Con el propósito de explicitar el encuadre teórico conceptual de la experiencia escolar compartida por profesores y alumnos en nuestro colegio, la autora, directora académica del Colegio de la Ciudad, reflexiona sobre las modalidades de enseñanza y aprendizaje en nuestra institución. Esta simple pregunta abre un mundo de complejidades en el que la palabra hoy sea, probablemente, la que porte mayor significatividad. Para nuestras generaciones –un amplio abanico que transitó las aulas entre las décadas del 50 y del 70- el vínculo con el conocimiento que ofrecía la escuela estaba fuertemente sostenido en la memoria, la repetición, la mecanización y la ejercitación cadenciosa, que tenía por resultado la acumulación de datos. Aquel modelo enciclopedista escolar –los estudios superiores ya presentaban otros desafíos- que nos formó a padres y docentes de esas generaciones, nos hacía sentir cultos por la gran cantidad de datos que éramos capaces de manejar y hacer jugar en una conversación. Eran un signo de que estábamos escolarizados, alfabetizados, informados y actualizados. En aquellos tiempos -y aún hoy- valorábamos ser poseedores de esos saberes acordes con el paradigma positivista/empirista vigente. Los valorábamos porque les encontrábamos sentido. En un modelo social industrialista, que se reproducía asimismo mediante la repetición y el disciplinamiento, la escuela cumplía una tarea trascendente en la formación de ciudadanos acorde a las necesidades de ese modelo. Si bien en alguna coyuntura cercana a los primeros años 70 se comenzó a cuestionar esta función de la escuela, los hechos políticos nacionales e internacionales de esa década congelaron aquel proceso en la educación. Pero no se trata aquí de repasar toda la historia de la educación argentina, sino de presentar algunos rasgos que nos permitan explicar por qué las cosas hoy son tan diferentes. A nadie se le escapa que quienes habitamos el presente estamos siendo protagonistas de una transformación estructural que parece exceder el concepto de crisis. Para algunos pensadores, incluso, este es un proceso de transición hacia otro modelo de sociedad nuevo que aún no tiene nombre propio. De allí el uso del prefijo “pos” para indicar que ya no es lo anterior pero aun no ha tomado su forma definitiva. Hablamos de posmodernidad, posindustrialismo, posfordismo. Retomo, entonces la pregunta que inició este texto y la reformulo ¿qué es educar hoy? Y sobre todo ¿cómo y para qué se educa hoy? Cuando las sociedades se organizan en torno a paradigmas vigentes, es decir, cuando hay un pensamiento hegemónico, un modelo claro, la escuela forma personas en función de su adecuación a dicho modelo. Por el contrario, cuando se vive una época en la que los paradigmas están en crisis y los modelos sociales, políticos y económicos están siendo reformulados en múltiples sentidos, ¿qué lugar ocupa la escuela? ¿Cuáles son sus tareas? Enseñar saberes fijos en un mundo que está en constante cambio parece ya no tener sentido. Tampoco se puede ir permanentemente detrás de los cambios, procurando infructuosamente estar al día. Al menos no lo puede la escuela. Entonces, la pregunta es si hay algo que no pierda su vigencia y que merezca ser aprendido. La primera respuesta a esta pregunta no se responde con una lista de contenidos –que obviamente deben estar- sino con qué se hace con ellos. Creemos que la condición de existencia de la escuela hoy, es la generación de pensamiento. En este sentido, producir pensamiento es tanto entrenar las operaciones cognitivas (analizar, comparar, discriminar, relacionar) como ponerlas al servicio de crear ideas. Consecuentemente con esto, creemos que es tan necesario conocer contenidos sobre los cuales operar, como producir operaciones que permitan leer el presente. En este concepto de la educación, pensar en términos de problemas es una cuestión clave. Se trata de poder capturar en cada situación los signos, las incógnitas, lo desconocido, lo incierto. Es un proceso mediante el cual nuestros alumnos deben poner en juego sus herramientas cognitivas para ir transformando cada incógnita en un pensamiento apropiable para ellos. De más está decir que las operaciones cognitivas y la producción de pensamiento no pueden generarse de la nada. Requieren, como ya anticipamos, de contenidos sobre los cuales operar. Por ello, el contenido es un recurso y no una meta; está al servicio de una acción superior. Es en este punto donde aquella erudición que alguna vez fue significativa, pierde valor relativo. El contenido en sí mismo, máxime si se pretende actualización, no aporta demasiado. Lo que hace la diferencia, lo que permite el crecimiento intelectual y fundamentalmente lo que prepara para vivir nuestra época es lo que podemos hacer con él. En la medida en que promovemos el desarrollo del pensamiento y que consideramos que éste se produce problematizando el conocimiento, la metodología de trabajo tiene ciertas particularidades. Atendiendo a la especificidad de cada materia, la base de todo estudio es la lectura comprensiva, tanto de un enunciado científico, de una consigna o de una obra literaria. Progresivamente se van incorporando criterios de deconstrucción que les permiten a nuestros estudiantes, mediante el desarmado de un discurso, ver cómo se construyó una idea para lograr en distintos momentos y con diversa complejidad, construir textos e hipótesis propias. Algo muy parecido a lo que los niños hacen cuando desarman un juguete para comprender cómo funciona. Se trata de un proceso de experimentación con el conocimiento. Si acordamos en que vivimos una