Entre la unidad teórica y la diversidad política

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TEMA IX. ENTRE LA UNIDAD TEÓRICA Y LA DIVERSIDAD POLÍTICA.
• LA DIVISIÓN LEONESA.
I.l. El reino de León en la primera mitad del siglo X.
La unidad visigoda resucitada por los cronistas de Alfonso III choca con la realidad política, con una Hispania
fragmentada en reinos y condados que si están de acuerdo en la conveniencia de expulsar a los musulmanes,
de reconquistar el viejo territorio godo, no están dispuestos a reconocer la autoridad del monarca leonés.
La difícil situación de al−Andalus y los éxitos militares conseguidos por Alfonso III en colaboración con los
monarcas navarros y con los muladíes de Mérida y Toledo permitieron a los cronistas musulmanes atribuir al
reino astur el papel de conquistador y reunificador de los antiguos dominios visigodos, proyecto al que no
sería ajeno el título de emperador dado por algunos clérigos al monarca asturiano, aunque éste personalmente
jamás utilice el título imperial. Los años que van del accidentado fin de Alfonso III a la muerte de Ramiro II
en 951, señalan sin duda el máximo esplendor del llamado Imperio leonés. No sólo se asegura la línea del
Duero, sino que incluso por muchas zonas se alcanzan las estribaciones del sistema central; y todo ello pese a
que en al−Andalus se ha producido una notable reorganización interna y un aumento considerable del poder
central con la subida al torno de Abd al−Rahman III (912−961). Pero, por otro lado, aparecen ya los primeros
síntomas de debilidad. Estos signos no son sino las cada vez más poderosas tendencias centrífugas, que
pueden verse sobre todo en las zonas extremas del reino, en Galicia−Portugal y Castilla. En ellas las
diferencias geográficas y socioeconómicas se ven favorecidas por el progreso de la señorialización y de la
feudalización político−administrativa.
Así, Alfonso no pudo impedir la sublevación de sus propios hijos y la imposición como rey del primogénito
García, auxiliado por tropas castellanas (916), quien sin duda ocupa un lugar preeminente desde la nueva
capital de León. Pero es indudable que Galicia y Asturias gozarían de una posición de gran autonomía bajo el
gobierno directo de sus dos hermanos menores, Ordoño y Fruela. Este apoyo castellano a García explicaría
que los principales esfuerzos de expansión territorial y repoblación se sitúen en estos años en la zona
castellana. Así, mientras que en el 912 se alcanza ya la línea del Duero en San Esteban de Gormaz y Osma, al
año siguiente se penetra en la Rioja venciendo a los musulmanes en Arnedo. Ello obligará a García a conceder
a los condes de estos territorios una mayor autonomía y a permitir o estimular la unificación de estos
condados para mejor defender el territorio. El monarca leonés actúa de forma similar a la de los reyes
carolingios y, como éstos, será incapaz de evitar que los condes de Castilla actúen respecto a León con la
misma independencia que los de Barcelona respecto al reino franco unos años antes.
La inesperada muerte de García en Zamora permite a Ordoño II (914−924) unificar el reino. Ordoño II
continúa la política ofensiva emprendida contra los musulmanes desde sus dominios gallegos. Al saqueo de
Evora (913) sigue una campaña contra la zona emeritense, en la que toma el castillo de Alanje (914) y obliga
al gobernador de Badajoz a comprar la retirada de sus tropas. Los ejércitos leoneses derrotan a los
musulmanes en San Esteban de Gormaz y llegan a ocupar Talavera, pero son derrotados por Abd al−Rahman
III en Valdejunquera (920).
Los triunfos militares han hecho olvidar temporalmente las diferencias existentes entre León y Castilla, pero
éstas resurgen al producirse la primera derrota de consideración. Los condes castellanos, acusados de
negligencia pero que en realidad se niegan a secundar la política real de alianzas con Navarra por entender que
favorece la expansión de este reino por la Rioja a costa de los castellanos, fueron encarcelados durante algún
tiempo, lo que no impidió que fueran repuestos en sus cargos. La ausencia de los condes en Valdejunquera y
el regreso a sus condados son indicios de la escasa autoridad del monarca en esta zona fronteriza del reino.
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La muerte de Ordoño I en 924 vino, además, a plantear un grave problema sucesorio, que sólo se resuelve con
la llegada al trono de Ramiro II (931−951), reunificador de los dominios leoneses. El reinado de Ramiro II
sería sin duda el más importante de toda la época imperial leonesa, señalando un nuevo avance territorial
sobre Córdoba. El monarca intenta unir a los cristianos contra el califa, apoya a los rebeldes toledanos,
refuerza la alianza con Navarra e intenta atraer a los tuchibíes del Ebro para enfrentarse a Abd al−Rahman al
que derrota en Simancas (939), victoria que le permite consolidar las posiciones leonesas en el valle del Duero
y repoblar Sepúlveda, Ledesma y Salamanca.
