El Neoclasicismo en la Música Contemporánea1 Alejo CARPENTIER La Gesta del ¡Ay! La apoplejía que tronchó la existencia de Wagner, cuando el compositor se aprestaba a ocupar una góndola en Venecia, inició el ocaso de la gran aventura literaria de todo un siglo. Así como el Renacimiento fue época plástica por excelencia –Rabelais, Erasmo, Maquiavelo, ¡no son eminentemente pictóricos?– y durante el clasicismo francés se entroniza una frialdad de arquitectura “a lo gran siglo” –Racine, maestro de estereotomía dramática–, el Romanticismo, desde su mera enunciación en las páginas de Rousseau, se nos revela como un estadio de franca dictadura literaria. El paisaje y su temperatura– ya se dijo esto muchas veces –intervienen definitivamente en la literatura y el arte románticos. Pero es un paisaje que aun carece de espontaneidad vegetal; ostenta columnas rotas, conatos de tormenta, castillos en ruinas, y está lleno de teatralidad. Consecuencia lógica de su misión: servir, sobre todo, de marco al Hombre. SU temperatura no fluctúa libremente, ya que está determinada por los estados anímicos de grandes termómetros apasionados; termómetros marca Chateaubriand o Lamartine. Por el momento, el paisaje y la literatura son tributarios de un yo, que proclama sus derechos a sufrir y amar –nuevos derechos del hombre– con furiosa insistencia. Es el imperio del egotismo. Los valores líricos comienzan a alcanzar cotizaciones fabulosas. Sus aplicaciones no tienen límite. Todo se rezuma de lirismo: los tiempos de la Sinfonía fantástica; las estancias de El lago; las barricadas; los fantoches de papá Hugo; Delacroix; las utopías sociales; las caravanas de ingenuos, desembarcando en América para fundar Icaria, la ciudad ideal de Cabet, cuyas calles están protegidas de la lluvia por marquesinas… En tal estado hiperestesia sentimental, hasta la tuberculosos cobra categoría en el nuevo congreso de los motivos literarios. Algunas frases hechas, que, desde entonces, envenenan los discursos de todos los gacetilleros artísticos, hacen su aparición con el Romanticismo: las que se refieren a la sinceridad, y al contenido humano. Lo intensamente sentido, lo sinceramente creado – lleno, pues, de contenido humano– debe, a priori, considerarse como bueno. La sensibilidad y la imaginación serán más apreciables que todas las disciplinas. El ¡Ay de mí! Simbólico, será clamado de mil maneras durante un siglo cuyos hombres llevaron el sentido de la cenestesia hasta su límite extremo. Siglo el más humano tal vez, pero el menos apto para crear un arte puro. Debe convenirse en que ha exagerado un tanto la importancia de la anécdota en la música romántica. Hay mucha literatura en ella –más de la necesaria, en muchos casos–, pero hay, sobre todo, la que, como barquilla de un globo, le han colgado los fetichistas y exégetas. Es cierto que Beethoven se nos muestra totalmente en sus Sinfonías. Pero si queréis olvidar que la Eroica le fue dictada por sus entusiasmos políticos, os encontraréis ante un monumento sonoro, que no necesita de la Conferencia leída por su autor en las Lecturas Musicales del Conservatorio “Bach” de La Habana, el 24 de enero de 1928. Los ejemplos musicales fueron interpretados por María Muñoz de Quevedo. 1 bocina de un cornac para emocionarnos. Análogamente acontece con Schumann – ignorad a Clara Wieck –y casi todos los grandes románticos. Pero no debe olvidarse que todos vivieron con el oído apasionadamente adherido a la puerta de sus propias sensibilidades, prestos a captar sus menores latidos. Muchos se encontraron tan interesantes, que se atribuyeron facultades de demiurgos: quisieron hacer una humanidad mejor; se proclamaron magos, como Víctor Hugo; pretendieron dotar al arte de una trascendencia sideral… Y su actitud de autocontemplación búdica, en la que fueron engendradas sus criaturas espirituales, motivó algunos rasgos francamente antipáticos del Romanticismo: por ejemplo, la caricatura burda de una