Poética de la nostalgia

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Poética de la nostalgia
Seguramente, más de un melómano que sienta un especial afecto por determinada
composición o que experimente una emoción incomparable a cualquier otra cuando
escucha una obra en concreto sienta auténtica envidia de quien cierto día escucha esa
pieza por primera vez. Más de uno siente esto cuando escucha por enésima vez algo de
Piazzolla, especialmente esas composiciones dominadas por melodías tan emotivas
como sencillas que van directas al corazón el oyente. Pensemos en Adiós Nonino, en
Chiquilín de Bachín o en Oblivion; por más que las escuchemos siempre nos
conmueven pero, ojalá pudiéramos experimentar la sensación indescriptible de quien las
escucha por primera vez, de quien sabe que acaba de descubrir algo maravilloso que ya
le acompañará toda la vida. Y lo curioso del caso es que estas pequeñas joyas a veces no
parecen gran cosa, al menos sobre el papel; una melodía más o menos inspirada, unas
armonías más bien sencillas... Pero, como decía Mahler, en la partitura está escrito
todo... menos lo esencial. Y eso, lo esencial, es lo que experimentamos al escuchar esta
música tan especial, de una sencillez que desarma, que sin dejar de ser tradicional nos
resulta nueva del todo, que puede ser incluso previsible pero nunca anodina, y a menudo
nos sorprende por cómo trata algo simple, casi obvio, y de un modo que nos llega a
conmover.
Piazzolla, nacido en Mar del Plata en 1921 y fallecido en Buenos Aires en 1992,
constituye un caso, si no único, sí muy especial en el panorama musical del siglo XX.
Para el compositor Giya Kancheli “Piazzolla estaba muchísimos kilómetros por
adelante de todos nosotros” según manifestó en 1997 al violinista Gidon Kremer. Pero,
¿qué tenía, qué tiene, de nuevo su música? En un sentido estricto es de lo más
tradicional, aunque siempre resulte tan nueva, tan fresca, tan imaginativa. Él estaba
convencido de llevar a cabo una auténtica revolución musical en el mundo del tango
pero su lenguaje en realidad estaba alejado de cualquier vanguardia; por ejemplo, nada
tenía que ver con el serialismo, su música seguía siendo tonal y siempre lo fue. Pero,
como afirmó en 1983 a un periodista cuando le preguntó acerca de su ideología, “creo
en la vanguardia, en la libertad, en la revolución”. Ciertamente llevó una revolución,
una renovación completa, al mundo del tango, pero más allá del tango, su música nada o
poco tiene que ver con la vanguardia. Así pues, ¿qué hace tan nueva esta música que al
tiempo nos resulta extrañamente familiar cuando la escuchamos por primera vez?
Probablemente el modo de tratar la tonalidad tradicional sin cuestionarla; una opción
similar, aunque desde premisas distintas, a las de los compositores especialmente
activos el último tercio del siglo XX, como David del Tredici que manifestó que “para
mí, la tonalidad fue un descubrimiento arriesgado. Crecí en un clima en el que, para un
compositor, solamente la disonancia y la atonalidad eran aceptables. En este momento,
la tonalidad es algo excitante para mí. Creo que yo la he inventado, y en cierta forma lo
he hecho. Cuando eres compositor tienes que sentir que, hasta cierto punto, estás
haciendo algo completamente nuevo”. Probablemente, los compositores vivos que
conforman el programa del presente disco podrían hacer suyas las palabras de David del
Tredici. Y Piazzolla, a su manera, desde esa sencillez a la que aludíamos, supo crear
algo nuevo e inconfundible, y que además, en muchos momentos, tiene la capacidad de
emocionar. Discípulo de Alberto Ginastera en Buenos Aires y de Nadia Boulanger en
París, halló una voz personal de influencias definibles e identificables pero, como
decíamos, inconfundible.
