EL MUNDO, 27 de noviembre 'FROST/NIXON' / Una obra de teatro recrea en Londres la entrevista en la que el ex presidente confesó haber participado en la trama del 'Watergate' / «Deberé soportar esta carga el resto de mi vida», dijo el entrevistado El KO que acabó con Richard Nixon FERNANDO MAS. Corresponsal LONDRES.- Richard Nixon encoge el cuerpo, apoya sus manos en las rodillas. «Estoy cansado. Él lo está haciendo muy bien hoy», le dice a Jack Brennan, su asesor. Segundos antes, Brennan había lanzado una toalla desde un rincón del estudio de televisión con forma de ring donde se desarrolla la escena. El ex presidente de Estados Unidos estaba acorralado y a punto de confesar ante el pueblo su gran culpa, su gran pecado: lo sabía todo sobre el Watergate. Ocurre cada noche de este otoño en un teatro de Londres, el Gielgud Theatre, igual que ocurrió el 19 de mayo de 1977, el día en el que salió al aire la entrevista televisiva más famosa de todos los tiempos. Frost/Nixon, la obra escrita por Peter Morgan, recrea el histórico encuentro entre el ex presidente y el periodista inglés David Frost, para goce y sobrecogimiento del público. Aunque la obra, en realidad, va más allá de la Historia para convertirse en un combate de boxeo entre dos hombres en horas bajas: por un lado, Nixon; por otro, el periodista David Frost. El libreto teje con habilidad milimétrica el perfil de dos seres antagónicos destinados a cruzarse en un desenlance inolvidable. En un rincón del cuadrilátero, Richard Nixon, el fanfarrón, el maniático, el megalómano, el victimista. «Recordad siempre, otros os podrán odiar, pero no os ganarán a menos que vosotros los odiéis y, entonces, os destruyáis...», les dice a sus colaboradores antes de abandonar la Casa Blanca. Retirado en su residencia de la costa, Nixon rumia su resentimiento. «La gente bebe mucho, habla mucho, pero piensa poco». En la otra esquina, David Frost: el presentador engolado, casi ridículo, de un talk show de éxito en el Reino Unido y Australia. A la misma hora que Nixon anuncia su dimisión, Frost entrevista a una tenista australiana, la primera aborigen ganadora en Wimbledon. Suficiente para retratar a Frost: vanidoso, frívolo, simplón, ambicioso... Ah, y playboy. Sus caminos se cruzan cuando Nixon, ya retirado, recibe una oferta suculenta para escribir un libro. Su representante, un viscoso personaje de Hollywood, y el ex presidente hablan de los suculentos beneficios. Los económicos y los políticos. «Ese libro es importante para mí. Probablemente la única oportunidad que tendré para recordar a la gente que no todo fue malo», dice Nixon. Su asesor, entonces, le habla de la posibilidad de hacer, también, una entrevista. ¿Con quién? Con David Frost. El propio Nixon desprecia la propuesta pero su representante lo tiene claro: «Es más fácil que Mike Wallace [periodista de la CBS]». «Y menos creíble», le replica Nixon. La entrevista, y con ella la obra, se pone en marcha con precisión: Frost y Nixon hablarán durante seis horas, de las que luego se emitirían 90 minutos. El Watergate sólo ocupará el 25% del tiempo. Entrevistador y entrevistado se repartirán 600.000 dólares más primas. Pero un infiltrado se cuela en el guión: el periodista Jim Reston, parte del equipo de Frost, y narrador de la obra. Reston tiene un objetivo claro: «Quiero dar a Nixon el juicio que nunca tuvo». Y así empiezan las sesiones. Las dos primeras son un desastre para Frost. Brennan, el militar que asesora al ex presidente, se frota las manos. «Continúe igual. Respuestas largas, control del espacio...». En el rincón de Frost se desesperan. Reston se dirige al público: «Es como devolverle la vida a un muerto...». Una noche, en el hotel, Frost recibe una llamada. Es Nixon. «La luz [el éxito] sólo puede brillar sobre uno de nosotros. Para el otro, habrá la oscuridad». Frost sabe que le queda una oportunidad para recuperar su prestigio. Y la toma al vuelo. El 13 de abril de 1977 se celebra la última entrevista. Al despertar, Frost encuentra un sobre en el suelo de su habitación. Contiene la transcripción de una conversación clave perdida del caso Watergate. La protagonizan Charles Colson -el asesor más fiel de Nixon- y el propio Nixon: «Toda esta investigación se esfumará a