La novela española del siglo XX

Anuncio
La novela española del siglo XX
1) La narrativa del s.xx hasta 1939
La novela de comienzos del s. XX está protagonizada por los narradores de la
Generación del 98 (Unamuno, Azorín y Baroja). Estéticamente se considera que el
98 es un grupo literario o submovimiento dentro del Modernismo finisecular. Dentro
del Modernismo ortodoxo sobresale sin duda Valle-Inclán con las Sonatas (de otoño;
de invierno; de estío y de primavera) o ‘Memorias del Marqués de Bradomín’, un Don
Juan feo, católico y sentimental. Esta serie narrativa es una adaptación magnífica de
la estética dariniana (musicalidad, decadentismo, refinamiento, cosmopolitismo, etc)
a la prosa narrativa de comienzos del XX.
En el plano estético, los novelistas del 98 (como modernistas que son) se rebelan
contra el retoricismo y el didactismo moralista de la novela realista del XIX con el
propósito de crear una narrativa contemporánea y antiburguesa, cuyos rasgos
esenciales serán:
a) el tono narrativo dominante es escéptico, pesimista y existencial, y los personajes
son seres angustiados, de voluntad enfermiza e inadaptados socialmente,
b) la estructura narrativa tradicional deja paso a la meditación introspectiva y a la
sugerencia simbolista de las descripciones así como a diversas innovaciones dentro de
los géneros literarios tradicionales (Unamuno escribe ‘nivolas’, Azorín ‘cuadros
impresionistas’ y Valle ‘esperpentos’)
c) frente a la exhuberancia verbal modernista, prefieren una prosa concisa, sobria y
directa.
Sin embargo, es en el plano ideológico donde más se diferencian del Modernismo
ortodoxo. Frente a la sensibilidad cosmopolita, aristocrática y evasiva que representó
Rubén Darío, los jóvenes del 98 prefieren indagar acerca de la grave crisis finisecular
en la que se encuentra la sociedad española y ellos mismos como intelectuales. El
fracaso político de la Restauración, las graves tensiones sociales y el ‘desastre’ de
Cuba y Filipinas crearon desde 1898 un clima de inconformismo y reformismo
(‘Regeneracionismo’) en todas las áreas de la vida nacional (política, educación,
economía, cultura, etc) dentro del que se sitúan estos autores. El ‘tema de España’
representado en el paisaje de Castilla se convierte en la divisa del grupo.
Los autores canónicos del 98 (Unamuno, Baroja, Azorín y Maeztu) presentan
dos posturas ideológicas bien diferenciadas: una primera etapa juvenil,
‘revolucionaria’ y muy vitalista hasta 1912, y una segunda etapa de madurez,
‘idealista’, a veces muy conservadora (hasta la Guerra Civil); esta evolución los
separa de Valle-Inclán y Antonio Machado, quienes siguen el proceso inverso.
Unamuno (1864-1936) escribió ensayos, novelas y poesía cuyos dos grandes
temas son: la meditación sobre el sentido de la vida y el más allá; y la preocupación
por España. El nudo central del pensamiento unamuniano es el conflicto entre fe y
razón, una lucha íntima, fuente constante de desesperanza y angustia. En cuanto a
España Unamuno sería un progresista desencantado que evoluciona desde el deseo de
modernizar el país (‘europeizar España’) a la postura conservadora contraria
(‘españolizar Europa’).
Las novelas de Unamuno (muy diferentes de las de su época) desarrollan, a
través de personajes ‘agónicos’, sufrientes, los mismos conflictos existenciales de los
ensayos. Técnicamente, son obras donde adquiere gran importancia el diálogo de
ideas y las digresiones de manera que el argumento, reducido a unas anécdotas
mínimas, carece de planteamiento y desenlace. Unamuno, consciente de su rareza,
las llamó nivolas.
Entre sus obras destacan Amor y pedagogía, de 1902, y las novelas de
madurez Niebla, 1914; La tía Tula, 1921; y San Manuel Bueno, mártir, 1933, donde a
través de símbolos metaliterarios, familiares o paisajísticos profundiza en sus
obsesiones de siempre: Dios, la inmortalidad, la agonía personal, la desconfianza
ante el progreso, la ciencia y la educación, etc.