Exquisita muestra de todo esto es una de sus piezas más hermosas, Tanti anni prima,
que abre el programa de este disco. Genuinamente piazzolliana, nostálgica y bellísima,
la melodía parece surgir directamente de la armonía, o al revés; que la armonía se basa
en las características propias de la melodía. En todo caso es un ejemplo más de cómo
melodía y armonía se funden y confunden en Piazzolla. Tanti anni prima (Hace tantos
años) forma parte de la música que Piazzolla compuso para la película Enrico IV de
Marco Bellocchio, basada en la pieza homónima de Luigi Pirandello y estrenada en
1984 con Marcello Mastroianni y Claudia Cardinale en los papeles principales. A
Bellocchio le encantó la música que Piazzolla compuso para la película y halló en ella
“fuertes puntos de contacto” con el personaje del rey Enrique IV. De la música para esta
película ha obtenido justa fama Oblivion, una auténtica obra maestra piazzolliana, pero
la belleza de otros momentos, como Tanti anni prima, no puede pasarse por alto; es una
de esas joyas de Piazzolla que hacen que sintamos envidia hacia quien la escuche por
primera vez como decíamos al principio. Tanti anni prima fue compuesta para oboe y
piano, y esa es la versión que figura en la banda sonora de la película de Bellocchio, si
bien aquí la escuchamos para violín y piano.
La nostalgia, esa característica básica, definitoria y genuina de la música de Piazzolla, la
encontramos en otros momentos del programa del presente disco, como en la pieza
inmediatamente posterior, Postlude, de Lera Auerbach, compositora australiana nacida
en 1973 en Chelyabinsk, en la antigua URSS. También destacada pianista, Auerbach
continúa la traición de pianistas-compositores de los dos últimos siglos tal como queda
de manifiesto en el hecho de que en su debut en el Carnegie Hall en mayo de 2002 tocó
su Suite para violín, piano y orquesta asumiendo la parte pianística junto al violinista
Gidon Kremer y la Kremerata Baltica. Por cierto, desde entonces su música suena en la
sala neoyorquina cada temporada y es una de las compositoras más interpretadas de la
actualidad.
Su Postlude data de 1999. Dedicada a la memoria de su amigo Saul Barnett, se trata de
una composición de una conmovedora sencillez, claramente elegíaca, triste incluso, y
dominada por una melodía que la memoria retiene de inmediato. El piano acompaña la
melancólica cantinela del violín e intenta en algunos momentos aportan cierta
animación, pero se impone la serenidad.
También de carácter elegíaco, ya expresado en el propio título, es la Elegy de Gerald
Finzi. Este compositor nacido en Londres en 1901 y muerto en Oxford en 1956
continuó la gran traición de Elgar, Parry, Stanford y otros destacados maestros de la
música inglesa pero en su madurez halló una voz personal que abrió caminos a
compositores tan importantes como Benjamin Britten. A pesar de ello, fue siempre
tenido por un conservador y, de hecho, lo fue. Incluso en vida ya era considerado un
“antiguo”. Ciertamente en su música no encontraremos rastros de vanguardismo ni
grandes audacias, nada de experimentación, nada de modernidad, pero sí un lenguaje
que, según vayamos profundizando en él, nos parecerá inconfundible, un caso similar al
de Piazzolla a pesar de las muchas diferencias que existen entre ambos. Fue un poeta de
la música que destacó sobre todo en las miniaturas, un autor de gran vuelo lírico como
podemos apreciar en su bellísima Elegy.
En su Elegy, el piano dibuja melódicamente el carácter de la obra, de evidente homenaje
a Bach en la línea de otros románticos del siglo XX como Reynaldo Hahn en alguna de
sus magistrales mélodies para voz y piano. Pronto se establece un diálogo entre el violín
y el piano fundamentado en el contrapunto pero hay lugar para la efusión poética y
expresiva, no se trata de un contrapunto formal. De hecho, el contrapunto deviene un
recurso expresivo para desarrollar la sencilla melodía principal. Hay una sección central
contrastante melódica y armónicamente, pero de características formales y expresivas
idénticas a la primera y, como esta, de gran belleza y elocuencia, e incluso por
momentos de auténtica vehemencia. Vuelve la primera sección tras una breve transición
y la obra termina serenamente.
