* tica personal y relaci n entre poder pol tico y medios de comunicaci n en el cine del siglo XX, de David Fuentefr a Rodr guez, ULL

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Actas – II Congreso Internacional Latina de Comunicación Social –
Universidad La Laguna, diciembre de 2010
Ética personal y relación entre poder
político y medios de comunicación en el
cine del siglo XX
Dr. David Fuentefría Rodríguez (Universidad de La Laguna)
Resumen: La ética del periodista en el ejercicio de su profesión condiciona en muchas ocasiones su
relación con el poder político, e incluso su relación con el medio al que representa, generando
tensiones que, con el paso de las décadas, se han convertido en una especie de mal atávico que el
cine, a lo largo del último siglo, se ha ocupado de reflejar hasta el punto de conformar un perfil
uniforme del profesional de la información. Sobre la base de un selecto grupo de películas
emblemáticas, que abordan el ejercicio del periodismo desde diferentes perspectivas, este texto trata
de concretar al máximo la dimensión a dicho perfil, y de dejar constancia de las diatribas éticas
individuales que, frente al poder y el propio seno de los medios, ha mostrado buena parte del cine
sobre periodistas.
A pocos pasos de la implantación de nuevos patrones periodísticos basados en la
mayor inmediatez en el tránsito de la información y en la interacción directa con el
ciudadano, con los que internet ha sumado otra crisis al modelo de prensa
tradicional, los lazos entre periodismo y poder político parecen ahora más difusos
que nunca, si es que alguna vez estuvo bien delimitada la línea entre el amor y el
odio que siempre ha dividido a los dos frentes. De modo excepcional, artículos y
reportajes en algunos medios de comunicación se ocupan estos días de la profesión
misma de comunicador, revisando las grandezas y miserias de un trabajo repleto de
sensaciones bipolares, donde si bien en determinados países sudamericanos
todavía exhibe la vitola de profesión de alto riesgo y precisa la vigilancia constante
de organismos públicos de defensa (como la Comisión Nacional de los Derechos
Humanos en el caso de México, por eje mplo), en las naciones desarrolladas
arrastra atávicos desajustes internos que han llevado, no ya a lastrar su ejercicio
entendido como relación profesional entre la empresa periodística y el trabajador,
sino a condicionar las relaciones de ambos con el poder político al que
supuestamente deberían controlan en perfecta simbiosis, llegando a hacer
tambalear, en mayor o menor grado, la misión de los medios en general, y la
vocación de los periodistas en particular.
La pulsión inaplazable de la ética, y en definitiva de la buena praxis
periodística, es la que planea sobre toda esta a priori complicada maraña de
intereses compartidos. Como quiera, entre otras razones, que es imposible escapar
al hecho de que “es precisamente la capacidad comunicatoria del hombre lo que
hace posible toda actividad social y política”, cabe trazar un pequeño croquis de tan
curiosa relación a tres bandas entre la vocación del informador y su doble
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convivencia, con el entorno inmediato y con el poder como ente ajeno y al mismo
tiempo tangible en sus aristas, en algunos de los títulos más emblemáticos del cine
sobre periodistas.
El cine como plasmación especular de una realidad, más que como
manifestación artística, es el que se va a analizar en esta comunicación, y para ello
es preciso, en primera instancia, acotar un espacio general, temporal y natural de
películas concretas en las que trasluzcan o puedan traslucir los citados elementos
de discordia, y estudiar, gracias a ellos, las reacciones de carácter ético, si las
hubiere, de los profesionales de la política y de los medios que en dichos filmes
aparecen. De este modo, nos ajustaremos al espectro temporal del pasado siglo XX,
sobre todo a partir de su segunda mitad, tiempo suficiente para localizar las
naturalezas recurrentes de la profesión periodística en el séptimo arte, y
considerando siempre el mayor equilibrio posible entre los géneros cinematográficos
en que la historia periodística se inserta.
