MÚSICA Dos músicas geniales ALVARO MARÍAS * María Joao Pires. ENTRO del alto nivel general del Segundo Festival Mozart que organiza la revista Scherzo con el patrocinio de la Caja de Madrid, los dos conciertos ofrecidos por la pianista portuguesa María Joao Pires han supuesto un acontecimiento absolutamente extraordinario, uno de los momentos más altos del intensísimo curso musical madrileño0 '. A pesar de que la Pires es artista bien conocida de nuestro público —y por él muy especialmente apreciada—, a pesar de que se la ha escuchado con frecuencia por estos pagos, cada ac* Madrid, 1953. Crítico Mu- tuación de esta artista tiene algo de al. Profesor del Real Consertorio de Madrid. ~ , irrepetible, de vivencia inolvidable y enriquecedora. Recientemente el crítico de Le Fígaro comentaba '> Día 20 de junio.. Mozart: uno de sus conciertos con mciertos números 9 y 27 271 y 595). Sinfonía palabras entusiastas que expresan núme-29 K. 201. María Joao a la perfección la impresión Pires ano). Orquesta de producida por la manera de hacer Cámara dandesa. Dir.: música de la pianista portuguesa: Antoni Ros irbá. «La felicidad total. Por fin una Día 21 de junio. Mozart: So-tas K.330, 333, 332, velada sin nubes, ligera, de una 457. ntasía en do menor K. felicidad impalpable, pero muy 475. iría Joao Pires (piano). real y de la que se sale con el Au-orio Nacional de corazón alegre, sencillamente». Música. Tal es el efecto prodigioso que produjeron los dos conciertos que comentamos: el de una felicidad absoluta; la posibilidad harto infrecuente de poder disfrutar sin más, del modo más pleno y gozoso, del placer musical. Es difícil explicar este fenómeno, porque precisamente el arte de la Pires D apenas propicia el análisis; más bien anula el sentido crítico del oyente, que se sumerge con fruición seducido por el hecho musical que tiene ante sí. Creo que lo que distingue a la Pires del resto de los pianistas —y los pianistas de talento se cuentan hoy por docenas— es algo muy simple y que está tan poco de moda que casi produce sonrojo su mención: su inspiración. Cuando el viejo y siempre lúcido Cari Phi-lipp Emanuel Bach describía las virtudes de un buen intérprete de teclado, expresaba a la perfección una serie de hechos que no han perdido la más mínima vigencia: «no es difícil encontrar técnicos, ejecutantes hábiles de profesión que posean todas estas dotes y que nos asombren con su capacidad, pero sin tocar nuestra sensibilidad: asombran el oído sin satisfacerlo y aturden la mente sin conmoverla... ¿En qué consiste, pues una buena ejecución? Consiste, ni más ni menos, en la facultad de hacer que el oído, tocando o cantando, se sensibilice ante el verdadero contenido ex- presivo de una composición... Un músico no puede emocionar a los demás si no se emociona él mismo. Es indispensable que sienta todas las emociones que espera hacer surgir en sus oyentes, porque de esta manera la revelación de su sensibilidad estimulará en los demás una sensibilidad semejante.» Difícilmente podríamos hacer una descripción tan certera de la manera de tocar de la Pires, cuyo secreto radica en su actitud a la hora de hacer música. La frágil pianista portuguesa mantiene en todo momento su sensibilidad alerta, vivaz, a flor de piel; resulta obvio que todo está meditado, previsto, pulido hasta en los más mínimos detalles, que se trata de una cabeza musical que ha pensado la música', pero al mismo tiempo no es menos evidente que la música está siendo creada, única e inconfundible, en el instante del concierto, y que jamás podrá ser idéntica a sí misma; no es que la planificación intelectual deje hueco a la improvisación, a la espontaneidad o a la frescura. No; es que justamente la comprensión intelectual de la música, el saber exactamente lo que se quiere y cómo conseguirlo, permite que la inspiración del momento, la gracia, la fantasía, no sean peligrosas; que puedan desarrollarse, fecundar con su contingencia la música y extraer su verdadera esencia. Posee la Pires una técnica so-brecogedora, de un preciosismo increíble, de una sutileza en la articulación y una precisión en la dinámica y en el pedal de ensueño; una técnica flexible, refinada, natural y escalofriantemente fácil. Ello hace que el resultado sonoro sea de una belleza tímbrica y de una nitidez difíciles de creer, idóneos para la música de Mozart, en la que la Pires está quizá excesivamente especializada; pero no han faltado ocasiones para comprobar que su Beethoven, su Schumann, su Chopin y muy especialmente su Schubert (¡qué milagro el Momento musical regalado como propina!) sean tan inolvidables como sus interpretaciones mozartianas. Hay sin embargo algo en María Joao Pires que es en cierto modo una limitación, un peligro, pero que forma parte de su irresistible personalidad. Es su tendencia a los tempi extremadamente rápidos en numerosas ocasiones; su escasa diferenciación entre