mujer, con la que Berlioz se cree con derecho de agobiarnos en su Sinfonía Fantástica, por el mero hecho de no haber sido correspondido en sus galanteos de pequeño burgués provinciano. Wagner se salva de una continua catástrofe, a fuerza de genio. Sus virtudes cobijan todos los defectos del Romanticismo. El demonio de la literatura lo acosa. El Wagner pensador y teorizante, hace todos los esfuerzos posibles para hundir la producción del Wagner músico. Quiere llenarla de símbolos, de significados esotéricos. Si hiciéramos caso de sus intenciones, el ingenuo emigrante del cisne sería la personificación del alma selecta, incomprendida por los espíritus inferiores. “La situación más trágica de nuestra época”, afirmaba el maestro de Bayreuth. Si lo siguiéramos en sus deliquios sentimentales, descubriríamos en el Tristán –revancha estética por un adulterio frustrado– “un drama en el curso del cual su ansia de amor se viera satisfecha hasta la completa saciedad”. (Carta a Liszt). En este terreno, el hocico de Fafner, la lanza de Klingsor, arrastran tal cantidad de oscuras sugerencias filosóficas, religiosas, cosmogónicas, que renunciamos a identificarlas. Solo la óptima calidad de su materia prima, impedía que la música del compositor se hundiera lamentablemente bajo el peso de toda esa densa quincalla literaria. Los credos y las teorías preconcebidas, corrían el peligro de llenarlo todo. Con Wagner, el lirismo romántico alcanzaba su forma suprema: suprema en amplitud, suprema en egolatría. El ¡ay de mí! Era ya clamado por gigantes rubios, en un santuario laico construido para contener sus voces. Un estado pasional del compositor se volvía una formidable máquina sonora, capaz de enfermar a Nietzsche “con su infernal voluptuosidad”… “dadnos música a medida de hombre” dirá Jean Cocteau, en nuestros días. “Reclamamos pan musical…” De Wotan al Poverello Pretendiendo lo contrario, Debussy es todavía un romántico. Hasta sus últimos años, un lirismo intenso animará su música. Pero, final de una época –¿por qué pienso en Ausonio?– su sensibilidad supera en calidad a la de toda esa época. Todavía Debussy nos hace escuchar las repercusiones que en su alma tiene el espectáculo del mundo. En el Prélude à l’après-midi d’un faune, en casi todos los Preludios, en los Nocturnos, es su gran voz de poeta la que canta bajo las teclas o entre las fosforescencias de su orquesta, pero sus cantos están considerablemente aligerados de lastre literario. Concentrado en sí mismo, solo se atreve a captar las más sutiles de sus voces interiores, estilizándolas intrépidamente… Sus teorías no lo encierran en un círculo de fuego mágico. Por ello, la Música de Debussy es ya música a medida de hombre. El amor de Peleas y Melisanda –quedo arrullo– no nos agobia con el espectáculo de nuestra pequeñez, como el dúo exasperado y cósmico del Tristán. El “te amo” de Peleas, murmurado en la sombra, durante un silencio de la orquesta, nos conmueve más intensamente que todas las trompetas del Juicio Final, entonando el tema de la separación… “Gentes que lloran como usted y yo” dirá Debussy, haciendo un típico elogio de cierta escena dramática de Castor y Polux.2 Recordemos que Debussy termina su existencia escribiendo Sonantas, después de tender la mano a Rameau, por encima de un siglo al cual pertenecía, pero cuyas taras comprendió como ninguno. Con él vuelve el músico a la tierra, el paisaje cobra realidad, su temperatura es capaz de imponerse a la del hombre. Wotan cede su trono al santo de Asís. Ya Debussy quería nuevamente –como los clavecinistas, padres de Verlaine– “de la musique avant toute chose”. Cambio de Aguja El impresionismo nos hace asistir a un brusco desmoronamiento de valores sentimentales. “Ver un amanecer es mucho más útil que escuchar la Sinfonía Pastoral”, afirma valientemente el autor de Peleas. La canción no deberá ser una “canción especulativa”. Admiremos al pastor egipcio, cuyo caramillo “colabora con el