Poder político, poder mediático y ética interna: escenas y claves
Más que nunca se replantea, en términos actuales, qué es lo que ha fallado en la
relación entre el poder político y el poder mediático, cuáles van a ser las
consecuencias de su progresivo solapamiento, su tendencia al aislamiento
ideológico y la simplificación de ideas, y el escaso disimulo de sus lazos
corporativos. Claro está, como cita Capella, que “el dominio político
tecnológicamente instrumentalizado hace posible el control de poblaciones en
sentido particular –en forma de control de los individuos- y, en general, en el sentido
de control y configuración de la opinión pública”. Acaso las relaciones verticales de
control no se producen sólo en el esquema del mensaje político hecho llegar
mediante la acción de los medios a la población, configurando así la opinión pública,
sino que el mismo mensaje se produce internamente por separado, tanto en el
espacio político como en el mediático, con una estructura jerárquica que dista muy
poco de ser idéntica, y que se consagra, en un caso a la línea ideológica del partido,
y en otro a la línea editorial del medio en cuestión. De hecho, según Panebianco
"todos los aparatos humanos y tecnológicos controlados por los líderes se emplean
para obtener el máximo de apoyo popular y la máxima eficiencia. El esfuerzo es
continuo, coherente y eficaz. Naturalmente hay otros flujos importantes:
verticalmente (desde la base hasta el vértice) bajo la forma de informaciones y
críticas moderadas y, horizontalmente, entre la elite y los centros de decisión en la
forma típica de todos los sistemas burocráticos complejos. Pero el flujo dominante
es el descendente", y ello es aplicable tanto en la línea poder político-medio de
comunicación, como en la que une al medio de comunicación y al
periodista-individuo.
Lejos de los filmes propagandísticos de Eisenstein, Riefenstahl o Veit Harlan
realizados para los regímenes autoritarios, con los que el propio cine se transforma
en portavoz del poder, toda vez que el mensaje político instrumentaliza
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completamente el medio poniendo a su servicio la forma y el fondo, podemos
acogernos al alivio de Giroux cuando propone que “las películas generan un espacio
público en el que confluyen el conocimiento y el placer”, lo cual no es en su opinión
“un asunto baladí cuando la vida política está siendo crecientemente controlada y
regulada, si no militarizada”, y hacer que el ojo cinéfilo, en su vertiente crítica, vaya
en busca del reflejo de esas prelaciones jerárquicas a las que hemos hecho
referencia. Nada menos que tres comprobaciones del mismo hecho le exigen, por
ejemplo, a los periodistas Woodward y Bernstein (Robert Redford y Dustin Hoffman)
para destapar uno de los muchos puntos oscuros de la política de Nixon en Todos
los hombres del presidente (Alan J. Pakula, 1976). Tras hallar ese tercer contraste
por parte de una fuente fiable del Departamento Justicia y lanzar una noticia de
alcance, el poder político reacciona culpando a la dirección del medio “por tener una
ideología contraria” a la del presidente (Ron Ziegler, jefe de prensa de Nixon,
asegura de modo maniqueo que "respeta la libertad de prensa, pero no cierto tipo
de periodismo"), y la dirección reacciona hostilmente, a su vez, contra los
periodistas, a pesar de que han realizado un trabajo meritorio.
Se trata de una reacción en cadena que, sin carecer de su propia lógica, choca
en última instancia con la ética aplicada de los periodistas que se hallan en el
eslabón final de la misma, y en la que cuenta la determinación interesada del poder
político. Pero no es menos cierto que el cine también ha reflejado el historial interno
de las jerarquías mediáticas, adelantando en muchas ocasiones ese concepto de
competitividad feroz (y ciertamente alejada de muchos principios éticos) extendido
en el mundo de la empresa durante la segunda mitad del siglo XX. En Mientras
Nueva York duerme (Fritz Lang, 1956) los distintos miembros de una organización
periodística –el editor de su diario principal, el jefe del servicio de noticias y el
responsable del departamento gráfico- tratan de hacerse con la historia de la
captura e identificación de un asesino en serie, aunque su verdadera motivación es
una competencia preparada por su nuevo jefe para elegir al gerente de la
organización. Sin embargo, las mayores fricciones se suceden siempre entre el
periodista, como ente individual y guardián de una ética propia (lo que a ojos del
espectador lo aleja siempre, y muy curiosamente, del medio al que representa), y el
poder político establecido. En Los gritos del silencio (Roland Joffe, 1984), el
periodista destinado en Camboya Sidney Schanberg (Sam Waterston) sufre un
retraso en su vuelo provocado por su propio gobierno para que no descubra un
bombardeo americano que ha matado por error a muchos inocentes, y descubrirlo le
lleva a un enfrentamiento con la autoridad militar destacada en la zona, el mayor
Reeves (Craig T. Nelson). Schanberg llega a Camboya dispuesto a desplegar toda
la profesionalidad de que es capaz, pero, a medida que avanza el conflicto, halla en
su vocación (y a veces en el alcohol) la única forma de superarse. Incluso en
fuentes de la literatura contemporánea, y sus correspondientes adaptaciones al
cine, pueden hallarse también algunas de las claves de la tensa relación entre el
informador y los poderes públicos: la adaptación de la novela de Graham Greene de
2003, El americano impasible (Phillip Noyce), nos presenta, recordemos, a los
personajes de Fowler y Pyle (Michael Caine y Brendan Fraser). El primero es un
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periodista maduro y algo acomodado, pero cuya vida está presidida por el
comportamiento ético, para quien conocer al segundo le retrotrae en un principio, y
según sus palabras, “a la época en que quería cambiar las cosas”. Sin embargo,
cuando se descubre que Pyle es en realidad un agente de la CIA, la relación entre
ambos cambia automáticamente, iniciándose un recelo que –significativamente,
para nuestro análisis- no había encendido hasta el momento ni siquiera el hecho de
que ambos compitieran por la misma mujer.
