La referencia político-criminal en el derecho penal contemporáneo

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La referencia político-criminal en el derecho penal contemporáneo
(¿Es el derecho penal la barrera infranqueable de la política criminal, o se
orienta por ella?)(*)
Por Íñigo Ortiz de Urbina Gimeno (**)
1.- Introducción: el surgimiento del derecho penal político-criminalmente orientado
Aunque aún existen diferencias en la sistematización y especificación del contenido de las
categorías que componen la teoría jurídica del delito (diferencias que son más numerosas que
importantes para la práctica del derecho), sí parece haberse logrado un amplio acuerdo en
que ambas tareas han de venir presididas por la orientación a la política criminal. El grado de
consenso sobre este extremo es tan amplio que en la actualidad resulta muy difícil encontrar
autores que se pronuncien contra la preeminencia de las consideraciones político-criminales
en la labor jurídico-penal. Esta circunstancia resulta prima facie positiva, toda vez que parece
reflejar la unidad de criterio entre los practicantes de la disciplina respecto a cuáles han de ser
los criterios orientadores de su actividad.Sin embargo, el juicio prima facie positivo decae en cuanto se profundiza un poco en la
cuestión, ya que al no definirse con una mínima concreción qué quiere decir “política criminal”,
con su alusión no se ha adelantado ni un solo criterio material de adecuación. Se sabe que
hay que aplicar un baremo, el de la relevancia político-criminal, pero no se sabe qué criterios
lo conforman; de este modo, más que ante un baremo que guíe la labor del intérprete,
estamos ante un expediente retórico cuya alegación tiene como resultado efectivo incrementar
la libertad de quien lo aduce, al tiempo que la encubre bajo el manto de la elaboración técnicojurídica[1]. “Comprometerse” con una manifestación tan genérica y susceptible de ser
interpretada de modos tan diferentes es lo mismo que no comprometerse en absoluto.Por supuesto, la insuficiencia de la manifestación en pro de la orientación político-criminal no
ha pasado desapercibida para la doctrina. Así, se ha afirmado que no basta con proclamar
que el derecho penal se orienta político-criminalmente, sino que ello “debe conducir a dilucidar
qué quiere decir Política Criminal, cómo se accede a sus principios y cómo se orienta el
sistema a los mismos” (Silva, 1997, p. 19). En la misma línea se ubica la crítica de Puppe a
Schünemann, quien habría afirmado que “la imputación objetiva ha de ser rechazada si no
tiene sentido político-criminal y ser aceptada si lo tiene”. No le falta un ápice de razón a esta
autora cuando afirma que la anterior fórmula “deberá su aplicación universal a todos los
problemas de la imputación objetiva sólo al hecho de que no dice nada” (Puppe, 2001, p. 6).
Cuanto menos, no dice nada más que lo que es obvio: si la política criminal se ocupa de
determinar qué medidas son adecuadas (no sólo “útiles” o “eficaces”) en el tratamiento del
fenómeno delictivo, es evidente, por tautológico, que una institución de la que dependen
ciertas consecuencias jurídico-penales deberá aceptarse o no en función de su sentido
político-criminal[2]. Pero, sin una ulterior profundización en los criterios de adecuación,
seguimos sin saber cuándo podremos decir que una institución “tiene sentido” políticocriminal.Si la situación es la que se describe, ¿cómo se explica el innegable éxito de la nuda referencia
a la política criminal entre los penalistas? En este punto conviene acudir a la sociología de las
disciplinas científicas y a la distinción que allí se realiza entre el éxito teórico y el éxito entre
los teóricos, toda vez que las razones que explican uno y otro son distintas[3]. Como se ha
puesto de manifiesto, “los académicos, como todo el mundo, están sujetos a los efectos de
cascada. Empiezan, se unen y aceleran los efectos de enganche (bandwagons)[4]. Más
concretamente, están sujetos a las señales informativas que envían las acciones y
manifestaciones de terceros. Participan en la creación de las mismas señales a las que
responden. Los académicos, como todo el mundo, también son sensibles a las presiones
reputacionales impuestas por la opinión que se piensa que tienen los demás. Responden a
estas presiones, y al hacerlo ayudan a amplificarlas” (Sunstein, 2001, p. 1.251).-
No son pocos los casos en los que la adhesión a ciertos tópicos o ideas se produce antes por
su contribución a la solidez e independencia de la disciplina de que se trate que por su
rendimiento teórico. Un excelente ejemplo lo proporciona la magnitud de la influencia lograda
entre los economistas por el artículo de Milton Friedman “The Methodology of Positive
Economics”, en el que el autor proponía su famoso “instrumentalismo metodológico”[5] y que
ha sido considerado “con mucho, el artículo de metodología más influyente del siglo”
(Hausman, 1992, p. 162). No se trata de negar los méritos del artículo de Friedman (al igual
que no se pretende afirmar que la idea de la orientación político-criminal de la labor jurídicopenal sea estéril), sino de resaltar que, más allá de estos méritos, el espectacular éxito del
artículo se debió a su aparición en un contexto histórico en el cual las tesis que en él se
mantenían vinieron a liberar a multitud de economistas de las dudas sobre el estatuto
epistemológico de su disciplina, entonces bajo severo ataque[6]. ¿Puede haber ocurrido algo
similar en el caso de la labor jurídico-penal? Entiendo que la evolución histórica permite
responder afirmativamente a esta pregunta:
No se debe olvidar el contexto histórico en el que se consolida la referencia a la política
criminal como fuente de criterios orientadores de la labor jurídico-penal y en concreto de la
dogmática, la Alemania de los años sesenta y setenta[7]. En aquél entonces, al hilo de una
discusión más general producida en torno a las ciencias y especialmente las ciencias
sociales[8], se generó una gran insatisfacción con la elaboración jurídica “tradicional”, a la que
se achacaba un alto grado de abstracción y de conservadurismo[9]. La discusión adquirió
unos tintes y unos ímpetus que hoy resultan difíciles de creer y que motivaron a los juristas
teóricos a buscar salida a estas acusaciones. Sin duda se puede coincidir con uno de los
grandes protagonistas de la época de la que se habla en que la doctrina jurídico-penal se
encontraba ante lo que él in situ calificó de “deprimentes dificultades” (Roxin, 1970, p. 23).En realidad, los reproches que en aquel entonces se hicieron a la dogmática y a la elaboración
jurídico-teórica en general fueron tan exagerados e indiscriminados que no puede dudarse de
su inadecuación. La situación recuerda a la que se produjo en la criminología por esa misma
época: al igual que en su primera fase la criminología crítica pretendió deslegitimar el derecho
penal y el sistema de justicia penal basándose en su selectividad y efectos negativos,
olvidando (o al menos desconsiderando gravemente) los intereses de las eventuales
víctimas[10], también la crítica a la elaboración dogmática y la sistematización obvió los
importantes intereses a los que éstas atienden. Al margen de los méritos de los argumentos,
en ambos casos los movimientos críticos lograron poner a la corriente mayoritaria contra la
pared. Sin embargo, la reacción de criminólogos y juristas fue muy distinta:
- Advirtiendo la parte de razón que existía en las críticas y mostrando una madurez disciplinar
envidiable, en la criminología se produjo una ampliación del objeto de la disciplina, que pasó
de ocuparse sólo del delincuente a ocuparse de éste y del sistema de justicia criminal. Las
consecuencias de este cambio de perspectiva, cuya realidad y vigencia actual puede
comprobarse abriendo cualquier manual de criminología, son por todos conocidas y tienen
mucho que ver con la evolución de la criminología desde su consideración de “ciencia auxiliar”
del derecho penal a componente, en pie de igualdad, del conjunto de disciplinas que integran
la política criminal.- En abierto contraste, las concesiones hechas desde la doctrina jurídico-penal han sido más
retóricas que materiales. La doctrina de la época pretendió distanciarse de las críticas que la
asediaban magnificando las supuestas limitaciones metodológicas de las corrientes anteriores
y enfatizando sus propios avances, entre los que se encontraría el renovado interés por el
estudio de la política criminal y la exigencia de la inclusión de argumentos de este tipo dentro
de la propia teoría jurídica del delito, superando su consideración como un saber con
relevancia limitada a la elaboración lege ferenda. Sin embargo, las urgencias coyunturales
llevaron a un diagnóstico equivocado de la situación, y los factores que se señalaron como
responsables de la poca relevancia práctica de la elaboración jurídico-penal anterior no tienen
en realidad gran influencia sobre tal circunstancia[11]. Como suele ocurrir con las propuestas
de intervención que se apoyan en un diagnóstico equivocado, los cambios propuestos en el
modo de llevar a cabo la labor doctrinal no han podido conseguir el objetivo que se proponían,
esto es, incrementar la relevancia práctica de la labor doctrinal.En el caso específico de la “nueva” referencia a la política criminal resulta que, si se opera con
las definiciones de ésta imperantes en la doctrina a partir de los años setenta, es
sencillamente imposible afirmar que las consideraciones de esta índole no tuvieran cabida en
la labor jurídico-penal anterior, incluyendo la elaboración dogmática. Asumamos a efectos
expositivos que la política criminal es el análisis del tipo de política que conviene seguir con
respecto al crimen (política criminal normativa) o la descripción de tal política en un ámbito
histórico-geográfico concreto (política criminal positiva). Siguiendo estas concepciones,
cualquier reflexión sobre la configuración del derecho penal que tenga consecuencias
extrasistemáticas tendrá por definición carácter político-criminal[12]. La anterior afirmación,
como se ha dicho, incluye a la elaboración dogmática: salvo que se haga por motivos
puramente estéticos[13] y/o utilizando procedimientos aleatorios de construcción conceptual,
la dogmática es una actividad prácticamente orientada que tiene como objetivo facilitar la labor
del aplicador del derecho. En esta tarea, y ante las múltiples posibilidades de elección que
inevitablemente se le presentan al dogmático, éste habrá de orientarse conforme a fines que,
en virtud de la definición de “política criminal” con la que se viene operando a efectos
expositivos, han de ser fines político-criminales.De este modo, conforme a la mayor parte de las definiciones de política criminal al uso, tanto
la decisión sobre la conveniencia de la sistematización (el si de la sistematización) como la
ulterior elaboración de los requisitos de la responsabilidad penal, (el cómo se procede en la
sistematización), son cuestiones político-criminales. Como todas las corrientes de derecho
penal existentes a lo largo de los últimos dos siglos han tenido que pronunciarse sobre estos
aspectos, al hacerlo han hecho política criminal[14].En este punto, por lo tanto, no hay diferencias relevantes entre la nueva manera de
representarse la actividad jurídico-penal y las anteriores. Si antes no se hablaba
expresamente de la conveniencia de tener en cuenta las consideraciones político-criminales
en la argumentación lege lata o en la teoría jurídica del delito, ello se debía a que no se
utilizaba un concepto de política criminal tan amplio como el que se viene empleando desde
los años setenta sino que, siguiendo la obra de von Liszt, el término se reservaba
preferentemente para referirse a la argumentación lege ferenda[15]. Si se trasciende la
disparidad terminológica y se atiende al plano material, fácilmente se advierte que las
argumentaciones que ahora se denominan “político-criminales” habrían sido lisa y llanamente
consideradas “teleológicas” en momentos anteriores, sin pérdida de contenido informativo
alguno[16]. Creo que, antes de felicitarse por la nueva terminología, habría que considerar
seriamente si ésta no ha supuesto una “estafa de etiquetas”, o al menos un mero cambio de
odres del mismo viejo vino: en la argumentación teórica corresponde a quien introduce una
nueva distinción probar su superioridad sobre las existentes, y la dogmática contemporánea
no lo ha hecho.En conclusión, la “victoria” sobre concepciones anteriores que supone la mayor relevancia de
la política criminal en la labor jurídico-penal se ha conseguido a través del juego con las
definiciones. Este tipo de victorias, sin embargo, acostumbran a ser pírricas, y el caso que nos
ocupa no es una excepción: lejos de suponer un avance, la generalizada adhesión verbal a la
orientación a la política criminal tiene actualmente efectos netos negativos, ya que crea una
situación de buena conciencia que desincentiva la investigación del papel político-criminal que
efectivamente cumple la doctrina jurídico-penal en nuestros sistemas jurídicos. El primer paso
para realizar tal investigación pasa por obtener un poco más de claridad respecto a qué
significa la expresión “política criminal”.2.- La definición de “política criminal”
Recogiendo una clasificación simple pero efectiva, las definiciones se pueden dividir en
“léxicas” y “estipulativas”. Grosso modo, la diferencia entre ambas está en que, mientras que
las definiciones léxicas describen el uso de un término en una comunidad de hablantes (y por
lo tanto tiene sentido hablar de “verdad” y “falsedad” de la definición, según coincidan o no el
uso y la definición), las estipulativas prescriben cuál ha de ser tal uso (de modo que no tiene
sentido decir que son verdaderas o falsas, sino que han de ser juzgadas conforme a su
utilidad)[17]. La clasificación anterior es útil no sólo por lo que incluye, sino también por lo que
excluye: no tiene en cuenta las denominadas definiciones “reales” o “esenciales”, que
entienden que detrás de los nombres y conceptos se ocultan “esencias” que descubrimos a
través de estos[18].-
Una vez descartado que en algún lugar exista algo llamado “política criminal” cuya esencia
debamos acertar a capturar con nuestras definiciones, de lo que se trata es de ver qué usos
lingüísticos rigen en una determinada comunidad (la de los penalistas) y, de modo principal,
de proponer una definición estipulativa que reduzca la pluralidad existente y facilite la labor
conceptual, permitiendo discutir sobre conceptos, más allá de la discusión sobre su
denominación.Hechas estas acotaciones, un primer paso útil a la hora de definir “política criminal” es
distinguir entre la política criminal como actividad política y como actividad teórica[19].
