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LOS TEST DE INTELIGENCIA:
ALGUNAS CONSECUENCIAS DE SU APLICACIÓN
Anastasio OVEJERO BERNAL
Catedrático de Psicología Social
Universidad de Valladolid
RESUMEN
Durante todo el siglo XX la Psicología empírica ha sido identificada sobre todo por un
concepto, el de cociente intelectual, y por unos instrumentos para medir tal concepto, los test
de inteligencia. Pues bien, lo que se pretende mostrar en este artículo es que ambas cosas,
tanto el concepto como los instrumentos, han desempeñado un papel fundamental en la defensa de la ideología, los intereses y los privilegios de los grupos sociales dominantes, por lo
que han servido para justificar “científicamente” el status quo, es decir, el injusto orden social
impuesto por el capitalismo. Y ello ha ocurrido principalmente en los Estados Unidos y no sólo en los años 20 contra inmigrantes o en los años 60 y 70 contra los negros, sino que tal
“cruzada” persiste hoy día en defensa del capitalismo ultraliberal, apoyándose para ello la
Psicometría del cociente intelectual, como siempre hizo, en el determinismo genético.
ABSTRACT
During the twentieth century, the empirical Psychology has been mainly known by a
concept, the IQ, and by an instruments, the IQ test,. In this paper we pretend to show that
both, the concept and the instruments, has planed a very important role in the defense of the
dominant groups’ ideology, interests and privilegies; that is, the IQ Psychometry has played
during the twentieth century the important role of justify the unfair social orden of the
capitalism. And that has been truth in the United States of America mainly, against the
inmigrants firstly, against the black people secondly and against poor people in the present
global and neoliberal capitalism, with the help of the genetic determinism always.
1.
INTRODUCCIÓN
Si con algo se ha identificado a la Psicología durante todo el siglo XX, sobre todo en el ámbito educativo, ha sido precisamente con los tests de inteligencia. Durante décadas, millones y millones de niñas y niños de todas las edades
han sido sometidos en las escuelas por parte de los psicólogos, a veces repetidamente, a una “liturgia cientifica” consistente en hacerles responder a una serie
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de preguntas y en obligarles a realizar diferentes ejercicios, más o menos extraños y a veces hasta crípticos, en una situación hasta cierto punto misteriosa y
casi hasta mágica, con la finalidad explícita de medir su inteligencia. Además
de la problemática con respecto a la fiabilidad y validez de tal medida, que apenas trataré aquí a pesar del gran interés del tema (véase el excelente libro de
Gould, La falsa medida del hombre, 1981; y también, si se quiere, el mío, más
reciente, La cara oculta de los test de inteligencia, 2003a, del que he extraído
parte de su contenido para elaborar este trabajo), lo más interesante y grave, a
mi modo de ver, han sido las consecuencias de su aplicación, que es lo que sí
analizaré aquí.
Pues bien, me gustaría comenzar subrayando que, al menos a mi juicio, toda labor intelectual debe incluir, necesariamente, dos componentes: uno ético y
otro crítico. Sin ellos, el intelectual se convierte en un instrumento de control
social al servicio del status quo y de los grupos dominantes. Por ello pretendo
integrar en el tema que abordo en este trabajo esos dos elementos, el crítico y el
ético, como se irá viendo. Pero antes de seguir adelante quisiera dejar claras dos
cosas: 1) Que no estoy contra el concepto psicológico de inteligencia ni pretendo criticar la labor de conjunto que los psicólogos han realizado en este campo,
sino sólo la que han llevado a cabo la mayoría de los psicómetras del cociente
intelectual (C.I.). Por tanto, deseo puntualizar que analizaré sólo la psicometría
del C.I. y nada más (y nada menos). Ni critico a toda la psicología de la inteligencia, ni siquiera a toda la psicometría. Pretendo analizar y criticar sólo, que
no es poco, a la psicometría del CI y a algunas de sus derivaciones, como la de
cierta psicología diferencial. Lo que, en definitiva, quiero mostrar y criticar
aquí, más que los aspectos metodológicos de los test de CI, es una utilización
muy concreta, no inocente e ideológicamente interesada, de los tests de CI.; y 2)
Con frecuencia se dice que los trapos sucios deben lavarse en casa. Basándose
en ello, no falta quien me considere un traidor o, como mínimo, alguien que tira
piedras contra su tejado. Por el contrario, pienso que los trapos sucios deben
airearse bien, para que puedan ser lavados convenientemente y queden bien
limpios. Y ello más aún en el caso de la ciencia. Tal vez el mayor problema que
tienen las sectas, sean del tipo que sean, es precisamente la ausencia de autocrítica. Y si la crítica y la autocrítica son importantes en cualquier organización, en
ciencia son imprescindibles: son sus elementos esenciales. Sin ellos, la ciencia
se convierte, también ella, en una organización sectaria, que es lo que en cierta
medida le ha ocurrido a la psicometría del C.I. durante casi un siglo.
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2. LOS TEST DE INTELIGENCIA Y
EL ACTUAL NEOLIBERALISMO
En 1994 se publicó en Estados Unidos un libro con el título siguiente (lo digo
en castellano a pesar de que este libro no ha sido traducido a nuestro idioma): La
curva en campana: Inteligencia y estructura de clases en la vida americana. Sus
autores fueron el psicólogo, ya fallecido, Richard Herrstein y el ideólogo de extrema derecha Charles Murray. A pesar de lo voluminoso del libro (850 páginas), de
su precio (unas 6.000 pesetas de hace diez años) y de su complejidad técnica (unas
mil referencias bibliográficas y un sinfín de gráficos, tablas estadísticas, etc.), el
libro fue en Estados Unidos un auténtico best-seller. ¿Por qué? La respuesta es sencilla: porque servía perfectamente para justificar los privilegios de los ricos en un
país con enormes desigualdades. A alguien le puede extrañar esta afirmación mía.
