Ciudades en Mudanza Javier Pérez-Herreras I1: La Ciudad de Londres. Siglo XVIII I2: Plano de metro de Londres. I3: Plano de hoteles de Londres. De la ciudad mineral a la ciudad en mudanza Los planos de la ciudad de Londres del siglo XVII nos muestran una ciudad pétrea, de dimensión atemporal. Una ciudad que une su destino a una utopía que trasciende al individuo que la habita. El plano representa una masa mineral de color gris. Una masa densa, de función doméstica, que se cincela para dotarse de unos vacíos donde se convoca el espacio público. Estos espacios vacíos quedan marcados, signados, por la vecindad de pequeñas cristalizaciones más oscuras. Son los edificios gobernantes: iglesias y palacios que nombran el destino de aquel espacio público y el de una ciudadanía de hombres anónimos. El tiempo parece no pasar, casi no suceder, quizá porque su destino –el de sus utopías- trasciende el propio tiempo. Y es que aquellas utopías resultaron ser de otros, de filósofos y pensadores. Sólo ellos pensaron la ciudad. A esta ciudad que heredó la modernidad londinense, le sucede una nueva ciudad. La ciudad de las máquinas y del movimiento. Sobre y bajo la ciudad de condición pétrea se construye una nueva ciudad. La ciudad del movimiento, del metro y del tranvía, una ciudad hecha de líneas. Una ciudad que reúne individuos en habitaciones en movimiento: los vagones de aquellos metros y tranvías; y por un tiempo: el de la itinerancia. El habitante se descubre como un grupo de individuos que hacen de la ciudad la unión de dos lugares puntuales, unidos por la continuidad de aquellas líneas. Surge entonces la noción de tiempo en el habitar, que unido al de la distancia que unen ambos puntos, deriva en la idea de velocidad. Habitar es ahora transitar. La habitación se mide en velocidad, y la vida se intensifica como aceleración de la propia relación de espacios y lugares. Incluso las horas del día se distinguen por la velocidad de aquella relación de lugares, por su velocidad de habitación. El hombre se identifica, se reúne con otros hombres, que habitan trozos de ciudad de los que participa el movimiento que los une y el tiempo que sucede. El hombre se rebela contra el propio tiempo. Es ahora un ciudadano revolucionario, que pretende remover su destino como hombre y como grupo. El tiempo y su destino es cosa de individuos, que unidos pretenden escribir su propio ser e incluso su propio futuro. A esta ciudad del movimiento y de un tiempo cada vez más acelerado, se ha sumado una nueva ciudad. La ciudad del clic. Una ciudad coagulada en grumos urbanos de condición supra-urbana. Lugares donde habitamos a golpe de clics. Lugares que habitamos de forma ya casi inconexa, y que nos trasladan a otros lugares, a otras patrias, a otros tiempos, donde logramos cumplir nuestros pequeños sueños, a la postre nuestras pequeñas utopías. Unas utopías débiles, casi micro-utopías, pero que podemos alcanzar en el límite de nuestra vida personal, de nuestra corta existencia. Son sueños que podemos cumplir; sueños que sumamos a otros sueños, propios y ajenos. El hombre abandona la naturaleza atemporal de la utopía trascendente, y también la ambición revolucionaria de aquellos hombres que se encararon a su propio destino. Ahora el hombre extrema su propia individualidad para lograr una voluntad de ser única y personal, que se ofrece a los otros hombres como suma de nuevas individualidades. Su destino sólo le pertenece a él. Sólo él lo escribe y sólo él será su propio protagonista. Es ese hombre de la modernidad líquida de Zygmut Bauman, que se enfrenta a un habitar activo en un tiempo que fluye para hacer de su ser una vida también líquida. Un habitar que interviene en la ciudad que ocupa, y que a su vez modifica e interviene en el propio hombre que la habita. La ciudad es ahora una ciudad de ciudades. Una ciudad itinerada por la habitación de cada hombre, de cuyo recorrer resulta ahora un tejido habitacional rico y confuso, débil y misterioso, como el que David Shigley dibuja para el mapa de bolsillo del metro de Londres de 2006. En él sus líneas se entrecruzan y confunden despejando la evidencia de cualquier destino previo, incluso de su posibilidad. I4: Tube Map. David Shrigley. Febrero, 2006 I5: Portada Pocket Tube Map. David Shrigley. Febrero, 2006 El tiempo de la mirada Mirar ahora la ciudad, nuestra ciudad, la de nuestra contemporaneidad, la que construimos en nuestro propio devenir, exige cambiar entonces el tiempo de la mirada. En aquella ciudad inalterable cuya naturaleza se identificaba en el destino de una utopía que trascendía nuestra propia vida, la mirada se proyectaba en el infinito de una consumación mineral de la que advertimos sus estructuras y formas de cristalizar. El tiempo de la utopía nos propuso una mirada