Azorín (1873-1967), anarquista en su juventud, también evolucionó hasta un
idealismo muy conservador a partir de los años 20. Compuso la trilogía autobiográfica
de La voluntad, 1902; Antonio Azorín, 1903; y Las confesiones de un pequeño
filósofo,1904. Destaca en especial el tratamiento de reportaje que Azorín aplica a las
descripciones del paisaje y de interiores así como la personalidad del protagonista (él
mismo), un intelectual de espíritu confuso, desengañado, taciturno y
extremadamente sensible. El resto de su obra en prosa son libros de escenas o
‘cuadros de impresiones’ donde la reflexión intuitiva y la descripción impresionista
forman misceláneas originales (ej. Los pueblos, de 1905; y de su madurez, Al margen
de los clásicos, de 1915).
Es muy innovador su estilo caracterizado por la pureza y
la exactitud (sobre todo en las descripciones): frases breves y directas, precisas, de
fuerte carácter impresionista.
Baroja (1872-1956) es considerado el novelista por antonomasia del 98. Su
obra puede clasificarse en dos etapas, antes y después de 1912. Antes del 12 escribió
sin duda las más importantes: Camino de perfección (1902), El árbol de la ciencia
(1911), Zalacaín el aventurero (1909) etc. Baroja crea entonces dos ‘mundos’
narrativos muy diferentes: uno romántico y aventurero, muy vitalista, donde brillan
los héroes de acción (ej. Zalacaín) y otro contemporáneo, que resume perfectamente
el espíritu del 98, realista y pesimista a la vez, de personajes pasivos y de voluntad
enfermiza enfrentados a un ambiente social sórdido (ej. Andrés Hurtado). Desde el
12 hasta su muerte no hizo sino repetir las fórmulas anteriores con escasas
novedades. Ej. la amplia serie de novelas titulada Memorias de un hombre de acción.
Todas las de Baroja son ‘novelas de personaje’, biografías de un antihéroe dentro de
un marco temporal y social que actúa como simple escenario anecdótico.
El estilo de Baroja, que en ocasiones puede parecer descuidado, es preciso,
sobrio y sencillo.Sobresalen las descripciones impresionistas, los diálogos y los rasgos
de humor ácido. Baroja es el autor del 98 más influyente en la novela española
después de la Guerra Civil.
También Valle-Inclán se sumó al vanguardismo experimental en el campo de
la novela después de haber escrito insuperables novelas modernistas (ej. Sonata de
Otoño, 1902). Así aplicó la estética del ‘esperpento’ teatral en la novela Tirano
Banderas, 1926, vida de un imaginario dictador centroamericano.
Contemporáneo del 98, encontramos otro submovimiento estético dentro del
Modernismo general que es la llamada Generación del 14 o Novecentismo,
representada por Gabriel Miró, Ramón Pérez de Ayala y Ramón Gómez de la Serna.
Aunque su influencia en la narrativa posterior es escasa, se trata de prosistas que
procuraron renovar las técnicas narrativas tanto del realismo decimonónico como del
98. Así en las ‘novelas líricas’ de G. Miró (ej, El obispo leproso, 1926) se captan con
precisión intemporal las más diversas percepciones sensibles (luz, color, sonidos,
olores, etc). En las de R. Pérez de Ayala (ej. Berlamino y Apolonio, 1921) hallamos la
mejor muestra de ‘novela intelectual’ donde el perspectivismo (o bifurcación del
punto de vista) llega a representar los capítulos en columnas. Ramón Gómez de la
Serna sería el más vanguardista del grupo, escribió novelas atípicas donde lo
grotesco, lo poético y lo erótico son las herramientas críticas con que el escritor
disecciona hasta la distorsión la sociedad española; El torero Caracho, de 1926.
Por último, mencionemos a los jóvenes prosistas del 27 (Benjamín Jarnés o
Francisco Ayala) cuyas minoritarias novelas experimentales prolongan, antes de la
Guerra Civil, la renovación del género.