Describir la relación conceptual entre ambas es relativamente sencillo, ya que la política
criminal como actividad política es el objeto de la política criminal como actividad teórica, un
objeto que se analiza tanto desde el punto de vista normativo (análisis del tipo de política que
conviene seguir con respecto al crimen, atendiendo a consideraciones valorativas e
instrumentales) como desde el punto de vista positivo (la descripción de la situación existente
y la predicción de los efectos que se prevé que tendrá una determinada decisión políticocriminal)[20].Debido a la preocupante polisemia que el término “normativo” presenta en derecho penal, no
está de más aclarar que los términos “normativo” y “positivo” se utilizan aquí con el sentido
que habitualmente se les atribuye en las ciencias sociales.Así, el discurso positivo es aquél que se refiere a la realidad, bien a objetos o estados de
cosas existentes en un momento dado, bien a predicciones sobre su futura evolución. De este
modo, dentro del ámbito de lo positivo se incluyen tanto proposiciones del tipo “está –o ha
estado- lloviendo” como otras del tipo “mañana va a llover”[21].El discurso normativo suele asociarse con el “deber ser”. Decir sólo esto, sin embargo, es
insuficiente, ya que dentro de lo que se denomina “deber ser” -y debería más propiamente
llamarse “razón práctica”- se incluyen de manera general dos tipos de enunciados que es
necesario distinguir.Por un lado están los enunciados que denominaré “normativo-éticos”, que se refieren a la
adecuación valorativa de un estado de cosas, existente o propuesto, conforme a un código
ético determinado.Por otro lado, existe un tipo de enunciados, que llamaré “normativo-técnicos”, que se ocupan
de la relación entre los medios y los fines. Aquí no se juzga la adecuación ética de una
medida, sino que se dan instrucciones sobre cómo conseguir un concreto resultado (políticocriminal, en este caso, pero no tiene por qué: “para hervir el agua hay que ponerla a cien
grados de temperatura” es un juicio normativo-técnico que da instrucciones sobre cómo
conseguir un objetivo)[22].Una cuestión diferente, si bien relevante tanto para la política criminal como actividad teórica
como para la política criminal como actividad política, es la determinación de su ámbito u
objeto. Éste es precisamente el aspecto en el que difieren los dos grandes grupos de
definiciones de política criminal actualmente existentes: mientras que algunas consideran que
ésta tiene como objeto las decisiones relativas al derecho penal[23], otras lo amplían al
tratamiento del fenómeno delictivo en sentido más extenso, incluyendo medidas de
intervención que no tienen carácter jurídico-penal[24].En lo que sigue voy a abogar por la utilización de una definición amplia de política criminal[25].
Las definiciones amplias tienen la ventaja, entiendo que determinante, de reflejar mejor las
posibilidades de tratamiento real del fenómeno criminal, que de modo evidente no se reducen
al derecho penal. Usando términos tomados de la medicina, en la criminología actual las
posibles medidas de intervención se clasifican en primarias, secundarias y terciarias[26],
atendiendo a su propósito:
- Las medidas de prevención primaria se dirigen a evitar la existencia de circunstancias que
fomenten la criminalidad, y pueden ser de muy diferentes tipos (así, desde el establecimiento
de un subsidio de desempleo o de cualesquiera sistemas de seguridad social hasta la
construcción de centros juveniles en barrios marginales). El leit motiv de estas medidas es la
conocida observación de von Liszt (1898, pp. 244-246) sobre cómo “una política social
tranquila pero segura, que tenga como fin la mejora de la condición global de la clase
trabajadora es, al mismo tiempo, la mejor y la más productiva política-criminal”[27].- Las medidas de prevención secundaria se dirigen a dificultar la propia comisión del acto
delictivo, y se pueden referir tanto a la actividad policial (que afecta a la probabilidad de
aprehensión) como a la legislación penal (un incremento de pena o una nueva tipificación) o a
la propia situación delictiva (la denominada prevención situacional del crimen).- Las medidas de prevención terciaria tienen como objetivo la actuación sobre el sujeto que ya
ha delinquido para evitar la repetición de actos de tales características. Esta categoría
coincide casi por completo con la de la prevención especial entendida en sentido amplio,
incluyendo las medidas de suspensión del proceso y de la pena y los sustitutivos penales: “la
primera cuestión en este ámbito no es ya el cómo procede ejecutar una determinada sanción,
sino si acaso es preciso ejecutar materialmente las sanciones” (Silva, 2000, p. 255)[28].La definición amplia de política criminal se corresponde mejor con la división de las tareas
preventivas en estos tres grupos, facilitando tanto el intercambio disciplinar como la
coordinación de los conocimientos de las distintas disciplinas por parte de las autoridades a
quienes corresponde decidir. Es además la más adecuada para quienes consideren que la
cooperación entre criminología y derecho penal se debe hacer a través de una instancia
ulterior que las abarque conceptualmente[29].La posición que entiende que la política criminal se refiere exclusivamente a las medidas de
configuración del derecho penal no niega en cualquier caso que existan medidas distintas de
la intervención punitiva que pueden ser tan o más efectivas que ésta en la lucha contra el
delito; la separación se suele preferir por motivos conceptuales, suponiendo que la
introducción dentro del concepto de política criminal de la ingente diversidad de medidas que
puedan afectar al desarrollo de la criminalidad embrollaría el análisis de la cuestión (Zipf,
1980, pp. 3-7, en relación con las pp. 167-170; Würtenberger, 1965, p. 53). En mi opinión, sin
embargo, tal “embrollamiento” no es una circunstancia negativa, al menos en este nivel de
abstracción conceptual. Con carácter general, es innegable que la introducción de un mayor
número de factores no contribuye a simplificar el análisis; pero también es cierto que en el
caso que nos ocupa el objeto que se pretende analizar no es simple, y que se relaciona de
manera efectiva con todos esos factores. Si lo que se pretende es pulcritud analítica, ésta se
puede lograr dentro de la propia concepción amplia de la política criminal, mediante el análisis
separado de las medidas de intervención punitiva. Siendo posible obtener mayor precisión
analítica en ulteriores niveles, en lo que hace al propio concepto de política criminal es más
adecuado sostener una definición amplia que recuerde continuamente que, en lo que atañe al
fenómeno criminal, la contribución de los juristas es una entre otras, y no siempre la más
efectiva o eficiente. En definitiva, y tal y como puso de manifiesto uno de los autores que con
mayor claridad y apertura de miras ha reflexionado sobre la cuestión, una definición amplia de
política criminal como la que se propone tiene la virtud de subrayar que, “si bien el derecho
penal tiene mucho que ver con la política criminal, la política criminal tiene poco que ver con el
derecho penal” (Noll, 1980, pp. 73-74).Finalmente, mediante esta perspectiva más amplia se trata de tener siempre presente el
incontestado pero poco desarrollado principio de ultima ratio de la intervención penal, algo
para lo cual es muy recomendable, si no imprescindible, partir de un marco más amplio que el
que ofrece la perspectiva jurídico-penal, y muy especialmente la dogmática. Repárese que
esta última se ocupa del “caso” una vez que éste ya existe como entidad con relevancia
jurídico-penal, y sólo de manera parcial se atiende a las causas que explican su existencia. De
este modo, se corre el peligro de ignorar o cuanto menos minusvalorar las políticas sociales
alternativas que se dirigen a superar estas causas (Amelung, 1980, p. 40), así como el posible
uso de mecanismos jurídicos de actuación distintos del derecho penal (es sabido que, cuando
el único instrumento del que se dispone es un martillo, uno tiende a ver todos los problemas
como clavos). Más grave aún resulta que, si se pierde de vista el marco en el que hay que
evaluar el principio de mínima intervención, también se hace más difícil recordar cuáles son
las consecuencias que de tal principio se derivan de cara a la legitimidad de la intervención
punitiva[30]: al igual que si un conflicto social admite una solución razonable mediante un
mecanismo distinto del derecho penal no es legítimo acudir al mismo, un Estado que invierte
poco en medidas distintas de las punitivas pierde legitimación a la hora de utilizar éstas[31].
Este planteamiento de la cuestión responde a la visión global de von Liszt[32], motivo por el
cual, con todas sus diferencias en lo concreto, la orientación político-criminal del Proyecto
Alternativo Alemán de 1966 se puede considerar una continuación de la obra de este
autor[33]. Precisamente una famosa frase suya es la que se utiliza habitualmente para
describir la relación entre el derecho penal y la política-criminal. Según ésta, “el derecho penal
es la barrera infranqueable de la política-criminal”. El siguiente apartado se dedica al análisis
de la adecuación de tal descripción.3.- La relación entre la política-criminal y el derecho penal: ¿es o puede ser el derecho
penal la barrera infranqueable de la política criminal?