Los éxitos militares frente a los musulmanes y la alianza con los navarros no fueron suficientes para impedir
la secesión de Castilla, cuyos condes, aun cuando colaboran en la lucha contra los cordobeses, actúan en sus
dominios con una gran independencia. Al igual que Ordoño II, Ramiro encarceló a los condes Fernán
González y Diego Muñoz y del mismo modo que su antecesor se vio obligado a devolverles la libertad y a
reponerles en sus cargos tras exigirles un juramento de fidelidad.
I.2. El fin del reino de León.
A mediados del siglo X, León se halla, aparentemente, en condiciones de convertir en realidad los deseos y
proyectos de los clérigos mozárabes; las victorias de Ramiro II frente a los musulmanes y la amplitud de los
territorios incorporados hacen del reino leones la máxima fuerza política del mundo cristiano peninsular y su
influencia sobre Navarra−Aragón se extiende hasta los condados catalanes en los que un abad, Cesáreo de
Monserrat, concibe y lleva a cabo el propósito de hacerse nombrar por los obispos leoneses metropolitano de
la sede tarraconense, lo que equivalía a reconocer no sólo el carácter apostólico de la sede de Iria (Santiago de
Compostela), sino también la unidad de las tierras hispánicas y la supremacía en ellas del reino leonés.
Sin embargo, la privilegiada posición política y eclesiástica de la monarquía leonesa no fue obstáculo para que
los obispos catalanes rechazaran el nombramiento de Cesáreo, para que los navarros se libraran de la tutela
ejercida por los reyes leoneses y para que los propios súbditos de la monarquía se sublevaran contra el nuevo
rey Ordoño III (951−956), que tuvo que hacer frente a los condes castellanos, a los magnates gallegos y a su
hermano Sancho, a cuyo lado se hallaban tropas navarras. Con ello se iniciaba la serie de intervenciones
navarras en las querellas dinásticas e internas de León, lo que al mismo tiempo significaba la plena
emancipación del reforzado reino navarro de la anterior hegemonía del Imperio leonés.
Ordoño lograría derrotar a sus enemigos e incluso tendría fuerzas para dirigir una expedición contra los
musulmanes, pero la inestabilidad interior le obligaría a firmar treguas con el califa, cuyos ejércitos serán, en
adelante, los árbitros de las querellas entre cristianos. A la muerte de Ordoño, castellanos y navarros se
enfrenten por el control del rey leonés; mientras los segundos apoyan a Sancho I y consiguen imponerlo
(956−958), Fernán González consigue atraerse a la nobleza leonesa y expulsar al monarca, que será sustituido
por Ordoño IV, cuya fidelidad se asegura el castellano casándolo con una de sus hijas.
Fernán González y la reina Toda de Navarra, tan pronto aliados como enfrentados entre sí, ponen y quitan
reyes a su antojo llegando en ocasiones a unirse a los musulmanes: depuesto Sancho I por el conde castellano,
busca refugio en Pamplona y posteriormente en Córdoba, de donde regresan Toda y Sancho con tropas
cordobesas que reponen al monarca tras haberse comprometido éste a devolver diez de las fortalezas de
frontera ocupadas en los años anteriores; en Córdoba le sustituirá el rey depuesto cuya sola presencia era una
amenaza para la estabilidad del reino leonés, aunque navarros y castellanos estuvieran de acuerdo en apoyar a
Sancho y contaran con la ayuda del conde de Barcelona. Unos y otros fueron derrotados por al−Hakam (963)
y, bajo el reinado de Ramiro III (966−984), hijo de Sancho, en San Esteban de Gormaz (976). Córdoba se
convirtió en lugar de peregrinación de los condes de Barcelona, de Galicia, de Castilla y de Saldaña, de los
reyes de Navarra y de León, que pese a su obediencia y sumisión no evitaron la destrucción de Zamora por
Almanzor el año 981 ni la derrota de castellanos, navarros y leoneses ante Rueda en el mismo año. Las tropas
cordobesas permanecen en León y saquean Coimbra, Sahagún, Eslonza... con ayuda de condes gallegos y
leoneses rebeldes al monarca cuando Vermudo II (982−991) intenta librarse del protectorado musulmán, sin
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que pueda conseguirlo; a cambio de esta sumisión, conseguirá recuperar la ciudad de Zamora. Sofocadas las
rebeldías internas, comenzó un período de enfrentamientos con los musulmanes que provocó numerosas
despoblaciones y una importante crisis económica. Almanzor, que en esta época devasta Coimbra, León,
Zamora y Sahagún, llegando incluso hasta Santiago de Compostela, será nuevamente llamado a actuar como
árbitro entre el conde castellano y el portugués Menendo González, que se disputan la tutela del nuevo rey,
Alfonso V (999−1028), llegado al trono con sólo cinco años.
