MÚSICA Cuatro violinistas ÁLVARO MARÍAS n muy poco tiempo hemos tenido ocasión de escuchar los madrileños a cuatro excelentes violinistas, absolutamente diferentes entre sí. En primer lugar, la actuación de Ivry Gitlis como solista del Primer Concierto de Paganini junto a la Orquesta Nacional, supuso una experiencia insólita. Salir a tocar Paganini a los 75 años es ya un hecho inaudito, que revela no poco del talante del violinista israelí. El gran interés de Gitlis estriba en que representa un pedazo de historia viva, una insólita supervivencia de un tiempo pasado. E Discípulo de tres de los violinistas más míticos de la historia —Enesco, Tlubaud y Flesch—, Gitlis comenzó su carrera al lado de directores no menos míticos, como Ormandy o Szell. Así, su manera de tocar nos permitió entrever un tipo de violinismo que hoy no existe, con todas sus virtudes y también con sus riesgos y limitaciones: el violinismo franco-belga, que representa posiblemente la más refinada, la más exquisita de las tradiciones violinísticas. La gran escuela franco-belga hoy casi ha desaparecido; en primer lugar porque no cuenta en la actualidad con grandes representantes — Menuhin, Grumiaux y Ferras fueron los últimos verdaderamente grandes—, pero también porque las escuelas instrumentales se han ido perdiendo, porque se ha ido homogeneizando el estilo instrumental, porque el violinismo eslavo —o eslavoamericano— ha triunfado casi por doquier. Así la técnica violinística de Gitlis —y también su estilo interpretativo— sorprende al oyente de hoy por ser completamente diferente de las hoy vigentes. Se dirá, y es cierto, que la manera de tocar que escuchamos al israelí está muy lejos de la perfección infalible de los violinistas jóvenes de la actualidad. Claro está que no se puede pedir a un hombre de su edad que toque Paganini como lo hace un joven de veinte años, pero es más que posible que hace medio siglo Gitlis no tocara esta música de una manera muy diferente. No hay que olvidar que el concepto de infalibilidad es un valor muy reciente, en gran parte derivado de las exigencias impuestas por la música grabada. ¿Era realmente infalible Paganini? Habría que haberlo visto. Gitlis ni es infalible ni parece estar en absoluto preocupado por serlo: de lo contrario no escogería los tempi más descabelladamente peligrosos, no tocaría en accelerando, con la temeridad de un suicida, los más peliagudos escollos de la partitura, no atacaría los pasajes de armónicos a una velocidad tal que es difícil censurarle que apenas saliera ninguno. Gitlis nos recordó aquellos viejos toreros dispuestos a dejarse coger en aras de su arte; nos recordó a los antiguos tenores de ópera, capaces de quedarse afónicos en escena para el resto de sus días, en plena juventud, pero capaces también de provocar una pasión como para lograr que el público los llevara en hombros hasta su casa o hasta el hotel. No se debe minimizar el hecho de que Gitlis, con muchos más fallos de lo que hoy resulta habitualmente admisible, lograra entusiasmar al mortecino público de los “viernes de la Nacional” como no lo logra nadie. En Gitlis nos admiró todo, como si de una fuerza de la naturaleza se tratase: la valentía, la bravura, pero también la belleza del sonido, tan diferente a todos los de hoy, sorprendentemente desprovisto de vibrato en muchas ocasiones. Nos sorprendió el golpe de arco, que logró momentos de increíble espectacularidad, nos sorprendió el admirable, fulgurante rebote paganiniano… Pero nos sorprendió igualmente su presencia en escena, su empaque de divo de otro tiempo, su manera decimonónica de sujetar el violín con el mentón, creando una expectación que hoy no se ve por el mundo antes de tocar la primera nota de su solo. Su efectista manera de acercar o de retirar el arco de las cuerdas, haciendo girar la muñeca 180 grados. Su manera de “estar en escena”, sus tablas, su aparente timidez a la hora de tocar una propina, improvisando verdaderamente en el momento sobre un tema universalmente popular. Se dirá que todo eso carece de importancia, que los gestos más o menos histriónicos son una tapadera de las limitaciones técnicas. No, todo eso forma parte de una concepción de la interpretación, hoy desaparecida, pero que nos trasladó al siglo pasado como si nos hubiéramos subido a la máquina del tiempo. Hace no mucho los madrileños tuvimos oportunidad de vivir una experiencia similar al escuchar a un Shura Cherkassky que, con más de ochenta años, fuer capaz de deslumbrar con un pianismo hoy inexistente, como solista del Segundo concierto para piano de