Con el Adagio de Zoltán Kodály, la composición que escuchamos inmediatamente
después de la de Finzi, seguimos con el lirismo un tanto meditativo, un punto triste y
por momentos dramático que preside parte del repertorio que nutre este compacto.
Kodály, nacido en Keckskemét en 1882 y muerto en Budapest en 1967, es recordado en
la actualidad sobre todo por sus aportaciones a la pedagogía musical, muy
especialmente el método que asocia gesto y sonido, una fononimia que es la base de un
sistema de aprendizaje fundamentado en el canto. En su Hungría natal sigue siendo toda
una gloria nacional y su propia música, la que compuso a lo largo de toda su vida, ya es
por fin valorada como merece, valorada en sí misma además de como una de las
influencias decisivas que conformaron el estilo de uno de los mayores compositores
húngaros y una de las grandes personalidades musicales del siglo XX, Béla Bartók. Su
caso es común al de otro gran compositor no justamente valorado, Felip Pedrell,
recordado como pedagogo, investigador y mentor de toda una generación de músicos
españoles pero a quien parece negársele su talento creativo. Pedrell, como Kodály, legó
un corpus creativo del máximo interés que espera a ser considerado en sí mismo, si bien
es cierto que cada vez más a Kodály se le conoce mejor y más profundamente;
esperemos que pase otro tanto con Pedrell y con otros ilustres maestros como él. Bartók
consideraba la música de Kodály como muy original y veía en él no sólo a un gran
maestro, que lo era, sino también a un compositor más audaz de lo que habitualmente se
cree. A este respecto, Bartók hablaba así de la Serenata para dos violines y viola op. 12
de su amigo: “Esta composición, lo mismo que las otras obras de Kodály, es
completamente tonal, pese a la estructura insólita de los acordes y pese a su
sorprendente originalidad. No obstante, nosotros no de debemos interpretar esto como
un retorno al uso rígido de los modos mayor y menor. Algún día se comprobará que,
pese a las tendencias atonales de la música de nuestro tiempo, las posibilidades que
toman como eje los sistema tonales están lejos de ser agotadas”. Si incluso Schönberg
estaba convencido que “todavía quedan por escribir grandes obras en do mayor” (!)...
Una de las obras más divulgadas de Kodály es precisamente su Adagio escrito en marzo
de 1905 para violín y piano, que después, visto el éxito, fue transcrito para viola (1908)
y para violonchelo (1910) por su propio autor.
Según escribió Kodály, esta pieza romántica de factura casi brahmsiana “se trata de una
obra en la que yo aún ignoraba todo el folclore, lo que permite hacerse una idea del
estilo que hubiera conservado si, por ejemplo, no hubiera tenido la posibilidad de
descubrir la música popular”. En cuanto al estilo, Kodály dice que “es relativamente
claro, fluyente, accesible a todos los públicos” y estaba convencido de que “si hubiera
perseverado en la misma dirección, habría podido conocer el éxito más fácilmente y
más rápidamente”.
Meditativa y a la vez animada por una gran vitalidad, la obra empieza con unos acordes
del piano que, según avanza la pieza, parecen ir ganando en intensidad en un primer
momento. Mientras tanto, el violín entona una melodía de gran vuelo lírico, de carácter
eminentemente cantable y firmemente apoyada en los expresivos acordes del piano.
Como contraste, ya avanzada la composición, el piano introduce un segundo tema que
rápidamente impone el violín y que otorga a la pieza un claro carácter dramático y, por
momentos, virtuosístico en su desarrollo, y tanto en el violín como en el piano. Pero el
primer tema parece no dejar de tener protagonismo y termina por relegar ese segundo
tema a un simple episodio contrastante central, si bien éste no deja de presentarse en
forma de reminiscencias y evocaciones hasta que termina la obra. Con todo, el carácter
lírico que aporta desde el primer momento el tema inicial es el que domina la
composición hasta que esta concluye.
