EL LIBRO BLANCO DE LOS PRODIGIOS -------------------------------La tarde era cenicienta y mustia en la ciudad y Nephtalí no lo dudó un momento. Con paso anhelante enfiló la gran avenida que desembocaba en el estuario magnífico de la Biblioteca Municipal, verdadera fábrica de sueños y de fantasía, donde el pequeño de doce años se desterraba voluntariamente cuando todo a su alrededor se hacía de niebla y de sombra y se desdibujaba la color de la sonrisa. Nephtalí, a su corta edad, era ya todo un experto bibliófilo y hacía ya muchos años que había sufrido en sus carnes temblorosas la tremenda decepción de enterarse de que "el Necronomicón" era sólo un invento de la mente abstrusa de Lovecraft. Al traspasar la puerta principal, encaminó sus pasos hacia la estantería donde se apilaban en maravilloso desorden los polvorientos legajos y gruesos volúmenes antiquísimos, que, según decían los filólogos de la zona, procedían, nada más y nada menos, que de la mítica y llorada Biblioteca de Alejandría. A Nephtalí le encantaba acariciar los incunables con mimo y abrirlos para oler su poderoso perfume ahíto de sabiduría y de misterio. Sin embargo, había una espina clavada en su tierno corazón: ninguno de sus amigos leía y no sólo eso sino que le consideraban un bicho raro dentro de la pandilla, por lo que recibía pesadas bromas de mal gusto. Eso le fue alejando de sus compañeros de clase y cada vez se fue encerrando más en su torre de marfil donde ahora leía "El club Dumas" de Arturo Pérez Reverte olvidándose de que existía un aparato que emitía imágenes e hipnotizaba a jóvenes y mayores y de que se habían inventado los videojuegos y las consolas. De repente algo atrajo poderosamente la perspicaz curiosidad de Nephtalí tan desacostumbrada hacía tiempo a esos tamaños sobresaltos. Al extraer un volumen de la estantería había caído pesadamente sobre sus manos un descomunal libro que permanecía oculto a las espaldas del primero. Se trataba de un extraño tomo de gran valor a tenor de sus estampaciones y su cuidada encuadernación que llevaba por título "El libro blanco de los prodigios". Nerviosamente se sentó en su rincón preferido de ratón de Biblioteca en la confluencia de dos desconchadas paredes donde permanecía totalmente invisible a miradas indiscretas de los escasos habitantes habituales del santuario de la sabiduría y se sintió como Bastian al abrir “La historia inter- minable”. Después de un minucioso análisis del volumen, llegó a la extraordinaria conclusión de que el libro no tenía un número determinado de páginas, sino que cada vez que se abría la configuración de éstas era totalmente distinta. Era como si contuviera en su interior varios dobles fondos o como si dentro de él hubiera otros muchos libros posibles que pudieran leerse indistintamente como hermanos siameses. Pero no acababan ahí las sorpresas. Pronto Nephtalí se dio cuenta de que gran parte de las páginas estaban en blanco y de que todas las que estaban escritas lo estaban a mano, de puño y letra de cada uno de los infinitos autores. Era, por lo tanto, un libro excepcional y mágico que, a modo de diario múltiple, recogía de todos y cada uno de los escritores que en el mundo han sido, su principal sueño, su privado anhelo o su más acariciado proyecto. Lo abrió al azar y comenzó a leer una de las livianas páginas ribeteadas con su correspondiente filo de oro y su delicado papel biblia y leyó: “Yo, Gustavo Adolfo Bécquer, nacido Gustavo Adolfo Domínguez Bastida, siento como por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de palabra para poderse presentar decentes en la escena del mundo…” A Nephtalí se le cerró el libro de golpe y aunque buscó afanosamente la página 256 donde estaba el manuscrito de su apreciado Bécquer, se encontró que en esa misma página era ahora Emily Dickinson quien nos contaba que “para un poeta lo primero es la creación y no la edición de su obra”. Maravillado por la vida propia del libro, y comprendiendo que era imposible encerrar todo su contenido en las páginas tangibles que ahora acariciaba como se acaricia el rostro de una niña, Nephtalí supo que ahora le tocaba a él plasmar su sueño. Así que sacó de un oculto bolsillo su estilográfica y escribió: “Yo, Nephtalí de Pas, alguna vez quisiera ser poeta y que mis obras pudieran ser leídas por toda la persona que lo desease cualquiera fuera su religión, raza, edad o ideología por los siglos de los siglos.” Antes de cerrar definitivamente el libro, una lágrima resbaló por sus mejillas, quedándose prisionera para siempre en su cárcel de papel. Nephtalí comprendió entonces que el libro ya no le perteneCía.