresión general
de falsa calma pues en el interior hierve la inquietud. A veces la
cuerda se sitúa en el registro agudo y tensa el discurso, en otros
casos es un colchón solemne, un apoyo sobre el que adquiere
protagonismo la percusión o el viento arropando al acordeón y
sirviéndole de eco. Los “ostinati”, las figuraciones plagadas de
notas repetidas manifiestan un constante nerviosismo, una
intranquilidad primaria. Esa es la verdadera naturaleza de la obra
aunque no su más sorprendente aportación.
El eje central, en la cuarta sección, introduce una oleada de
misterio antes de que la orquesta inicie un excitante tránsito que
aun rematará la percusión con un fragmento de límpida
voluptuosidad. El sentir poético de la cadencia deja entrar la luz de
forma prudente. Las imitaciones, la segregación de los elementos
acrecientan un carácter que acabará por resolverse en un final
realmente paradójico, en una metáfora musical que, sin duda, es
un punto culminante en la música de Torres.
Es aquí donde definitivamente el autor quiere imponer el
orden. De pronto lo expresivo, lo apasionado, la aparente libertad
de un discurso de aspecto inestable pero que siempre ha estado
controlado se acelera hacia una falsa verticalidad a la que se le
exige “absoluta precisión”. Ataca toda la orquesta hasta caer en lo
“mecánico”. De los acentos súbitos y la concentración rítmica
surge en masa lo “vertiginoso” violentado por los latigazos de los
platos chinos, y de ahí a lo volcánico. La solemnidad llega
mientras el acordeón se estira en prolongados acordes. El final es
agobiante, contradictorio. A solo, el acordeón superpone
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armonías. “Con éxtasis” se le señala, mientras la música apenas
puede levantar el vuelo perdiéndose en un conglomerado
interrogante, tras el que no hay respuesta. No cabe un más
profundo desasosiego tras este fragmento de música que Torres
compuso en La Cabrera, del 17 de junio al 12 de octubre de 2004.
Un momento tan importante como su consecuencia musical, pues
aun siendo el Concierto para acordeón y orquesta arte inefable en
su expresión alcanza a convertirse en trasunto de un sentimiento,
de un trozo de vida.
Alberto González Lapuente
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