Tchaikovsky, una obra temida por los pianistas jóvenes. El violín es un instrumento más cruel, más delator frente al paso de los años, pero aún así el veterano violinista fue capaz de provocar un entusiasmo, una sensación de brillantez, de peligro, de riesgo — y por tanto una impresión de virtuosismo— muy superior a la del más impecable violinista de la actualidad. Habría que pensar seriamente por qué una interpretación técnicamente perfecta puede no provocar en el profano el menor asombro, mientras que una interpretación chapucera e imprecisa puede tener un efecto sobre el oyente mil veces más deslumbrante. No se piense, por ser añejo su violinismo, que escuchamos una interpretación clásica de Paganini. Bien al contrario, su versión fue hiperromántica, anárquica, fantástica, dionisíaca. Su fraseo fue muchas veces perfectamente absurdo y caprichoso, en todo momento imprevisible y sorprendente: era necesario un director de la categoría de Eliahu Inbal, sin duda consciente de los valores de un solista tan poco convencional, para ser capaz de seguir los “accelerandos” y los “ritardandos”, los constantes e imprevisibles rubatos de Gitlis. Con su actuación asistimos a un verdadero espectáculo, a un espectáculo de otra época, capaz de permitirnos imaginar lo que pudo ser verdaderamente el virtuosismo paganiniano. Quien no sea capaz de valorar el contenido intrahistórico de esta interpretación podrá ver en Gitlis a un histrión, en lugar de apreciar en él a un artista valiente hasta lo temerario, personal hasta la médula, que desconoce y desprecia el mimetismo de la interpretación actual y que nos recuerda que existió una época en que no existían barreras para la interpretación musical, en que la personalidad y la originalidad eran antes valores que defectos. Si tocando como toca Gitlis hubiéramos escuchado todas las notas, verdaderamente creeríamos, sumándonos a la tradición legendaria de los Tartinis y los Paganinis, que Gitlis había vendido su alma al diablo. La nueva visita de Maxim Vengerov, esta vez para el ciclo MÚSICA Eliahu Inbal estuvo magnífico, no sólo como acompañante, sino como director de una excelente versión de la obertura de Las Bodas de Fígaro primero, y de una espléndida Quinta de Shostakovich. Un gran concierto de la Orquesta Nacional. El recital del violinista polaco Andrzej Konstanty Kulka dentro del “Ciclo de Cámara y Polifonía” supuso el extremo opuesto a la actuación de Gitlis. Su recital, que constituyó toda una clase magistral, fue absolutamente impecable, haciendo gala de una técnica perfecta a lo largo de un programa de corte muy arcaico, capaz de poner a prueba a cualquier virtuoso. Lo que en Gitlis era fantasía, improvisación, sentido del riesgo, en Kulka era seriedad, solidez, estudio y planificación. Sólo así se puede tocar un Trino del Diablo, o las piezas de Wieniawski, o las paganinianas Variaciones sobre “La Molinara” de Paisiello, como él lo hizo. Violinismo de la mejor ley e interpretación impecable, dentro de un corte poco profesoral, en el que ni el grado de emotividad, ni la gracia, ni el encanto, fueron las notas sobresalientes. Lo mejor de su excelente actuación lo encontramos quizá en la Sonata Op. 9 de Szymanowski, en la que el pianista Andrzej Guz se mostró como un excelente colaborador. inconsistentes piezas para violín y piano de Tchaikovsky. El acierto en el repertorio y la programación es tan importante para un concertista como el hecho mismo de tocar, de manera que este tipo de equivocaciones no deben ser pasadas por alto. Vengerov es un violinista deslumbrante. Su técnica es poderosísima, infalible y extraordinariamente pulcra (la exhibición llevada a cabo en la obra de Shchedrin y en la Ronde des lutins de Antonio Bazzini, regalada fuera de programa, fueron realmente espectaculares). Su sonido es muy bello, variado en la tímbrica y la dinámica, dentro de una concepción típicamente eslava —y no olvidemos que no es esta la tradición violinística de mayor depuración sonora—. Además es un músico con gran poder de comunicación, expresivo y con ideas propias. de Juventudes Musicales de Madrid, tuvo un defecto considerable como punto de partida: el programa. Someter al público a una primera parte formada por la tediosa Sonata para violín y piano de Elgar y por la vacua Sonata para violín solo “Echo” de Rodion C. Shchedrin es un total error, como lo es terminar con cinco de las bastante ¿Cabe pedir más? Pues quizá sí, porque esta vez Vengerov nos dio la impresión de que su talento violinístico estaba por encima de su talento musical, como parece indicarlo