en el no-tiempo, la inmovilidad como estadio de observación. En la ciudad del metro y los tranvías sí fuimos capaces de distinguir y diferenciar una parte de su tiempo, el de un tránsito: el tiempo de la conexión de dos lugares de la propia ciudad. El recorrer de sus trazados, de sus líneas en permanente movimiento, supone el tiempo de la mirada. La habitación de aquel vagón de metro era el tiempo de un cambio, aunque sólo fuese de un nuevo lugar. La nueva ciudad, la última sucedida, la nuestra, acontece en el hecho personal de una virtualidad de lugares visibles como grumos urbanos. Con ellos emerge la ciudad como la suma de posibles instantes habitados, accidentales e inconexos, como nos enseña el plano de visitas virtuales del West End de Londres. En ella el tiempo se ha reducido a una permanente transacción de lugares, de clicks virtuales que nos llevan de un lugar a otro, de un sueño a otro. La voluntad del ser supone ahora la permanente mudanza de su propio ser. Una permanente sucesión de pequeñas utopías y lugares, que trascienden a una condición doméstica casi desaparecida. El tiempo de la mirada es ahora el tiempo de una mudanza, de un nuevo cambio. Mirar la ciudad necesita ahora atrapar ese instante de tiempo, el de un simple clic, el de una nueva mudanza, que nos traslada a un nuevo lugar. I6: Plano eléctrico La mirada sobre este soplo de tiempo que nos convoca a una permanente mudanza urbana nos descubre entonces una ciudad en permanente pulso, cuya alma habitacional se asemeja al esquema eléctrico que sirvió a Harry Beck para topografiar su ciudad del metro londinense. Una topografía de diferentes intensidades y resistencias, cuyo eléctrico habitar transita de forma oculta e imprevisible. Sólo la conexión, como acción personal y ajena, de aquellas resistencias e intensidades de nuestra alma eléctrica marcará el casi siempre errático devenir del hacer urbano. Descubrimos entonces que la ciudad se identifica con la vida de quien la habita. Cada hombre hace su propia ciudad, su propia patria. El hombre, como habitante de su destino, el que él construirá con su acción y su inacción, se convierte en actor y autor de su propio lugar. El ciudadano, todo ciudadano, es ahora artista urbano. Es el fundador de una permanente nueva ciudad, que como el plano sin terminar de pintar que nos lleva a la Tate Gallery de David Booth, nos anuncia y reclama la única posible autoría, la propia. La ciudad es entonces la ciudad de un individuo que hace de su habitar una vida de artista. I7: Tate Gallery by tube. David Booth, 1986 El plano de acceso por metro a la Tate Gallery, convertido en anuncio de ciudadano-artista, parece parar en su trazado, por un tiempo, en un lugar donde habitará otro mundo. Para después, seguramente, retomar su tubo de pasta de pintura y seguir con su discurrir de acción urbana. Como en aquel esquema eléctrico, podemos descubrir los diferentes nódulos por donde transitan nuestros sueños habitacionales. Son aquellos grumos, intensidades y resistencias urbanas de la ciudad de Londres, arquitecturas que nos trasladan en nuestro devenir urbano a esos otros lugares donde el hombre cumple sus pequeños sueños, sus pequeñas utopías. Los grumos se descubren como arquitecturas donde el hombre abandona su morada doméstica de la nada, para habitar por un tiempo sus propios sueños. A esa red que el artista de la Tate Gallery retoma de los planos del metro urbano, a aquellas líneas del movimiento de las maquinas-habitación, se han sumando nuevas líneas, propias y ajenas, nuevas mallas de conexión. A la red de metros y tranvías que unen lugares físicos, se unen las redes cibernéticas, culturales, de relaciones de pareja, redes de lectura, de música… que unen nuevos lugares virtuales, y que se suman y superponen casi hasta el infinito; hasta hacer del lugar físico habitado un lugar de condición abstracta que el hombre transita de forma constante, construyendo su ciudad, y cuya mirada nos descubre una ciudad en permanente pulso habitacional. Una ciudad que, como en el cartel de Cornelia Parker, el hombre atrapa por un momento para después dejarla correr, a otro momento, a otra mudanza. Su Underground Abstract (2008) nos enseña entonces una ciudad más viva que nunca, más imprevisible en sus límites y formas. Más abierta a lo desconocido. Una ciudad que espera de nuestra mudable voluntad de ser para mudar a una nueva ciudad. I8: Portada Pocket Tube Map. Cornelia Parker, Underground Abstract, enero 2008. I9: Cornelia Parker, Underground Abstract, enero 2008. La arquitectura de la mudanza La nueva arquitectura que habita estas ciudades, y que no pretende cristalizar con ellas, se propone como el lugar donde alcanzar los sueños y utopías de los hombres que hacen la ciudad actual. Son arquitecturas que