No debe extrañar a nadie. La ciencia –ninguna ciencia- ni es ni puede ser neutra ni
objetiva (véase Ovejero, 2003a, Cap. 5). Y la psicología menos aún. Por poner un
ejemplo que nos ayude a entender esto: ¿Por qué tuvo el enorme éxito que tuvo el
Origen de las especies de Darwin, publicado en 1859? Porque servía para justificar
el hecho de que un relativamente pequeño número de varones, británicos y protestantes dominaran medio mundo y se enriquecieran esquilmando los recursos materiales de sus inmensas colonias: la selección natural y la supervivencia de los más
aptos –que, no lo olvidemos, aún no han sido demostradas por nadie, pues es una
mera tautología (véase Chauvin, 2000; Vallejo, 2002)- es el motor de la evolución.
¿Qué culpa tenían, entonces, esos hombres ricos británicos si había sido la propia
naturaleza la que les había colocado donde estaban, en una posición privilegiada, ya
que eran los más aptos? Darwin les ayudó a eliminar la contradicción existente
entre su cristianismo y el hecho de que se enriquecieran a cuenta de tantos miles de
pobres. Digamos que el Origen de las especies les ayudaba a racionalizar su propia
situación de privilegio y a eliminar los posibles remordimientos y sentimientos de
culpabilidad que ello pudiera producirles.
En definitiva, como vemos, el Origen de las especies de Charles Darwin
fue –y sigue siendo- un eficaz instrumento para explicar y para justificar el status quo. Algo similar consigue el libro de Herrnstein y Murray, pero en una
nueva época y en unas específicas circunstancias históricas, económicas y sociopolíticas, es decir, en la actual globalización neoliberal, sin olvidar que el
propio término globalización no es sino un eufemismo para no tener que utilizar
una palabra desgastada ya y con connotaciones muy negativas como es la de
capitalismo: la globalización no es sino la última fase –hasta ahora- del capitalismo, pero más neolibeal que en épocas anteriores y tal vez más fuerte que
nunca, porque encuentra enfrente menos resistencias y porque tiene a sus servicios una gran cantidad de potentes instrumentos antes inexistentes (concentración de poderosos medios de comunicación fácilmente controlables, tecnología
de la información, etc.).
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Pues bien, Herrnstein y Murray, utilizando un formidable aparataje estadístico y mucha ideología ultraconservadora y neoliberal, afirman que los actuales
males de los Estados Unidos se deben a la baja inteligencia de muchas de sus
gentes (pobres, negros, madres solteras, etc.), defendiendo que incluso los accidentes laborales y los consiguientes costos para las empresas y para el Estado se
deben al bajo cociente intelectual de los accidentados. Pero detengámonos en
uno sólo de los temas que tratan estos autores: el de las madres solteras. Herrnstein y Murray encuentran una clara correlación negativa entre C.I. y ser madre
soltera en los Estados Unidos (obsérvese que el mero hecho de considerar que el
tener hijos fuera del matrimonio es uno de los grandes problemas sociales de
hoy día es algo muy indicativo y nada inocente de su ideología). Sin embargo,
en línea con sus intereses, interpretan esta correlación como si indicara, sin más,
una relación de causa-efecto, cuando, como sabemos, la mera correlación no
indica necesariamente una relación de causa-efecto. Lo que ocurre es sencillamente que, en Estados Unidos, y por diferentes razones (pobreza, poca información sobre prácticas de planificación familiar y sobre técnicas anticonceptivas,
etc.), las mujeres que quedan embarazadas y que tienen hijos fuera del matrimonio suelen ser mujeres pobres, con poca educación formal y generalmente
pertenecientes a minorías étnicas, sobre todo hispanas y más frecuentemente
aún negras. Por ello, se da la correlación que encuentran los citados autores
entre cociente intelectual y el tener hijos fuera del matrimonio, aunque lo primero poco tiene que ver con lo segundo. De hecho, en los países del norte de Europa se da actualmente la correlación opuesta: dado que son precisamente mujeres profesionalmente independientes y de alto estatus, con un nivel de ingresos
elevado y con muchos años de escolaridad, las que, voluntariamente, deciden
tener un hijo o hija fuera del matrimonio, entre ellas podemos encontrar una
correlación positiva entre cociente intelectual y el tener hijos fuera del matrimonio, aunque, evidentemente, tampoco aquí lo primero lleva a lo segundo. Las
madres solteras en Norteamérica, añade Herrnstein, son tan poco inteligentes
que quedan embarazadas y luego además, por ello mismo, por ser tontas, no
saben educarlos bien. Si el Estado las ayuda, tendrán todavía más bebés fuera
del matrimonio. Por tanto, y dado que resulta difícil incrementar el cociente
intelectual de estas mujeres (Herrnstein considera que la inteligencia es esencialmente heredada), lo mejor que puede hacer el Estado es justamente retirar
las ayudas a las madres solteras. De esta manera, añaden, aprenderán y no quedarán embarazadas más. Así, y de ello es de lo que se trata, el Estado podría
ahorrar muchos millones de dólares que serían deducidos de los impuestos de
los más ricos. De ello precisamente es de lo que se trata, de apoyar “científicamente” las tesis más duras del actual capitalismo neoliberal (véase Ovejero,
2003b).