menos que uno de los siete [implicados] empiece a hablar. Ése es el problema». La prueba de cargo. La bomba de relojería. El periodista lee el texto al ex presidente. Nixon se resiente, balbucea. En el fondo del escenario, 36 pantallas reflejan su rostro desencajado, perdido, acabado. «Lo que quiero decir con eso es que, bueno...». Frost lo tiene contra las cuerdas: «¿De verdad espera que nos creamos que no sabía nada de lo ocurrido?». Nixon está derrotado. Frost lo golpea una y otra vez, destroza sus justificaciones. Y de golpe, le saca una confesión: «Siempre mantuve que lo que estaban haciendo, lo que estábamos haciendo, no era delito...». Frost se asombra: «¿Está usted diciendo...?». Nixon continúa: «Cuando un presidente lo hace, no es ilegal». Es entonces cuando Brennan interrumpe. La entrevista se detiene. Nixon se va. Flexiona las rodillas y dice que está cansado. Sólo volverá para firmar su derrota: «Es verdad, he cometido errores. Algunos, horrendos... He de admitir que estuve implicado en lo que usted llama encubrimiento... Y por eso tengo un gran remordimiento... He defraudado a mis amigos, al país, los sueños de toda esa gente joven que cree ahora que el sistema es corrupto. Deberé soportar esta carga el resto de mi vida». El poder ha sido derrotado. ------------------------------------------------------------------------------Olvídense de 'Garganta Profunda' Tenía razón Nixon: uno de los dos 'púgiles' en el combate que ahora recrea 'Frost/Nixon' habría de llevarse la gloria, mientras que el otro quedaría anclado en la miseria. Que se lo cuenten al propio ex presidente, fallecido en la soledad hace ahora 12 años. O que se lo digan a David Frost, que hoy viste un sonoro 'sir' delante de su nombre. No sólo eso. Su currículo retoma la cita de alguien que una vez lo describió como «un conglomerado de un solo hombre» y recuerda sus numerosos éxitos: creador y presentador del 'talk show' 'That was what the week that was'; productor de un sinfín de programas de televisión y de siete películas, profesor universitario, empresario, fundador de dos de las grandes compañías audiovisuales del Reino Unido... Sus méritos también incluyen entrevistas con los últimos seis primeros ministros británicos, con el último 'shah' de Persia, con los Beatles, con Mick Jagger, con Orson Welles, con Tennessee Williams... Ahora trabaja para el canal internacional de Al Yazira, en el que el pasado día 17, Blair le admitió que la situación de Irak fue un «desastre». La frase dio la vuelta al mundo. De ninguno de aquellos méritos se acordaría hoy nadie si no fuese por aquella nota casualmente aparecida en su habitación de hotel, un día de primavera de 1977. Poco se sabe del origen de la filtración y poco se especula al respecto en 'Frost/Nixon'. En el escenario del Gielgud, la nota aparece, como por arte de magia, en las manos de Jim Reston, el fiel e idealista escudero de Frost. ¿Cosas de 'Garganta Profunda'? Cuando el antiguo agente de la CIA William Mark Felt confesó, en 2005, ser la inspiración que condujo a los periodistas Bob Woodward y a Carl Bernstein a descubrir la trama del 'Watergate', nadie se acordó de preguntarle si fue él también el inductor de esta segunda gran derrota de Nixon. Poco importan esas políticas cuando se asiste al montaje 'Frost/-Nixon'. Sobre el escenario, lo que de verdad importa es el boxeo. CARTA DEL DIRECTOR (fragmentos) Nixon o la obstrucción a la Justicia PEDRO J. RAMIREZ En vez de examinar con lupa los viajes al extranjero del presidente -que si se fue a Londres y a Berlín por motivos privados utilizando medios públicos, que si las dos primeras jornadas en Estambul no estaban justificadas por razones diplomáticas-, la oposición debería fomentarlos. Sobre todo si es bajo la condición de que incluyan algún tipo de programa cultural que sirva para ampliar sus horizontes y mejorar su sensibilidad democrática. Si a todo el mundo le parecería bien que un día Zapatero visitara con su familia el museo de arte contemporáneo de Cuenca o los lugares emblemáticos del Cádiz de 1812 y al siguiente se fuera a la ópera al Liceo de Barcelona, no entiendo por qué debería ser otro el criterio respecto a cualquier capital europea. ¿O es que aquí nos vamos a poner estupendos