el que la propina de Bazzini representara el momento más alto de toda la velada. Así, muchos de los planteamientos de Vengerov son interesantes y prometedores, pero no son llevados a término de modo totalmente convincente: su Mozart apacible, ensoñado, sumamente libre y cantábile prometía mucho, pero la construcción global de la obra no se sostuvo totalmente en pie. El comprometido planteamiento de su Tchaikovsky, elegíaco, patético, sentimental hasta rozar el amaneramiento, habría podido resultar sublime, pero se quedó a mitad de camino, tal vez porque la entidad de la música no soporta una interpretación tan ambiciosa. En suma, un recital de un violinista excelente, pero de un músico que no ha terminado de cuajar. A su edad quizá sea demasiado pedir, pero, ¡ojo!, no siempre los años hacen ahondar el pensamiento musical de los grandes virtuosos. Que estamos ante un violinista de primera categoría es indudable. Si además es un intérprete de primera fila, es algo que aún está por ver. Por último, la actuación de Shlomo Mintz como solista del concierto para violín de Beethoven, dentro del ciclo de la Orquesta Nacional, ha supuesto algo muy diferente a todo lo anterior: Mintz ha tenido una de esas actuaciones que no se olvidan jamás, ha estado a la altura de los más grandes violinistas de cualquier época, se ha elevado hasta las más altas cimas que la interpretación musical puede alcanzar. No crea el lector que exagero: por mi memoria pasan las interpretaciones del Concierto en Re mayor de los más sublimes violinistas de nuestro tiempo que he tenido la fortuna de escuchar: Menuhin, Ferras, Stern, Szeryng… entre tantos otros. La interpretación de Mintz estuvo a la altura de la de cualquiera de ellos, acaso por encima de todas, quizá sólo comparable a la mítica creación llevada a cabo por Menuhin. Por cierto que Mintz recuerda mucho, muchísimo, al Menuhin de los instantes álgidos. Su sonido, tan francés —¿de dónde le viene?— tan asombrosamente refinado, tan de Stradivarius, es uno de esos sonidos que parecen pequeños por su perfecta colocación pero que proyectan prodigiosamente, sin endurecerse jamás, sin perder un ápice de su belleza; la nitidez de su arco, la belleza de la afinación, la pulcritud del mecanismo, en suma, el exquisito refinamiento de su violinismo, recuerdan mucho el arte sublime de Menuhin. Pero Mintz no lo recuerda solamente en lo externo, sino también en la profundidad, en el compromiso, en la identificación con el compositor, en la poesía, en el clasicismo y en la inspiración. Su concepción del concierto de Beethoven es más clásica que romántica, de una belleza transparente, carente de mácula, absolutamente apolínea. En sus tempi sosegados, en su manera de tocar sin prisas, recreándose con delectación en el detalle sin que se pierda la tensión del conjunto, en su manera maravillosa de hacer respirar a la música, en su manera de lograr la mayor comunicación con la mínima géstica, Mintz nos recordó algo que se nos olvida con demasiada frecuencia: hasta dónde puede llegar el milagro de la interpretación musical. Se diría que la seriedad, el compromiso, la concentración y emotividad de Mintz como intérprete del concierto de Beethoven pertenecen a otra época, pero al mismo tiempo posee la perfección técnica, la regularidad, la pulcritud e infalibilidad de los grandes violinistas de hoy. Con músicos como éste por el mundo podemos estar tranquilos: el arte de los viejos maestros, aquel que parece estar a punto de desaparecer para siempre, estará salvaguardado para las generaciones futuras. Gracias, maestro. Berganza canta García Abril Es tópico echar en cara a los grandes divos que, a medida que avanzan en su carrera, vayan limitando su repertorio, pierdan la capacidad para renovarlo, pierdan parte del ímpetu que se necesita para afrontar música nueva, para vencer nuevas dificultades y se refugien en un puñado de obras dominadas desde mucho tiempo atrás. Esto se ha dicho también, cómo no, de Teresa Berganza. Los que lo dicen suelen olvidarse de la realidad: que la genial cantante madrileña tiene arrestos para meterse una y otra vez en verdaderos berenjenales, tales como afrontar un programa entero de dificilísima música barroca, grabar un disco de olvidadas canciones de Manuel García o montar una hora larga de canciones de Antón García Abril, entre cuyos muchos escollos se cuentan el que los textos estén escritos en una lengua tan poco familiar a los cantantes como la gallega. Ahí es donde se ve la grandeza de un artista: en su valentía, en su curiosidad, en su infatigable afán de