En resumen, el libro de Herrnstein trata de defender ante todo estas dos tesis: 1ª) Que la estructura de clases sociales en Estados Unidos es la consecuen-
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cia natural de las diferencias innatas, genéticas, en inteligencia entre las diferentes personas y entre los diferentes grupos sociales. Por tanto, que las diferencias
entre clases sociales en ese país tienen una fuerte base biológica y hasta genética, con lo que tales diferencias no sólo quedan justificadas sino que incluso
nada podemos hacer por cambiarlas: es la propia naturaleza la que lo ha hecho
así. Nada podemos hacer, por tanto, por remediarlo. A los pobres y a los negros
lo único que les queda es resignarse. Y a los blancos y a los ricos felicitarse por
la suerte que la propia naturaleza les deparó ya desde que nacieron; y 2ª) Las
grandes sumas de dinero que el gobierno gasta en ayudar económicamente a las
madres solteras o a mejorar la educación de los niños pobres, fundamentalmente
negros e hispanos, no sirven para nada, pues los pobres son pobres a causa de
que su inteligencia es genéticamente inferior. Y como es algo principalmente
innato y genético, pues poco podemos hacer por cambiarlo. Mejor haría el gobierno y más rentable sería al país, añaden Herrnstein y Murray, gastar ese dinero en bajar los impuestos de los ricos. Lo que pretenden en el fondo Herrnstein
y Murray, pues, es defender científicamente al actual capitalismo neoliberal. Y
he dicho mal al decir que pretender defenderlo científicamente, pues se trata
más bien de una pseudociencia basada en premisas claramente racistas y clasistas, al basarse en una interpretación incorrecta, e incluso sesgada y no inocentemente tendenciosa, de las estadísticas, y sobre todo de las correlaciones, como
ya he dicho. Pero antes de seguir adelante, deberíamos, ante todo, preguntarnos
qué miden de verdad los tradicionales tests de inteligencia. No olvidemos que lo
que realmente miden es, en gran medida, el grado de aproximación y de aceptación de los valores y normas de las clases medias y altas del mundo occidental
capitalista, es decir, el grado de inculcación que tengan en los individuos los
valores capitalistas y de clase media. Veamos sólo este pequeño ejemplo: una
de las cosas que los tests de C.I. suelen valorar mucho es la rapidez, de forma
que si dos individuos conocen la respuesta correcta de exactamente el mismo
número de preguntas o items de un test, pero uno es más rápido que el otro a la
hora de responder, el test nos dirá que es más inteligente que el otro. Sin embargo, mientras que la cultura norteamericana valora la rapidez (obsérvense las
diferencias en este aspecto entre, por ejemplo, el cine norteamericano y el japonés) y el individualismo (a los tests tradicionales de inteligencia siempre se
responde de forma individual), otras culturas valoran mucho más la reflexión
atenta antes de responder a cualquier cuestión o pregunta y la solicitud de ayuda, por ejemplo a las personas mayores o a quienes sepan más o sean más capaces en cada tema, antes de responder o antes de tomar una decisión. Por tanto,
no es raro que, en general, las personas de otras culturas (por ejemplo, en Estados Unidos, los hispanos y sobre todo los negros, no así los chinos) puntúan
más bajo en los tests de inteligencia. Los negros norteamericanos suelen ser más
lentos –excepto en las pistas deportivas- que los blancos, lo que no parece razonable identificar, como hacen los tests de cociente intelectual, con que son me-
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nos inteligentes. Y sin embargo, así es como se interpretan sus respuestas a
estos test. De hecho, suele ser habitual decir que los negros norteamericanos
están 20 puntos por debajo de los blancos norteamericanos en cociente intelectual (dado que la media teórica es de 100, veinte puntos de diferencia en las
medias de ambos grupos es algo realmente brutal). Pero, sostienen los psicómetras genetistas, es que el caso de los negros africanos es mucho peor, pues su
cociente intelectual medio no está veinte puntos por debajo del de los blancos,
sino entre treinta y cuarenta puntos.
Digamos algo del tipo de preguntas en que se basan los psicómetras genetistas para extraer sus conclusiones. Por ejemplo, en uno de los tests más conocidos, el de Terman, este autor plantea este problema teóricamente de inteligencia general: “Un indio llega por primera vez en su vida a una ciudad y ve pasar
a un hombre blanco por la calle. Cuando éste pasa a su lado, el indio dice: ‘El
hombre blanco es perezoso; camina sentado”. Y pregunta Terman: ¿En qué
medio de transporte iba el hombre blanco? Muchos contestan que “en caballo” o
en “carro de caballos”. Pues no es ésa la respuesta correcta. Había que responder que el hombre blanco iba en bicicleta. ¿Y qué pasa, por ejemplo, con las
personas que por aquella época no sabían lo que era una bicicleta, pues nunca la
habían visto? Pero tal vez lo peor es que Terman sostenía que no acertar preguntas de este tipo era indicativo de debilidad mental y, por tanto, añadía, de gran
probabilidad de caer en el crimen u otras actividades de patología social. Por
tanto, sostenía Terman, lo primero que habría que hacer para “solucionar” estos
problemas sería recluir o eliminar a aquéllos cuya inteligencia es demasiado
baja para que puedan desempeñar una vida eficaz o moral. Por su parte, otro de
los grandes psicómetras de todos los tiempos, Robert Yerkes, construyó un test
de inteligencia que, entre otras cosas preguntaba: “¿Cuál es la industria más
importante de Gloucester?” ¿Dónde está la Universidad de Cornell?”, “¿Quién
es Alfred Noyes?”, etc. Y lo peor es que estas preguntas se las hacía también a
muchos emigrantes, recién llegados a Estados Unidos provenientes de países
como Polonia, Ucrania o Rusia. Otros items que pretendían medir razonamiento, lo que medían realmente no era sino cultura norteamericana de clase media.
Así, preguntaba, por ejemplo: “Washington es a Adams, como primero es a ...”.
Como vemos, todo esto no habla muy bien ni de aquellos prestigiosísimos psicólogos, ni de la seriedad de las pruebas en que se basaban sus teorías racistas
sobre la inteligencia.