Tanto si se sigue la definición amplia como la definición estrecha de política criminal como
disciplina teórica, a ésta le corresponde el estudio de las medidas a tomar en el tratamiento
del delito como fenómeno social, incluyendo la conveniencia o no de tipificar como delictivo un
determinado comportamiento y la extensión de tal tipificación (admisión de la comisión por
imprudencia, punición de actos preparatorios, tipo y extensión de las consecuencias jurídicas,
posibilidad de sustitución o suspensión de las penas, etc.). Parece pues lógico pensar que
entre tales medidas deberían encontrarse aquellas que se refieren a qué requisitos se estiman
necesarios para declarar a una persona responsable de un delito, esto es, que la teoría
jurídica del delito debería construirse conforme a criterios político-criminales y, en este
sentido, se encuentra sometida a éstos[34].Sin embargo, no ha sido ésta la visión de la relación entre política-criminal y dogmática
predominante entre los penalistas, y probablemente no lo sea tampoco hoy en día. Siguiendo
una influyente manifestación de von Liszt, según la cual “el código penal es la magna carta del
delincuente” y el derecho penal “la barrera infranqueable de la política criminal”[35], una parte
muy importante de la doctrina interpreta que la relación entre el derecho penal y la política
criminal es precisamente una de oposición, o al menos de freno[36]. Como al mismo tiempo
se afirma que el derecho penal se orienta político-criminalmente, nos encontramos con la
paradoja anunciada en el subtítulo de este artículo: por un lado, el derecho penal aparece
como barrera de la política criminal; por otro, orientándose conforme a ella. Sin embargo,
resulta evidente que no es posible sostener coherentemente ambas afirmaciones al tiempo... a
menos que alguna de las expresiones (“derecho penal”, “política criminal”) o ambas se estén
utilizando con distinto sentido en cada frase.Los siguientes apartados se proponen estudiar si existe alguna manera de explicar esta
aparente contradicción entre el objeto que se asigna a la política criminal (la determinación de
las medidas de intervención jurídico-penal o jurídica en general sobre el fenómeno delictivo) y
la relación que se considera existente entre ésta y el derecho penal. Partiendo de que la idea
del derecho penal como límite a la política criminal se suele articular en torno a la clásica frase
de von Liszt, estas reflexiones comenzarán por ahí. ¿Se puede explicar de alguna manera la
aparente contradicción de estas manifestaciones de von Liszt con su amplio entendimiento de
la política criminal? Responder a esta pregunta requiere en primer lugar contextualizar las
afirmaciones de este autor (A), para luego ver si, de acuerdo con su planteamiento teórico,
existe alguna interpretación de esta frase que permita subsanar la aparente contradicción (B).
Tras comprobar el entonces importante pero hoy limitado alcance que el propio von Liszt
otorgaba a su frase, resta por analizar qué puede querer decir en la actualidad que el derecho
penal sea la barrera infranqueable de la política criminal (C) y qué problemas ocasiona la
pervivencia de esta frase en la discusión político-criminal actual (D).A.- La afirmación de von Liszt en su contexto
Es ampliamente conocido que para von Liszt la principal tarea de la dogmática jurídica
consiste en la sistematización del derecho positivo a partir del texto de la ley, mediante un
procedimiento inductivo de determinación de los axiomas iniciales de la teoría[37] y una
posterior inferencia deductiva de las consecuencias que de ellos se derivan (Liszt, 1888, p. 2;
1919, pp. 1-2). Si a este planteamiento respecto del método dogmático se une la famosa
declaración sobre la oposición entre derecho penal y política criminal, parece abonada la idea
de que en von Liszt la dogmática es un procedimiento que sirve a la mecánica resolución de
casos litigiosos, mientras que las valoraciones serían competencia exclusiva de la políticacriminal.-
Para atacar la consideración de von Liszt como un autor formalista en lo que hace a la
actividad jurídico-penal más técnica, la dogmática, se ha subrayado el hecho de que otorgara
una importancia decisiva a los conceptos de bien jurídico y de norma, a los que erige en
pilares de la elaboración dogmática[38].En cuanto al concepto de bien jurídico, von Liszt (1886, p. 233) entiende que a través de éste
“se introduce el pensamiento final en la teoría jurídica, empieza la consideración teleológica
del derecho y acaba la lógico-formal. También es evidente que tal consideración está
completamente justificada (...) lo único que puede cuestionarse es si entender el Derecho
desde el punto de vista de la racionalidad final debe todavía considerarse parte de la ciencia
jurídica o ya es parte de otra ciencia, por ejemplo de la teoría del Estado. Yo ya he contestado
esta pregunta, diciendo que en mi opinión el concepto de bien jurídico es un concepto
fronterizo”.Según la conocida interpretación de Amelung (1972, pp. 94-95), todos los planteamientos
sobre el bien jurídico pueden ser reconducidos a las posiciones de Binding y de von Liszt. El
primer autor, renunciando al ideal ilustrado de encontrar un concepto material de bien jurídico
que mostrara cuáles son las condiciones atemporales de la vida social, habría transformado
una cuestión que se planteaba en términos de búsqueda de la verdad en un problema de
voluntad política, asignando al concepto de bien jurídico un valor puramente descriptivo del
objeto de protección legal, elegido libremente por el legislador sin más límites que los que le
impone la lógica (Amelung, 1972, p. 77-82; Ehret, 1996, 157-161). Von Liszt, por el contrario,
mantendría un concepto de bien jurídico material y pre-jurídico al que habría elevado a
categoría fundamental de su sistema dogmático.La anterior interpretación del concepto de bien jurídico en Liszt, sin embargo, desconoce que
éste diferenciaba claramente entre la elaboración normativa (referida a aquello que el Estado
debería hacer y cómo) y la positiva (aquello que el estado efectivamente hace)[39]. La estricta
separación entre ambos órdenes de cuestiones se muestra rotundamente en pasajes como el
que sigue:
“El fin de la vida en comunidad, cuya posibilidad es la tarea más importante del ordenamiento,
exige que en caso de colisión sea sacrificado el interés menos valioso, cuando sólo de este
modo sea posible conservar el bien más valioso. De ahí se deriva que la lesión o puesta en
peligro de un bien jurídico sólo es materialmente antijurídica cuando contradiga la finalidad
reguladora de la vida social del ordenamiento jurídico. Será, a pesar de su ejecución contra
intereses jurídicamente protegidos, materialmente jurídica cuando y mientras sea conforme a
las finalidades del ordenamiento jurídico y por tanto de la vida social. Este concepto material
(antisocial) del injusto es independiente de su adecuada recepción por el legislador (es
‘metajurídico’). La norma jurídica lo encuentra ya conformado, no lo crea. La antijuridicidad
formal y material pueden coincidir, pero también pueden no hacerlo. Tal contradicción entre el
contenido material de una acción y su valoración jurídico-positiva no es probable, pero
tampoco puede ser excluida y, en el caso de darse, el juez está ligado a la ley. La corrección
del derecho vigente queda más allá de las fronteras de su competencia” (von Liszt, 1919, p.
133, énfasis mío) [40].El análisis de la posición de von Liszt en este punto supone en gran medida una refutación de
la afirmación de que el derecho penal es la barrera infranqueable de la política criminal, ya
que la propia negación de la relevancia de las valoraciones político-criminales en la
elaboración jurídico-penal es una importante decisión político-criminal. Von Liszt, que entiende
que los momentos valorativos en la dogmática pueden funcionar como caballo de Troya para
la introducción de valoraciones personales que desborden la interpretación del derecho
vigente, pretende reducir tales momentos al mínimo para dejar que sea el legislador quien,
asesorado por los expertos, se ocupe de tales temas[41]. Cuando se interpreta que la
negativa de von Liszt a introducir valoraciones político-criminales en la propia teoría jurídica
del delito se debe a sus afinidades positivistas (término que se utiliza queriendo decir
“formalistas”), no se tiene en cuenta el contexto en el que se decide por tal planteamiento.
Este autor se enfrenta a una situación en la cual no existe una gran preocupación por separar
los contenidos del derecho positivo de las propias valoraciones e incluso se instruye
específicamente sobre cómo sortear los obstáculos que el derecho positivo pueda presentar a
la realización de las propias valoraciones, incluyendo entre dichos obstáculos el principio de
legalidad y la prohibición de analogía[42]. En este contexto, pronunciarse por una dogmática
lo más “mecánica” posible no es un despropósito político-criminal, sino que muy posiblemente
sea la decisión más sensata; se piense lo que se piense, en cualquier caso es una decisión
tras la cual se encuentra el reconocimiento del valor garantístico que puede tener la
elaboración dogmática, un valor que von Liszt siempre defendió. Dejémosle hablar de nuevo:
“Entiendo que representa un error de graves consecuencias entender que la sociología
criminal está llamada a sustituir al derecho penal. En tanto sigamos esforzándonos por
proteger la libertad del ciudadano de la arbitrariedad sin límites del poder estatal, en tanto
sigamos afirmando el principio nullum crimen sine lege, nulla poena sine lege, en esa misma
medida mantendrá su alto significado político la estricta técnica (Kunst) de interpretación de la
ley conforme a seguros principios científicos (...) precisamente en esta vinculación dogmática
del juez se encuentra una de las más importantes garantías de la libertad ciudadana (1902,
pp. 434-435[43]).Debido a nuestro triste pasado reciente, en nuestro país no hace falta remontarse hasta los
tiempos de von Liszt para encontrar reflexiones que muestran cómo la extensión y las
características que se predican de la labor dogmática tienen ya carácter político-criminal. En
unas circunstancias políticas diferentes a las de hoy en día afirmaba Gimbernat (1971, pp.
