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Algunos recuerdos sobre J. N. Bialik
Por JACOBO BOTOSCHANSKY
Especial para Judaica
ANATOLE France ha dicho que cuantas veces uno escribe memorias sobre alguna
personalidad ilustre, otras tantas escribe sobre sí mismo. El hombre, por lo visto, es mucho
más un animal individual que social.
Y he aquí que yo me propongo anotar algunos recuerdos sobre Jaime N. Bialik, a quien
he tenido la suerte de conocer muy bien. Más aún: he sido oyente del curso que sobre la
Biblia dictara en la famosa academia talmúdica (Yeschiva) de Odesa y en el que fue para
los alumnos no sólo un maestro, sino también un compañero. Siempre que se presentaba la
ocasión, cantaba y bailaba con ellos a la antigua manera jasídica. Y yo he de empezar no
con el grande poeta, sino con mi propia insignificancia.
Como uno de los tantos millares de jóvenes judíos de Besarabia y de Ukrania, yo me
encaminé a Odesa no solamente para adquirir instrucción, sino también para ver a Bialik.
Odesa era de la Palmira de la Rusia meridional, una ciudad dotada de instituciones de
cultura, de teatros, de escritores célebres, de famosos barrios ricos y pobres, de
renombradas personalidades luminosas y obscuras, y atraía hacia ella, como por obra de
encantamiento, a la juventud de las poblaciones más pequeñas. Pero para la juventud
israelita educada dentro de la vieja cultura hebraica, el punto de atracción más poderoso de
Odesa lo constituía el poeta hebreo J. N. Bialik, que era más que un poeta: era un profeta y
una leyenda. Uno de sus poemas comienza con estas palabras: “Yo he sido enviado por
Dios hacia vosotros”; otro empieza así: “Ven y vé a la ciudad de la matanza”, dicho
también en nombre de Dios. Y nosotros lo tomábamos no como una simple forma poética
que empleaba el bardo, a semejanza de los pseudo-clásicos que utilizaron las formas
clásicas, sino como una verdadera profecía. Siendo ya casi librepensadores, creíamos, sin
embargo, que Dios le hablaba a Bialik... Cómo concordaba el librepensamiento con
semejante creencia me resulta un misterio. Eso se debió a la influencia del hechizo y de la
fuerza de Bialik. En cierta ocasión he oído decir a un obrero consciente, socialista, que
Bialik percibía el canto de los ángeles y lo repetía luego. Librepensamiento y Dios,
socialismo y ángeles...
Bialik era la leyenda de la juventud israelita educada en la arcaica cultura hebrea gracias
también a su poema “Hamatmid”, cántico del seminarista judío que pierde su juventud
sobre los vetustos folios enmohecidos y que no tiene el valor de mirar a la calle, el amplio y
soleado mundo. Con ese poema, en el fondo piadoso, Bialik nos arrancó de los nidos
carcomidos mucho más que los viejos poetas hebreos con sus versos heréticos. Bialik nos
enseño a amar el sol. En uno de sus poemas dice que si Dios hubiese colgado siete soles en
el cielo tampoco entonces se habría saciado su alma sedienta de luz. Y nos enseñó a amar
las helada y la nieve; sus poemas del invierno son, probablemente, los más vigorosos que
existen en la poesía universal sobre este tema. Hay en ellos una alegría del vivir y una
identificación con el cosmos que enciende la sangre. Si un león pudiera componer versos,
los haría como Bialik escribió sus poemas de invierno. Y junto con la fuerza hay en ellos
mucho retozo. El poeta se alegra con cada copo de nieve, con cada florecilla formada por la
helada en los vidrios. Bosques enteros han crecido para él en las ventanas...
Y también nos enseño Bialik a amar bellamente. En sus poemas refulgían los ojos
negros de Lilith y los ojos bondadosos de la Sulamita. Su poema “Acógeme bajo tus alas”
pertenece a las canciones lírico-eróticas más delicadas y conmovedoras de la poesía
universal.
Y heme aquí en Odesa. Desde el mismo barco me propuse ir a ver a Bialik, pero
transcurrió un día, un segundo, un tercero y otros más y no se le veía a Bialik. No acudía a
la “yeschiva”, no se le descubriría en la calle, en su casa estaba y no estaba y tampoco venía
los sábados a la sinagoga “Iavne”.