Y hablando de falta de cientificidad, precisamente al servicio de los intereses de la actual globalización neoliberal, tengo que mencionar un libro reciente
de Lynn y Vanhanen (2002), titulado precisamente IQ and the wealth of nations, en el que sus autores dicen medir nada menos que el cociente intelectual
de las naciones, con lo difícil, por no decir imposible, que a mi ya me parece
medir la inteligencia de los individuos. Pues bien, Lynn dice medir la inteligencia de 185 países de todo el mundo y su alto rigor metodológico y científico le
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lleva a decir que ellos han medido el cociente intelectual de 81 países, mientras
que el de los otros 104 no lo han medido directamente sino que lo han calculado
utilizando el de los países colindantes. De esta manera, no es raro que sus datos
sean coincidentes con su ideología: los países más pobres suelen ser los que más
bajos cocientes intelectuales poseen. Así, Etiopía tiene un C.I. de 63, Sierra
Leona de 64, Guinea de 66 y Angola de 69; mientras que los países más ricos
suelen estar arriba: Alemania, 102, Austria, 102, Japón, 105 y Hong Kong, 107.
¡Y otra vez el problema de la interpretación de las correlaciones! Como encuentran una correlación de +0,70 entre riqueza del país y cociente intelectual medio
de sus habitantes, concluyen que la inteligencia del país es la que produce su
nivel de riqueza. ¡Pero es justamente al revés! Es la riqueza la que incremente la
inteligencia, tal como es medida por esos test convencionales. Por ejemplo, el
cociente intelectual de los españoles ha aumentado mucho en los últimos 25
años, sencillamente porque ha mejorado nuestro nivel de riqueza. Y lo que es ya
increíble son algunas de las conclusiones a que llegan estos mismos autores.
Veamos sólo estas dos: a) Los países más pobres, como los del África subsahariana, no mejoran su nivel de vida porque su cociente intelectual es bajo. Y esto
lo dicen alegremente, olvidando las inversiones extranjeras que no llegan a esos
países, las políticas del Fondo Monetario Internacional, etc. La conclusión que
ellos extraen es manifiesta: que no se quejen los africanos, pues su actual situación de pobreza y hasta de miseria se debe a lo poco inteligentes que son. Y eso
depende esencialmente de la propia naturaleza: están donde biológicamente se
merecen estar y a nadie de fuera puede culparse de tal situación. Como vemos,
estamos ante una forma nada sutil de exonerar de responsabilidad a los países
ricos, a sus políticas, a las antiguas potencias coloniales y a las actuales multinacionales; y b) el último capítulo del libro de Lynn y Vanhanen, titulado “El
futuro de la riqueza de las naciones”, lo dedican sus autores a extraer algunas
conclusiones con respecto a cómo incrementar el desarrollo económico en los
países pobres. Obviamente, según su postura, el mejor camino para conseguirlo
consistiría en incrementar la inteligencia de sus habitantes. Pero como ésta es
heredada en un 80%, pues poco se puede hacer por esta principalísima vía. Pero
algo sí puede aumentarse la inteligencia, piensan ellos, si mejoramos la calidad
nutricional de las mujeres embarazadas y de los niños así como los servicios
sanitarios. Sin embargo, añaden, mejorar la educación no servirá nada para incrementar la inteligencia de las naciones. Y algunos éramos tan ingenuos y tan
torpes que creíamos que la educación era algo fundamental a la hora de elevar y
facilitar el desarrollo intelectual de las personas. Finalmente, por si algún lector
aún no lo había sospechado, se les ve el plumero neoliberal a estos autores, sobre todo cuando concluyen que para elevar la situación económica de los países
pobres, mejor que incrementar su inteligencia es, entre otras cosas, que esos
países adopten un sistema político de libre mercado, es decir, que sigan las directrices del Fondo Monetario Internacional. Por cierto, que puede verse en
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Joseph Stiglitz (2002), Premio Nobel de economía de 2001 y ex vicepresidente
del Bando Mundial, una contundente y bien fundamentada crítica a la actuación
del F.M.I.
3. ALGUNOS DATOS CRUCIALES DE LA HISTORIA DE LOS
TEST DE C.I.
Ciertamente, lo que acabamos de decir en el anterior apartado no es nuevo.
De hecho, aunque no fue el caso de Alfred Binet en Francia, ya desde sus orígenes norteamericanos estos tests fueron utilizados para defender las posiciones
ideológicas y los intereses de los grupos dominantes. Y, sobre todo, en tres
momentos cruciales: en los años veinte, en los años sesenta y en los años noventa. Y curiosamente, en cada uno de esos momentos los tests de inteligencia demostraban “científicamente” lo que en cada una de esas épocas interesaba más a
los grupos dominantes. Así, en los años veinte, cuando, huyendo de la pobreza y
de la miseria, millones de europeos entraban en Estados Unidos en busca de una
vida mejor, y cuando, unido a ello, estaban aumentando cada vez más los prejuicios contra ellos, los menos inteligentes, los tontos, eran los inmigrantes. De
hecho, el famoso psicólogo H.H. Goddard encontró que nada menos que el 83%
de los judíos que llegaban a Nueva York, el 80% de los húngaros o el 87% de
los rusos, eran -¡pásmense ustedes!- débiles mentales. Más aún, R.M. Yerkes,
otro conocidísimo psicólogo norteamericano de aquella época, encontró también que cuanto más tiempo llevasen en Estados Unidos los inmigrantes, mayor
era su cociente intelectual, de forma que los recién llegados tenían una menor
inteligencia que los que llevaban un año, y éstos una menor que quienes llevaban cinco años. Pues bien, la interpretación que C.C. Brigham dio de esos datos
no tiene desperdicio: “¡Europa nos envía emigrantes cada vez más tontos!”, por
lo que, a su juicio, habría que tomar medidas contundentes que ya apuntaba W.