160-161) que “en un país con una Constitución estatal fascista (…) el dogmático penal sólo
puede interpretar las disposiciones sobre seguridad del Estado en tanto en cuanto llegue a
una solución restrictiva frente a la dominante en la jurisprudencia y negarse a publicar
cualquier trabajo en el que -aunque la interpretación sea ‘dogmáticamente’ correcta- amplíe el
alcance de tales disposiciones en relación a la doctrina dominante en la praxis”. Desde una
visión político-criminal democrática Gimbernat indicaba cómo había de proceder la dogmática
para poder llevar a cabo una política criminal lo más democrática posible dentro de los
márgenes de un régimen autoritario. De modo equivalente, frente a ciertas pretensiones de
elusión del principio de legalidad en la intervención punitiva enunciadas entre otros por
autores de la talla e influencia de Binding, von Liszt se pronuncia por su estricto
mantenimiento. Su toma de postura refleja una confianza en el poder de vinculación de la ley
que, como posición teórica, se puede considerar hoy en día ampliamente superada[44]. Pero,
aun con esos defectuosos mimbres, no se puede negar la intención político-criminal detrás del
planteamiento de von Liszt, ni el hecho de que estas concretas valoraciones políticocriminales sean ampliamente compartidas hoy en día: al menos en teoría, nadie discute la
vigencia del principio de legalidad.Todo apunta, pues, a que la decisión sobre la adecuación y los límites de la dogmática está
subordinada a decisiones político-criminales previas, y a que, a pesar del tenor literal de la
conocida formulación del propio von Liszt, el derecho penal no puede ser la barrera
infranqueable de la política-criminal, porque es parte de ésta[45]. Sin embargo, todavía se
debe preguntar si existe alguna posibilidad de interpretar la frase de von Liszt de modo que dé
cuenta de la relación derecho penal-política criminal de forma más acorde con los
planteamientos de este autor. La respuesta es “sí”, y a fundamentarla se dedica el siguiente
apartado.B.- “Reinterpretando” a von Liszt
La expresión “política criminal” en la frase “el derecho penal es la barrera infranqueable de la
política criminal” puede interpretarse como alusión a las decisiones sobre el tratamiento del
delito que se toman dentro de un concreto marco jurídico-positivo vigente, es decir, haciendo
referencia a la política criminal como actividad de ciertas autoridades públicas en un momento
determinado, y no a la política criminal como actividad teórica. En tal sentido, al decir que el
derecho penal es la barrera infranqueable de la política criminal se estaría diciendo, por
ejemplo, que un juez no puede imponer una pena más elevada de la prevista en la ley aunque
considere que el delito en cuestión está levemente penado y tal circunstancia fomenta su
comisión, o que tampoco puede un policía arrestar a ciudadanos por conductas que no se
encuentran tipificadas como delito bajo el pretexto de que las mismas “son muy graves”. Este
sentido de la expresión es el que parece utilizar von Liszt, que apenas unas frases antes ha
afirmado que “el código penal es la magna charta del delincuente”. Von Liszt no reconoce más
derecho penal que el positivizado[46], y es éste el que funciona como magna charta del
delincuente. Cuando habla del “derecho penal”, no se está refiriendo al derecho penal como
disciplina teórica, a ese “derecho penal” que aparece en los títulos de los manuales
universitarios, sino al derecho penal como parte integrante del ordenamiento jurídico. Si no, no
tendría sentido su afirmación de llevar “años definiendo el derecho penal como el poder
punitivo estatal jurídicamente limitado”[47].Si von Liszt otorga estos sentidos a las expresiones “política criminal” (entendida como
actividad estatal) y “derecho penal” (como derecho positivo), entonces la conocida frase es
sólo una manera un tanto complicada de explicar en qué consiste el principio de legalidad de
la actuación estatal. Esta alusión es innecesaria en el momento presente, porque se puede
decir lo mismo haciendo mención a que en los Estados de Derecho la actuación de los
poderes públicos está sometida a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico, según
recoge la fórmula del art. 9.1 de la CE: si los poderes públicos que pueden decidir sobre la
implementación de medidas político-criminales han de hacerlo dentro del marco que a cada
uno le otorga el derecho positivo, marcos que serán diferentes para el legislador y para las
autoridades administrativas, entonces va de suyo que “el derecho penal” (el conjunto de
disposiciones del ordenamiento jurídico que se refieren a éste, incluyendo las
constitucionales) es el freno de la política criminal, porque ésta no puede hacerse (legalmente)
fuera del marco del derecho positivo. Precisamente la obviedad de esta conclusión en nuestro
ordenamiento y en los de nuestro entorno puede conducir a intentar dar a la frase un sentido
diferente. Pero no hay que olvidar que el entorno que rodeaba a la frase en el momento de ser
emitida era uno muy distinto y que lo que hoy puede parecer una banal repetición del principio
de legalidad entonces era una afirmación cargada de sentido frente al descrédito que éste
experimentaba en las propuestas teóricas de los influyentes autores con los que polemizaba
von Liszt.C.- Posibilidades interpretativas de la frase “el derecho penal es la barrera
infranqueable de la política criminal”
Si en los anteriores apartados se ha analizado la afirmación de von Liszt teniendo en cuenta
los propósitos de este autor y las circunstancias históricas que la acompañaban, en éste se
trata de estudiar qué puede significar hoy en día. En el momento presente, bajo la expresión
“orientación político criminal” se cobijan distintas orientaciones que, al abrigo de tal rótulo y de
su retórica, reflexionan insuficientemente sobre su propio estatuto teórico-metodológico[48].
Pues bien: el análisis de la expresión “el derecho penal es la barrera infranqueable de la
política criminal” permitirá comprobar cómo algunos de los posibles sentidos de la misma son
claramente triviales y otros insostenibles, bien por razones conceptuales bien por razones
pragmáticas. Que esta frase se siga utilizando sin ulteriores especificaciones para describir la
relación entre el derecho penal y la política criminal es una muestra de la insatisfactoria
situación teórico-metodológica señalada.La frase en cuestión pone en relación dos expresiones, “derecho penal” y “política criminal”,
que son ambiguas, esto es, aluden a diferentes significados. Como la interpretación de la
frase dependerá de qué sentido se dé a cada uno de sus componentes y estos no son
unívocos, cualquier intento de extraer conclusiones ha de empezar por aclarar qué significado
de entre los posibles se otorga a los términos empleados. Aunque las posibilidades
interpretativas son más amplias, me voy a limitar a escoger dos interpretaciones de cada uno
de estos términos:
1.- Política criminal como actividad estatal relativa al fenómeno criminal (incluyendo su
definición, esto es, qué comportamientos se consideran delictivos);
2.- Política criminal como disciplina teórica que tiene como objeto la actividad estatal en el
tratamiento del fenómeno criminal;
3.- Derecho penal como parte del derecho positivo que se ocupa de regular el ejercicio de la
potestad punitiva del Estado;
4.- Derecho penal como disciplina teórica que tiene como objeto las normas que regulan el
ejercicio de la potestad punitiva del Estado;
Analizar las posibles combinaciones de estos sentidos de “política criminal” y “derecho
penal”[49], sin embargo, no tiene el mismo sentido en todos los casos. Así, la combinación
“2/4” (política criminal como disciplina teórica/derecho penal como disciplina teórica) haría
que la frase se refiriera a la relación existente entre dos disciplinas y que, de forma
escasamente comprensible, se afirmase la existencia de una relación de exclusión entre
ambas (una es la “barrera infranqueable” de la otra). Tal afirmación, que suena ya de por sí un
tanto forzada, se torna grotesca cuando se repara en que las definiciones expresadas no
dicen nada del método de cada disciplina, de las que sólo sabemos que varían en su objeto
(uno de las cuales incluye al otro). Hablar de “barreras infranqueables” en estas circunstancias
no tiene ningún sentido: lo único que puede discutirse es la mayor o menor conveniencia de
una u otra delimitación del objeto de investigación.Más sentido tiene el análisis del par “1/3”, esto es, “política criminal como actividad estatal
relativa al fenómeno criminal/derecho penal como parte del derecho positivo que se ocupa
de regular el ejercicio de la potestad punitiva del estado (la administración de justicia penal)”.
En este caso, la frase “el derecho penal es la barrera infranqueable de la política criminal” es
una paráfrasis del principio de legalidad de la actuación de los poderes públicos[50]. Es
precisamente este sentido el que más arriba se adjudicó a la famosa frase de von Liszt, y ya
entonces se indicó que esta afirmación es hoy en día poco importante, por aceptada y
evidente.Para los fines perseguidos (explorar la relación entre dogmática y política criminal), sin
embargo, el análisis más fructífero es el de los pares “1/4” y “2/3”. El primero se refiere a la
relación entre la política criminal como actividad estatal relativa al fenómeno criminal y el
derecho penal como disciplina teórica que tiene por objeto las normas que regulan el
ejercicio de la potestad punitiva del estado, mientras que el segundo se refiere a la existente
entre la política criminal como disciplina teórica que tiene como objeto la actividad estatal en
el tratamiento del fenómeno criminal y el derecho penal como parte del derecho positivo que
se ocupa de regular el ejercicio de la potestad punitiva del estado.En ambos casos se trata de la relación entre una disciplina teórica y la política criminal como
actividad, ya que la elaboración de un marco jurídico-positivo para la actuación de la
administración de justicia penal también es parte de la actividad estatal relativa al fenómeno
criminal (en concreto, la parte relativa al derecho penal). De hecho, las actividades teóricas en
cuestión, como se ha visto, se diferencian exclusivamente en función de la amplitud de su
objeto, lo cual permite simplificar el análisis de forma notable: en el siguiente apartado se
analizará exclusivamente la relación entre la dogmática y la política criminal como actividad.D.- La dogmática como barrera infranqueable de la política criminal positiva
Ésta es la posibilidad interpretativa más importante, en tanto es la que parece estar detrás de
las actuales referencias a la frase que venimos comentando[51]. Ello se muestra con la mayor
claridad cuando se afirma expresamente que es la dogmática, y no el derecho penal, lo que
actúa de freno de la política criminal[52], ya que si la expresión “derecho penal” es ambigua
respecto a si se trata de una actividad teórica o práctica, la palabra dogmática no lo es, puesto
que se refiere a una actividad eminentemente teórica[53]. El análisis que sigue va a proceder
considerando las posibilidades de entender que es la dogmática jurídico penal -y no el
derecho penal o la política criminal como disciplinas- la que sirve de “barrera infranqueable” a
la política criminal como actividad. Las conclusiones, sin embargo, son extrapolables a estas
otras dos actividades teóricas.La afirmación de que la dogmática es la barrera infranqueable de la política criminal, aunque
muy efectista (y precisamente por eso), origina dos importantes distorsiones en la evaluación
de su rendimiento práctico:
i.- Primera distorsión: se afirma como necesaria una característica meramente
contingente del método dogmático
Que la dogmática tenga como resultado la extensión o la contracción del ámbito de lo punible
dependerá de qué tipo de dogmática se haga y de qué principios sean los que guíen tal
actividad, ya que ésta se puede organizar de muy distintas maneras y no todas tienen como
resultado una disminución del ámbito de lo punible[54]. También era dogmática lo que hacían
los penalistas alemanes cuando reinterpretaban los principios de la imputación de
responsabilidad penal a la luz del nuevo orden político-jurídico aparecido en 1933 y procedían
a la ampliación desmesurada de los tipos penales. Era una elaboración dogmática
moralmente censurable y contraria a los principios que ahora rigen esta actividad en nuestro
ámbito cultural, por supuesto[55], pero elaboración dogmática al fin y al cabo. Contra lo que se
afirma en ocasiones, no hay una relación de necesidad, y ni siquiera de cercanía, entre la
dogmática jurídica y la democracia y/o el respeto de las garantías[56]: la dogmática es un
método de interpretación y ordenación del derecho positivo y de crítica y propuesta de reforma
de éste, actividades que se pueden realizar igualmente en una democracia que en un estado
autoritario, y lo mismo de modo expansivo que restrictivo del ámbito de lo punible.Por supuesto, se puede definir estipulativamente la dogmática como aquella actividad de
interpretación del derecho positivo que se realiza según una serie de principios, los que se
consideran propios del derecho penal democrático[57]. Pero esta estrategia, que recuerda a
las posiciones iusnaturalistas que entienden que el derecho injusto simplemente no es
derecho, en lugar de solucionar el problema meramente lo cambia de sitio, y en el proceso
oscurece la cuestión al introducir una distinción conceptual que no tiene carácter cognoscitivo
sino ideológico (por muy saludable que sea la ideología a la que responde). Parece más útil
separar este tipo de cuestiones y reconocer que una interpretación dogmáticamente correcta
puede tener implicaciones no deseadas, entre ellas la ampliación del ámbito de lo punible. Tal
era, como vimos, la posición de Gimbernat cuando afirmaba que si la solución a la que el
penalista llegara ampliaba el ámbito de lo punible en un estado fascista, debía negarse a
publicarla, aunque fuese dogmáticamente correcta[58]. También es ésta la posición de
Hassemer (2000, p. 33) cuando, al tratar la cuestión de la “cientificidad” de ciertos
pronunciamientos realizados por juristas nazis, afirma que “el campo de batalla adecuado para
rechazar tales afirmaciones no es el de la cientificidad, sino el de los contenidos (...) La
cuestión no trata de formas, sino de fondo. Aunque, como en estos ejemplos, haya buenas
razones para no considerar algo así ‘ciencia’, los penalistas no deberían quitarse estos lastres
de su pasado mediante la definición de fronteras”[59].Así pues, como conclusión provisional se puede afirmar que hay que ser más cauto a la hora
de afirmar el carácter garantístico de la dogmática: este puede existir y, de acuerdo con los
principios político-criminales propios de los estados democráticos debe pretenderse, pero no
es una característica intrínseca del método dogmático, que puede igualmente servir a otros
fines. El método dogmático, cuando se guía por presupuestos acordes con las decisiones
básicas de los estados democráticos de derecho, es una condición necesaria para la
elaboración de una política criminal responsable, sí, pero ni mucho menos una condición
suficiente. Esto nos lleva al siguiente apartado.ii.- Segunda distorsión: se presupone un efecto que hay que probar
La segunda distorsión viene dada por la naturalidad con la que se afirma un efecto de la
dogmática (el “control” de la política criminal, entendida como actividad) que, si bien no es en
absoluto excluible a priori, depende en su efectiva concurrencia de numerosos factores,
externos a la dogmática, cuya presencia ni puede ni debe darse por supuesta.Si el legislador, respetando el principio de irretroactividad, decide autorizar al juez del ejemplo
que se puso antes a imponer penas más altas, nada que se denomine “dogmática” o “derecho
penal” podrá impedírselo, como tampoco podrá impedir que se tipifique como delito la
conducta que en el otro ejemplo anteriormente propuesto era “muy grave” a ojos del policía.