2) La narrativa desde 1940 a los años 70
Después de la catástrofe humana y cultural del la Guerra Civil, se produce –
igual que en el campo poético- una ruptura entre la narrativa del exilio (Francisco
Ayala, Max Aub, etc) y la del interior que, definitivamente, tiende a alejarse de las
fórmulas renovadoras y experimentales de la preguerra (98, novecentistas y 27).
En el exilio destacaron obras de gran calidad literaria, unas que toman como
referencia única la guerra civil, así Réquiem por un campesino español (1953) de
Ramón J. Sender; la trilogía La forja de un rebelde de Arturo Barea, entre
autobiográfica e histórica con tintes de compromiso político; y la serie de seis
novelas de Max Aub titulada El laberinto mágico (1943-1967); y otras novelas, como
las de Francisco Ayala (ej. Muertes de perro, 1958) que despliegan una reflexión
moral y sociológica acerca de las dictaduras.
En el interior, la novela de este periodo aparece en sucesivas oleadas
generacionales que responden a tanto a cambios estéticos y circunstancias históricas
y socio-culturales como al impulso editorial, los premios literarios y el mercado del
libro.
Las novelas de más calidad de los años 40 (un tiempo de represión, hambre y
censura) suelen clasificarse dentro de una corriente existencial-tremendista, como
se ve en La familia de Pascual Duarte, 1942, de Camilo José Cela y en Nada, 1945, de
Carmen Laforet. Cela escribe la autobiografía miserable y truculenta de un
condenado a muerte (Pascual Duarte), un individuo tan cándido como violento. La
novela de Carmen Laforet, menos influyente, es, sin embargo, una historia poética
sobre el vacío moral y la sordidez de la vida familiar de las clases medias en la
Barcelona de posguerra.
En la novela existencial los temas predominantes son la soledad, la
inadaptación, la frustración y la muerte. Los personajes son seres marginados,
violentos u oprimidos (criminales, prostitutas, etc.) a veces con taras físicas que
viven desnortados. Los espacios son limitados, estrechos, cerrados (una celda, un
hospital, una habitación) y se observa una preferencia por la evocación del pasado a
través de un narrador en 1ª persona y del monólogo.
El realismo social de los años 50 arranca con La colmena, 1951, de C. J.
Cela. Esta obra trata, con un realismo objetivo y amargo, la miseria (moral y
económica) de las gentes de Madrid de los primeros 40. El propósito común de los
autores sociales (novelistas, poetas y dramaturgos) fue ofrecer un testimonio
objetivo y crítico de la realidad española por medio de una fuerte conciencia ética y
cívica. Creen que la literatura es un arma de denuncia y transformación social y que
debe llegar al mayor número de lectores.
El objetivismo del realismo social entraña cambios de ciertas técnicas
literarias: 1) aunque se emplea habitualmente la 3ª persona se reduce la
omnisciencia mediante la presentación de escenas y diálogos (con preferencia por el
estilo directo) como lo haría la cámara en un reportaje o documental
cinematográfico; 2) se manejan estructuras sencillas, lineales, con cuadros de
situaciones cotidianas, situadas en reducidos espacios y periodos de tiempo; y 3)
emplea un estilo sencillo y antirretórico, de una deliberada pobreza léxica con la que
se imitan los registros verbales populares y coloquiales de los personajes. Los
antecedentes de estas técnicas hay que buscarlos, además de en Galdós y Baroja, en
el neorrealista italiano (cine y novela) y en ciertos autores norteamericanos como
Dos Pasos o Hemingway. Dentro del objetivismo sobresalen autores como el propio
Cela, Miguel Delibes, Ignacio Aldecoa, Jesús Fernández Santos, Ana Mª Matute, Jesús
López Pacheco, Alfonso Grosso, Caballero Bonald, Juan García Hortelano, Juan Marsé
o Carmen Martín Gaite.