McDougall (1921, pág. 195): “Resulta inútil argumentar aquí las importantes
ventajas de la esterilización y de la segregación institucional. Probablemente
serán utilizados ambos métodos”. Y ambos se utilizaron tras la aprobación de
sendas leyes: la Ley de esterilización, de 1923 y el Acta de inmigración, de
1924. Con ellas se pretendía, pues, solucionar el “gran problema” del futuro de
Estados Unidos. Y se solucionaba, como vemos, impidiendo la entrada al país
de aquellos inmigrantes que puntuaran bajo en los tests de inteligencia, por una
parte, y esterilizando a quienes viviendo ya allí mostraran en los tests una baja
inteligencia, por otra. Y, como digo en mi citado libro (Ovejero, 2003a, pág.
160), “una prueba de que esto se enmarcaba dentro del más rancio ultraconservadurismo, apoyado por un profundo racismo científico, es que, al margen de
los problemas internos e intrínsecos de los tests de C.I., ni se les ocurrió siquiera, para evitar tal decadencia, medidas como un mayor gasto en educación y
sanidad, unas mayores ayudas a las familias pobres, etc. Más aún, de lo que se
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trataba era justamente de evitar esas medidas: en el racismo científico se juntaban, desde Galton, Burt, Terman o Yerkes hasta Eysenck, Jensen o Herrnstein,
y desde principios hasta finales del siglo XX, los más furibundos prejuicios
racistas con el más egoísta y poco inteligente interés por mantener los privilegios de los grupos sociales más favorecidos”.
Por otra parte, en los años 60 los test decían que los tontos eran los negros,
justamente cuando éstos estaban luchando por la igualdad entre blancos y negros (pacíficamente como Luther King o menos pacíficamente como Malcolm
X).Y en los años 90 decían que los tontos eran los pobres que vivían de la asistencia social, precisamente cuando el neoliberalismo atroz que nos invade pretende bajar los impuestos a las clases acomodadas y a los empresarios y banqueros. Y para ello necesitan reducir los gastos del Estado (sobre la relación
existente entre globalización neoliberal y escuela véase Ovejero, 2002a, 2002b,
2003b, 2004). Como vemos, pues, la neutralidad de la ciencia, en este caso la
neutralidad de la psicología del C.I., no se ve por ningún sitio.
4.
FUENTES Y RAÍCES DE LA PSICOMETRÍA
DEL COCIENTE INTELECTUAL
Como estamos viendo, la tradicional psicometría del C.I. es un ejemplo
evidente de cómo con frecuencia la psicología ha estado al servicio de los grupos poderosos y de sus intereses, a través sobre todo de la justificación “científica” de su ideología, ideología absolutamente conservadora. Es más, como ya
he dicho, podemos considerar a la psicometría del C.I. que aquí estamos analizando como un caso, a mi juicio evidente, de racismo científico. Ahora bien,
¿cómo fue todo ello posible? ¿Cómo fue posible que incluso psicólogos que a
nivel personal no eran en absoluto conservadores, como Pearson, se embarcaran
en una empresa tan reaccionaria, tan acientífica y de consecuencias sociales tan
catastróficas? La respuesta podemos encontrarla, al menos en parte, en el zeitgeist científico de la época, que en el caso de la psicometría del C.I. podríamos
concretar en estos tres aspectos fundamentales:
a) El darwinismo social: como es bien conocido, entendemos por darwinismo social la aplicación directa de las ideas más dramáticas de la teoría de la
evolución, como puede ser la lucha por la vida, a la sociedad humana y a la vida
social de las personas y los grupos humanos. Y en esa guerra sin cuartel de todos contra todos, los “mejores”, los más aptos (es decir, los más fuertes y/o
inteligentes por su propia naturaleza) serán los que vencerán y ascenderán en la
escala social. Y, por tanto, también a la inversa: quienes están en la cúspide de
la escala social (los grupos poderosos y las clases altas) lo están por sus propios
merecimientos: su naturaleza les ha colocado en el lugar elevado que les corresponde. Y por tanto no hay de qué quejarse ni hay nada que hacer por cambiar
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el estado de las cosas, que es natural: es inevitable. El éxito social constituiría,
para el darwinismo social, el resultado de la supervivencia de los más fuertes, y
ésta vendría justificada desde el punto de vista moral, al margen de los medios
utilizados como resultado de un proceso natural. Más en concreto, para Spencer,
que fue el autor malthusiano por excelencia, los dolores del pobre eran el mecanismo que tenía la naturaleza para asegurar la supervivencia del más apto, al
igual que la salud del rico era el medio que utilizaba la naturaleza para asegurar
la propagación de los tipos superiores. Así, mientras Bentham y sus discípulos
exigían salarios dignos, educación gratuita para todos, seguridad en las fábricas,
tener tanto agua limpia como aguas sucias así como otras mejoras de las condiciones higiénicas para las cada vez más numerosas poblaciones pobres urbanas,
para Spencer, en cambio, “todo esfuerzo de la naturaleza consiste en deshacerse
de ellas, limpiar el mundo de estas personas y hacer hueco para los mejores”. En
consecuencia, escribirá el autor británico, “si están suficientemente completos
para vivir, vivirán, y es bueno que vivan. Si no están suficientemente completos
para vivir, morirán, y lo mejor es que mueran”. Y la sociedad no debe ayudar a
los pobres de ninguna manera: sería ir contra la naturaleza. Lo peor es que algo
parecido seguían sosteniendo, unos 120 años después, Herrnstein y Murray.