A pesar de las medidas de Alfonso V para pacificar el reino y controlar la nobleza −como el concilio de León
del año 1017 o la concesión de un fuero a esta urbe que tenía como principal objetivo la atracción de nuevos
pobladores−, el reino leonés, debilitado por las guerras civiles, será incapaz de aprovechar junto a los demás
reinos y condados cristianos la desaparición del califato en los años iniciales del siglo XI y lejos de ampliar
sus fronteras se ve sometido a la tutela castellana, que será sustituida por la navarra al morir el conde García
(1029) e incorporarse Castilla a los dominios de Sancho el Mayor, cuyas tropas llegaron a ocupar León, donde
algunos documentos dan al monarca navarro el título de emperador, quizá para indicar su poder y su autoridad
sobre tierras leonesas. Fernando I, hijo de Sancho el Mayor de Navarra, convertido en rey de Castilla en 1035,
derrotará al último rey leonés Vermudo III dos años más tarde y se proclamará rey de León.
• CASTILLA INDEPENDIENTE.
En sus orígenes Castilla no es sino la frontera oriental, escasamente poblada, del reino asturleonés, la zona
más expuesta a los ataques cordobeses por el sur y a la penetración de los musulmanes del Ebro por el este. Al
mismo tiempo, es una zona de predominio de llanuras, si se compara con las tierras montañosas del reino, y
estas circunstancias harán de Castilla una comarca diferenciada dentro del reino. Por una parte, su población
ha de ser eminentemente guerrera: cuando Alfonso I de Asturias aprovecha la sublevación beréber para
desmantelar las guarniciones musulmanas, la población mozárabe de Castilla se retira a las montañas, donde
es más fácil la defensa, y Castilla será repoblada en los siglos IX y X por vascos occidentales poco civilizados,
es decir, poco adaptados al sistema de vida romanovisigodo. La libertad individual frente a la servidumbre
gótico−asturleonesa será la primera característica de la población castellana, de los campesinos−guerreros que
defienden la frontera de los ataques muladíes y cordobeses.
Los repobladores de Castilla no conocen la jerarquización social acentuada que, derivada del mundovisigodo,
se impone en el reino leonés, y las desigualdades que pueden observarse entre los primeros castellanos
procede no de la herencia sino de la función que cada uno desempeña en una sociedad guerrera: será noble
aquel que por su riqueza esté capacitado para combatir a caballo, pero su situación no es muy diferente a la de
sus convecinos si exceptuamos una cierta benevolencia del fisco hacia estos caballeros villanos. El carácter
fronterizo de Castilla no anima, al menos hasta época tardía, a instalarse en ella ni a la vieja nobleza visigoda
ni a los clérigos mozárabes huidos de Córdoba, y en Castilla no existirán grandes linajes ni proliferarán como
en León los monasterios y las grandes sedes episcopales que son los dueños de la tierra, de la riqueza, y
poseen la fuerza necesaria para someter a los campesinos libres que subsisten en las montañas asturleonesas o
en la nuevas tierras repobladas. En Castilla no se produce, por tanto, al menos hasta época tardía, la
concentración de la propiedad que puede observarse en otras zonas y se mantiene la libertad individual, que
está además garantizada por la mayor resistencia que pueden ofrecen las comunidades rurales −frente al
hábitat disperso de la montaña, la población castellana está agrupada en núcleos de relativa importancia− a la
absorción de sus bienes y personas por los grandes propietarios.
El origen de sus pobladores y la situación fronteriza del territorio explican las diferencias sociales y
económicas del territorio castellano, distinto también desde el punto de vista jurídico: sin una tradición
visigótica fuerte, Castilla como todas las sociedades primitivas, prefiere la costumbre ancestral y la decisión
de los hombres justos a la ley escrita representada por el Liber Iudiciorum, y cuando los castellanos creen sus
propias leyendas las centrarán en los jueces de Castilla, que son los representantes y defensores de la
diferenciación jurídica y política respecto a los leoneses. De uno de estos alcaldes o jueces harán descender a
Fernán González, considerado el primer conde independiente de Castilla en los años centrales del siglo X,
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aunque mucho antes se han producido las primeras manifestaciones del particularismo castellano: desde la
creación de condados en Castilla (el primer conde conocido, Rodrigo, aparece documentado en el año 850)
sus habitantes se ven obligados a erigir fortalezas que suplan la ausencia de defensas naturales, y desde ellas
los condes no tardan en desafiar la autoridad de los reyes leoneses del mismo modo y por las mismas razones
que desafían el poder carolingio los condes situados en zonas fronterizas, los catalanes entre otros.