Poco a poco comprobamos, a través de su reflejo en el cine, cómo la situación
vital del periodista a la que aludimos, de algún modo siempre solo ante el peligro y
obligado a tomar decisiones rápidas en las que la ética y la profesionalidad no
siempre van de la mano, constituye en ocasiones el verdadero catalizador de su
colaboración con el poder, y por ende de la emisión o censura de determinados
mensajes políticos. Esto es así porque, a pesar de que, como dice Fagen, “en los
regímenes democráticos, la comunicación tiende a ser continua entre la elite y la
opinión pública”, añadiendo que “los mensajes parten de la elite a las masas con el
objeto de solicitar el apoyo y por ende la legitimación, como de las masas a la elite,
aunque con mayor dificultad”, ello no quiere decir que ese flujo se guíe siempre por
una senda estrictamente ética.
Dicha diatriba interior divide a los periodistas entre aquellos que pueden
superar los cuestionamientos morales que les acarrea el diario ejercicio de su
trabajo, y los que han renunciado a la presión constante del poder, del propio medio,
o a la sensación de sentirse atrapados entre ambos. Puede comprobarse en la
extraña caterva de corresponsales destacados en Yakarta que aparecen en el filme
El año que vivimos peligrosamente (Peter Weir, 1982). En ella, el reportero Guy
Hamilton (Mel Gibson), es abandonado a su suerte por su compañero Potter a su
llegada a la capital de Indonesia, descubriendo poco después que las razones de su
marcha se corresponden con la imposibilidad de conciliar familia y profesión (“su
mujer no aguantaba la situación”, le confían). Los compañeros que Hamilton
encuentra en esta zona de Asia, pertenecientes, entre otros medios, al Sidney
Herald o el Washington Post, se muestran revanchistas, irónicos y deshumanizados
ante el drama social y político que cubren profesionalmente, en una clara
representación del “sindrome del burn-out”, que además se traduce en tentativas de
desánimo al protagonista y el desprestigio de su buen hacer, cuando les toma la
delantera, justificando su renuncia vital en el hecho de que Hamilton “es sólo un
novato”.
Ni siquiera es preciso mostrar siempre el desarrollo del desempeño
periodístico y sus consecuencias desde una perspectiva dramática para hallar el
mismo perfil de periodista en el cine. En la dramaturgia delirante de Federico Fellini
dispuesta para “La dolce vita” (1960), la debacle personal de Marcello (Marcello
Mastroianni), iguala a los demás ejemplos en la tipificación habitual del informador
en el séptimo arte, en concreto a través de su errática vida como perseguidor de
famosos, y siempre con el anhelo (incumplido, una vez más) de hallar una
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existencia estable, en este caso como novelista. Y más aún: ni siquiera las grandes
comedias del Hollywood clásico han eludido este retrato pesimista y esquizofrénico
del periodista hacia sí mismo y hacia sus compañeros de profesión. Quizá inspirada
por el famoso dicho gremial “No le digas a mi madre que soy periodista; ella piensa
que toco el piano en un burdel”, _93Primera plana” (Billy Wilder, 1974) está plagada
de guiños a la peor cara de la prensa escrita. La parroquia que acompaña a Hildy
Johnson (Jack Lemmon) en su peripecia sobre un condenado a muerte resume y
corrobora (gracias al efecto catártico del género, más efectivo a veces que cualquier
relato dramático) el cúmulo de circunstancias vitales comentadas hasta ahora y que
caracterizan a los informadores en el cine: en la primera secuencia de la película,
asistimos a cómo los periodistas recriminan a los encargados de instalar la horca
lo ruidoso de su labor, reclamando “un poco de respeto a su trabajo” desde la sala
de prensa, cuando en realidad están inmersos en una timba de poker. Al no poder
localizar a Hildy en un primer instante para cubrir la noticia, su jefe, Walter Burns
(Walter Matthau), insta a sus compañeros a buscarlo “en antros, hospitales y
depósitos de cadáveres”, cuando en realidad Hildy simplemente s e ha ausentado
para tramitar una boda con la que cumplirá el sueño de abandonar su profesión,
tomando definitivamente las riendas de su vida personal. Al final, dicha catarsis se
completa cuando unos rótulos nos informan de que Hildy termina sus días dirigiendo
el diario, y Burns dando conferencias nada menos que sobre ética periodística,
cuando su comportamiento a lo largo del metraje ha sido exactamente el contrario,
incluyendo la destrucción interesada del compromiso de Hildy, de quien nunca
estuvo dispuesto a deshacerse por su inigualable valía profesional.