Y es que esa fue la herencia central que recibió la psicometría del CI, a partir de Malthus y de Spencer, a través fundamentalmente de Galton, personaje
nefasto donde los haya, y la influencia posterior de éste en hombre como Burt o
Spearman, y a partir de ellos, en Eysenck, Jensen o Herrnstein. Todos ellos
constituyeron una especie de gran secta con Malthus como profeta anunciador,
y Galton como padre fundador. Para mejor entender todo esto y para captar más
cabalmente el carácter sectario de Galton y sus sucesores, al menos en este terreno, recordemos lo siguiente: Por la época en que Galton escribía su primer
libro, Hereditary Genius (1869), las familias más influyentes de Gran Bretaña
llevaban ya una generación disfrutando de los beneficios sanitarios y médicos
de la Revolución Industrial, por lo que la mortalidad infantil siguió una reducción en las tasas de nacimientos en las clases acomodadas británicas, que fue
confundido por Galton con “esterilidad” de tales clases sociales, lo que le preocupó enormemente, teniendo en cuenta que las clases sociales menos favorecidas seguían, obviamente, con sus altas tasas de nacimientos. Entonces se acordó
Galton de Malthus y cayó en la cuenta de que la amenaza poblacional de que
hablaba aquél era más preocupante aún de lo que Malthus creía: porque no sólo
aumentaría peligrosamente la población, es que aumentaría sobre todo entre los
más pobres, que era tanto como decir entre los más tontos, lo que pondría en
serios apuros a toda su “raza”, la de los anglosajones. Y se puso Galton a buscar
una solución a tan gran peligro. Y la encontró en la eugenesia que para él consistía “en darle a las mejores razas o linajes de sangre una mayor probabilidad
de prevalecer rápidamente sobre las peores”. La eugenesia, pues, la montó Galton sobre una falsa interpretación. Y de falsas interpretaciones, en absoluto ino-
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centes, se vio rodeada después. Es más, de una manera absolutamente alejada
del más mínimo rigor científico, Galton llegó a afirmar, cosa que más tarde se
convertiría en el norte de los psicómetras genetistas, que “las clases E y F de los
negros equivalen aproximadamente a nuestras C y D, un resultado que de nuevo
señala la conclusión de que la media intelectual de la raza negra están dos grados por debajo de la nuestra” (Galton, 1869, pág. 327). Y para tal afirmación no
necesitó en absoluto ningún índice de inteligencia ni ningún C.I. Ni necesitó
tampoco medida ninguna para decir, como dijo, que los judíos eran una raza
parasitaria de las demás naciones. ¡Él, Galton, tan dado a la cuantificación y la
numerología! Pues bien, más de un siglo después autores como Eysenck o
Herrrstein, ya con medidas de C.I., llegaban a exactamente las mismas conclusiones que Galton en cuanto a los negros, conclusiones que son compartidas aún
hoy día por numerosos psicómetras, como Herrnstein y Murray (1994), Lynn y
Vannhanen (2002) o Colom (2002).
b) Determinismo genético: la psicometría del CI ha sido (o se ha comportado como) un poderoso instrumento al servicio de la creencia de que lo existente es inevitable porque es natural. Esto ya lo vimos antes, pero no le hubiera
sido fácil a la psicometría realizar esa importante función ideológica si no
hubiera encontrado una base supuestamente científica, aparentemente irrebatible, en que fundamentar sus afirmaciones. Y esa base científica la encontró en
el darwinismo genético, que, en una época cientificista como fue el siglo XX,
constituía la auténtica retórica de la verdad que los psicómetras del CI necesitaban para hacer creíbles sus increíbles afirmaciones. Nuestra inteligencia, más
específicamente, nuestro cociente intelectual se debe sobre todo a nuestros genes. No es sólo que tenga un componente genético, sino que ese componente
genético es altamente determinante: alrededor del 80% de nuestra inteligencia
sería genético y sólo alrededor del 20% ambiental. Sin embargo, son muchos
los genetistas que están mostrando, cada vez más convincentemente que los
genes nunca actúan en solitario, sino estrechamente relacionados unos con
otros, y que nunca lo hacen al margen del contexto ambiental en que se encuentran, hasta el punto de que una serie de genes, actuando siempre conjuntamente,
pueden dar un resultado en un ambiente concreto y dar otro resultado bien diferente en otro ambiente distinto. Pero a los psicómetras del C.I. –y no sólo a
ellos- les interesó siempre presentar el determinismo genético como algo sumamente simple: las ideas simples llegan a más público y son más impactantes
que las complejas. Y sin embargo, hoy día es bien conocido que, en este terreno,
las cosas son muy complejas: genes y ambiente actúan siempre juntos, en interacciones complejas y diferentes para cada caso, por lo que resulta absolutamente imposible separar sus efectos. El simplismo del determinismo genético está
equivocado. En definitiva, pues, el determinismo biológico no tiene razón de
ser, como tampoco lo tiene el determinismo ambiental. Somos organismos biológicos, sin duda, pero de un tipo especial. Tan especial, que la evolución ha
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ANASTASIO OVEJERO BERNAL
hecho de nuestro cerebro algo tan abierto a las influencias ambientales, sobre
todo a las culturales, que nos convierte, necesariamente, si se me permite la
expresión, en seres “biológicamente culturales”. Nuestro cerebro, nuestra conducta y el ambiente se influyen mutuamente, de tantas y tan complejas formas,
que resulta absolutamente imposible decir, como dicen los Burt, Eysenck, Jensen, Herrnstein, etc., que el 75-80% de la inteligencia está genéticamente determinado. Menos si, como es el caso, no sabemos exactamente ni siquiera qué
es la inteligencia. Y menos aún si sabemos, como sabemos, que la inteligencia
no es sólo lo que miden los tests de C.I.. En consonancia con todo lo anterior,
tenemos que decir que el determinismo genético es absolutamente insostenible e
indefendible, y su mantenimiento suele obedecer a razones ideológicas.