paisaje”… El nacimiento d una nueva interpretación de la naturaleza, en el lienzo y en la música, nos ofrece uno de los más elocuentes síntomas de la reacción contra el romanticismo. El paisaje comienza a interesar al artista por sí mismo –por sus propios valores– sin necesitar de relaciones, de orden literario, con su sensibilidad. Los estanques de Claude Monet contienen tanta agua como el Lago de Lamartine, pero es un agua que trata de ser interesante sin la intervención de ningún lánguido paseo en bote. Asistimos a una brusca valoración de motivos externos. Los artistas abandonan sus actitudes ensimismadas de santos estilitas, y abren las ventanas al espectáculo del mundo. Una luz clara ilumina la música. Los juegos de agua, el mar, los jardines bajo la lluvia, las campanas entre las hojas, los peces de oro, las colinas bañadas de sol, viven, por varios años en la música de Debussy, Ravel, Dupont, Blanche Selva y muchos otros. Y no es que el impresionismo hubiera descubierto el paisaje. La Sinfonía Pastoral, Liszt, los “murmullos de la selva” y el grande y patético claro de luna romántico, son aportes demasiado considerables para poder olvidarse… Pero –y esto es lo importante– solo en los impresionistas comienza el paisaje a interesar como valor estrictamente musical o pictórico, en oposición con el romántico, que se cotizaba en función de su alcance sentimental. Al paisaje como pista, se prefiere ahora el paisaje como espectáculo. “Más bien la expresión de sentimiento que pintura”, escribe Beethoven en la parte de violín de la Pastoral… “este ritmo debe tener el valor sonoro de un fondo de paisaje triste y helado”, advierte Debussy en el comienzo de sus Pasos en la nieve. Esta interpretación metafórica del paisaje era el más seguro camino para un regreso a la música pura. Los impresionistas, con todos sus defectos, nos situaban en la antesala del neoclasicismo. El imperativo del Agua de Rosas “¡Esto parece un trozo de hielo derritiéndose!”, exclamó una dama obesa ante un lienzo de Claude Monet.3 2 Claude Debussy. Monsieur Croche Antidilettante. [J. Ph. Rameau] Éditions de la Nouvelle Revue Française. Paris, 1921. Esta frase torpe resumía, desgraciadamente, los vicios de una escuela. El impresionismo culminaba una época durante la cual se había intentado ampliar primero, y luego destruir, todas las formas clásicas. El padre Franck había entrevisto el peligro de tal tendencia, pero sus esfuerzos por vertebrar la dialéctica romántica estaban demasiado reñidos con las necesidades espirituales de su época. El impresionismo, apenas enunciado por el genio de Debussy, degeneraba en ríos de agua de rosas, en nubes de algodón, en paisajes de melcocha. “Los debussystas me matan afirmaba el autor de Peleas antes de morir. Un escuadrón de adolescentes sensibles trabaja el impresionismo con peligrosa gentileza. En una caza de pinceladas preciosas y enrevesadas, en un baño de brumas vacilantes, se licuaban todos los arrestos. El festín musical se volvía una pesca a mano de anguilas escurridizas. Debussy no invocaba a Rameau en vano. Los clavecinistas iban a hacer una reaparición triunfal. El nuevo anhelo de formas definidas los reclamaba. Maurice Ravel, tan agudo, tan penetrante, fue tal vez el primero en plantar un rojo semáforo en tierras del impresionismo. El mismo año en que componía su Valle de las campanas, y la Barca en el océano, su Sonatina anticipaba nuevas perspectivas. El Minuet sobre el nombre de Haydn y el clarísimo Tombeau de Couperin (iniciado en 1914), reafirmaban una orientación.4 Nada huele a pastiche en esas obras. Profundas síntesis de espíritu moderno, están dictadas por las necesidades estéticas de un momento y abren un paréntesis– paréntesis de veinte años –durante el cual se producirá un movimiento de franca aversión contra todo romanticismo. El ay de mi muere definitivamente. Generaciones llenas de optimismo, de espíritu deportivo y de sentido de la disciplina, preferirán