por unos miles de euros en combustible? Al margen de que el presidente esté demostrando ser una persona razonablemente austera, ése sería el dinero mejor gastado del presupuesto. Creo que hay que presentar una moción proponiendo que un comité parlamentario canalice las sugerencias concretas para lo que sería una especie de formación profesional permanente del líder del Ejecutivo. E incluso que determinadas actividades o visitas se le impongan como obligatorias en función de su alto nivel de interés social. Por poner un ejemplo, Zapatero debería tener cuanto antes el mandato de volver a desplazarse a Londres -no hay inconveniente en pagarle un hotel si no estuvo cómodo la otra vez en la embajada- y asistir a una representación de la obra Frost/Nixon que el autor novel Peter Morgan acaba de estrenar en el West End. Es fácil comprender por qué. Morgan -guionista de la película The Queen- ha reconstruido con la mejor técnica del teatro documento la polémica, la atmósfera y la literalidad de las entrevistas televisivas que el dimitido Richard Nixon concedió en 1977 al showman británico David Frost. Y el resultado es una muy certera disección de los mecanismos emocionales del abuso de poder en un sistema democrático. No hace falta entrar en el debate de en qué medida Zapatero ha contraído ya esa enfermedad. Aunque sólo fuera como terapia preventiva, el presidente debería tener cuanto antes esa información. De forma que, si no se asume mi propuesta sobre actividades culturales de fin de semana, Moraleda tendrá que encargar una traducción del texto tal y como hizo Barroso hace dos años con aquella otra interesantísima obra Democracy de Michael Frayn- sobre la ascensión y caída de Willy Brandt. Frost/Nixon es además una morbosa inquisición sobre las modalidades en que los periodistas y los políticos intentan utilizarse recíprocamente. Cuando los dos diarios gubernamentales trataron de demonizarnos con la falsa insinuación de que habíamos pagado a Trashorras por su entrevista sobre el 11-M, replicamos con dos verdades: que eso no era cierto -no es nuestro estilo-, pero que de haberlo sido tampoco habría invalidado su versión de los hechos. Todo aquel que recurre a los periódicos para contar algo tiene un interés en ello. Nixon accedió a conceder cuatro entrevistas de hora y media cada una a David Frost porque quería reivindicarse ante la opinión pública, porque creía que su antagonista era un peso ligero al que podría llevar fácilmente a su terreno y... porque había dinero, mucho dinero, de por medio. Asumiendo personalmente la producción del proyecto, Frost le pagó a Nixon 600.000 dólares de entonces -un tercio por adelantado-, lo que equivaldría ahora a unos cinco millones de euros. El periodismo de talonario nunca había alcanzado tales cimas y las críticas brotaron por doquier. Pero si las editoriales le pagaban al ex presidente por dictar sus memorias, alegaba Frost, ¿por qué no podía pagar una empresa de televisión a cambio de que lo hiciera ante las cámaras? La clave del trato era que el famoso presentador se reservaba el control editorial del proyecto: es decir el derecho a preguntar lo que quisiera y a seleccionar libremente el material filmado. ¡Ah!, y uno de los cuatro programas estaría dedicado al caso Watergate. Aunque casi 30 años después, como acaba de verse con su entrevista a Tony Blair para Al Jazira, el ya laureado por la reina con el título de Sir continúa siendo uno de los interrogadores más incisivos que ha dado la televisión, en aquel momento el nombre de David Frost estaba más asociado a la industria del entretenimiento que al periodismo. Nixon pensó que le trataría con la misma delicadeza que a cualquier otra celebridad invitada a su show y que él podría jugar cómodamente el papel del gran estadista abatido por la desgracia y la malevolencia de sus enemigos. Sin embargo Frost, mientras buscaba financiadores, clientes y anunciantes para materializar su proyecto, contrató también a un equipo de documentalistas y periodistas de investigación - encabezado por un hijo del gran columnista del New York Times James Reston- y preparó con ellos las entrevistas como si le fuera la vida en el empeño. Los primeros asaltos transcurrieron exactamente como Nixon y sus