Seguir defendiendo hoy día el determinismo biológico es no querer abandonar los prejuicios pseudocientíficos de tiempos pasados y negarse a creer en
el ser humano como ser social, cultural e histórico, y, por tanto, esencialmente
libertario. Es, en definitiva, negarse a admitir que cuanto más se desarrollen las
ciencias sociales y, sobre todo, las biológicas y genéticas, más evidente será la
insistente afirmación de Ortega y Gasset de que el hombre no tiene naturaleza,
tiene historia. En consecuencia, a la pregunta que se hacía Jensen en el propio
título de su conocido artículo de 1969, “How much can we boost IQ and scholastic achievement?” (¿cuánto podemos mejorar nuestro C.I y nuestro rendimiento académico”), deberíamos responder, con Lewontin, rotundamente:
“Tanto como lo permita la organización social. No será la biología la que se
interponga en nuestro camino”. Pero son muchos los que siguen aferrándose al
viejo, y siempre nuevo, determinismo genético, sobre todo por una razón: porque parece proporcionar la impresión clara de que la realidad social es, en efecto, inevitablemente como es. Las cosas son como son por naturaleza, y nada
podemos hacer por cambiarlas. El determinismo genético, pues, contribuye
poderosamente a justificar el actual orden social.
c) Positivismo: existe todavía este tercer elemento que nos ayuda a entender el funcionamiento de la psicometría del C.I. a lo largo de un siglo y que
constituye el tercer pilar en que se fundamenta, también éste absolutamente
desfasado hoy día y desde hace ya varias décadas. De hecho, el positivismo se
basa en dos supuestos: la creencia de que el mundo es realmente tal como se nos
aparece en la observación (experimentación, percepción, etc.) y la de que está
regido (tanto el mundo natural como el social) por leyes universales que sólo
pueden ser conocidas por el método científico. Por tanto, las cuestiones que no
puedan ser resueltas por métodos científicos es que no pueden ser resueltas nunca. Además, sólo el mundo científico conseguirá, antes o después, encontrar las
leyes universales que rigen el funcionamiento de todo el universo, tanto del
mundo material como del mundo orgánico e incluso de la misma psicología
humana y de la sociedad. Uno de los principales efectos del positivismo consiste precisamente en la obsesión por medir (medir por medir): lo que no es medi-
LOS TEST DE INTELIGENCIA: ALGUNAS CONSECUENCIAS DE SU APLICACIÓN
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ble (y medido) no es real. Sólo existe realmente aquello que puede medirse.
Pero para medir ciertos fenómenos humanos, como es el caso de la inteligencia,
necesitan primero simplificarlos –y, por tanto, desnaturalizarlos-, por lo que, a
la postre, ya no se sabe muy bien qué es lo que están midiendo y qué es lo medido. Eso ocurre precisamente con la inteligencia, tal como es medida por los
tests de C.I. De ahí que los psicómetras, positivistas ellos, identifiquen la inteligencia con el CI: como decía Boring, la inteligencia es lo que miden los tests de
inteligencia. Además, los psicómetras, al pretender ser “científicos positivos”,
no se preocuparán por las causas sino sólo por los hechos. Y, como empiristas
que se sienten, sólo harán caso a lo que digan sus sentidos, a lo que sus ojos
vean en las respuestas que sus sujetos den a los items de los test que ellos mismos han construido, pero olvidando que han sido ellos los que los han construido y creyendo que esos tests miden realmente la inteligencia tal como es. De
ahí sólo había un paso a la reificación de la inteligencia, es decir, a la tendencia
a convertir un concepto abstracto como es la inteligencia en una entidad concreta, incluso medible. Y el siguiente paso, ya inevitable, consistirá en creer que la
inteligencia es realmente lo que decimos que es, con lo que tendrá efectos reales: es un constructo social que afectará realmente al aprendizaje escolar, a las
calificaciones académicas, a la satisfacción personal e incluso al hallazgo de un
empleo y a los ingresos económicos obtenidos en él.
5.
CONCLUSIÓN
La psicometría del C.I., tal como la conocemos, fue posible porque el conductismo primero y la sociobiología después le habían despojado al hombre de
todo lo que de humano tenía, considerándole un mero animal, o mejor aún, un
mero organismo más allá de toda libertad y de toda dignidad. En esas circunstancias sí fue posible pensar al ser humano en términos meramente biológicos,
donde los genes lo determinan todo en la vida humana y hasta en la organización social, que, por otra parte, son perfectamente explicadas por la “selección
natural”, con lo que se justifica totalmente la opresión del hombre por el hombre, los privilegios desmedidos, las injusticias generalizadas y las desigualdades
galopantes. Si miles y miles de niños mueren de hambre en el mundo todos los
meses, es la propia naturaleza quien, adaptativamente, los elimina... Si los negros han sido oprimidos durante cuatrocientos años en tierras norteamericanas,
es porque su propia naturaleza así lo exigía; o si a las mujeres se las enclaustra
en la cocina, es por su bien, para adaptar su forma de vida a sus capacidades
genéticas. En conclusión, a menudo la psicología ha cumplido un papel eminentemente conservador, y los test han sido uno de los principales instrumentos
para ese fin, como meros derivados de su ideología. Ello no es siempre, por
supuesto, consecuencia de la mala fe de los psicólogos, sino que con frecuencia
se debe a sus prejuicios tanto sociales como científicos. Y las consecuencias
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ANASTASIO OVEJERO BERNAL
fueron dramáticas: miles y miles de personas excluidas, cientos de miles de
niñas y niños cuyas vidas fueron mutiladas por los test de C.I., etc. A todos ellos
les dedico mi citado libro, dedicatoria que dice textualmente: “A todos los miles
y miles de mujeres y hombres cuyas vidas quedaron destrozadas por la equivocada, prejuiciosa y no inocente utilización de los tests de inteligencia”.