Los límites que pueden constreñir la labor del legislador son constitucionales y no dogmáticos
y, dentro de esos límites, el legislador puede determinar con libertad el contenido de las
normas de derecho penal. Si se impusiera dogmáticamente la tesis que entiende que la
punición de la imprudencia inconsciente infringe el principio de culpabilidad[60] y a pesar de
ello –o precisamente por ello- el legislador no se diera por aludido y la tipificara expresamente,
la oposición dogmática no sería “barrera infranqueable” alguna a la legitimidad de tal decisión
legislativa. Esta conclusión no se vería modificada en el caso de que en caso de una
hipotética intervención del TC se lograra convencer a éste de que la punición de la
imprudencia inconsciente es contraria a la Constitución; en tal supuesto no sería la propia
dogmática la que levanta una barrera infranqueable, sino el TC –o, si se quiere, la
Constitución en la interpretación que de ella hace este tribunal-.El ejemplo anterior muestra cómo actúa la dogmática: convenciendo por medio de buenos
argumentos, de forma razonada y no mediante el ejercicio de una autoridad de la que carece.
Este proceder también da cuenta de la verdadera naturaleza de la relación de la dogmática
con la política criminal como actividad. Si bien la dogmática en sí misma no puede ser la
barrera infranqueable de la política criminal, ya que ni tiene fuerza normativa per se ni
autoridad para decidir[61], debe pretender influir en ella a través de quienes sí están
autorizados para decidir, mostrando las consecuencias de las decisiones que se alcancen, así
como su compatibilidad o incompatibilidad con el marco valorativo del que se parte y,
finalmente, proponiendo otros tipos de política criminal posibles dentro del marco jurídico de
que se trate o proponiendo la reforma de este último. Querer ir más allá supone exigir a la
dogmática que cumpla funciones que no puede cumplir por sí misma[62], ya que dependen de
la existencia de un entorno que favorezca o incluso permita a la dogmática desarrollar esa
función de control. El estudio de tal entorno y los factores que influyen en él, sin embargo,
duerme el sueño de los justos, arrumbado por la autocomprensión de una dogmática que, o
bien está convencida de tener una influencia práctica que no se molesta en comprobar, o bien
no tiene ningún interés por la cuestión[63]. Lo cierto es que, aunque falta información al
respecto, hay señales que ponen de manifiesto que los materiales y ayuda que puede ofrecer
la moderna dogmática no interesan mucho a los principales decisores político-criminales,
legislador y jueces:
La efectiva falta de atención del legislador a la doctrina es algo que no creo que haya nadie
dispuesto a discutir. Más interesante sería pensar en qué medida ha contribuido a ello la
propia doctrina con su excesivo énfasis en la elaboración dogmática y el práctico olvido de la
teoría de la legislación (entre los penalistas españoles, sólo Castiñeira, Cuerda y Díez Ripollés
han escrito al respecto). En cuanto a la influencia sobre los jueces, me gustaría aportar un
dato (el lector deberá decidir conforme al resto de su experiencia si éste es anecdótico o
representativo): entre los veintidós seminarios relacionados con la justicia penal que la
Escuela Judicial ofreció a los aspirantes a juez el año 2000, el titulado “Últimas tendencias de
la dogmática jurídico-penal” ocupó el penúltimo lugar en número de alumnos (tres),
compartiendo puesto con el dedicado a “Cuestiones de competencia entre Juzgados y
tribunales penales” y por encima sólo del seminario “La función de documentación del
Secretario y la instrucción penal” (un alumno). La media de asistencia al resto de seminarios
fue de treinta y tres asistentes por seminario, esto es, once veces más de los que tuvo el
dedicado a las últimas tendencias de la dogmática (v. CGPJ, 2001, p. 109). El seminario no ha
vuelto a ser ofertado (CGPJ, 2002, pp. 196-197; 2003, p. 127).4.- Conclusión:
Según una opinión que comparto, el progreso operado en el derecho penal en las últimas
décadas consiste en la racionalización progresiva que supone el “avance hacia una
consciente utilización orientada a las consecuencias del instrumental penal” (Neumann, 1996,
p. 57)[64]. Con esta tendencia se recupera el espíritu de la discusión sobre el carácter
valorativo y teleológico del derecho penal que de la mano de los neo-kantianos y en
continuación a la monumental obra de von Liszt se produjo en los años veinte y primeros años
treinta. Resulta muy saludable que este hecho se reconozca cada vez con mayor amplitud y
que, frente a la minusvaloración de los méritos del neo-kantismo dominante a principios de los
años setenta, cada vez sea más usual reconocer la adecuación general de su programa y que
éste no pudo desarrollarse por circunstancias extrateóricas[65].Sin embargo, esta revitalización del programa teleológico corre el peligro de morir de éxito:
El “giro político-criminal” de las últimas tres décadas ha tenido una gran implantación
académica, hasta el punto de que hoy en día prácticamente nadie admitiría que hace
dogmática sin orientarse a las consecuencias político-criminales. Pero la implantación
académica y sus razones son cuestiones que atañen a la sociología de las comunidades
científicas, y no a la metodología. Desde esta última perspectiva, es dudoso que se haya
conseguido el éxito que se proclama, ya que, si bien ha existido un innegable avance, éste se
ha producido de modo casi exclusivo en el terreno teórico y no en el metodológico. Aunque se
haya perfeccionado el sistema de la Teoría Jurídica del Delito (una labor teórica), en lo que
respecta a la metodología no estamos lejos de los planteamientos tradicionales (siempre se
ha admitido la interpretación teleológica) y el derecho penal continúa siendo una actividad
esencialmente hermenéutica centrada en torno a la dogmática. Resulta por lo tanto de todo
punto exagerado hablar de un cambio de paradigma.-
Con todo, el riesgo no viene dado por el hecho de que haya menos diferencias de las que se
pensaba con concepciones anteriores, sino por las limitaciones intrínsecas de un programa
teleológico erigido en torno a la orientación a algo, “la política criminal”, que no se define con
precisión alguna. La alusión a las “razones político-criminales” acaba poniendo un punto y
aparte (o final) donde debería ir un punto y seguido, y deja un vacío donde deberían figurar la
explicitación y el desarrollo de tales razones que permita su discusión intersubjetiva. En este
artículo se ha sostenido que resulta absolutamente conveniente que el marco de referencia de
tales reflexiones venga dado por lo que se ha denominado “definición amplia de la política
criminal”, un movimiento cuyo objetivo sería obligar al derecho penal a abrirse a perspectivas
más amplias que la dogmática. Ante esta estrategia, no resulta oportuno acudir a envejecidas
frases que atribuyen al derecho penal y la dogmática funciones que no puede cumplir.
Contestando a la pregunta del subtítulo: según el entendimiento más fructífero de aquello en
lo que consiste la política criminal, el derecho penal no es ni puede ser su barrera
infranqueable, sino que tendrá que orientarse por ella, ya que es parte de la misma.Para finalizar, me gustaría dedicar este artículo al profesor Ruiz Antón, con toda la humildad y
el cariño de los que soy desigualmente capaz. No voy a detenerme a contar quién era y lo que
hacía (en su caso era lo mismo), y desde luego no voy a cometer la indignidad moral de
aprovechar su ausencia para reinventarme nuestra relación. Sólo quiero expresar mi
admiración y respeto por la persona de quien más he aprendido en la jungla universitaria, y mi
dolor por su siempre presente ausencia.Te echo de menos, Pipe.-
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(*) Datos de publicación original: "La referencia político-criminal en el derecho penal
contemporáneo" en: Octavio de Toledo y Ubieto/Cortés Bechiarelli (coordinadores): Estudios
penales en recuerdo del Profesor Ruiz Antón. Tirant lo Blanch, Valencia 2004 (ISBN: 84-8456082-1), pp. 811-846.
La reproducción del artículo en elDial.com fue "expresamente autorizada por el autor"
(**) Universitat Pompeu Fabra de Barcelona - [email protected]
[1] Sobre este extremo v. Bahlmann (1999, pp. 118). El libro de este autor es una muy
relevante aportación al estudio de las relaciones entre derecho penal y política criminal que,
lamentablemente, ha sido pasado por alto por la doctrina.
[2] Invirtiendo la expresión de Carrió (1964, p. 97), que habla de “seudo-desacuerdos de
hecho en torno a proposiciones analíticas”, estaríamos ante un acuerdo en torno a
proposiciones de tal índole, esto es, ante un acuerdo sobre algo –una proposición analíticaque es verdad en virtud de la relación entre los términos usados y que no aporta ningún tipo
de información sobre la realidad.
[3] Las diferencias se evaporan cuando el éxito teórico se hace depender del consenso
intersubjetivo y éste se concreta en los practicantes de la propia disciplina. Sin embargo, esta
definición del éxito teórico presenta importantes problemas. Así, por ejemplo, en el caso de
teorías que en un principio no obtienen el respaldo de la mayoría de los practicantes y luego
sí, la perspectiva que se critica se vería obligada a afirmar que tal respaldo transformaría el
valor teórico de la misma teoría: ésta empieza siendo mala y luego, sin cambiar un solo
enunciado, pasa a ser buena.
[4] (Nota añadida): El autor se refiere al “bandwagon effect” (“efecto del carro ganador” o, más
coloquialmente, “efecto Vicente”), con el que en ciencia política se hace referencia, por
ejemplo, al efecto de los sondeos de arrastrar votos favorables hacia el presumible ganador. A
éste se opone el “underdog”, que es la dirección del voto hacia el candidato presumiblemente
perdedor. Como suele ocurrir en ciencias sociales, estos dos fenómenos son difusos, no
cuantificables y no se puede saber con antelación cuál de los dos se va a producir, de modo
que sirven para hacer explicaciones ex post, pero no para predecir ex ante. El concepto, por
otro lado, no sólo se aplica en ciencia política: su existencia está detrás de las estrategias
mercadotécnicas que subsidian a algunos consumidores con objeto de propiciar un efecto
inducido sobre los restantes.
[5] De modo muy sumario, éste consiste en afirmar que a la hora de construir un modelo lo
único que importa es que haga buenas predicciones, siendo por completo irrelevante que sus
supuestos sean realistas.
[6] V. Blaug (1992, pp. 91-104, sobre todo esta última página: “¡No puede extrañar que el
persuasivamente argumentado artículo de Friedman haya sido extremadamente reconfortante
para toda una generación de economistas!”) y Hausman (1992, pp. 162-164, especialmente p.