Pero en el otro extremo también es posible hablar de una serie de películas
que podríamos considerar “de manual”, en cuyo argumento se subrayan con una
innegable vocación pedagógica tanto las necesidades éticas del periodismo como
las consecuencias de su inobservancia. Entre ellas debe tomarse en cuenta Juan
Nadie (Frank Capra, 1941), en la que una periodista debe inventar un personaje
falso para evitar el descrédito de su medio de comunicación. Su acción, por
desgracia, llevará al borde del suicidio al “John Doe” (Juan Nadie, o Perico de los
Palotes en español) encarnado por Gary Cooper, un jugador de béisbol mediocre
“captado” para la operación como cabeza de turco. El hermoso mensaje del filme,
donde la humanidad de un solo hombre detiene la codicia apisonadora de la
sociedad y los medios devolviéndoles la ética, contrasta con la dureza teórica y el
localismo de Yo creo en ti (Henry Hathaway, 1947). Igualmente construida sobre el
auténtico valor de la verdad, la cinta describe al periodista Jim McNeal (James
Stewart), sombrío y escéptico como corresponde a su veteranía, y más ante los
tiempos convulsos en que desempeña su profesión (los años 30 en Estados
Unidos), quien se embarca en una cruzada personal para recuperar la ética
profesional, y por ende mitigar las heridas en su propia conciencia, al investigar el
caso de un condenado a 99 años de cárcel por un delito que no cometió, y cuya
madre pide ayuda a través del diario ofreciendo una recompensa después de
ahorrar 10 años limpiando escaleras. En este caso, la ética no es recuperada por
una mala práctica hacia el exterior, sino que de nuevo es el producto de una lucha
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interior, de una pulsión vitalista no exenta de amarguras, dirigida a evitar dos
muertes: la física del condenado en una celda, y la espiritual del informador que ha
perdido la esperanza.
Pese a que el papel del periodista de a pie, como estamos comprobando, está
relegado en el cine a una existencia algo penosa y descompensada, no es menos
cierto que la falta de ética en la profesión, inevitablemente identificada con la
verdad, también ha sido castigada con dureza en el guión. “El gran carnaval” (1951),
tal vez la película más incómoda e iracunda de Billy Wilder, y desde luego en las
antípodas de “Primera plana”, hace pagar con la vida el sensacionalismo y la
manipulación del periodismo entendido como quinto poder que representa Chuck
Tatum (Kirk Douglas), en su ambicioso circo mediático en torno a la desgracia de un
hombre atrapado bajo un corrimiento de tierras. A pesar de todo, sólo el cine más
moderno ha atisbado la incursión, o al menos se ha abierto a una tercera vía, para
reflexionar sobre la no compensación de las pulsiones éticas y la vocación de
servicio de algunos periodistas, en los casos en que sus pesquisas, y su relación
con las fuentes, y con la jerarquía mediática, han fluido por los cauces adecuados
sin desembocar en resultado alguno. El mejor ejemplo de ese cine, acaso también
el mejor documentado y el mejor estructurado sobre la zona oscura de los desvelos
profesionales del periodista, es Zodiac (David Fincher, 2005), cuyo auténtico
trasfondo es la caída personal del ilustrador de prensa Robert Graysmith (Jake
Gyllenhaal), quien pone en jaque su vida familiar y casi su salud mental en su ánimo
de reunir, durante muchos años, las pruebas precisas para identificar sin género de
duda al asesino en serie que titula la cinta, cosa que jamás llega a lograr.