superación y en su versatilidad. Una vez más Teresa Berganza nos sorprendió: por la perfección de su técnica, por la belleza de su voz, esta vez ¡hasta por su resistencia vocal, capaz de soportar constantes incursiones en un registro muy extremo! Pero lo verdaderamente grande de su interpretación fue el talento interpretativo, el dar forma a un repertorio nuevo como si se tratara de un repertorio madurado a lo largo de los lustros de interpretación. La emoción interpretativa, la capacidad para extraer todo lo que hay dentro de la música, el talento para buscar el “tono” anímico de cada MÚSICA canción, para establecer los contrastes que aseguren la variedad y que eviten el riesgo de monotonía, para construir todo un ciclo de grandes dimensiones, dieron una idea de la formidable talla de esta cantante que es mucho más que una gran cantante: que es una gran música. Y no cabe duda que las “Canciones Xacobeas” de Antón García Abril tenían mucho que interpretar. Este bellísimo ciclo supone, creo, uno de los trabajos más originales, más inspirados y bellos de toda la amplia obra del compositor turolense; un ciclo que sin duda está destinado a incorporarse al maravilloso repertorio español de canciones de nuestro siglo, junto a las canciones de Falla, Turina, Rodrigo, Ernesto Halffter, Esplá, Toldrá, Mompou o Montsalvatge. García Abril ha conseguido adaptarse prodigiosamente a las características vocales de Teresa Berganza y, al mismo tiempo, recrear con extremada finura el sonido y el clima anímico de la poesía gallega, a la que el ciclo rinde homenaje. La lengua gallega es, en cierto modo, la madre de la poesía española, y como tal ha atraído a infinidad de poetas castellanos, de Alfonso X a García Lorca (de lo que no pueden alardear, por desgracia, otras lenguas peninsulares que se dan mucho más pisto). García Abril parece sumarse a esta tradición para penetrar en el espíritu, tan peculiar, de la lengua y de la sensibilidad galaicas. Desde las Cantigas de Amigo del s. XII hasta hoy mismo, Antón García Abril ha realizado una muy sugerente antología de textos —entre los que llama la atención la ausencia de Rosalía de Castro— que le da pie para recorrer el universo anímico gallego, desde la saudade a la alegría, desde el sentido del humor a la tristeza, desde el tono lúdico a la melancolía. En su vena popular, en su vocalismo deslumbrante, en su perfecta asociación de música y texto, en la variedad y finura de la paleta orquestal, las Canciones Xacobeas de García Abril tienen algo en común —mutatis mutandis— con los deliciosos Cantos de Auvernia de Canteloube, que con tanta vitalidad se mantienen en el repertorio de las más ilustres cantantes. Poesía, música e intérprete se conjuntaron de manera perfecta en una gran velada musical. James Galway Volvió a Madrid, al ciclo de la Asociación Filarmónica, tras muchos años de ausencia desde su presentación, el flautista James Galway. El irlandés es, con Rampal, el más célebre flautista de nuestro tiempo: un formidable virtuoso, poseedor de una técnica admirable y de una personalidad musical poco común. De nuevo nos admiró su sonido bellísimo, grande y compacto, su hermoso vibrato, la perfección de su articulación, el magnífico fiato; en suma, nos admiró más el flautista que el músico, y no porque Galway no lo sea —y muy bueno— sino porque el programa, dedicado a las sonatas de Bach y Haendel, no era el idóneo para que brillaran sus cualidades musicales. Ante este repertorio el fraseo, tan expresivo y generoso, de Galway, resulta algo amanerado, con rubatos muy excesivos, como si el haberse dedicado tanto a músicas de corte ligero hubieran dejado la huella de un estilo muy ajeno al barroco. Otro tanto sucede con las ornamentaciones, a menudo demasiado recargadas y muy desencaminadas estilísticamente. Lo que sí logró Galway fue adaptar muy bien el sonido a la música barroca, moderando muy hábilmente el vibrato —e incluso prescindiendo de él en ocasiones— y flexibilizando la dinámica. Con todo, Galway termina seduciendo por su categoría flautística, por su expresividad natural y por su capacidad de conectar con el público. Fue acompañado por Phillip Moll al clave, al que se le nota demasiado que es pianista, y por Sarah Cunningham, una muy estimable violagambista que pertenece de lleno al mundo de la música antigua. Ni que decir tiene que escuchamos antes a tres buenos músicos que un verdadero trío. A pesar de los peros, y a pesar de que esta vez Galway no estuvo tan infalible como cabría esperar de sus portentosos medios, pasamos una tarde muy grata. El Schubert