163, nota 17, donde, con referencia a la obra de numerosos metodólogos que rechazan el
planteamiento de Friedman, se argumenta la diferente recepción de la obra entre los expertos
en metodología y los economistas).
[7] En adelante me referiré casi con exclusividad al caso alemán, ya que la doctrina jurídicopenal de este país es la que ha influido de manera más importante en la dogmática española,
especialmente en los últimos treinta años, en los que se ha producido el llamado “giro políticocriminal”. En nuestro país éste se produjo de forma un poco más tardía debido a avatares
históricos por todos conocidos, que sin embargo funcionaron como un amplificador del interés
por la materia y propiciaron una buena oportunidad para ponerla en práctica: se dé al término
la amplitud que se le dé, en la España de finales de los años setenta había mucho por hacer
en cuestiones de política criminal.
[8] Como comenta Koch, Vorbemerkungen, 1976, pp. 1-4, el fenómeno se muestra de la forma
más evidente en la politización que experimentó la discusión que se produjo en la sociología a
partir de 1961, la “segunda disputa sobre el positivismo”. En el enfrentamiento entre
partidarios de la Teoría Crítica (especialmente Adorno y Habermas) y partidarios del
racionalismo crítico (Popper y Albert) los primeros fueron considerados representantes de la
crítica al capitalismo, mientras que los segundos se asociaban con el mantenimiento del orden
social existente en Alemania, cuando no con el capitalismo más extremo. Esta ideologización
tuvo como consecuencia que “muchos de aquellos que miraban con escepticismo el orden
social capitalista creían que no merecía la pena prestar atención al racionalismo crítico” (Koch,
1976, p. 3). Y, cabe añadir, viceversa.
[9] Para las críticas que se hacían a la dogmática v. Silva (1992, pp. 63, 74-84), quien precisa
que la crítica iba dirigida “contra la dogmática deductivo-abstracta” (p. 63). Por mi parte, creo
que más bien lo que pensaban los críticos era que la dogmática no podía ser sino deductivoabstracta. Esta idea posiblemente se vio favorecida por la situación de hecho existente en la
dogmática penal del momento: al fin y al cabo estamos hablando de los años inmediatamente
posteriores a la polémica causalismo-finalismo, brillantemente definida como “una especie de
guerra civil entre, por y para penalistas” (la expresión es de Muñoz Conde, quien la acuñó en
los años setenta; v. últimamente Muñoz Conde, 2002, p. 94).
[10] Este olvido le fue contundentemente puesto de manifiesto a la criminología crítica por
movimientos sociales políticamente afines, como el feminista, el ecologista o, de modo más
general, los de apoyo a los derechos humanos. Para asombro de los criminólogos críticos,
estos movimientos pedían sin tapujos la criminalización de ciertos comportamientos por
considerarlos socialmente lesivos, convirtiéndose así en “empresarios morales”, por muy
atípicos” que fueran (expresión que aparece en el título del artículo de Scheerer Atipische
Moralunternehmer, de 1986). Este problema de la primera criminología crítica fue pronto
superado, especialmente por las direcciones “realistas”: sobre el tema v. Larrauri (1991, pp.
216-224) y Scheerer (1997, pp. 29-33).
[11] En este sentido, Naucke (1972, pp. 79-80), quien observa que, para superar las
acusaciones de distancia entre el derecho penal como disciplina académica y la práctica, se
pretendió señalar unas circunstancias concretas como causas, en el entendido de que su
superación conllevaría la superación de la distancia con la práctica. Roxin, por ejemplo, indicó
que tales causas fueron el iuspositivismo, el incompleto desarrollo de la metodología orientada
a valores del neokantismo y el énfasis en la construcción lógico-conceptual del finalismo.
Entender que estas sean las causas de la distancia, dice Naucke, “es demasiado simple”.
[12] “Por definición”; es decir, estamos en presencia de una verdad analítica, una proposición
que es verdadera en razón del sentido conferido a los términos que en ella se manejan.
[13] No creo que en ningún momento de la moderna historia del derecho penal se haya hecho
dogmática teniendo en cuenta consideraciones estéticas, y desde luego no conozco ningún
caso. V. sin embargo García-Pablos (1994, p. 406), quien habla de la pretensión del derecho
penal clásico de construir “sistemas perfectos desde el punto de vista lógico y estético”.
Mientras que la primera pretensión es teórica y atendible, la segunda es estética y, a lo sumo,
podría tener una relevancia muy periférica en la elaboración jurídica (de nuevo, no se me
ocurre en qué podría consistir ésta: incluso en la lógica formal, donde se habla de “elegancia”
para referirse a las demostraciones que utilizan un menor número de pasos, la valoración
positiva de la “elegancia” no tiene que ver con la estética, sino con la mayor accesibilidad de la
argumentación).
[14] Así, Silva (1997, pp. 18-19): “probablemente en la práctica ese modo de proceder (en su
sentido más amplio: orientación de la elaboración doctrinal de la teoría del delito a la
obtención de ciertas finalidades ‘prácticas’ en relación con la persecución de la criminalidad)
siempre se ha dado, incluso cuando se declaraba que el sistema se construía en virtud de
razonamientos puramente deductivos a partir de axiomas incontestables (...) Y si ese modus
operandi se ha dado siempre, es porque resulta muy difícil negar que todo el Derecho penal
nace precisamente de exigencias de política criminal: en concreto, la de hacer posible la
convivencia pacífica en sociedad”; v. también Muñoz Conde (2002, pp. 96-97): “Por lo demás,
también en Alemania en los años 50 y 60, en pleno apogeo de la polémica entre causalistas y
finalistas, los dogmáticos se ocupaban de la política criminal, sólo que, como “El burgués
gentilhombre” de Moliere, hablaban en prosa sin saberlo o, en este caso, sin decirlo, pero
sabiendo perfectamente lo que hacían”. La inevitabilidad de la toma en consideración de la
política criminal en la dogmática ya se puso de manifiesto en una de las primeras recensiones
de la obra que mejor simboliza el nuevo entendimiento del derecho penal “políticamente
orientado”, Política Criminal y Sistema del Derecho penal, de Roxin. Sin negar ninguno de los
méritos de la obra, Dreher (1971, p. 218) afirmaba que, en lo que hace a las concepciones
teóricas, la política criminal siempre había tenido relevancia en la dogmática, a través por
ejemplo de la interpretación teleológica o de la referencia al bien jurídico.
[15] En su célebre lección inaugural en la Universidad de Berlín, von Liszt (1899, p. 720) se
refería de la siguiente manera a la finalidad de la política criminal: “ha de ser la maestra del
legislador penal, una fiable consejera y guía en la lucha contra el delito (...) ha de
proporcionarle el baremo según el cual se ha de medir el derecho vigente y mostrarle la
dirección hacia la que se debe orientar la legislación del futuro”.
[16] Como he comentado antes, esto se debe a la estrecha relación entre los fines
perseguidos por el derecho penal y los fines político-criminales. Ésta es puesta de manifiesto
por Roxin (1997, p. 168) cuando, al referirse a la referencia valorativa de la dogmática,
manifiesta que “los fines que constituyen y guían el sistema de derecho penal sólo pueden ser
de naturaleza político criminal, porque los requisitos de la punibilidad se deben orientar, por
supuesto, a los fines del derecho penal”.
[17] Sobre el tema, v. la clásica exposición de Carrió (1964, pp. 91-95); más recientemente,
Atienza (2001, pp. 45-46, 49-52).
[18] Afirmar la existencia de este tipo de definiciones presenta dos grandes inconvenientes:
- En primer lugar, supone situarse de espaldas a la opinión ampliamente mayoritaria en la
actualidad, que considera que la relación entre los significantes y lo significado es
convencional y por lo tanto contingente.
- En segundo lugar, el término “esencia” es tremendamente vago, y por lo tanto poco útil para
el análisis conceptual. Esto es puesto de manifiesto con humor por Röhl (2001, pp. 29-30): “el
propio concepto de ‘esencia’ es oscuro. La esencia de la esencia es su falta de esencia (...) es
por eso mejor renunciar al concepto de ‘esencia’ de una entidad o en todo caso decir
expresamente a qué se hace referencia. Cuando se encuentra esta expresión en un texto
ajeno, uno debe siempre preguntarse con desconfianza qué es lo que se esconde detrás de
tal término”.
[19] Esta distinción, quizás por considerarse evidente, no siempre aparece formulada. Sí la
efectúan Berdugo et al (1999, pp. 103-104); Silva (1999, pp. 212-213) y Maurach/Zipf (1992, p.
38).
[20] Lo que llamo “política criminal teórica” suele aparecer como “política criminal científica”
(así, Zipf, 1980, p. 26: “la tarea principal de la política criminal científica es desarrollar e
investigar diferentes modelos de regulación y sus respectivas implicaciones y
consecuencias”). No sigo tal uso porque entiendo que la política criminal queda mejor
conceptuada como “técnica” que como “ciencia” (lo cual, por supuesto, no le resta un ápice de
relevancia).
[21] Si bien tengo mis dudas sobre si la interpretación tradicional del concepto “ser” incluiría
las proposiciones predictivas (“va a llover”), no creo que exista problema alguno en ampliarlo
en este sentido, por cuanto no se confunde el ámbito del lenguaje descriptivo con otros usos
del lenguaje, como el prescriptivo, el expresivo o el operativo. Sobre algunos problemas que
los enunciados de futuro contingente plantean al análisis proposicional v. Moreso (1997, pp.
81-82, nota 9 y texto concordante).
[22] En la discusión iusfilosófica se distingue entre juicios normativos deónticos (los que yo
denomino “normativo-éticos”) y juicios normativos anankásticos (“normativo-técnicos” en mi
terminología, que creo que es más intuitiva, si bien también menos precisa). Sobre el tema, v.
Alarcón (2001, passim, p. e. pp. 15-16).
[23] Es decir, se identifica la política criminal con la política jurídico-penal. V. Zipf (1980, pp. 37); Hassemer (1974, sobre todo pp. 123-142); Würtenberger (1965, p. 53); más recientemente,
Jescheck/Weigend (1996, pp. 22, 43); Cobo/Vives (1999, p. 128); Polaino (1996, pp. 198-203).
[24] Así, se ha definido la política criminal como el “aspecto de la política general del Estado
que se ocupa de la prevención de la criminalidad a través del recurso a medios penales
(política penal) o extra-penales (política criminal en sentido estricto)” (Zugaldía, 1993, p. 197);
entre otros, en nuestro país ofrecen definiciones similares Berdugo et al (1999, pp. 103-104);
Luzón Peña (1996, p. 98); Carbonell (1996, p. 229) y Sáinz Cantero (1990, p. 93).
[25] Éstas, desde luego, prevalecen entre los criminólogos. V., por todos, Barberet (2000, p.
222): “la política criminal desde un punto de vista criminológico incluye las intervenciones
jurídicas y extrajurídicas, públicas y privadas, que tienen como fin prevenir o reducir la
delincuencia, o paliar los costes sociales de la misma”. Repárese en que la autora habla tanto
de intervenciones públicas como privadas. Aquí las segundas sólo se tendrán en cuenta en
tanto tengan “efectos reflejos” sobre las primeras o deban ser reguladas. En cualquier caso,
debe constar que por su relevancia no pueden obviarse (piénsese en la fundamental
importancia del incremento que ha experimentado la denominada “seguridad privada” en las
sociedades occidentales; sobre el tema v. Braithwaite, 2000, pp. 47-53).
[26] V. Kaiser (1997, pp. 75-78) o García-Pablos (1999, pp. 881-883). El lector interesado
puede encontrar una visión más amplia y un ulterior desarrollo de esta clasificación en
Garrido/Redondo/Stangeland (2001, pp. 833-863).