Pero si hay un medio de comunicación cuyos vacíos éticos ha reflejado el cine
con mejores y más proféticas propuestas, quizá en virtud de sus similitudes
naturales con el propio medio cinematográfico, quizá por su carácter mayoritario, o
tal vez por la amplitud del espacio para la reflexión que suscitan sus elementos
negativos recurrentes, como el vedetismo o el sensacionalismo, ése es sin duda la
televisión. “La desconfianza que inspira la información televisual, el temor que
tenemos a ser manipulados, obedecen al hecho de que sentimos que no podemos
escapar a una argumentación, y que ésta, necesariamente, está orientada”. Es el
gran truco de prestidigitación del medio televisivo, la cualidad básica de su
capacidad hipnótica y creadora de opinión, que “Network, un mundo implacable”
(Sidney Lumet, 1976), ha sabido reflejar como quizá ningún otro filme en la Historia.
La película, en palabras de Klein “un retrato condenatorio no sólo de los que nos
proporcionan la televisión, sino también de nosotros, los espectadores compulsivos”,
adelanta muchas de las claves en cuya arqueología investigan los críticos de
televisión actuales cuando hablan de la progresiva degeneración del medio en las
dos últimas décadas. En ella, Howard Beale (Peter Finch) enloquece en su
programa de noticias e insta a los espectadores a que se rebelen contra el sistema.
Pero el maquiavelismo de la vicepresidenta de programación, Diana Christensen
(Faye Dunaway), la llevará al poco, no a censurar la, en el fondo, verdad ética y
descarnada del presentador (de la que éste se vale como catártico para la crisis
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nerviosa a la que le han llevado sus contradicciones profesionales), sino a program
arla en prime time hasta que el periodista sufre un colapso y, en la coronación del
mayor morbo imaginable dentro de un reality show, muere en directo. De nuevo, la
jerarquía vertical dentro del propio medio confunde y se superpone (en este caso
incluso físicamente) a la realidad ética del periodista-individuo.
Más cercanas a nuestros días, aunque en la misma senda de telerrealidad que
ya apuntaban El gran carnaval o la propia Network, Asesinos natos (Oliver Stone,
1994) y El show de Truman (Peter Weir, 1998) constituyen dos ecos ejemplificantes,
en el primer caso de lo que jamás debe hacer un medio de comunicación y de
hecho hace (encumbrar a personas y personajes sin moral alguna sólo por ganar
audiencia, en este caso dos sanguinarios asesinos), y en el segundo de auténtica
teoría-ficción, a través de la diatriba ético-filosófica que plantearía el sometimiento
por entero de una vida a la exposición pública desde el momento mismo del
alumbramiento, y que se muestra tanto desde la perspectiva del público como de la
del objeto del experimento. En ambas películas, la moraleja ante la superación de
ciertos límites vuelve a tocar de lleno a sus instigadores, de modo que en Asesinos
natos el periodista Wayne Gail (Robert Downey Jr.) cae bajo las balas de Mickey y
Mallory (Woody Harrelson y Juliette Lewis), los asesinos que ha elevado a la
categoría de estrellas, mientras que en El show de Truman, el creador del
programa, Christof (Ed Harris), cuyo nombre único refuerza en el guión su condición
de demiurgo entre sus iguales, y de deidad directa para Truman (Jim Carrey), asiste
a la rebelión de su criatura, cuya búsqueda individual en pos de la libertad logra
romper las previsiones morales y mediáticas (que en este caso coinciden) del autor
respecto a su obra. Para lograr situar a todos los personajes en tan complicado
entorno, y que su relación con un público acostumbrado al mensaje televisivo
funcionase, el propio Weir asegura que, “en cierto modo tuve que subvertir la forma
de la película. Quería transformar al público en espectadores de El show de
Truman, igual que los personajes que vemos de vez en cuando dentro de la
película”.