buscar la inspiración en el circo, antes de apoyar las frentes en tumbas de novias muertas. “Basta ya de música que se escuche con el rostro entre las manos”, exclama Cocteau, resumiendo todo el espíritu de la reacción. El Regreso a la Fuga Un siglo durante el cual la música se hace escuchar con el rostro entre las manos entroniza malos ejemplos. De ahí que el regreso al terreno estrictamente musical, de una música exacerbada por inyecciones de literatura, haya sido denunciado por los espíritus obtusos, como obra de una estética cerebral, fría y desprovista de sensibilidad. Esa estética no cometía más delito que el de incorporarse nuevamente en la tradición de los clásicos, queriendo ignorar los aportes ideológicos del Romanticismo. El puente del siglo XIX había sido declarado momentáneamente, en estado de cuarentena intelectual. Los jóvenes cerraban sus entradas con banderas amarillas. El gesto era duro, pero necesario. En realidad, cuando se culpa de insensibles a los modernos, esto quiere decir que lo que realmente se echa de menos en sus obras, es la sensiblería. Mientras no se inventen medios automáticos de componer música, el contenido humano –reclamado por todos los críticos de rastro– será tan vibrante en la Sonata de Stravinsky, como en cualquier Nocturno de Chopin. Hasta en una composición hecha para epatar habrá contenido humano, ya que un exponente de buen humor es forma auténtica de lirismo… La única diferencia entre el romántico y el actual está en que el primero utiliza la sensibilidad como fin, mientras el segundo sólo la acepta como medio… Y lo importante es que con 3 4 Jean Cocteau. Le Coq et l’Arlequin. Audición del Minuet sobre el nombre de Haydn. (Maurice Ravel). nuestro siglo renace el espíritu del artesano, que era, en el fondo, el espíritu del creador primitivo y del clásico. Evoquemos la sombra, tan grata, de Monteverdi. A través de su vida, ¿no se comporta, en principio, como un perfecto romántico? ¿No llora sus tristezas en las lamentaciones de su Orfeo, compuestas junto al lecho de su esposa agonizante? ¿Y no fue una fe profunda la que dictó las Pasiones de Bach? No era Haendel un temperamento colérico y apasionado?... Aquí cabe un paralelo un tanto arbitrario, entre la estética de los compositores clásicos y la de los pintores actuales. Para estos últimos, el modelo –desnudo, frutas, retrato– solo sirve como medio para crear un objeto plástico, un conjunto de formas desconectads de la realidad, pero henchidas de valor pictórico. Un cuadro y nada más que un cuadro… Para un Bach, Haendel o Mozart, la fe, el sufrimiento, el amor, son utilizados como el desnudo o la fruta del lienzo del pintor actual, es decir, como caminos que permiten la creación de un objeto musical, que se basta a sí mismo, y es capaz de conmovernos sin la intervención de ningún elemento ajeno. De ahí que al enfrentarnos con el arte eminentemente objetivo del Bach de ayer o del Stravinsky de hoy, pensemos en la existencia y renacimiento de cierto espíritu artesano. Un oratorio de de Juan Sebastián o un oratorio de Stravinsky, se nos muestran henchidos de contenido humano. Per advertimos que la preocupación por el problema de oficio, y un sentido escolástico de la disciplina, sirven de filtro a toda broza lìrica. Solo la obra a realizar interesa a estos hombres. Son, ante todo, prodigiosos estilizadores. Por ello su música ofrece una tan completa y lapidaria sensación de equilibrio. Es algo que existe por derecho propio. Por su parte, los clavecinistas nos hicieron asistir a verdaderos milagros sonoros. Crearon un arte bastante deshumanizado para situarse en el tiempo, y bastante humano para ue lo amemos íntimamente. Es un arte que no se deja tocar on las manos, pero que puede contemplarse muy de cerca. Couperin y Rameau tienen una distinción de musas5 Musicalia, mayo–junio de 1928. (Terminará en el número próximo) 5 Audición de La Mandolina de Couperin y La llamada de los pájaros de Rameau.