El grado máximo del objetivismo lo encontramos en el conductismo, un tipo
de narración fría y seca donde al espíritu documental del realismo se le quita toda
intervención subjetiva del narrador (eliminando comentarios e interpretaciones) y se
presenta la realidad en bruto mediante la captación distanciada de conductas y
diálogos. El ejemplo más logrado es El Jarama, 1955, de Rafael Sánchez Ferlosio. La
otra tendencia fundamental del realismo social es el realismo crítico. El realismo
crítico, siempre cargado de una denuncia más o menos explícita de las injusticias y
las desigualdades sociales, se mueve entre el retrato y análisis de las condiciones
laborales de los personajes (seres humildes y desvalidos, trabajadores, campesinos
etc) y el de la vida cotidiana de las capas medias urbana.
Los temas recurrentes de toda la narrativa social son el desaliento, la
soledad, la insatisfacción y la pobreza (material y moral) relacionados unas veces
con recuerdos y consecuencias de la Guerra Civil y otras con el clima inhóspito de la
posguerra. En conjunto son historias donde lo individual queda sumido en amplias
panorámicas sociales. Los escenarios donde se desarrollan estos temas son: el mundo
rural y campesino (ej. Los bravos, 1954 de Jesús Fdez Santos; Dos días de
Septiembre, 1962, de Caballero Bonald; o muchas de las novelas de Delibes: El
camino, 1950; Diario de un cazador,1955, etc); el mundo del trabajo (ej. Central
eléctrica, 1958, de Jesús López Pacheco o Gran Sol,1957, de Aldecoa); la vida en la
ciudad y de las clases medias: Mi idolatrado hijo Sisí (1963) de Miguel Delibes;
Tormenta de Verano, 1962, de García Hortelano.
Los años 60 coinciden con la superación del realismo social y, sobre todo,
con la eclosión de la novela experimental. El experimentalismo arranca en 1962,
año de publicación de Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos. De esta novela no
llamó la atención el argumento (la radiografía de la sociedad madrileña de finales de
los 40 a través de una sórdida historia de amor) sino el tratamiento formal, la
novedad de que una novela de intención social presentara diversas focalizaciones y
registros lingüísticos dentro de un tono general de parodia y humor.
Este cambio literario lo provocaron varios factores: la modernización del país
(turismo, emigración, industrialización...) y el alejamiento de las condiciones
sociopolíticas de la posguerra, la atención editorial hacia la nueva novela
hispanoamericana (ej Mario Vargas Llosa, García Márquez, Borges) y la incorporación
de los autores consagrados (Delibes, Cela, Juan Goytisolo etc) a nuevas fórmulas
narrativas.
Así, a partir del 62 triunfa la novela experimental cuya peculiaridad radicaba
en romper las reglas narrativas tradicionales (decimonónicas) para poner al
descubierto, en el curso del relato, todo el artificio o juego literario que sustentaba
el propio relato, muchas veces hasta un hermetismo incomprensible. Se esperaba así
del lector una intervención activa y crítica para organizar mentalmente el relato y
entender los entresijos de la historia.
Estas innovaciones técnicas, algunas de las cuales ya se encontraban en la
novela de Martín Santos, afectaron a todos los elementos compositivos si bien
destacan 4 aspectos: 1) nueva organización externa del relato (se impone la ruptura
y el fragmentarismo del capítulo tradicional e incluso la desaparición de la
puntuación); 2) nuevas fórmulas para exteriorizar la conciencia de los personajes (el
diálogo convencional se conjuga con el perspectivismo, el monólogo interior, la 2ª
persona reflexiva y el estilo indirecto libre); 3) nuevo tratamiento del tiempo
narrativo, externo e interno, y del contexto social (se actualiza el poder evocador del
recuerdo individual mediante el flash-back, se crean encalves míticos que simbolizan
la España contemporánea o pasa a primer plano la vida cotidiana del personaje); y 4)
el uso de una sintaxis muy compleja, unido a la coexistencia de diversos registros
lingüísticos (cultista, técnico, denso y recargado unas voces y, otras, lleno de
coloquialismos, argot) y a brillantes recursos retóricos para conseguir efectos de
distanciamiento irónico o caricaturesco.
Novelas experimentales destacadas son, desde finales de los 60 hasta los
primeros 70: Señas de identidad, 1966, de Juan Goytisolo; Cinco horas con Mario,
1966, de Miguel Delibes; Volverás a Región, 1967, de Juan Benet; La saga/fuga de
J.B., 1972, de Torrente Ballester; y Ágata, ojo de gato, 1974 de Caballero Bonald.