La primera vez que lo vi fue en una asamblea tumultuosa de la sociedad “Mefitze
Hascala”. Ya no recuerdo qué asunto se trataba allí, aun cuando hicieron uso de la palabra
oradores ilustres, y entre ellos, el orador entonces más eminente de Odesa: Wladimiro
Jabotinsky. ¿Quién se preocupaba de los oradores si en la asamblea se hallaba Bialik? No
se encontraba éste a la cabecera, sino que andaba rondando por el salón como un viento y la
juventud pululaba en torno de él. Muchas veces he visto ya en mi vida cómo la juventud
ronda alrededor de una personalidad ilustre, cómo causa alboroto y le pide autógrafos, pero
girar como lo hacía alrededor de Bialik no lo he visto jamás. En tales casos suele
predominar la ligereza, la bonhomía y si quereis, hasta el juego erótico de parte de las
mujeres; todo eso no existía alrededor de Bialik, debido, tal vez, a que en torno de él
rondaban solamente los hombres. Mujer que conociera el hebreo era entonces una “rara
avis”. La gente se agolpaba alrededor de Bialik como en torno de un santo. Quería sentir su
aliento, tocar su cuerpo, escuchar una palabra suya. Y él contaba entonces solamente treinta
y ocho años de edad...
Lo miré en forma escrutadora. Su aspecto difería a entonces de su retrato, de esa popular
fotografía suya en la que parecía un cándido joven provinciano. Ya no llevaba barba; iba
afeitado. Era de estatura baja, rubio oscuro, de recia contextura y parecía uno de sus propios
protagonistas toscos, de esos que pintara en sus contados cuentos: hombres simples, sanos,
enteros y acabados, sin quebrantamientos intelectualistas y sin preocupaciones por el dolor
universal; tenía labios gruesos, sabrosos y sensuales. En su cabeza refulgía ya más que una
media luna. Sus ojos contenían ardor, y más que ardor, brillo y distracción. Se tenía la
sensación de que sus ojos, y junto con ellos sus pensamientos, no estaban allí donde él
estaba, sino en otro lado...
En aquella asamblea hubo algo que excitó a Bialik y estuvo reprendiendo, irritado, y
hasta él se llegaron a ratos sus adversarios ideológicos, tanto los del ala socialista –a cuyo
frente se hallaba el ahora famoso dirigente comunista judío de la U.R.S.S.A Mereyin- como
los del sector asimilador –encabezados por la interesante personalidad de Menasche
Margulis, entonces octogenario –y todos se empeñaron en apaciguarlo. Los adversarios
sentían respeto por él y hasta le temían.
La primera vez que lo vi a Bialik parecía un profeta irritado. Cuando se le apaciguó,
sonreía como un niño y parecía estar envuelto en luminosidad. La segunda vez lo vi más de
cerca. Fue en la “yeschiva”. No era en un día de semana, sino de fiesta: Purim, día en que
es obligatorio estar alegre y está permitido hacer niñerías, como en carnaval. Bialik trajo
una nueva canción popular en idisch, que trató de traducir al hebreo. Una canción que
hablaba de un compañero Mijel que sabía fabricar un violín y una trompeta y una
harmónica, y sabía tocar en todos esos instrumentos y sabía también fabricar un judihuelo.
Bialik imitó más o menos todos esos instrumentos, pero lo que mejor imitó fue cómo gemía
el judillo...
No tardó mucho Bialik en desatarse. Fue despojándose poco a poco de lo celestial para
convertirse en pura carne y sangre danzante y cantante. Sus labios brillaban más que sus
ojos. Hizo rueda con todos y se puso a bailar. Varias decenas de mozos lo acompañaron y
cada uno de ellos parecía estar en contacto con él. Y así se formó una extraña rueda: todos
lo tenían asido y él bailaba no como un individuo, sino como un grupo entero, cual si
bailara delante de todo el pueblo. Y parecía que todos bailaban su “Alegre” y que sus
palabras danzaban y clamaban.
En aquel momento veía yo no al profeta Bialik, no al poeta hebreo, sino al hombre de
pueblo, al poeta judío.
Luego lo vi muchas veces por las calles de Odesa, paseando abstraído, embebido.
Golpeaba las piedras con sus piernas pesadas y con su bastón más pesado aún, mientras que
su mirada vagaba allá lejos, en el cielo. Con frecuencia iba acompañado de su esposa, mas
se olvidaba de ella, se adelantaba y la dejaba atrás y cuando había caminado un para de
cuadras se daba vuelta y la llamaba: “¡Jaique!” (Este era su nombre).
Idéntica abstracción demostraba al dictar su curso sobre la Biblia. Hablaba, hablaba, es
encendía y opinaba, y de pronto se ponía a cavilar, porque sus lecciones las dictaba en ruso,
idioma que conocía pero que le era extraño (el gobierno había promovido emplear otra
lengua que no fuera el ruso), pero más a menudo se ponía caviloso por impulso de su
pensamiento.
Preocupábanle a la sazón no sólo los pensamientos poéticos, sino también los
comerciales. Como muchos otros hombres de espíritu, tenía la debilidad de demostrar que
era capaz de ser un hombre práctico, y se entregó al comercio. Primeramente abrió una
imprenta y luego fundó una gran editorial hebrea.
