Visualização do documento Lawhead, Stephen R - La Canción de Albión Vol 3 - La Última Batalla.doc (1122 KB) Baixar Stephen Lawhead La última batalla 6 STEPHEN LAWHEAD La última batalla LA CANCIÓN DE ALBIÓN III Traducción de M.a José Vázquez CÍRCULO de LECTORES ÍNDICE 1 LLAMAS TENEBROSAS 2 TRES PETICIONES 3 LA FIESTA DE BODAS 7 12 22 4 UNA HERMOSA NOCHE DE TRABAJO 5 UN BUEN CONSEJO 36 30 6 CYNAN DOS TORQUES 41 7 EL REGRESO DE LOS CUERVOS 8 EL CYLCHEDD 46 55 9 ALBAN ARDDUAN 64 10 EL HIJO DEL PODEROSO REY 70 11 LA CACERÍA DEL JABALÍ 80 12 EL REGRESO DEL REY 86 13 EL MOLINO DEL AIRD RIGH 14 INTRUSOS 91 96 15 LA RIQUEZA DE UN NIÑO 103 16 LA BÚSQUEDA 108 17 CABALGADA NOCTURNA 114 18 EL GEAS DE TREÁN AP GOLAU 19 TIR AFLAN 127 20 EL SIABUR 133 21 EL SLUAGH 140 120 22 ABRIGO AMARILLO 23 CROM CRUACH 147 154 24 EN EL INTERIOR DE LA TORRE 161 25 EL BOSQUE DE LA NOCHE 26 YR GYREM RUA 166 172 27 EL AWEN DE LA BATALLA 179 28 EN LA CARRETERA 185 29 ¡VUELA, CUERVO! 194 30 VOCES DE MUERTOS 200 31 BWGAN BWLCH 205 32 EXTRANJEROS 212 33 EL REGRESO DEL ERRABUNDO 34 LA TRAMPA 35 TREF-GAN-HAINT 218 223 228 36 BATALLA NOCTURNA 234 37 LA HEROICA HAZAÑA 242 38 FUEGO RESPLANDECIENTE 39 EL NUDO SIN FIN GLOSARIO 250 261 267 Dedicado a Jan Dermis «Puesto que el mundo no es más que una historia, hicisteis bien en comprar la historia más perdurable en lugar de comprar la historia menos perdurable.» El juicio de san Columkill (San Columbán de Escocia) Escucha, oh Hijo de Albión, las palabras proféticas: Laméntate y entristécete, porque el dolor asuela Albión en tres frentes. El Rey de Oro tropezará en su reino con la Roca de la Contienda. El Gusano de ardiente aliento reclamará el trono de Prydain; Llogres se quedará sin señor, pero Caledon se salvará. La Bandada de Cuervos acudirá en tropel a sus umbrías cañadas, y el graznido será su canción. Cuando la luz de los derwyddi se apague y la sangre de los bardos reclame justicia, los Cuervos extenderán sus alas sobre el bosque sagrado y el montículo sacrosanto. Bajo las alas de los Cuervos se instalará un trono. Sobre ese trono, un rey con una mano de plata. En el Día de la Lucha, las raíces y las ramas se intercambiarán los lugares, y el fenómeno será considerado una maravilla. El sol se apagará como el ámbar, la luna esconderá su faz: la abominación contaminará la tierra. Los cuatro vientos se pelearán entre ellos con ráfagas terribles; el estruendo se oirá hasta en las estrellas. El Polvo de los Antepasados se alzará hasta las nubes; la esencia de Albión se dispersará y desgarrará en la lucha de los vientos. El mar se levantará con potentes voces. No habrá ningún puerto seguro. Arianrhod duerme en su promontorio rodeado por el mar. Aunque muchos la busquen, no la encontrarán. Aunque muchos la llamen, ella no los oirá. Sólo el beso casto la devolverá a su lugar. Entonces surgirá el Gigante de la Maldad y aterrorizará a todos con el hábil filo de su espada. Sus ojos vomitarán fuego; sus labios gotearán veneno. Con su enorme hueste asolará la isla. Todos los que se le enfrenten serán barridos por el río de perversidad que fluye de su mano. La Isla de la Fuerza se convertirá en una tumba. Todo esto va a sobrevenir por obra del Hombre Cínico, que, montado en su corcel de bronce, siembra un infortunio tan grande como calamitoso. ¡Alzaos, hombres de Gwir! ¡Empuñad las armas y enfrentaos a los hombres malvados que hay entre vosotros! El fragor de la batalla será oído en las estrellas del cielo, y el Año Grande avanzará hacia su consumación final. Escucha, Hijo de Albión: la sangre nace de la sangre. La carne nace de la carne. Pero el espíritu nace del Espíritu y con él permanece por siempre jamás. Antes de que Albión sea una, debe ser realizada la Heroica Hazaña y debe reinar Mano de Plata. Banfáith de Ynys Sci 1 LLAMAS TENEBROSAS Un fuego consume Albión. Un extraño, latente e invisible