3) La narrativa desde los años 70 a nuestros días.
La generación del 68 coincide con el proceso de la Transición a la
democracia y con el lento proceso de normalización política, social y cultural del
país. A comienzos de los 70 el campo de la narrativa española comienza una apertura
vertiginosa. Sigue en auge la novela experimental (ej. El mercurio,1968, de José
María Guelbenzu) pero se aprecia un cansancio de sus excesos técnicos.
Si es verdad que muchos de los logros técnicos del experimentalismo se
integran en la nueva narrativa del momento, por ej, el gusto por el fragmentarismo,
las rupturas temporales y los puntos de vista múltiples, la técnica del contrapunto, el
monólogo interior y las digresiones, el juego verbal con diversos registros idiomáticos
y recursos retóricos de raíz poética, no es menos cierto los narradores más sólidos de
esta generación se esfuerzan por recuperar la linealidad del relato, el papel de la
trama y la intriga y la individualización psicológica de los personajes aislados de la
realidad colectiva.
La novela que resume este propósito de renovación es La verdad sobre el caso
Savolta, 1975, de Eduardo Mendoza. Ambientada en Barcelona, conjuga un escabroso
caso detectivesco (donde brilla la intriga y el perfil psicológico de los personajes) con
el empleo de diversas técnicas experimentales (rupturas cronológicas, parodias del
lenguaje periodístico y del folletín, reproducción de informes policiales, variedad de
registros, etc). Junto a Mendoza destacan Manuel Vázquez Montalbán (con la serie de
novela negra dedicada al detective Carvalho), Francisco Umbral (Las ninfas, 1975) o
Juan Marsé (Si te dicen que caí, 1973), un autor de la generación del 50 que ahora
publica sus mejores obras.
Desde los años 80 y 90 se produce una importante renovación del panorama
narrativo español, fomentada por los intereses del público lector y por la necesidad
de las grandes editoriales de buscar alternativas comerciales al corto repertorio de
nombres consagrados que habían sido rentables hasta la fecha. La consecuencia es
que desde finales de los 70 asistimos al rejuvenecimiento y la apertura del campo de
la narrativa nacional, basados en la convivencia generacional y la plena libertad de
expresión y edición. Así es como se leen, completas, novelas antes amputadas por la
censura, se traducen autores extranjeros (prohibidos y desconocidos), se reeditan
autores de posguerra muy minoritarios, se empieza a valorar el cuento como género
de rasgos independientes a la novela (ej. Medardo Fraile), y se recupera a los autores
exiliados (Max Aub, Manuel Andujar, Mª Teresa León, Francisco Ayala, etc).
Si en los primeros años de la democracia se escriben abundantes novelas
políticas como reacción temática al largo período de silencio impuesto por la
dictadura (ej Jorge Semprún, Autobiografía de Federico Sánchez, 1977), rápidamente
decayó el interés de estos asuntos y se impuso un panorama de enorme variedad de
argumentos y de gran calidad formal. La narrativa de los últimos 30 años, que oscila
con múltiples zonas intermedias entre las fórmulas realistas y las imaginativas o
fantasiosas, presenta estas tendencias dominantes:
a) La metanovela o narración dentro de la narración. Se trata de una
reelaboración de los postulados experimentales donde el autor, sin perderse nunca el
valor de la trama, pone al descubierto especularmente el funcionamiento de la
ficción o narratividad. La metanovela de los 80 tiene más raíces quijotescas que
experimentalistas, como se puede apreciar en El cuarto de atrás (1978) de Carmen
Martín Gaite; Gramática Parda (1982) de García Hortelano; y Beatus Ille de Antonio
Muñoz Molina (1986).