[27] De forma interesante, se separa la valoración normativo-ética (“mejor”) de la formativotécnica (“la más productiva”).
[28] V. sin embargo García-Pablos (1999, p. 883), quien considera que la prevención terciaria
“tiene un destinatario perfectamente identificable: la población reclusa, penada”.
[29] En ocasiones, en lugar de hablar de una instancia o disciplina más abarcadora se habla
de su “superioridad”. En cualquier caso, ésta no debe entenderse en referida al ámbito
conceptual o al científico, como si la política criminal fuera una disciplina más avanzada que el
derecho penal o la criminología –con seguridad la afirmación inversa es más cierta, en ambos
casos-, sino en términos pragmáticos: la política criminal es la instancia en la que habrá de
decidirse la relación entre los demás conocimientos a la hora de plasmarlos en decisiones con
relevancia social inmediata.
[30] En este extremo, el objetivo de esta definición es remarcar el elemento político en la
política criminal, algo que es recomendado por el propio Zipf (1980, p. 6), aun cuando el autor
es partidario de la definición estrecha) y por Feest/Haferkamp/Lautmann/Schumann/Wolff,
(1977, p. 2). El texto de estos autores es una propuesta que se dirigió a la “Deutsche
Forschungsgemeinschaft” con el objetivo de que modificara las áreas de interés dentro del
grupo “Criminología empírica y sociología criminal”. A este texto se opuso uno más ecléctico
de Kaiser (1977) que acabó siendo aprobado, si bien con modificaciones, precisamente en el
sentido de “socializar” la definición de política criminal y no reducirla al ámbito del derecho
penal.
[31] Esta afirmación, que a mí me parece indiscutible, no es compartida por todas las
corrientes político criminales. No lo es, por ejemplo, por quienes sitúan la libre voluntad del ser
humano en el centro de la política criminal (prescindiendo por tanto de las variables “de
entorno” y decantándose por medidas de corte punitivo) o por los partidarios del (mal) llamado
entendimiento “actuarial” de la política criminal.
[32] Naucke (1982, pp. 542-543) ha advertido críticamente que von Liszt no pretende sustituir
el derecho penal por la política social, sino intensificar la política-criminal mediante esta
política social. Es cierto que la visión político-criminal de von Liszt es en muchos aspectos
más gris de como se suele describir (v. la descripción habitual en Würtenberger, 1967, pp. 3132), pero en este aspecto la crítica de Naucke parece excesiva, ya que Liszt hace un
verdadero alegato en pro de la sustitución del derecho penal por medios de intervención
menos lesivos. En ese artículo y en otros (v. por ejemplo 1989, pp. 230-232), Naucke hace
una excelente revisión de la posición de Liszt y de su influencia a lo largo de la historia. Pero
antes de citar aprobadoramente sus opiniones o extraer conclusiones a partir de éstas hay
que tener en cuenta que Naucke es partidario de un ius-naturalismo apoyado en una
metafísica racionalista de corte kantiano. Para su enfoque, por lo tanto, el derecho que no se
ajusta a las exigencias de tal metafísica es “regulación”, pero no auténtico derecho. Esto no
empequeñece la importancia de sus elaboraciones (v. por ejemplo su valiosa revisión de la
moderna filosofía del derecho sirviéndose de los conceptos “antropología social” y
“metafísica”en Naucke, 2000, pp. 89-152), pero sí advierte de la necesidad de tener este dato
en cuenta a la hora de adherirse a sus opiniones; partiendo de un concepto ius-positivista de
derecho, por ejemplo, su crítica al pensamiento final de von Liszt es poco atendible.
[33] “Incuestionablemente, los autores del PA (scil. Proyecto Alternativo) se consideran
albaceas testamentarios de estas palabras de von Liszt: ‘La política social actúa, como medio
de combatir el delito, de modo incomparablemente más profundo e incomparablemente más
seguro que la pena y que cualquier otra medida emparentada con ella...” (...) La ‘huída al
Derecho Penal’ frecuentemente no significa sino que la sociedad elude sus tareas creadoras
de tipo políticosocial. Aludir a ello y delimitar de modo autocrítico las propias posibilidades de
actuación es también un deber de la ciencia del Derecho penal” (Roxin, 1969, p. 45).
[34] Apunta tal posibilidad Roxin, cuando dice que no hay que exagerar la contraposición entre
derecho penal y política criminal. Así, el principio de legalidad no es un principio políticocriminal en menor medida que lo es la exitosa prevención de delitos, ya que “no sólo es un
elemento de la prevención general, sino que la limitación jurídica del poder estatal es en sí
misma una importante meta de la política criminal de los estados de derecho” (1997, p. 174).
De modo más decidido, Neumann (1996, p. 58) y Carbonell (1996, pp. 229-230), para quien la
idea de que derecho penal –incluyendo la dogmática- y política criminal se contraponen y de
que el derecho penal es la barrera infranqueable es insostenible hoy en día: “La propia
existencia de la dogmática penal, como hemos visto, es una exigencia político-criminal (...)
Derecho penal y política criminal han de perseguir, hoy, el respeto efectivo de los derechos de
los ciudadanos” (p. 230).
[35] V. von Liszt (1893, pp. 78-82; los pasajes citados en el texto, en la p. 80). Según Naucke,
(1982, pp. 540-542), Liszt entiende que éste es el modelo que existe, pero no el único posible
ni el mejor. En las páginas citadas Liszt emplea un lenguaje que parece darle la razón a
Naucke, hablando de la superchería con la que se acerca el jurista al edificio conceptual
jurídico existente y de los “nuevos tiempos”, menos individualistas y más colectivistas, que von
Liszt declara preferir.
[36] V. Berdugo et al (1999, p. 108): “A la política criminal le corresponde indicar al Estado qué
conductas debe tipificar como delictivas y, asimismo, indicar cómo deben preverse y cumplirse
las sanciones penales para lograr su fin preventivo, general y especial. Mientras que la
dogmática penal actúa como defensora de las libertades individuales, marcando el límite
máximo de la actuación del Estado”; también interpreto en tal sentido a Polaino (1996, p. 202):
“los principios fundamentadores del Derecho penal exceden del ámbito de validez de la
Política criminal” y Cobo/Vives (1999, pp. 131-132).
[37] “Inductivo” en el sentido clásico del término, según el cual un proceso o argumento
inductivo es aquel en el que se pasa de lo particular a lo general (en el caso de Liszt, de los
conceptos particulares de la ley a los generales de la teoría jurídica del delito). En la lógica y
epistemología modernas, un argumento inductivo es aquel en el cual la verdad de las
premisas no garantiza –sólo hace posible- la verdad de la conclusión (en este sentido se
utiliza el término, por ej., cuando se habla del “problema de la inducción”).
[38] V. von Liszt (1888, p. 21): “la protección jurídica que otorga el ordenamiento a los
intereses vitales es protección de normas. ‘Bien jurídico’ y ‘norma’ son los dos conceptos
fundamentales del Derecho” (en la nota 3 de la misma página, von Liszt dice que
precisamente su atención al concepto del bien jurídico le diferencia de Binding, quien “de
manera caprichosa” se centra en el concepto de norma).
[39] Sobre este extremo v. Frommel (1987, pp. 119-135).
[40] Después de un exhaustivo análisis del concepto de bien jurídico en von Liszt (en el que
separa adecuadamente la noción de bien jurídico prejurídica-normativa de la positiva), Ehret
(1996, pp. 161-169) critica que éste admita que la norma penal pueda tener cualquier tipo de
contenido y seguir siendo norma penal. Tal crítica sólo es atendible desde una posición
iusnaturalista (en este caso de corte racionalista) como la que mantiene esta autora siguiendo
a su maestro, Naucke. Desde posturas iuspositivistas, sin embargo, debería ser evidente que
los únicos límites que encuentra la tipificación de bienes jurídico-penales viene dada por el
marco normativo que vincula al legislador en cada ordenamiento jurídico.
[41] De ahí la constante referencia de Liszt a la “wissenschaftlich gesicherte Kriminalpolitik”, a
la política criminal fundamentada en conocimientos científicos... sin ser su esclava: frente a
otros movimientos coetáneos, por ejemplo el positivismo criminológico, von Liszt (1888, pp. 35) mantenía expresamente la primacía de la política criminal sobre sus ciencias de apoyo,
entre las que expresamente mencionaba la sociología criminal y la biología criminal.
[42] Binding, junto a Liszt el autor más influyente de esta época, afirmaba que junto al derecho
legal existía el “derecho no positivizado” -ungesetzes Recht- (1885, pp. 197-203; 1913, pp. 6871; 1922, pp. 153-157). Si bien el concepto dista mucho de ser claro, bastan unas cuantas
afirmaciones de este autor para mostrar sus implicaciones para el principio de legalidad:
dentro del mismo se incluyen “preceptos que indudablemente integran el ordenamiento
jurídico penal” y que no se encuentran en las leyes del ordenamiento (1881, p. 9); así, “la
doctrina según la cual la tipificación legal es un requisito esencial de todas las normas jurídicopenales se explica sólo como una observación absolutamente incompleta del Derecho y de la
vida jurídica” (1913, p. 6). Aunque Binding se manifiesta en contra de la posibilidad de
entender derogado un precepto legal por la costumbre en contrario, inmediatamente justifica la
práctica jurisprudencial de sancionar con pena conductas distintas de las contenidas en los
tipos penales cuando se pueda argumentar “con buenas razones” que el legislador, “sea por
incapacidad o por letargo”, no ha aprobado una nueva ley, pero la ampliación de la existente
sigue su “voluntad presunta”. El legislador, permitiendo la imposición de penas a estas
conductas, las sanciona omisivamente, y declara derogado el principio “no hay pena sin ley”
(1885, pp. 209-211), toda vez que el legislador se vincula a satisfacer por medio de cambios
en la legislación las necesidades de desarrollo del sistema jurídico: si no cumple con esta
promesa y el incumplimiento no se debe más que a su impotencia a la hora de modificar la
disposición, cabe entender que faculta al resto de los operadores jurídicos a saltarse las
prohibiciones mencionadas y solucionar el problema mediante el derecho no legislado (1913,
pp. 70-71).
[43] Inmediatamente después de afirmar que el derecho penal es la barrera infranqueable de
la política criminal, von Liszt (1893, p. 80) añade que “Esto es así hoy, y del mismo modo será
en el futuro y así debe serlo” (énfasis míos). De modo similar, Langle (1927, pp. 98-99):
“Nunca dejará de ser grandemente útil y necesaria una ciencia jurídica que nos señale las
normas de conducta, que determine conceptos, principios, relaciones (...) la política criminal
no mata al Derecho penal: lo vivifica”. Menos confianza en la necesidad futura del tratamiento
jurídico de la criminalidad muestra, Jiménez de Asúa (1940, pp. 31-32): “el día -¿hasta cuándo
lejano?-, en que la delincuencia sea patrimonio exclusivo de la Ciencia causal criminológica y
la enmienda o curación se vincule sólo a la Pedagogía Correccional o a la Biología normal y
patológica, el Juez no será más intérprete de las leyes; pero ahora lo es y por ello ha de
conocer a fondo la teoría y la dogmática del Derecho Penal”.
[44] Como posición teórica: en la actualidad el “formalismo” no se identifica con la negación de
la capacidad de elección del juez (tesis teórica), sino por una tesis prescriptiva: la negación de
la elección al juez (Schauer, 1988, p. 521). En estos términos, el formalismo dista mucho de
estar superado, sobre todo en el ámbito del derecho penal.