Su musa enmudeció temprano. A los cuarenta años casi dejó de escribir. El dirigente
sionista M. Usischkin observó: “El comerciante nos privó del poeta”. Había en estas
palabras una dosis de verdad, pero lo cierto es que Bialik dejó de escribir poesías porque se
dedicaba también a trabajos de historia literaria. Fue uno de los principales eruditos de la
literatura hebraica antigua y moderna y con sus trabajos infundióle nueva vida, hasta el
punto de revificarla casi. Pugnaban dentro de él el poeta, el comerciante y el erudito, y el
poeta salió perjudicado más que todos....
Esta lucha fue la causa de su distracción, que adquirió su máxima expresión en sus
conferencias. Estas resultaron turbulentas, profundas, caóticas e inconclusas. Después de
sus disertaciones solía sentarse con los alumnos para conversar y hasta para cantar. Ya
hablaba no siempre de materias superiores. Gustábale contar chistes, a veces de color
subido. En tales casos sus labios jugosos tomaban una expresión sensual y parecía que no
era Bialik, sino un epicúreo al cien por ciento, una sibarita.
Una noche me hallaba en su casa particular. Un joven poeta judío le había traído un
cuaderno de poesías. Bialik las leyó y quedó bien impresionado. Gustábanle los poetas
jóvenes y los amparaba. Al joven poeta lo palmoteó en el hombro y lo indujo a escribir en
hebreo. Luego estuvo paseando con él por el patio, golpeaba con su pesado bastón y decía:
“Otro cuaderno de poesías. Lindas poesías. ¿Pero qué? ¿Y la finalidad?” No aludía a la
finalidad individual práctica, sino a la finalidad para el pueblo judío.
Aquella noche refulgió en mi celebro la primera chispa de mi oposición hacia él: “Qué
significa finalidad?” –me dije- “¿Por qué no son una finalidad los versos hermosos? ¿Qué
otra finalidad puede haber para un poeta que los bellos versos?” Bialik estaba ya sumido en
silencio en aquel entonces. Había entonado ya su canto de cisne, en el que se comparó a
una ramita que se había subido a un tapial y se quedó dormida. Hízose pesimista, perdió la
fe en el poder vital de las masas judías en el “galuth” y se sentía dominado por la idea de
salvar a una parte de los judíos en Palestina.
Este Bialik se me fue haciendo cada vez más extraño. Yo me sentía cercano al Bialik
profeta iracundo y más todavía, al poeta delicado. Su hebreo tenía la frescura del rocío, el
calor de un primer beso, la pureza del hombre primitivo. Mucho más cercano me era Bialik
poeta popular y hombre de pueblo, aquel que había llorado el llanto de las masas y cantaba
su cántico y que bailaba tanto y tan desesperadamente hasta tornarse alegre. Bialik, el
sionista pesimista, se me fue haciendo cada vez más extraño. En los últimos años reavivóse
en él, en parte, la juventud, la que halló su expresión en canciones infantiles
extraordinarias, canciones que debieran ser traducidas a todas las lenguas.
La última vez lo vi hace algún tiempo, en París. Frisaba a la sazón de los cincuenta. Su
paso era más pesado, sus ojos encerraban aún ardor, pero ya no brillo. Nuevamente se
trataba de una gran asamblea. Los estuve mirando y yo me acerqué a él. Pensé que no me
reconocería. Su mirada chocó con la mía, y me hizo seña para que me acercara. Me
preguntó por qué no me había acercado solo. Le repliqué que yo era un discípulo que se
había rebelado contra su maestro y seguía otro camino. Hablábamos en hebreo. De pronto
me preguntó en idisch:
- - ¿Pero eres judío?
Lo miré y no di con la palabra para contestarle. Me armé de valor y le dije:
- - Así como usted tiene objeciones contra mi judaísmo, yo las tengo contra el suyo.
El me estuvo observando. Sus ojos volvieron a adquirir brillo y me decían:
- - ¡Habla!
Yo le hice recordar que en cierta ocasión, en una encuesta que un diario ruso de Odesa
realizó entre muchos personajes famosos acerca de los deseos que formularían con motivo
del advenimiento del año nuevo, él había contestado: “Mis deseos no tienen nada de común
con el año nuevo ruso”, y le declaré que esa respuesta no me había gustado ya entonces,
porque nosotros tenemos mucho de común con todo el mundo. El me miró, irritado y dijo:
- - El mundo... el mundo... ¿Dónde está ese mundo?....
En aquel momento parecía un profeta iracundo.
Despidióse de mí con un amistoso y cálido apretón de manos. Había descubierto en mía
a muchos perdidos discípulos suyos...
Publicación mensual “JUDAICA”
Director: Salomón Resnick
BuenosAires, JULIO 1934
Nº 13
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