Esta oposición se halla atestiguada por la realidad o leyenda de la prisión de los condes castellanos en la época
de Ordoño II. El cronista Sampiro se limita a dar la noticia sin referirse para nada a las causas entre las que los
historiadores han señalado la ausencia de las huestes castellanas en el desastre de Valdejunquera. Si así fuese,
podría deducirse que los condes, que habían sufrido los primeros ataques de Abd al−Rahman y habían visto
destruidas sus fortalezas y las cosechas del territorio en el mes de junio, prefirieron dedicar sus esfuerzos a la
reconstrucción y reparación antes que colaborar en la defensa del navarro Sancho Garcés I, al que apoyaba
Ordoño II. Ya antes, uno de los condes castellanos, Nuño Fernández, había demostrado su independencia
frente a Alfonso III del que conseguiría, militarmente, la liberación de García, acusado de conspirar contra su
padre.
El proceso de independencia de Castilla es en muchos puntos similar al de los condados catalanes; la división
de Castilla en numerosos condados, cuyos dirigentes no siempre actúan de acuerdo, permite a los monarcas de
León mantener la autoridad sobre la zona, pero las necesidades militares exigen un poder unificado al que se
llega con Fernán González, quien parece que pudo gobernar en Castilla desde el 930 al 970, en que murió. En
palabras de SANCHEZ−ALBORNOZ, nos encontramos con una personalidad de excepción. Hijo de la reina
doña Mummadona, viuda de García I, ella le casó con una mujer viuda dos veces y quizá mayor que él, pero
hija de la reina Toda de Navarra y hermana de la reina de León, la mujer de Ramiro II. La conjunción de sus
felices parentescos con su talento político puso en Fernán González cartas decisivas de victoria. Pero ello no
hubiese sido suficiente si además no hubiese contado bajo sus manos hábiles con el pueblo castellano. Así, el
ascenso de la casa condal de Fernán González y de Castilla como Estado independiente, sino de iure al menos
de hecho, y como elemento director en muchas ocasiones de la lucha frente a los esfuerzos hegemónicos
cordobeses tienen que ver, según SALVADOR DE MOXO, con tres factores: 1, la personalidad que se forja
Castilla a partir del siglo IX; 2, su carácter de pueblo fronterizo y alejado del corazón del reino leonés, que la
exponen preferentemente a los ataques musulmanes provenientes ya del Ebro, ya de la llamada frontera
media, y 3, el personal influjo de un espíritu audaz y emprendedor como Fernán González, defensor del país
frente al enemigo musulmán.
En un principio, la fidelidad del conde se garantiza mediante el matrimonio de una de sus hijas con el
heredero leonés; además, recibe hacia el 931 de Ramiro II los condados de Burgos, Lantarón, Alava, Lara y
Cerezo, que le dan la fuerza suficiente para enfrentarse al monarca. Las dificultades internas de León a la
muerte de Ramiro serán utilizadas por Fernán González para afianzar su independencia y ampliar sus
dominios mediante una hábil política de injerencia en los asuntos leoneses apoyando según su conveniencia a
uno u otro de los candidatos al trono leonés. Alternando la sublevación armada con la sumisión y contando
con el apoyo de Navarra o enfrentándose a sus monarcas, Fernán González consigue mantener unidos los
condados castellanos y transmitirlos a su hijo García Fernández (970−995), que consagrará a Castilla como un
auténtico principado feudal y actuará como señor independiente aún cuando reconozca la superioridad teórica
del monarca leonés.
Enfrentado a los mejores generales musulmanes, el conde castellano favorece a los campesinos que puedan
disponer de un caballo apto para la guerra, les concede la categoría de infanzones o miembros de la nobleza de
segundo grado −hecho consolidado en el Fuero de Castrojeriz (974) otorgado por García I− y con su ayuda
ocupa diversas plazas en la zona del Duero. Hábil diplomático, García alterna la guerra con la sumisión a
Córdoba y provoca disensiones entre los musulmanes al atraer a su bando a uno de los hijos de Almanzor,
pero no puede evitar que su propio hijo, Sancho, colabore con los musulmanes y, más tarde, pida a Almanzor,
sin éxito, la tutela del rey leonés Alfonso V.
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Desaparecido el peligro musulmán, al producirse los enfrentamientos entre beréberes, andalusíes y eslavos,
Sancho vende sus servicios militares a los primeros, de los que obtiene algunas plazas fronterizas en el valle
del Duero −como San Esteban, Clunia, Osma o Gormaz−, en el que se intensifica por estos años la labor de
repoblación y se fortalece la autoridad condal, hasta el punto de que a la muerte de Sancho (1017) el condado
pudo ser regido por un menor de edad, García. El peligro para el condado viene ahora no de León sino de
Navarra y los castellanos intentarán evitar el peligro de anexión mediante una alianza con los leoneses que se
lograría mediante el matrimonio de García con Sancha, hermana de Vermudo III de León, quien reconocería
al conde el título de rey, es decir, la independencia castellana. El asesinato de García en León llevaría a los
castellanos a entregar el condado a Sancho el Mayor de Navarra.
• ARAGÓN Y PAMPLONA.
III.l. El ascenso de Navarra.