de Zacharias ¡Qué placer escuchar las sonatas completas para piano de Schubert con que nos regala el “Ciclo de Grandes Intérpretes” de la revista “Scherzo”! El piano de Schubert es una de las grandes maravillas de la historia de la música y, quién sabe por qué —bueno sí, se sabe, por su extrema dificultad— no son muchas las ocasiones de disfrutarlo. Zacharias posee una técnica y un sonido idóneos para Schubert. La transparencia de la articulación, el perfecto juego de pedal, la belleza y capacidad de matización del sonido hacen de él un schubertiano nato. Las dudas no estaban en su pianismo, sino en sus capacidades emocionales, porque Zacharias se nos ha mostrado otras veces como un pianista tan perfecto como distante en lo emocional. No fue así en esta ocasión, en la que vivimos momentos de honda emotividad schubertiana: su arte conserva la elegancia, la moderación, el preciosismo pianístico que le son propios, pero se ha ahondado, se ha interiorizado, ha ganado en gracia, encanto y aún en emoción, condiciones sine qua non para abordar la música de Schubert. De las dos veladas escuchadas hasta la fecha fue superior la primera y en cierto modo Zacharias extrae más partido de las obras juveniles que de las de madurez. Con todo, las Sonatas póstumas en Do menor y en Si bemol mayor fueron recreadas con gran talento. En el primer movimiento de la última y grandiosa Sonata en Si bemol todavía cae Zacharias en la tentación, tan frecuente, de acelerar el tempo en los pasajes fuertes y en los momentos más intensos, error que resta buena parte de la grandeza al movimiento. Ahí están las versiones de Kempff y de Richter para evidenciarlo. Seguramente con los años Zacharias llegará a ser uno de los grandes pianistas schubertianos de la historia. Se diría que su conocimiento del dolor es aún insuficiente para serlo plenamente, pero son muy pocos los capaces de tocarlo como él ya lo hace. MÚSICA En la muerte de Esteban Sánchez Murió el pasado 3 de febrero el pianista español Esteban Sánchez. Nacido en Orellana la Vieja en 1935, era el gran músico extremeño una figura singular dentro del panorama pianístico. Absoluto superdotado, Esteban Sánchez parecía haber nacido para tocar el piano. Así, consiguió vencer una técnica básica muy poco depurada y convertirse en un formidable virtuoso, en un pura sangre del piano, capaz de afrontar el repertorio más exigente con una bravura y un poderío que eran la envidia de muchos célebres pianistas. Los elogios prodigados una y otra vez por Daniel Barenboim pueden darnos una idea de la altura de su arte. Hombre de colosal instinto, a pesar de las limitaciones de su formación, lograba penetrar en la esencia de la música que interpretaba con una visión certera de la que carecen muchos intérpretes de cultura infinitamente superior y de conocimientos mucho más amplios. Su natural inteligencia era el sextante que lo conducía siempre a buen puerto: así su comprensión, no sólo de la música española, sino también del gran repertorio, era extraordinariamente lúcida. Tengo en la memoria una interpretación del Primer concierto de Chopin de finura y hondura inolvidables. Y su estupenda grabación de las Bagatelas y rondós de Beethoven, realizada para el sello Ensayo, es fiel testimonio de su talento ante el repertorio clásico-romántico. Excelente persona, hombre sencillo, querido por todo el mundo, apegado a su tierra, su personalidad era perfectamente inadecuada para llevar la vida itinerante y sacrificada propia de un gran virtuoso, para vadear las agitadas aguas del mundo concertístico. Quizá por ello Esteban Sánchez había renunciado voluntariamente a la gran carrera internacional que tuvo a su alcance. Llevaba muchos años, más que retirado, replegado sobre sí mismo, y es posible que su última etapa de voluntario retiro en Extremadura, como magnífico profesor en los Conservatorios de Badajoz y de Mérida, haya supuesto, no sólo los años más felices de su vida, sino acaso también los más fructíferos, por la ejemplar labor docente por él realizada. Aunque su discografía —como le sucede a casi todos los músicos españoles— sea mucho más escasa de lo deseable, ahí están, por encima de todo, sus impresionantes registros de la música de Albéniz. Es probable que su “Iberia”, bravía, apasionada, visceral, española hasta la médula, siga siendo la “Iberia” por excelencia entre todas las muchas que han sido llevadas al disco. Hora es de que sean reeditadas sus soberbias grabaciones, y bueno sería que se comercializaran otros registros que sin duda reposan en los fondos de Radio Nacional.