Pero no todo es crítica y destrucción en ese libro. He pretendido criticar
una forma de concebir la inteligencia y sobre todo los intereses ideológicos,
políticos y económicos que subyacen a tal empresa. Pero he pretendido también
dejar sitio para la esperanza. La psicología puede ser –y con frecuencia lo ha
sido y lo sigue siendo- altamente positiva para la sociedad y para los ciudadanos
en muy diferente ámbitos, como por ejemplo el escolar. De hecho, no toda la
psicología de la inteligencia es psicometría del CI (ni siquiera toda la psicometría es partidaria del genetismo del CI). Por el contrario, además de que incluso
en el caso del CI las consecuencias de su aplicación depende de cómo se haga y
sobre todo de qué fines se persiga, es que los psicólogos están haciendo también
cosas interesantes y muy positivas en este campo. Como conclusión a todo esto,
me gustaría terminar con una cita de Robert Sternberg, extraída de su libro Inteligencia exitosa y más en concreto de su primer apartado que, sorprendentemente, se titula “Mi vida como un imbécil”, donde dice: “Cuando era alumno de la
escuela primaria fracasé miserablemente en los test de cociente intelectual a los
que me sometieron. Los test me angustiaban terriblemente. Simplemente el ver
que un psicólogo de la escuela entraba en el aula para pasar un test de cociente
intelectual, me producía un ataque de pánico. Y en el momento en que el psicólogo decía “¡Ya!” para que empezáramos, me encontraba en tal estado de temor
que apenas podía responder a ninguna de las preguntas. Todavía estaba en el
primer par de problemas cuando oía que otros estudiantes pasaban la página y
se internaban en el test. Para mí, el juego de los test estaba terminado antes de
empezar. Y siempre con el mismo resultado: mi derrota. Por supuesto, incontables publicistas especializados, maestros, administradores y psicólogos escolares jurarán que no existe nada parecido a ‘fracasar’ en un test de cociente intelectual, que en un test de este tipo nadie ‘gana’ ni ‘pierde’. Puede que no, y
puede que el Papa no sea católico. Pero a todos los fines prácticos, fracasas en
el test y pierdes la partida si, a consecuencia del ejercicio, te cuelgan el sambenito de ‘tonto’. No hace falta ser un genio para imaginar qué ocurre después.
Nadie espera demasiado de un imbécil. No cabe duda de que mis maestros de
los primeros cursos de escuela primaria no esperaron mucho de mí. Y yo, como
muchos alumnos, deseaba complacerlos. De modo que les daba lo que esperaban. No fui muy buen estudiante en mis primeros tres años de escuela elemental. ¿Estaban decepcionados los maestros? ¡Qué va! Se sentían felices de que yo
diera lo que ellos esperaban, y yo me sentía feliz de que se sintieran felices. De
modo que todos felices y yo simplemente un perdedor más en el juego de la
vida”. Cientos de miles de niños y niñas han sido perdedores en estos juegos.
LOS TEST DE INTELIGENCIA: ALGUNAS CONSECUENCIAS DE SU APLICACIÓN
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Pero la mayoría de ellos han seguido convencidos toda su vida de que eran ellos
los tontos: la ciencia no podía equivocarse. Y los psicólogos científicos tampoco.
Finalmente, desearía hacer una aplicación de a qué nos lleva todo estoy
hoy día y qué otras vías más prometedoras podríamos seguir. Para estos psicómetras del cociente intelectual los principales recursos sociales de un país dependen de la inteligencia de sus habitantes. Ahora bien, dado que, para ellos, la
inteligencia es principalmente genética, poco podemos hacer para aumentar los
recursos sociales de un país. En oposición a esto está la teoría del capital social.
En 2002, se publicó en los Estados Unidos un libro titulado Sólo en la bolera:
Colapso y resurgimiento de la comunidad norteamericana. Su autor es el sociólogo estadounidense Robert Putnam, y la tesis fundamental que aquí defiende es
que los principales recursos sociales de un país dependen de su capital social, es
decir, de los contactos sociales que tanto a nivel formal (afiliación a ONGs o a
sindicatos, pertenencia a clubs deportivos, etc.) como informal (número de amigos que se tiene, cantidad de tiempo que se pasa conversando con los demás,
etc.) haya en ese país. De la misma forma que un destornillador o un ordenador
(capital físico) o una formación universitaria (capital humano) pueden aumentar
la productividad, tanto individual como colectiva, así también los contactos
sociales afectan a la productividad de individuos y grupos. En efecto, como
demuestra fehacientemente Robert Putnam, los lazos sociales hacen más productivas nuestras vidas. Es más, añado yo, no es sólo que el capital social influye más en la riqueza de un país que la inteligencia, tal como la miden los test de
cociente intelectual, es que la propia inteligencia debería medirse más bien por
el capital social que se posea que por las respuestas a los test tradicionales. Por
eso, el trabajo escolar debería ser más cooperativo que individualista y competitivo (véase Ovejero, 1990, 1993, 2003c). Y es que el ser humano, como especie,
es más un ser cooperativo que un ser inteligente. Y es en la cooperación más
que en la inteligencia donde encontraremos el camino para solucionar nuestros
actuales problemas sociales. El gran problema actual de los Estados Unidos y,
aunque algo menos, también de Europa, no es que la gente tenga bajos cocientes
intelectuales, que, por el contrario, van elevándose década tras década, sino que
cada vez tenemos menos amigos, cada vez hablamos menos con nuestros vecinos, cada vez pasamos más tiempo solos en el coche, ante el ordenador o, sobre
todo, ante la pantalla de televisión. Y eso sí produce depresión, aumenta los
suicidios e incrementa las tasas de diferentes índices de patología social, aumenta el absentismo laboral y las bajas por enfermedad física y sobre todo psíquica.
Nuestros recursos sociales dependen principalmente de nuestro capital social, es
decir, de los lazos sociales que tengamos dentro de nuestra comunidad. De ello,
de la mejora de nuestro capital social, depende, en gran medida, nuestro futuro.
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