La rapidez y profundidad de los avances cristianos en la zona occidental −donde la frontera se establece a
orillas del Duero− sólo puede explicarse si aceptamos la relativa despoblación de esta zona y el escaso interés
de los musulmanes por asentarse en ella tras el abandono de las guarniciones beréberes a mediados del siglo
VIII. El valle del Ebro está mucho más poblado y sus dirigentes, árabes o miembros de la nobleza visigoda
convertidos al Islam, ofrecen una gran resistencia por lo que los avances cristianos serán mucho más lentos.
Aquí la frontera se establecerá en una línea que se extiende desde la sierra de Codés en Occidente hasta
Benabarre pasando por el valle de Berrueza, las estribaciones de Montejurra y Carrascal hasta el río Aragón
en Pamplona, y desde el Aragón, por Luesía, Salinas, Loarre, Guara y Olsón en el condado aragonés. Esta
línea no fue superada hasta comienzos del siglo X en tiempos de Sancho Garcés I (905−925), cuya subida al
trono fue facilitada por el leonés Alfonso III, interesado en que los navarros cerraran el paso a los musulmanes
del Ebro y a los cordobeses y protegieran el flanco oriental de León.
Con la ayuda leonesa, Sancho I extiende sus dominios sobre Monjardín, Nájera, Calahorra y Arnedo a pesar
de la derrota sufrida en Valdejunquera; por el este el reino de Pamplona se extiende a lo largo de la cuenca del
Aragón dejando así al condado aragonés sin posibilidad de ampliar su territorio hacia el sur excepto por la
orilla izquierda del Gállego. Aragón acabará uniéndose al reino navarro aunque conserve sus instituciones y
su propia personalidad.
La artífice de la unión navarro−aragonesa, con la que se inicia la hegemonía navarra sobre los reinos
cristianos, parece haber sido la reina Toda, viuda de Sancho Garcés y regente de García Sánchez I. Toda, que
sustituyó en la regencia del reino a su cuñado Jimeno en el 931, por minoría de edad de su hijo, de hecho
gobernó el reino durante toda la vida de García Sánchez I, al que casó con Andregoto Galíndez de Aragón y al
que hizo intervenir decisivamente en León al morir Ramiro II. La reina, aliada al castellano Fernán González
o de acuerdo con los califas, nombra y depone reyes en León y pone en peligro la independencia de Castilla
cuyo conde tuvo que renunciar, a favor de Navarra, al monasterio de San Millán de la Cogolla y a su entorno,
que sería saqueado por Almanzor lo mismo que Santiago de Compostela, a pesar de la sumisión navarra y
leonesa en los últimos años del siglo X. Tanto Vermudo II de León como Sancho II de Navarra (970−994)
reconocieron su dependencia de Córdoba mediante la entrega a Almanzor de una hermana y una hija como
esposas, respectivamente.
III.2. La hegemonía de Sancho III el Mayor.
Sancho III el Mayor (1005−1035) puede ser considerado como el primer monarca europeo de la Península,
sobre cuya parte cristiana ejerció un auténtico protectorado. Como defensor y cuñado del infante García de
Castilla −asesinado en León− interviene en este condado y se enfrenta al monarca leonés, cuyo título imperial
utiliza al ocupar la ciudad de León; actúa como árbitro en las dispuestas internas del condado barcelonés,
ocupa los condados de Sobrarbe (1015) y Ribagorza (1025) y obtiene el vasallaje del conde Gascuña. No sin
razón puede afirmar que su reino se extiende desde Zamora hasta Barcelona, aunque su autoridad es muy
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desigual: en unos casos se hace efectiva mediante la intervención militar como en el caso castellano; en otros,
su hegemonía es reconocida gracias a una hábil combinación de la diplomacia y de las armas, que le permiten
alternar los ataques al reino leonés con la creación en los dominios leoneses de un partido favorable al
monarca navarro; en Gascuña y Barcelona la autoridad de Sancho es más nominal que real y adopta la forma
feudal europea: Sancho tendrá como vasallo al conde Sancho Guillermo al que apoya contra los señores de
Toulouse y del que obtiene el vizcondado de Labourd, y vasallo del monarca navarro es Berenguer Ramón I
de Barcelona cuya autoridad es discutida por su madre Ermesinda; el condado de Sobrarbe y Ribagorza, que
oscila entre la aproximación a Barcelona y la vinculación a Pamplona, es anexionado de forma directa, y lo
mismo puede decirse de Castilla después de la muerte de García.
Las zonas incorporadas mantienen su personalidad: Castilla fue unida a Navarra previo el compromiso de
Sancho de confiar el gobierno del condado al segundo de sus hijos legítimos, y puede suponerse que a un
acuerdo similar se llegaría en los casos de Sobrarbe−Ribagorza o Aragón, según se desprende del testamento
de Sancho, o de las leyendas que explican por qué Sancho dividió el reino entre sus hijos García (Navarra),
Fernando (Castilla), Ramiro (Aragón) y Gonzalo (Sobrarbe). La preeminencia feudal de Navarra sobre los
demás territorios tiende a mantener la unidad de los dominios de Sancho el Mayor y es al mismo tiempo la
mejor prueba de las diferencias existentes, la prueba de que tanto los castellanos como los aragoneses se
sienten y son distintos de los navarros.