Por último, tal vez sea Buenas noches y buena suerte (George Clooney, 2005)
la película que aúna en buena medida todos los aspectos relacionales puestos
sobre el tapete a lo largo de este texto. Partiendo de un hecho real, y de la premisa
de que "la comunicación política moderna refuerza el papel de las personalidades, y
tiende a confiar a la institución-televisión un papel autónomo en la selección de los
problemas alrededor de los cuales debe desarrollarse el debate político, en la
elección de los temas a debatir en la comunicación entre gobernantes y
gobernados”, la película es también la descripción ética del periodista Ed Murrow
(David Strathairn), quien intenta atenuar los desmanes de la política anticomunista
del senador McCarthy, artífice de la Caza de Brujas de Hollywood. En un blanco y
negro que entronca directamente con el sosiego y la vertiente instructiva del cine
pedagógico-periodístico mencionado más arriba, Murrow realiza una serie de
afirmaciones atemporales, que, lejos de la ingenuidad o el mero idealismo, regresan
tozudamente en estos tiempos en orden a mejorar praxis periodística y sus
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relaciones con el poder político. Valgan como ejemplo la que asegura, en referencia
a cargos públicos e informadores, que “sólo somos importantes como individuos en
nuestra lucha por preservar nuestras libertades”, y la que indica, esta vez con mayor
sentido crítico y en referencia directa al senador McCarthy, que el diálogo es posible
siempre que sea con “personas cultas que no exigen afinidad política para
conversar ni ser amigos• 4. Buenas noches y buena suerte se mira en todos los
espejos en que puede mirarse un periodista y enfoca todas sus perspectivas, la del
profesional hacia sí mismo, y la que le corresponde dentro de la jerarquía del medio
y en sus relaciones directas con el poder, y aun la que quizá debería corresponderle
en realidad. En este sentido, especialmente destacable, una vez más, es la
disensión interna que en la película le produce a Murrow la necesidad ética de
extralimitarse, en la búsqueda de la verdad, fuera del dictado de los patrocinadores
de su programa. William Paley (Frank Langella), el responsable de la CBS para la
que trabaja Murrow, “castiga” al periodista con un cambio de programación,
excusándose en que “el martes por la noche la gente sólo quiere entretenimiento”, y
recomendándole, si no está de acuerdo, que se dedique a “enseñar periodismo”,
frase esta última que esclarece definitivamente la idea de cuán alejada puede estar,
y está de hecho, la teoría de la práctica en el ejercicio de la actividad informativa.
Aun así, la ética periodística insobornable de Murrow queda clara desde el momento
en que declara que “he examinado mi conciencia y no puedo afirmar que siempre
haya sido justo, pero sí que siempre he buscado la verdad”. Una verdad que, visto el
panorama, sabemos que sólo le traerá problemas.
Conclusión:
Quisiéramos poder confiar en Rokkan cuando afirmaba que “los dirigentes de los
partidos podrían estar sobrestimando exageradamente la capacidad de los medios
de comunicación para transmitir los mensajes políticos", toda vez que "en pocas
ocasiones los mensajes ejercerán una influencia amplia a no ser que sean
retransmitidos y reforzados en el seno de innumerables grupos de personas de cada
comunidad”. Lo cierto es que los avances tecnológicos, con la generalización de
Internet a la cabeza, han polarizado los fenómenos informativos, por un lado gracias
a la democratización de noticias y contenidos que tales avances han hecho posible,
y por otro por el arco inmejorable que los distintos grupos interesados hallan en la
red para el bombardeo indiscriminado de sus datos corporativos. En este espacio,
como en el nuevo espacio de crisis económica, el periodista de a pie, el principal
buscador e intérprete de la información, sigue solo de alg ún modo en sus
tribulaciones éticas y personales; continúa su marcha en una extraña suerte de
solitud moral bajo el palio tormentoso de las relaciones verticales, que lo sitúan en la
escala última de los poderes político y mediático, y que el cine -como acabamos de
comprobar- se ha ocupado de reflejar durante décadas. Ahora bien, no es menos
cierto que, nunca como ahora, el periodista podría empezar a ser protagonista de su
propia película: curiosamente, la crisis del modelo de prensa tradicional ha
cumplido, o empieza a cumplir, una antigua utopía ética: que el periodista pueda
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confiarse en solitario a sí mismo, que desvíe sin censura la realidad que interpreta a
nuevas herramientas como los blogs, o directamente a los libros (contra pronóstico
otra vez de moda), en orden a recuperar a un tiempo el propio pulso periodístico y la
confianza de un público que no ha dejado de creer en las frases pronunciadas por
los actores que pusieron rostro, en la pantalla grande, a los luchadores más
reconocidos de esta profesión. Las necesidades éticas del informador, como nos
avisaron las películas del pasado siglo, se enfrentarán siempre a una serie de
relaciones puramente materiales, que chocarán de algún modo con la propia
necesidad de buscar la verdad y hacerla objetiva. Una soledad prácticamente
innata, que desembocará (ya lo está haciendo) en nuevas vías de expresión donde
la imposición externa podría dejar de coartar el instinto básico de contar la realidad,
y que sin duda obtendrán su propio reflejo (más personal y silencioso, y menos
sombrío con toda probabilidad) en el cine periodístico del futuro.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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