b) La novela intimista vuelve, de forma muy genérica, al mundo de la
privacidad o de la pareja para realizar un análisis sicológico, una deconstrucción, de
personajes (muchos de ellos femeninos) que interiorizan simbólicamente el
desarreglo de la época que les ha tocado vivir: La soledad era esto (1990) de Juan
José Millás; El lápiz del carpintero (1998) de Manuel Rivas; Obabakoak (1989) de
Bernardo Atxaga; o Queda la noche (1989) de Soledad Puértolas. Muy cercana a esta
línea cabría mencionar la novela lírica (por su parecido al poema en prosa) de
autores como Javier Marías (Corazón tan blanco de 1992 y la trilogía Tu rostro
mañana, -2003-2007) donde la peripecia narrativa ahonda en el recuerdo de un
personaje en formación que accede, a través de un repertorio de experiencias, a un
saber de vida o madurez, un poco al modo existencial, se está expresando el dolor y
el absurdo del mundo actual. Tampoco está lejos esta posición de los relatos
autobiográficos más o menos novelados, como es el caso de El jinete polaco (1991)
de Antonio Muñoz Molina o la reciente Mañana no será lo que Dios quiera (2009) del
poeta Luis García Montero.
c) La novela policíaca o negra, casi siempre influida por la tradición
norteamericana, se ha ido aclimatando no solo a lo cultural-social español sino que,
sobre todo, ha sido asimilada como molde base para desarrollar historias donde el
descubrimiento y el conocimiento, muchas veces desmitificadores y humorísticos,
funcionan como estímulo para la denuncia y la crítica social. Ese es el germen de la
serie del detective Carvalho de Vázquez Montalbán pero también de varias novelas
de Antonio Muñoz Molina (Beatus Ille, El invierno en Lisboa de 1987, Los misterios de
Madrid) y de Eduardo Mendoza (El misterio de la cripta embrujada de 1979 y El
asombroso viaje de Pomponio Flato de 2008)
y d) La novela histórica y el tema de la guerra civil. La novela histórica es un
concepto muy impreciso donde cabe, por ejemplo, el Egipto de Marco Antonio y
Cleopatra de No digas que fue un sueño (1986), novela de Terenci Moix; el siglo XVII
de las novelas del capitán Alatriste de Arturo Pérez Reverte; el siglo XIX europeo de
El viajero del siglo, 2009, de Andrés Newman; o el tránsito de la Barcelona del XIX al
XX de La ciudad de los prodigios, 1986, de Eduardo Mendoza. La moda histórica no es
de aquí ni de ahora y basta recordar que ya en 1980, la obra del italiano Umberto
Eco, El nombre de la rosa, puso fulminantemente de moda, en el mundo entero, lo
medieval.
En realidad, las novelas de más aliento literario no persiguen tanto la
recreación de ciertos episodios y personajes del pasado que ahora nos resultan
extraños y curiosos como la reconstrucción o resituación de nuestro punto de vista
ideológico (ético, político y moral) para comprender a fondo el sentido del relato.
Esto es lo ocurre desde hace unos 15 años con el aluvión de novelas que exploran el
momento traumático de la guerra civil española. Quizá porque hasta ahora faltaba
perspectiva histórica, o porque la investigación ha avanzado muchísimo o porque las
últimas generaciones de escritores le han perdido el respeto al famoso pacto de
silencio de la transición, lo cierto es que la guerra civil se ha convertido en un tema
que ha inundado el mercado: novelas como Herrumbrosas lanzas (1983-1986 ) de
Juan Benet, La buena letra (1992) de Rafael Chirbes, El lápiz del carpintero de
Manuel Rivas, Soldados de Salamina (2001) de Javier Cercas, La mula (2003) de
Eslava Galán, El corazón helado (2007 ) y otras obras de Almudena Grandes, Las
trece rosas (2003) de Jesús Ferrero, Mala gente que camina (2006) de Benjamín
Prado, o los relatos de Los girasoles ciegos (2005) de Alberto Méndez son solo
algunos de los títulos destacados.Estas novelas muestran una variedad enorme de
técnicas literarias y de planteamientos estéticos, si bien hay un trasfondo general
que es el doble empeño desmitificador y testimonial que deriva de la convicción, por
un lado, de que la guerra civil es uno de los “mitos fundacionales” de la España
contemporánea y de la idealización, por otro, de la guerra como el último gran
episodio épico de nuestra historia colectiva.
Descargar