La anexión de estos territorios y el reconocimiento de la superioridad del monarca navarro sólo puede
explicarse satisfactoriamente por la importancia adquirida por el reino, pero nuestra información sobre este
punto es deficiente; sin duda, Navarra es un lugar privilegiado para el intercambio comercial, para el paso de
mercancías entre la zona musulmana del Ebro y Europa, pero ignoramos la importancia de estos intercambios
y su incidencia sobre la economía y sobre la historia navarras.
Mejor conocidas son las relaciones políticas, eclesiásticas y culturales: Sancho es el protector de las nuevas
corrientes eclesiásticas representadas por Cluny, cuya observancia introduce en el monasterio aragonés de San
Juan de la Peña y en el navarro de Leyre, desde los que se realiza una importante labor de cristianización de
las masas rurales. A Sancho se debe la reparación y modificación de los caminos seguidos por los peregrinos
que atraviesan Navarra y Aragón para dirigirse a Santiago de Compostela, y sus contactos políticos con el
mundo europeo le llevan a considerar el reino como una monarquía cuya unidad vendrá dada por las
relaciones feudales existentes entre sus hijos y entre las tierras confiadas a cada uno de ellos. Sancho el Mayor
tuvo por amigos y consejeros a figuras tan notables como el obispo Oliba de Vic, abad a su vez de Ripoll, de
quien se conserva una preciosa carta doctrinal (1023), y al abad Poncio, de San Saturnino de Tabernoles, que
fue obispo de Oviedo (1028−1035), ambos catalanes y decididos reformistas, aunque imprimieran su propia
personalidad a la reforma de la Iglesia.
• LOS CONDADOS CATALANES.
IV.l. La tendencia a la unidad en torno a los condes de Barcelona.
La frontera cristiano−musulmana se estabiliza desde comienzos del siglo IX en la línea formada por las sierras
de Boumort y del Cadí, por Monserrat y por el macizo de Garraf, quedando entre ellas una amplia zona de
nadie que no sería ocupada y repoblada hasta la época de Vifredo, y de manera definitiva en los años finales
del siglo X, coincidiendo con los ataques de Almanzor. La repoblación fue hecha por el sistema de aprisio o
presura controlada por los condes y por sus funcionarios y en ella colaboraron activamente la sede episcopal
de Vic y los monasterios de Ripoll y de San Juan de las Abadesas a los que se unen los nobles con sus siervos
y vasallos, y grupos numerosos de campesinos−pequeños propietarios cuya situación y evolución histórica
será semejante a la de los instalados en Galicia y León: libres inicialmente, perderán la libertad en un largo
proceso que se extiende hasta el siglo XI.
La fragmentación política es una constante en la historia de los dominios cristianos de la zona oriental, pero
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esta corriente disgregadora coexiste con una tendencia a la unidad, manifestada en el reconocimiento de un
prestigio y de una autoridad superior de los condes de Barcelona, que intentarán en el siglo X unificar
eclesiásticamente los condados catalanes mediante la reconstrucción de la metrópoli tarraconense, que
reforzará la unidad política y, además, permitirá romper los vínculos con el mundo franco representados por la
archidiócesis de Narbona, de la que depende el clero de los condados catalanes. El primer intento es obra del
abad Cesáreo de Monserrat, que consigue ser nombrado metropolitano por los obispos leoneses en el año 954.
El recurso a León se explica por la creencia de que en Compostela descansan los restos del Apóstol Santiago,
primer evangelizador de Hispania, pero aceptar la decisión de los obispos leoneses equivale, de algún modo,
reconocer la superioridad del rey de León, por lo que el nombramiento de Cesáreo no será aceptado por el
conde de Barcelona. Este buscará en Roma, la otra sede apostólica de Occidente, el nombramiento del obispo
Atón de Vic como arzobispo con jurisdicción sobre todas las diócesis situadas en territorio catalán: Barcelona,
Gerona, Vic, Urgel y Elna.
El nuevo arzobispado no sobrevivió al arzobispo, del que sabemos que fue asesinado, quizá como
consecuencia del revuelo provocado por su nombramiento, que separaba a la Iglesia catalana de la franca para
ponerla en manos del conde de Barcelona, que, de este modo, ejercía un cierto control sobre el condado de
Ampurias, políticamente diferenciado. El recurso a Roma para evitar o contrarrestar la presencia carolingia se
fortalece a través de los monjes cluniacenses, dependientes directamente del Pontificado, y cuya regla adoptan
en el siglo X la mayoría de los monasterios catalanes. Para los condes catalanes, la aprobación o confirmación
de sus privilegios y derechos por Roma permite prescindir de los monarcas carolingios, aun cuando en
ocasiones se alternen los viajes a Roma con las visitas a Reims. A través del pontífice, los condes entran
igualmente en contacto con los emperadores alemanes, cuyo prestigio político y eclesiástico eclipsa la
reducida autoridad de los monarcas carolingios.