Agua y vino es una composición juvenil de Fernano Egozcue, quien la escribió cuando
contaba veintidós años – exactamente el 6 de abril de 1982 – como homenaje al
compositor brasileño Egberto Gismonti, artífice de un álbum de idéntico título que la
fascinó. Original para flauta, violín , piano, guitarra y contrabajo, Agua y vino de
Egozcue ha sido adaptada especialmente para violín y piano para esta grabación.
El compositor y guitarrista Fernando Egozcue nació en Buenos Aires en 1959. Siendo un niño
quedó fascinado por la guitarra y en la adolescencia le cautivaron distintos tipos de música – el
rock, Bach, Piazzolla, el jazz de Keith Jarret y muy especialmente Gismonti – que fueron
conformando su personalidad musical. Colaboró con Piazzolla y fue considerado uno de
sus mejores arreglistas. En 1992 recaló en España donde continúa dedicado a la
interpretación y a la creación musicales.
En Agua y vino apreciamos el talento melódico y el oficio seguro de su autor. La pieza
se estructura en torno a una melodía que va construyéndose a partir de una idea muy
sencilla que le confiere unas características propias. Hallamos en la obra la influencia de
Piazzolla en lo armónico y hay también algún eco de Rachmaninov, y de ambos parece
tomar el carácter nostálgico y lírico que confiere a la pieza una personalidad propia.
Piano y violín se mueven en pie de igualdad aunque en muchos momentos el piano
asume un papel acompañante como sustento armónico si bien éste nunca es del todo
secundario.
De Marjan Mozetich, compositor nacido en 1948 en la ciudad italiana de Gorizia en el
seno de una familia de origen esloveno que emigró cuatro años después al Canadá,
escuchamos Desire at Twilight, composición que, como el resto de las que conforman
este programa, tiene en la melodía y en la expresión poética nostálgica sus
características más definitorias. De Mozetich se destaca a menudo, y con razón, su vena
melódica. Su evidente talento en este sentido ha conseguido que su música interese a un
público amplio y heterogéneo, y por ello cuenta con múltiples valedores en el campo de
la interpretación que llevan la voz de este destacado compositor por todo el mundo.
Desire at Twilight data de 1986 y fue escrita por encargo de Les Amis Concerts. El 20
de noviembre de 1986 tuvo lugar la primera audición en el St. Lawrence Center de
Toronto a cargo el dúo formado por Jovan y Nadia Kolundjia.
La obra empieza con una lenta melodía del violín apoyada en un ágil acompañamiento
pianístico en un conjunto sereno de intenso lirismo un punto misterioso. Poco a poco, el
piano va participando de la melodía del violín doblándola en un primer momento hasta
que llega a exponerla mientras que entonces es el violín el encargado del
acompañamiento con rápidas figuraciones. Después, volvemos al principio con el violín
cantando de nuevo y con el piano como acompañante. El desarrollo aporta riqueza y
variedad al esquema básico y llega a establecerse un auténtico diálogo en el cual
termina por imponerse el violín en un episodio agitado y de cierto dramatismo, si bien,
una vez más, domina el clima inicial que preside la pieza desde que comienza hasta que
termina.
What Inspires Poetry es una composición de Jorge Grundman en tres movimientos que,
como dice su título, surge de lo que inspira a la poesía, esos elementos, sentimientos,
estados de ánimo, paisajes reales o imaginados, que animan al poeta a crear. Dedicada a
Marjan Mozetich, compositor al que Grundman, nacido en Madrid en 1961, admira y
que se cuenta entre sus influencias tal como podrá comprobarse al escucharla, esta obra
ha sido creada para nutrir el repertorio del presente disco y es una novedad absoluta.