fuego de tenebrosas llamas. Hierve, se agita y arde alimentando en su negro y candente corazón llamas de oscuridad. Arde invisible e ignoto. Esas llamas de oscuridad son insaciables; crecen y se propagan con avidez, consumiéndolo todo, destruyéndolo todo. Aunque invisibles, su calor abrasa, quema, seca la carne y los huesos; agota la fuerza y debilita la voluntad; marchita el valor, corroe el coraje y convierte el amor y el honor en duros y negros rescoldos. El fuego tenebroso es un maligno y ancestral enemigo, más antiguo que la tierra. No tiene rostro, ni cuerpo, ni piernas o brazos contra los que se pueda combatir y luchar, y mucho menos apagar o vencer. Sólo llamas, insidiosas lenguas de fuego y latentes chispas oscuras que arden y se esparcen con las ráfagas del viento. Y nada puede prevalecer contra el tenebroso fuego. Nada puede resistirse a la incansable e insaciable corrupción de las invisibles llamas. No se apagará hasta que todo lo que existe en el mundo quede reducido a frías cenizas. La piel de buey de la puerta se corrió y Tegid Tathal entró en la cabaña. Con aguda mirada escrutó la oscuridad; había recuperado la vista. Su ceguera había sido sanada o por lo menos transmutada en visión por las curativas aguas del lago. Al verme sentado sobre la paja que cubría el suelo me preguntó: —¿Qué estás haciendo? —Pensar —repliqué, mientras doblaba uno tras otro los dedos de mi mano de plata. ¡Mi mano! Era la encarnación de la belleza en hermosa y perfecta plata. Un tesoro de inimaginable valor. Un regalo, quizá la recompensa a un guerrero, que me había hecho una deidad con un sentido del humor muy peculiar. Muy peculiar, sin duda. Tegid aseguraba que era un regalo de Dadda Samildanac, de la Mano Firme y Segura. Decía que era el cumplimiento de la promesa hecha por el señor del bosquecillo. La Mano Firme y Segura, por medio de su mensajero, otorgó a Tegid la gracia de su visión interior y a mí me hizo el regalo de aquella mano de plata. Tegid me observó con curiosidad mientras yo seguía perdido en mis meditaciones. —¿Y en qué estás pensando? —me preguntó al fin. —En esto —repuse alzando la mano de metal—. Y en fuego. En un tenebroso fuego —añadí. Aceptó mi respuesta sin plantear más preguntas. —Ahí fuera te están esperando —se limitó a decir—. Tu pueblo quiere ver a su rey. —Necesitaba estar solo un rato. Tenía que pensar. Hasta la cabaña llegaba el griterío de la fiesta; la celebración de la victoria duraría varios días. Meldron, el Gran Sabueso, había sido derrotado y sus seguidores ajusticiados; la sequía había terminado, la tierra había vuelto a la vida y los supervivientes daban rienda suelta a la felicidad que los embargaba. Pero yo no compartía esa felicidad porque su salvación y su alegría significaban, ni más ni menos, que mi estancia en Albión había concluido. Mi tarea había terminado y debía marcharme, aunque todas y cada una de las fibras de mi cuerpo lo negaran. Tegid se acercó y se arrodilló para no tener que hablarme desde un plano elevado. —¿Qué pasa? Antes de que pudiera responderle, la piel de buey de la puerta se corrió de nuevo y entró el profesor Nettleton. Saludó con gesto grave a Tegid y se dirigió a mí diciéndome simplemente: —Es hora de partir. Como no le contesté continuó: —Llew, ya hemos hablado de este asunto. Y estuvimos de acuerdo. Hay que hacerlo; y cuanto antes mejor. La dilación sólo empeorará las cosas. Tegid miró al hombrecillo fijamente y dijo: —Es nuestro rey. Como Aird Righ de Albión está en su derecho... —Por favor, Tegid. Nettleton sacudió la cabeza despacio y apretó los labios con gesto firme. Se acercó a mí y me miró fijamente. —No le está permitido a ningún hombre permanecer en el Otro Mundo. Lo sabes perfectamente. Viniste a buscar a Simon para obligarle a regresar y ya lo has conseguido. Tu tarea aquí ha terminado. Es hora de volver a casa. Tenía