La unión de condados lograda por Vifredo el Velloso no le sobrevive: el condado de Urgel se unirá
momentáneamente al núcleo barcelonés el 940 para ser una vez más separado y permanecer independiente
hasta el siglo XIII. También Cerdaña−Besalú permanece al margen del núcleo Barcelona−Gerona−Vic hasta
los primeros años del siglo XII, como consecuencia del concepto patrimonial de los condes catalanes que
distribuyen los condados entre sus hijos del mismo modo que dividían las tierras de su propiedad. Este
concepto patrimonial no impedirá, sin embargo, que se mantenga la unión Barcelona−Vic−Gerona aunque
para lograrlo sea preciso atribuir los condados conjuntamente a dos o más hijos del conde como ocurrió a la
muerte de Vifredo (898), de Suñer (954) o de Berenguer Ramón I (1035), tras el cual se puso en peligro la
política unificadora.
Aunque debilitada la influencia franca, la ruptura abierta con los monarcas no era aconsejable mientras
persistiera el peligro musulmán, al menos mientras los reyes francos fueran capaces de ofrecer ayuda en caso
de ataque. Fiados en este apoyo indirecto, los condes catalanes dirigen algunas expediciones contra los
dominios musulmanes en la primera mitad del siglo X, pero al afirmarse la autoridad de Abd al−Rahman III y
de sus sucesores, Borrell II (954−992) se apresura a reconciliarse con el califa y las embajadas barcelonesas
alternan en Córdoba con las leonesas, castellanas y navarras, y rivalizan con ellas en probar la buena
disposición de los cristianos hacia los musulmanes y su obediencia a los deseos califales, sin que por ello
Barcelona se viera libre de los ataques de Almanzor (985).
La falta de ayuda franca ante estos ataques, la extinción de la dinastía carolingia definitivamente en el 987 y el
convencimiento de que nada podía esperar de los capetos fueron el pretexto invocado por Borrel II para
romper los lazos que unían el condado barcelonés con la monarquía franca, y los catalanes de Urgel y
Barcelona actuarán en adelante con total independencia, real y teórica. Juntos colaboran con los esclavos en
las luchas internas ocurridas en al−Andalus a la muerte del segundo de los hijos de Almanzor. Por primera vez
los condes catalanes abandonan la política defensiva y emprenden una campaña que, pese a su relativo fracaso
−en ella murieron el conde de Urgel y el obispo de Barcelona− constituyó un triunfo psicológico de gran
transcendencia y, además, el botín logrado en el saqueo de Córdoba (1010) permitió a Ramón Borrell
(992−1018) una mayor circulación monetaria y una relativa activación del comercio; hizo posible la
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reconstrucción de los castillos derruidos por Almanzor y la repoblación de las tierras abandonadas y, sobre
todo, sirvió para afianzar la autoridad del conde barcelonés frente a sus vasallos y ante los demás condes
catalanes.
IV.2. El abad Oliba.
La minoría de edad de Berenguer Ramón I (1018−1035) puso en peligro la obra de reconstrucción iniciada
por Borrell II y continuada por Ramón Borrell. Aun cuando los datos son confusos, parece seguro que entre
Ramón y su madre Ermesinda surgieron desavenencias que fueron aprovechadas por la nobleza para
independizarse del conde, y que obligaron a los grupos en pugna a buscar la ayuda de fuerzas ajenas al
condado: Berenguer Ramón I parece haberse inclinado hacia Sancho el Mayor de Navarra, y Ermesinda contó
con el apoyo de tropas normandas. Famoso según los cronistas por su falta de carácter, el conde al morir
dividió los condados entre sus hijos, todos menores de edad.
La situación caótica provocada por estas diferencias, por la insubordinación de la nobleza y por la anarquía
existente en el condado nos es conocida fundamentalmente a través de la actuación del abad Oliba
(972−1046), cuya personalidad llena la primera mitad del siglo XI catalán. Descendiente del conde Oliba
Cabreta de Cerdaña−Besalú, y bisnieto del conde de Barcelona Vifredo el Velloso, ingresó en la orden
benedictina en el monasterio de Ripoll en los primeros años del siglo XI. Su preparación y el prestigio que le
da su origen le ponen al frente de los monasterios de Ripoll y Cuixá en el año 1008 y diez años más tarde es
elegido por los príncipes, con el acuerdo del clero, obispo de Vic.