[45] Este aspecto es dejado de lado por Roxin (1969, p. 61) cuando describe la división de
tareas entre política criminal y derecho penal en von Liszt diciendo que para éste “el derecho
penal es el dueño y señor absoluto del si, y la política criminal, la exclusiva soberana del cómo
de la pena”. Se olvida que el “si” de la pena también depende de la previa decisión sobre la
tipificación o no de la conducta, una decisión que von Liszt con toda probabilidad consideraría
de naturaleza político-criminal.
[46] Recuérdese que para este autor (1888, p. 19): “todo el Derecho es obra de la voluntad
humana”.
[47] Von Liszt (1893, p. 80), énfasis suyo. Esta es precisamente la frase que precede a la que
estamos analizando: “Puedo ahora añadir: el derecho penal es la barrera infranqueable de la
política criminal”.
[48] Como irónicamente expresa Hassemer (2000, p. 22), si la reflexión sobre el método
caracteriza exclusivamente a las ciencias enfermas (tal y como afirmara Radbruch), entonces
el derecho penal es una disciplina bastante sana. En términos cuantitativos, según el
interesante estudio realizado por Burkhardt (2000, pp. 138-139) sobre 5.041 publicaciones
jurídico-penales aparecidas en el siglo XX, un 5% de las monografías y un 4% de los artículos
publicados en los libros de homenaje se ocupan de cuestiones de teoría y filosofía del derecho
penal. Que una disciplina dedique aproximadamente un 5% de sus recursos a la reflexión
metodológica no puede considerarse insuficiente, así que el problema debe estar en el cómo y
no en el cuánto de la reflexión.
[49] Las combinaciones posibles son sólo cuatro, ya que la combinación está limitada a pares
que satisfagan la estructura “(1 ó 2) y (3 ó 4)” (interpretando “ó” en sentido excluyente).
[50] Entendido en sentido amplio, para dar cabida a la actuación conforme a la Constitución.
Si se quiere, podría hablarse del principio de actuación conforme al ordenamiento jurídico.
[51] Así por ejemplo, Hassemer (2000, p. 42).
[52] Así, Maurach/Zipf (1992, p. 40) y Cobo/Vives (1999, pp. 128-129).
[53] En el sentido de “cognoscitiva”. Nada impide, por supuesto, que las actividades teóricas
formen parte de actividades prácticas. Las decisiones judiciales son un ejemplo paradigmático
de lo que se expone, ya que en ellas se realizan numerosas actividades cognoscitivas
(teóricas), algunas dogmáticas y otras no (entre estas últimas están, por ejemplo, los
argumentos inductivos que sirven de apoyo a la determinación de hechos probados). El
resultado final, sin embargo, es eminentemente práctico en un sentido en que no lo es la
dogmática. Aunque entre los penalistas es habitual entender que toda disciplina que tiene que
ver con el mundo exterior es “práctica” (Hassemer, 2000, p. 34), el sentido de “práctico” aquí
preferido es el usual en la filosofía, que no debe ser confundido con las referencias a la
práctica (la praxis) como la actividad efectivamente realizada. Como nos recuerda Kriele
(2000, p. 19), según la distinción aristotélica entre episteme y phronesis, “las ciencias
contestan a la pregunta: ¿qué es verdad? o ¿qué es probable? El saber práctico contesta a
las preguntas: ¿qué es lo que hay que hacer razonablemente, qué es lo más inteligente y útil?,
y también a la pregunta: ¿qué es moralmente bueno?”.
[54] De hecho, hay quien afirma que el quehacer dogmático actual tiene como resultado la
ampliación del ámbito de lo punible, y no su disminución. Así, Burkhardt (2000, pp. 151 y 152153, texto y n. 144), para quien la única función que en la actualidad cumple con creces la
dogmática jurídico-penal es la “función de adaptación”, que define como “el incremento de la
libertad en el tratamiento de la experiencia y de los textos, el incremento de la inseguridad
tolerable y, me gustaría añadir, también de la intolerable” (151). Bahlmann (1999, pp. 71-72),
muestra con referencias jurisprudenciales y doctrinales cómo la alusión a la política criminal y
a la política jurídica puede tener como resultado tanto una ampliación como una restricción del
ámbito punible. Cómo se puede lograr esto lo muestra de forma sarcástica quien quiera que
se oculte bajo el sinónimo “Ekklesiandros” en su “preocupada carta a un futuro penalista”
(1999, p. 411): “Si tu oponente tropieza con las llamadas lagunas de punibilidad, entonces
éstas son insoportables (las lagunas de punibilidad siempre son insoportables). Si tú te
tropiezas con ellas, simplemente demuestran el carácter fragmentario del derecho penal (lo
fragmentario es siempre bueno en derecho penal)”.
[55] Con todo, las investigaciones realizadas al respecto indican que la influencia de los
juristas teóricos sobre la política nacionalsocialista era nimia, y pretender otra cosa no es sino
reflejo de la exagerada relevancia práctica que algunos dogmáticos otorgan a su actividad. Es
cierto que no pocos autores pretendieron poner sus teorías al servicio del nuevo régimen. Así,
quien con toda probabilidad es el mayor experto en la materia, Rüthers (1988, pp. 19-22), nos
habla de “la competencia entre las diversas escuelas y autores, los visibles esfuerzos por
ganarse el favor de quienes detentaban el poder y por mostrar la supuesta mayor cercanía y
fidelidad de sus teorías a la visión nacionalsocialista” (p. 20). Sin embargo, a pesar de estos
esfuerzos, ninguna doctrina se logró consolidar como “la doctrina” del régimen, a cuyos
dirigentes les preocupaba muy poco la metodología jurídica, por la que sentían más bien
desprecio. Al respecto, v. las manifestaciones de varios de ellos que recoge Rüthers (1973,
pp. 104-111).
[56] V. por ejemplo Muñoz Conde/García Arán (2000, p. 209): “la Dogmática jurídico-penal
cumple una de las más importantes funciones que tiene encomendada la actividad jurídica en
general en un Estado de Derecho: la de garantizar los derechos fundamentales del individuo
frente al poder arbitrario del Estado que, aunque se encauce dentro de unos límites, necesita
del control y de la seguridad de esos límites. La Dogmática jurídico-penal se presenta así
como una consecuencia del principio de intervención legalizada del poder punitivo estatal e,
igualmente, como una conquista irreversible del pensamiento democrático” (v. sin embargo la
opinión de estos autores citada infra, nota 58). De modo similar, Mir Puig (1987, p. 179):
“Cuanto más desarrollada esté la ciencia jurídico-penal, más precisión obtendrá la limitación
del poder punitivo del Estado”, y Vives (1996, p. 43): “Para lograr esa interpretación segura y
rigurosa, para conseguir que el castigo se imponga donde la ley así lo ha establecido y –‘más
allá de toda duda razonable’- sólo donde la ley así lo ha establecido, los penalistas ‘teóricos’
han levantado trabajosamente un edificio conceptual, la ‘dogmática’, cuya aplicación a las
operaciones de subsunción habría de despejar las dudas y vacilaciones que surgen del hecho
de que la ley esté formulada a través de ese vehículo impreciso que es el lenguaje ordinario”.
Por mi parte, entiendo que el desarrollo de la dogmática es una condición necesaria para la
obtención de cotas más altas de seguridad jurídica, pero en ningún caso una condición
suficiente.
[57] Del mismo modo, y en tanto nos movemos en el terreno de la estipulación, no habría
problema en denominar “política criminal” (como actividad) a “la actividad política que se
articula en forma de potestad cuyo ejercicio en beneficio de los ciudadanos compete a ciertas
autoridades según la Constitución y el resto del ordenamiento y dentro de estos límites”. A
esta definición (más atractiva desde el punto de vista normativo que las más neutrales que se
han venido utilizando) le es aplicable lo que a continuación se dice en el texto sobre la
definición “limpia” de la dogmática.
[58] De acuerdo Muñoz Conde/García Arán (2000, p. 211), quienes sostienen que “la
Dogmática jurídico-penal (...) es una ciencia neutra, lo mismo interpreta leyes progresivas que
reaccionarias”, razón por la cual proponen que la dogmática sea completada con otro tipo de
saberes y le asignan una función crítica al lado de una labor interpretadora y sistematizadora.
[59] Precisamente esto, sin embargo, es lo que hace Frisch (2000, pp. 195-196) al decir que el
desarrollo del derecho penal entre 1933 y 1945 es un ejemplo de “desarrollo dogmático
defectuoso” y que “tales novedades fueron producto de la política y se hicieron realidad sin
fundamentación dogmática o eran el producto de una justicia de excepción que argumentaba
más política que dogmáticamente”. Por el contrario, está suficientemente documentado que
teóricos muy importantes pusieron su aparato conceptual al servicio de la visión
nacionalsocialista de la justicia, también en la interpretación del ordenamiento jurídico positivo
(una tarea que se suele considerar eminentemente dogmática). Por cierto que la estrategia de
atribuir a la política criminal los excesos y considerar al derecho penal una disciplina pura ya
fue mantenida a principios del siglo XX por los opositores del movimiento político-criminal
lisztiano (v., críticamente, Langle, 1927, pp. 16-26, especialmente 22-26).
[60] Para una fundamentación de este extremo v., por todos, Molina (2001, pp. 724-733).
[61] Pone especial énfasis en este punto Erb (2001, p. 1).
[62] Este fenómeno ha recibido cierta atención en los últimos años. Así, Burkhardt (2000, p.
117, nota 23) afirma que la dogmática se sobrevalora y, como consecuencia, se sobreexige.
[63] De nuevo puede acudirse a la sabiduría de Noll (1980, p. 76), para quien los penalistas
“nos comportamos más o menos como las tortugas de mar, que ponen sus huevos en la arena
y no se preocupan de qué pasa con ellos”.
[64] Neumann añade que esta tendencia puede resultar en consecuencias peligrosas (1996,
pp. 58 y 66-68). Las reservas de este autor son ilustrativas de una extendida confusión: se
previene contra la racionalidad técnica cuando lo que debería hacerse es precisar que ésta no
es ni puede ser equivalente a la razón práctica. La razón técnica –o instrumental- sólo se
ocupa de relaciones de medio a fin, y por lo tanto no puede dar lugar a prescripciones por sí
misma, sino que ha de partir de una previa determinación de los fines a conseguir y de los
medios disponibles/admisibles. Esto es así incluso en el caso de que se persigan fines
abyectos y no se pongan restricciones a los medios que se puede emplear (de modo que se
consideren admisibles todos los disponibles): también en ese caso se está efectuando una
valoración (sobre los fines a perseguir y la legitimidad de los medios que se pueden usar en
su persecución), que es previa a las consideraciones instrumentales.
[65] “El intento de construir las categorías del sistema orientándolas a los fines del Derecho
penal se da en la sistemática teleológica del neoclasicismo, si bien las circunstancias
históricas de aquel período impidieron que fraguara todo su potencial” (Silva, 2000 b, p. 268).
La evolución en el enjuiciamiento del neo-kantismo se puede comprobar en la obra de Roxin,
quien en 1970 consideraba que el problema fue que no se eligieron las directrices políticocriminales como criterio al que referir todos los fenómenos dogmáticos (1970, pp. 35-37; 1973,
pp. 48-49), mientras que en la actualidad reconoce que los intentos de construcción de
sistemas jurídico penales orientados a las consecuencias son una continuación del proyecto
neokantiano (1997, p. 155).
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