las diferentes secciones de un movimiento; su voluntad de no expli-citar la forma musical. Esto crea una impresión en el oyente de constante fluidez, de deslumbramiento ante el sorprendente efecto caleidoscópico de la música; crea una impresión de niña que juega, que se divierte, que goza con esa característica del niño prodigio que Weissenberg denominaba «glotonería musical». Es posible que sin ello su manera de hacer música perdiera algo de esa encantadora ligereza, de ese carácter lúdico que resulta apasionante. Pero, al mismo tiempo, este rasgo —mucho menos evidente, lógicamente, en los conciertos que en las sonatas mozartianas— limita su arte; lo hace menos trascendente, menos profundo, menos sólido de lo que podría ser. Quizá no sean posibles ambas cosas a la vez. Si pensamos en el otro gran pianista mozartia-no de nuestro tiempo, Barem-boim, nos percatamos de que ambos son complementarios, que el uno es superior justamente donde el otro es más limitado. María Joao Pires tuvo un muy notable colaborador en Antoni Ros Marbá que dirigió a la Orquesta de Cámara Holandesa, un conjunto no extraordinario pero sí de un excelente nivel. Ros Mar- bá, mucho más sobrio que la Pires, mucho menos expresivo, pero extraordinariamente sensible al arte de su solista, realizó un acompañamiento de gran altura, que justamente por su contención magnificó la fantasía y libertad que caracteriza a la música portuguesa. Los dos conciertos de María Joao Pires han constituido un ejemplo de lo que es una buena programación musical, algo mucho más infrecuente de lo aconsejable en nuestro ambiente. Enhorabuena a la revista Scherzo. Mi Dori. Un pequeño monstruo llamado M¡ Dori último concierto del ciclo de ELIbermúsica-Tabacalera nos ha 'V Día 6 de julio. M. Glinka: islán y Ludmila (obertura). I. Tchaikowsky: Concierto ra violín Op. 35. D. Shosta-vich: Sinfonía número 15 >. 141. Mi Dori (violín). Or-esta Sinfónica de Londres, r.: M. Rostropovich. Audito-i Nacional de Música. traído a la joven violinista japonesa Mi Dori, que a pesar de sus 17 años es ya mundialmente célebre(2). Esta nueva violinista, alumna de la Juilliard School neoyorquina y de la genial peda- goga Dorothy Delay, es mucho más que una gran virtuosa: es uno de esos músicos que suelen darse muy de tarde en tarde, que unen a la técnica más perfecta un talento, una personalidad y un poder de comunicación fuera de serie. Aunque parezca prematura esta afirmación en los indicios mismos de su carrera, creo que Mi Dori está destinada a ser una de las más geniales violinistas del siglo XX. Esta aniñada adolescente de aspecto quebradizo es uno de los intérpretes más poderosos que recuerdo. En el momento mismo en que apoya el arco sobre las cuerdas, Mi Dori parece transfigurarse y desarrollar una energía y un poder de concentración del todo imprevisibles. Su sonido es grande, inmenso, de una igualdad asombrosa (¡qué cuarta cuerda, redonda, sonora pero jamás violenta ni forzada!), con un cuerpo, con una pastosidad y una redondez que tienen algo del sonido de la viola. Pero, al mismo tiempo, es un sonido de extraordinaria belleza, de plenitud y calidez indecibles, de poder comunicativo fuera de lo común. Pero quizá lo más extraordinario de su sonido es que posee en cualquier momento, en cualquier dinámica, en cualquier registro, idéntica calidad; algo que muy pocos violinistas —inevitable pensar en el malogrado Michel Rabin— han logrado hasta tal punto. Da lo mismo que se trate del registro más grave o del más agudo de los armónicos; es indiferente que se trate de una melodía en legato, de un rebote, de un pasaje en stacatto o de un endemoniado episodio de dobles cuerdas. El sonido del violín de Mi Dori es siempre idéntico a sí mismo y está en la máxima calidad imaginable. En su interpretación inolvidable del concierto de Tchaikowsky, Mi Don demostró además un temperamento musical de un calibre que pocas veces se escucha; pero no se piense en una interpretación romanticona o exagerada, porque su concepción posee tanta fuerza como refinamiento y su lirismo es de la mejor ley. En este sentido, Mi Don dio una auténtica lección de gusto e interioridad a un Rostropovich de todo punto excesivo, brillante y superfluo, que nada tiene que ver con el violonchelista genial que todos admiramos. La interpretación de Mi Dori dejó al público del Auditorio ma- drileño literalmente sobrecogido: una de esas versiones que producen una rara impresión de plenitud. Su interpretación fue tan netamente romántica y su técnica se adaptó hasta tal punto al espíritu de la música, que cabría temer que Mi Dori no pueda poseer la ductilidad necesaria para adaptarse al repertorio clásico con tanta perfección; pero nos parece más que probable que su sensibilidad, su talento y su claridad de ideas le permitan triunfar con la misma rotundidad ante el repertorio clásico, barroco o contemporáneo. Pronto lo sabremos.