asesores habían previsto: mucha política exterior, muchas anécdotas de personajes célebres, muchas referencias familiares llenas de calor humano. Para desesperación de sus ayudantes, Frost le dejaba explayarse a gusto. El ex presidente salió incluso bastante bien parado de las preguntas sobre la Guerra de Vietnam y los bombardeos de Camboya. Pero cuando llegó el turno del Watergate el panorama cambió como por ensalmo. Apenas Nixon intentó justificar sus maniobras de ocultamiento de los hechos, alegando que también había colaborado con el FBI, Frost le interrumpió bruscamente: «La obstrucción a la Justicia es obstrucción a la Justicia aunque sea sólo durante cinco minutos, aunque sea sólo durante un minuto». Enseguida, cuando Frost le preguntó por qué no había denunciado colaboradores él mismo Haldeman los y turbios manejos Erlichman en de sus lugar de encubrirlos, la conversación se acercó a su punto álgido: -Cuando estás en el cargo tienes que hacer un montón de cosas que no son, en el estricto sentido de la ley, legales. Pero las haces porque convienen a los más grandes intereses de la Nación. -Espere un momento... ¿he oído bien? ¿Está usted diciendo que hay situaciones en las que el presidente puede decidir que conviene al mejor interés de la Nación hacer algo ilegal? -Estoy diciendo que cuando el presidente lo hace, eso significa que no es ilegal. -Perdóneme... -Eso es lo que yo creo. Pero debo admitir que nadie más comparte esta visión. A partir de ese momento, consciente de la trágica banalidad de su sofisma, arrastrado probablemente por el mismo instinto autodestructivo que le había llevado a adentrarse en la maraña de sus mentiras y sus cintas semiborradas, empujado tal vez por un impulso expiatorio emparentado con su ética protestante, Nixon fue ya un guiñapo en manos de Frost, quien en uno de los momentos culminantes de la historia de la televisión logró arrancarle al final lo más semejante a un mea culpa en toda regla. Que el papel cinematográfico más notable del magnífico actor, Frank Langhella, que encarna a Nixon en el Gielgud Theatre de Londres fuera el de Drácula, añade otro elemento simbólico más a la repetición de ese monólogo, interrumpido sólo por una escueta pregunta: -Es verdad que cometí equivocaciones. Algunas de ellas fueron horrendas, impropias de un presidente, impropias de los niveles de excelencia con los que siempre había soñado de niño. Pero como usted recordará, fue un tiempo difícil. Yo estaba atrapado en una guerra en cinco frentes contra una prensa partidista, una Cámara de Representantes partidista, un Comité Erwin partidista... Pero sí, debo admitir que hubo momentos en los que no cumplí plenamente con mi responsabilidad y... estuve implicado en un «encubrimiento», como usted lo llama. Y por esas equivocaciones, siento un muy profundo pesar. Yo insisto en que fueron errores de criterio, no errores de corazón. Pero fueron mis equivocaciones y no culpo a nadie más. Fui yo mismo quien me derribé. Yo les di una espada. Y ellos me la clavaron. Y ellos la retorcieron con deleite. Y creo que si yo hubiera estado en su lugar, habría hecho lo mismo. -¿Y el pueblo norteamericano? -Yo les defraudé. Defraudé a mis amigos. Defraudé al país. Lo peor de todo: defraudé a nuestro sistema de gobierno y a los sueños de todos esos jóvenes que querían entrar en la Administración pero ahora piensan que está demasiado corrompida. Defraudé al pueblo norteamericano y ahora tengo que llevar esa carga conmigo durante el resto de mi vida. Mi vida política se ha terminado. No es, naturalmente, en Zapatero, sino en Felipe González, en quien cualquier espectador español pensará al salir del teatro. Cínicamente puede alegarse que si Iñaki Gabilondo le hubiera pagado una pasta, no se habría limitado a erigir un frontón para negar lo obvio cuando le interrogó sobre los GAL. Pero al margen de que aquella entrevista tuvo lugar cuando aún estaba en el cargo y continuaban abiertas una serie de causas penales por secuestro y asesinato, también cabe pensar que no hay nada tan ajeno al carácter de nuestro simpático jubilado sevillano como ese hondo sentimiento de culpa y esa búsqueda del merecido castigo que anidaba en algún rincón del alma cuáquera de Richard Nixon. (…)