Jorge Grundman ha asignado claramente a cada uno de los dos instrumentos que
concurren en la interpretación de What Inspires Poetry una función clara que él mismo
explica así: “En todo momento y a lo largo de los tres movimientos, la poesía la dibuja
el violín, mientras que aquello que la inspira recae sobre el piano”. Cada una de sus tres
partes tiene un título y una indicación de tempo, y estas últimas se refieren
exclusivamente a la velocidad y no al carácter de la música de modo que si encontramos
la indicación de Allegretto en el primer movimiento ello indica que el tempo es
moderadamente vivaz pero nada tiene que ver con la “alegría” del fragmento que no es
tal. Asimismo, el Adagio del segundo nada tiene que ver con una supuesta “gravedad” o
“solemnidad” y sí con un tempo lento. Y otro tanto diríamos con el Prestissimo del
tercero.
Del primer movimiento, Sobre la soledad y al nostalgia, destaca una melodía que
recuerda la nostálgica canción de Frederic Mompou Damunt de tu només les flors
aunque Grundman no tiñe de tristeza y desolación este fragmento como sí hace el
compositor catalán que creó una auténtica elegía. Grundman expresa una visión serena
y poética de esa soledad, esa nostalgia, y llega a resultar incluso alegre. En esta primera
y magnífica pieza del ciclo de tres, Grundman ofrece a los dos intérpretes una escritura
exigente que en ningún momento pretende ser virtuosística, el efecto prevalece siempre
sobre el efectismo, y la brillantez se apoya sobre todo en una expresividad apasionada,
algo que percibimos igualmente en los dos movimientos posteriores. Según el propio
autor, “arpegios interrumpidos en el piano, es decir que no siguen la trayectoria hacia
arriba o hacia abajo de forma completa sino que ascienden o descienden, vuelven al
comienzo, y escalas cromáticas en el violín, están presentes en el primer y último
movimiento”. En el segundo, Sobre la calma y la serenidad, el piano introduce el clima
de “calma y serenidad” en solitario. Esta introducción, que ocupa casi la mitad de la
duración de todo el fragmento, da paso a la entrada del violín que expone una extensa
melodía relacionada con la del primer movimiento por su lirismo y por ese rayo de
felicidad serena, quizá contemplativa, que transita por toda la obra. En el tercer
movimiento, Sobre la lluvia y la tormenta, el violín sigue desplegando ese lirismo al
que nos hemos referido que es distintivo de su autor. En este último movimiento, en
palabras de su autor, “el más romántico en el sentido musicológico de la palabra”, el
piano representa la lluvia, que cuando ejecuta en el registro grave se convierte en
tormenta. Como dice Grundman, el violín dibuja la poesía “mientras que las cosas que
inspiran la poesía recaen sobre el piano”.
A modo de bis imaginario el recital termina con el Russian Rag de Elena Kats-Chernin.
Se trata de una breve pieza escrita en 1996 por esta compositora nacida en 1957 en
Tashkent, Uzbekistán. Kats-Chernin se formó musicalmente en la famosa Escuela
Gnesin de Moscú antes de establecerse en Australia en 1975. Se graduó en 1981 en el
New South Wales Conservatory y decidió entonces ampliar su formación en Alemania.
Trece años después volvió a Australia y pronto destacó como una de las compositoras
más importantes del país. Excelente pianista, su estilo es algo así como un resumen de
su periplo vital por el este europeo, por Alemania y por Australia; un cosmopolitismo
musical sumamente atractivo en el que caben influencias tan dispares como el jazz y lo
que llamamos música clásica, el klezmer y el ragtime, el tango y el peculiar mundo del
cabaret. Sus obras breves, como el Russian Rag que encontramos en este disco,
constituyen, como ella mismo ha dicho, “un antídoto para la exigencia de las
composiciones a gran escala”. Esta en concreto presenta un cierto aire nostálgico que
hace de ella un final poco menos que ideal para este recital, y une un cierto aroma
tanguero y el impulso rítmico de los característicos acentos de un ragtime, todo ello
empapado del lirismo poético que recorre y define cada una de las composiciones que
hemos escuchado; una poética de la nostalgia expresada musicalmente.
Josep Pascual
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