se descubren como espacios de habitación pública donde ofrecen a estas utopías una nueva intimidad abierta, que ya no se guarda en el secreto de la habitación doméstica. El laboratorio revolucionario y doméstico de la modernidad se ha transformado en arquitecturas de pública experiencia. Estas arquitecturas se instalan en las ciudades sin la voluntad urbana de la ciudad heredada, sino como campamentos provisionales de una vida de ideología también provisional. Como los circos que se instalaban en aquellas ciudades minerales, ocupando sus derredores, sus vacíos, incluso sus peores espacios, surgen nuevas arquitecturas, todas abiertas en su interior al descubrimiento de los sueños y ambiciones de todo hombre. I12 Serpentine Pavillion. Kazuyo Sejima. Interior. Londres, 2009. I13: Trapecistas de circo. Anónimo. I14: Serpentine Pavilion. Toyo Ito. Londres, 2002. I15: 2001: Una Odisea del espacio. Stanley Kubrick. 1968. Es posible entender entonces como el Serpentine Pavillion de Londres muta cada año, en forma de promesa cumplida de un nuevo sueño de este ciudadano, que descubre en su interior y en una huidiza temporalidad una nueva utopía. De tal manera, con Kazuyo los hombres y mujeres se descubren como trapecistas de altos vuelos cuyas largas pértigas, en forma de alámbricos pilares, nos unen a cuerpos sin peso e impresos en cielos metálicos. Con OMA el hombre redescubre aquellos míticos lugares aerostáticos de Henry Giffard en los jardines de la Tulliere del París de 1852, que atados a la tierra nos proponían la habitación de una nueva densidad espacial que ya abandonaba aquella ciudad mineral. Y con Ito habitan una malla de algorítmica gravedad que iguala lo vertical y horizontal, cielo y paisaje, y cuya blancura picuda nos repropone una nueva odisea espacial, esta vez acompañada de té y pastas. I16: Cartel anunciador Grand Ballon Captif á Vapeur. Paris, 1852 I17: Grand Ballon Captif á Vapeur . Henry Giffard. Jardines de Tulliere. Paris, 1852 I18: Serpentine Pavillion. OMA y Cecil Balmond. Londres, 2006 I19: Grand Ballon Captif á Vapeur . Henry Giffard. Jardines de Tulliere. Paris, 1852 I20: Grand Ballon Captif á Vapeur . Henry Giffard. Jardines de Tulliere. Paris, 1852 Y así el modista Karl Lagerferd nos descubre en la portada de la revista Vogue a su robotciudadana de alma electro-luminosa. La belleza malvada de María, que Fritz Lang soñó en una ya no tan lejana ciudad de Metrópolis, habita ahora en la Wind Tower de Toyo Ito. Lagerferd nos propone para esta ciudad en mudanza una nueva mujer, de materialidad tan pasajera como el papel couché donde queda impresa. Y con ella la protagonista de un nuevo sueño que gana una nueva utopía para el individuo autor de esta ciudad en mudanza. La mudanza del ser Como el espectador de la vieja comedia francesa, el habitante de nuestras ciudades ha dado paso pues al imaginario habitar de lugares en permanente mudanza. A lo invariable y real se ha unido la escena de un efímero imaginario, que a fuerza de visitarlo, se ha convertido parte de nuestra nueva ciudad. La ciudad deja de pensarse como permanente habitación de nuestras utopías, para dar paso por un breve tiempo, por una mudanza, a los sueños inalcanzables en la ciudad heredada. El tiempo se modifica, hasta reducirse a ese movimiento de manos de aquellos magos viajeros, capaces de alumbrar lo no visto. I21: María de Metrópolis. Fritz Lang I22: María de Metrópolis. Fritz Lang I23: Portada Vogue Alemania. Febrero 2010. I24: Wind Tower, Yokohama. Toyo Ito, 1986. I25: Wind Tower, Yokohama. Toyo Ito, 1986. Esta es ahora la nueva ciudad, un lugar capaz de cumplir pequeños sueños para un ciudadano que no quiere esperar la posibilidad de una utopía que trasciende su corta existencia. Surgen entonces los edificios mágicos, como las coloridas carretas de aquellos magos, que ofrecen al curioso ciudadano el placentero momento de ser ellos actores de su novedad. ¿Es mago o arquitecto Dominique Perrault cuando nos trae a Madrid su “caja mágica”?. El hombre ha sumado a la realidad de lo cotidiano, “una nueva comedia” de lugares y vidas que considera también propios y necesarios. Un nuevo ciudadano amplía su “voluntad de ser” a una “mudanza del ser”, que transita desconocidas habitaciones de la mano de un arquitecto convertido en alquimista. Parece pues que la ciudad es ahora una ciudad de espacios también imaginados, huidizos, en permanente mudanza, donde cada uno habita su nuevo e individual imaginario, y que habitándolos se han hecho también reales. Para unos, ese benjaminiano habitar será entonces trascendente, para otros tecnológico, y para otros simplemente lúdico. En todos y cada uno de ellos el hombre descubre, en esta ciudad de lugares en mudanza su deseado sueño: su destino. Aunque sólo sea su no-destino.