razón; lo sabía muy bien. Sin embargo, la sola idea de marcharme me desgarraba el corazón. No podía. Lejos de allí no era nada; no tenía vida. Un mediocre estudiante extranjero, un triste graduado carente de casi todo lo que es esencial para el hombre, sin amigos y sin el amor de una mujer; un perpetuo universitario sin ninguna meta en la vida salvo aspirar a alguna beca, y eludir las responsabilidades para prolongar al máximo la estancia en los protectores claustros de Oxford. La única vida real que había conocido estaba en Albión. Marcharme de allí significaría morir y no me sentía con fuerzas para enfrentarme a ello. —Pero aún tengo que hacer muchas cosas aquí —aduje, casi al borde de la desesperación— . Tengo que... Además, ¿por qué me han dado esto? —añadí alzando la mano de plata. El frío apéndice de metal brillaba apagadamente en la oscuridad de la cabaña; la intrincada tracería de oro finamente labrada en su superficie destacaba en la delicada tonalidad de la plata. —Vamos —dijo el profesor instándome a que me levantara—. No lo hagas más difícil todavía. Vayámonos ahora mismo, y con la mayor discreción posible. Me levanté y salí tras él de la cabaña. Tegid nos siguió sin decir nada. Fuera resplandecían las hogueras de la fiesta; las llamas se alzaban en el apagado crepúsculo. Alrededor de las hogueras la gente se divertía; entre el alegre tumulto llegaban hasta nosotros retazos de canciones. No habíamos dado ni dos pasos cuando se nos acercó Goewyn con una jarra en una mano y una copa en la otra; detrás de ella una doncella llevaba una bandeja con pan y carne. —Imaginé que tendrías hambre y sed —se apresuró a explicar mientras echaba la cerveza en la copa—. Lo siento, pero es todo lo que he podido reservarte. Ya no queda más. —Gracias —le respondí. Al coger la copa dejé que mis dedos reposaran sobre su mano. Goewyn sonrió y me di cuenta de que no podía irme sin decirle lo que se escondía en el fondo de mi corazón. —Goewyn, debo decirte... —empecé. Antes de que pudiera acabar, un jubiloso grupo de guerreros se acercó instándome a que me uniera a ellos en la fiesta. Goewyn y la doncella fueron apartadas sin ceremonias. —¡Llew, Llew! —gritaban los guerreros—. ¡Salve, Mano de Plata! Uno de ellos llevaba en la mano un anca de venado que me ofreció insistentemente hasta que le hube dado un buen bocado. Otro vio mi copa y me sirvió cerveza de la suya. —¡Sláinte, Mano de Plata! —gritaron todos cuando me la llevé a los labios. Los guerreros parecían dispuestos a llevarme en volandas con ellos, pero Tegid intervino. Les explicó que yo deseaba caminar entre la gente para disfrutar de la fiesta y les rogó que protegieran la tranquilidad del rey, alejando de mí a todo el que pudiera molestarme empezando por ellos mismos. Mientras los guerreros se alejaban ruidosamente, apareció Cynan. —¡Llew! —exclamó propinándome un tremendo palmetazo en el hombro— ¡Por fin te encuentro! Llevo horas buscándote. ¡Acompáñame, bebe conmigo! Brindaremos por tu dignidad real. ¡Que tu reinado sea largo y glorioso! —y echó cerveza de su copa en la mía, que ya estaba a rebosar. —¡Que nuestras copas rebosen siempre! —añadí mientras la cerveza se derramaba por mi mano. Cynan se echó a reír. Bebimos y antes de que pudiera llenar de nuevo mi copa, me apresuré a pasársela a Tegid. —Creí que hacía tiempo que se nos había acabado la cerveza —dije—. No tenía idea de que quedara tanta. —Es la última —comentó Cynan mirando el contenido de su copa—. Cuando se haya acabado, tendremos que esperar a que los campos sean labrados y crezca el grano. Pero hoy — añadió con una carcajada—, hoy tenemos cuanta necesitamos. Cynan, con su resplandeciente cabellera roja, con sus brillantes ojos azules y la copa llena de cerveza, parecía tan exultante de vida y tan feliz de disfrutar de aquellos momentos, tras los horribles acontecimientos de los pasados