Como abad y como obispo, Oliba intenta restablecer la observancia en los monasterios catalanes que, aunque
habían aceptado la regla de Cluny, se hallaban muy lejos de cumplirla y dependían enteramente de las familias
nobiliarias, en cuyas manos estaban los nombramientos de abades y abadesas y la administración de los
bienes. Personalidad de gran prestigio en todos los condados catalanes, el obispo actúa como mediador en los
conflictos surgidos entre los condes catalanes y entre éstos y sus vasallos y culmina su acción de pacificador
con la difusión en Cataluña de las Constituciones de paz y de tregua, en las que se basarían los condes de
Barcelona para mantener pacificados sus dominios.
Paralelamente a los esfuerzos realizados en el mundo laico para poner fin a la anarquía mediante la fijación de
deberes y derechos de señores y vasallos feudales, en el campo eclesiástico surge la institución de la paz y
tregua de Dios, por la que se tiende a proteger los bienes eclesiásticos en todo tiempo y las personas de los
fieles entre las últimas horas del sábado y primeras del lunes, es decir, en los días festivos durante los cuales
los creyentes están obligados a cumplir sus deberes religiosos, lo cual no es posible si los caminos están
ocupados por salteadores. Las sanciones previstas contra los infractores son de tipo religioso−social: la
excomunión supone que el culpable no podrá ser enterrado eclesiásticamente ni gozar de los beneficios de la
oración, pero también convierte al reo en un apestado cuyo contacto tienen que evitar los demás hasta el punto
de que no se les permite comer, saludar ni hablar a los excomulgados.
Estas sanciones, a pesar de su gravedad en un mundo en el que no se concibe al hombre aislado, sino
formando parte de la comunidad civil y eclesiástica, son insuficientes para poner fin a los abusos de poder y
pronto, mediante acuerdos entre laicos y eclesiásticos, se establecen nuevas penas que pueden llegar hasta la
destrucción de los bienes de los infractores y para cuya aplicación se forman hermandades de los firmantes de
la paz y tregua.
Oliba introduce estas constituciones en Cataluña: en 1027 en un sínodo celebrado en Tolugas, de la diócesis
de Elna; siete años más tarde, ordenaba en la diócesis de Vic el mantenimiento de la paz desde el jueves al
lunes e incluía en ella, además de los fieles, a quienes acudieran al mercado de los lunes en la ciudad; en los
años siguientes, junto a la paz en los días festivos y de mercado, se ordenarán treguas en determinados
períodos del año. Finalmente, será el poder civil, el conde o el rey, quien garantice la paz y tregua de Dios y
quien la establezca en los Usatges (usos y costumbres de Barcelona) o en las asambleas de clérigos y laicos
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−que, al menos en el condado barcelonés, son un precedente claro de las cortes medievales− que utilizan la
fórmula eclesiástica para mantener pacificados los dominios durante sus ausencias.
En el aspecto religioso, Oliba debió ser un hombre bien organizado. Defendió los derechos de los monasterios
que dirigía imponiendo su criterio en cuantas reuniones se hicieron. Incluso llegó a viajar varias veces a Roma
en busca de nuevos privilegios para sus dominios religiosos. Siempre se destacó en él la integridad: cuando le
preguntaron cómo debía ser la persona que ocupase el cargo de abad de San Vicente de Cardona −la obra
maestra del románico catalán del siglo XI− Oliba indicó que debía ser un hombre honesto y desconocedor del
manejo de las armas de modo que su comunidad serviría así de ejemplo a otras.
Oliba convirtió a Ripoll en un centro cultural de primer orden, con un importante scriptorium (Biblias de
Roda y de Ripoll) y una excelente biblioteca, y restauró parte de su basílica. Ripoll contaba en 1047, un año
más tarde su muerte, con 245 códices, lo que le situaba no sólo a la cabeza de los monasterios hispánicos, sino
que podía competir dignamente con los más preclaros de la Cristiandad. Aunque muchos de estos códices no
han llegado hasta nuestros días, sabemos por un inventario del siglo XI que por supuesto no faltaban los textos
eclesiásticos, pero la principal novedad del cenobio ripullense consistía en la presencia de autores profanos
clásicos y de obras científicas de origen árabe, fundamentalmente de geometría y de astronomía. Como
consecuencia de esta importante labor de acumulación de materiales, Ripoll ofrecía, en la segunda mitad del
siglo X y en el siglo XI, espléndidas posibilidades para adquirir una formación científica, lo que en aquella
época era una novedad radical.
Excelente latinista, dejó una Memoria a sus sucesores en las que les daba consejos para el gobierno de los
monasterios y una Carta encíclica a los monasterios benedictinos. También mantuvo una amplia
correspondiencia con reyes y gobernantes de su tiempo.
La labor del abad y obispo Oliba tuvo también incidencia en el campo de las artes. El primer románico catalán
fue en gran medida impulsado por Oliba, a cuyo directo impulso se deben las consagraciones de Ripoll
(1032), Cuixá (1035) y Vic (1038), y posiblemente Canigó (1009). Las artes suntuarias (antependium para
Ripoll de 1032, hoy desaparecido) debieron también ocupar un lugar preeminente en la Europa de la época.
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