era de incertidumbres, carente de un patrón único que organice la sociedad, se torna fundamental aprender a leer los signos y a formular hipótesis provisorias que nos permitan actuar en situación. Vivimos en el mundo de la información, la hiperconexión y la informatización. A diferencia de nuestro viejo mundo, en el que la acumulación era fundamental, en este lo importante es saber cómo se accede al dato más que poseerlo. Porque, insisto, lo que hará la diferencia es cómo se opera a partir de él. No podemos competir con las máquinas en la acumulación de información. Dejemos esa tarea para ellas y preparemos a los chicos para crear pensamiento. Así es como estar al día no pasa por conocer el título de la última novela –tengamos en cuenta además la masificación del mercado y la proliferación de pequeños autores irrelevantes-. Puede ser mucho más enriquecedor ser capaz de releer y resignificar El Quijote, el Facundo o Hamlet. Por otra parte, saber Historia o Geografía, por ejemplo, no consiste en memorizar información sino en utilizarla para comprender procesos sociales presentes y pasados. O, en las ciencias duras, ejercitar es poner el algoritmo al servicio de un modo particular de desplegar el pensamiento científico. Por otra parte, partimos de la idea de que no hay una única forma de pensar y mucho menos de inteligencia. Existen múltiples formas de plantearse un problema y múltiples formas de construcción de los puentes que ponen en contacto a los chicos con sus objetos de análisis. Esto presupone un modelo pedagógico particular, en el que el trabajo es sumamente intenso. La intensidad está dada por la producción a partir del conocimiento en lugar de la acumulación de conocimientos desjerarquizados, propia del enciclopedismo. Así es que a partir de segundo año y especialmente de tercero, es usual ver a nuestros alumnos manipulando gruesos cuadernillos de selección bibliográfica subrayados, escritos, trabajados con el fin de traducir esos contenidos a sus estructuras de pensamiento. Es a partir de ellas que comienzan a recrear versiones propias y a producir pensamiento propio. EL TRABAJO ACADÉMICO EN EL COLEGIO DE LA CIUDAD Todo lo antedicho se traduce en formas concretas de abordar el trabajo académico en el Colegio de la Ciudad. En principio concebimos la escolaridad secundaria como un proceso que se despliega a lo largo de sus cinco años. Esto significa que comenzamos con propuestas simples que se van haciendo más complejas con el paso del tiempo. En términos generales pensamos cada año de acuerdo con ciertos objetivos: En primer año los chicos aprenden a ser estudiantes secundarios, sus estrategias y reglas. En segundo, además de afianzar ese nuevo lugar construido en primero, exploran sus potencialidades al hacer un primer contacto con materiales e ideas de otra complejidad. Tercer año está pensado como un entrenamiento para abordar contenidos y bibliografía de importante nivel académico. Lo vemos como un entrenamiento porque se hace particular hincapié en los modos de aprendizaje, los métodos y estrategias de apropiación de conocimientos. Esta experiencia favorece un salto cualitativo en su maduración intelectual que los prepara para el ciclo final. Cuarto y quinto año están concebidos como preuniversitarios, tanto por los contenidos y sus abordajes como por el tipo de producciones que se espera de los chicos. Claro está que estas generalizaciones se concretan en la particularidad de cada proceso individual. Por ello, el Área Académica que dirijo trabaja en forma articulada con el Área de Alumnos. Entre ambas áreas se produce el intercambio necesario para poder combinar la generalidad de la propuesta con la particularidad de cada alumno. Asimismo, este proceso tiene aspectos grupales y personales. Cada grupo y cada persona representan un universo específico, lo que significa que si bien los programas de estudio son determinados, las formas, ritmos y profundizaciones se construyen entre cada docente y cada uno de esos universos. No podemos ni queremos estandarizar y esto se traduce en producciones acordes al pensamiento y conocimiento que en cada caso se genere. Lo que el docente busca es el punto de mayor estímulo y desafío posible para cada situación. Es decir, no queda en manos de los chicos establecer hasta donde pueden llegar. Esto será producto de una saludable tensión entre cierta tendencia a permanecer en “lugares cómodos y conocidos” y la movilización que ejerzan las exigencias propuestas por el profesor. Todos los criterios expuestos, pedagógicos, epistemológicos y metodológicos- tienen su correlato en el modo de evaluar los aprendizajes. En principio los docentes evalúan el trabajo cotidiano de los chicos en el aula, lo que permite seguir ese proceso individual que antes mencioné. Pero además recurren a los exámenes como herramienta de evaluación. Aunque puede haber exámenes que simplemente sirven para comprobar la apropiación de contenidos, la mayor parte de ellos son instrumentos diseñados para que los chicos utilicen funciones cognitivas más complejas. Una vez más se trata de pensar en términos de problemas. Del mismo modo, aunque algunos de sus trabajos prácticos apuntan a recabar información y organizarla, conforme avanzan en su escolaridad aprenden a formular hipótesis y a construir su propio discurso. Cada instrumento elegido para evaluar los aprendizajes depende del criterio del docente, dentro de ciertos parámetros comunes. Cuatro palabras podrían sintetizar nuestro modo de concebir la educación: saber, pensar, crear, actuar. Gabriela Farrán. Directora Académica [email protected]