días, que no pude sino unirme a su alegría; me eché a reír aunque el corazón me pesaba en el pecho como una losa. —Más aún, hermano —le dije—. ¡Somos hombres libres y estamos vivos! —¡Desde luego! —exclamó el príncipe. Me echó el brazo al cuello y me atrajo hacia él en un cariñoso abrazo. Así entrelazados, dediqué un silencioso y triste adiós a mi hermano de armas. Bran y algunos de los Cuervos se nos acercaron y me saludaron y aclamaron como rey jurándome eterna lealtad. También acudieron los reyes Calbha y Cynfarch. —¡Salud, Llew! —dijo Calbha—. Que tu reinado continúe como ha empezado. —¡Que te acompañe siempre la prosperidad —añadió Cynfarch— y que la victoria corone todas tus batallas! Les di las gracias y les rogué que me excusaran, pues había visto que Goewyn se alejaba del grupo. Calbha se dio cuenta de que mis ojos estaban clavados en ella y me dijo: —Ve, Llew. Ella te está esperando. Ve. Yo me apresuré a marcharme. —Tegid, tú y el profesor disponed el bote. Enseguida me reuniré con vosotros. El profesor Nettleton echó una rápida ojeada al cielo y dijo: —Ve si crees que debes hacerlo, pero date prisa, Llew. La hora-entre-horas no puede esperar. Alcancé a Goewyn cuando pasaba entre dos casas. —Ven conmigo —le dije—. Debo decirte algo. La muchacha no contestó; dejó la jarra en el suelo y me tendió la mano. Yo se la cogí y la conduje entre el laberinto de cabañas hasta el límite del crannog. Nos deslizamos entre las sombras del muro de la fortaleza y salimos por las puertas desprovistas de vigilancia. Goewyn permanecía en silencio mientras yo buscaba torpemente las palabras que expresaran lo que le quería decir. Ahora que me prestaba toda su atención, no sabía por dónde empezar. La joven me miraba; en la desmayada luz del crepúsculo sus ojos brillaban grandes y oscuros, los rubios cabellos le resplandecían como plata pulida y tenía la piel pálida como el marfil. Una delicada torque relucía en su garganta como un collar de luz. Era en verdad la mujer más bella que jamás había conocido. —¿Qué ocurre? —preguntó al fin—. Si hay algo que te causa infelicidad, cámbialo. Ahora eres el rey y a ti te corresponde decir cómo deben ser las cosas. —Me parece —repuse con tristeza— que hay algunas cosas que ni siquiera un rey puede cambiar. —¿Qué ocurre, Llew? —preguntó ella de nuevo. Titubeé. Ella se me acercó aguardando la respuesta. La miré; estaba bellísima en la decreciente luz. —Te amo, Goewyn —dije. Ella sonrió y sus ojos brillaron de alegría. —¿Y eso es lo que te hace infeliz? —bromeó, acercándose aún más. Alzó los brazos y entrelazó los dedos en mi nuca—. Yo también te amo. Ya ves. Ahora los dos juntos podremos sentirnos muy desgraciados. Sentí su dulce aliento en la cara. Deseaba cogerla en mis brazos y besarla. Ardía de pasión. Pero me limité a apartar la vista de su rostro. —Goewyn, me gustaría pedirte que fueras mi reina. —Y si me lo pidieras —contestó con voz dulce y acariciadora—, aceptaría... como he hecho tantas veces en el fondo de mi corazón. Su voz... podría vivir dentro de aquella voz. Podría existir en ella, perderme completamente, feliz de no oír nada más excepto su armonía. Tenía la boca seca y me esforcé por tragar el grumo de arena que de pronto parecía atenazarme la garganta. —Goewyn... yo... —¿Llew? —Había captado la desesperación de mi voz. —Goewyn, no puedo... no puedo ser rey. No puedo pedirte que seas mi reina. La muchacha se irguió y se apartó de mí. —¿Qué quieres decir? —Quiero decir que no puedo quedarme en Albión. Debo marcharme. Debo regresar a mi mundo. —No lo entiendo. —Yo no pertenezco a este mundo —empecé a decir con considerable torpeza, pero una vez hube empezado tuve miedo de callar—. Éste no es mi mundo, Goewyn. Soy un intruso; no tengo derecho a quedarme aquí. Es la verdad. Sólo vine aquí por Simon. Él... ... 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