PASIÓN DE JESUCRISTO. VIA CRUCIS/CAMINO DE VIDA LAS ESTACIONES DE LA IGLESIA DE SAN JOSÉ DE DIMBOKRO I. JESÚS INSTITUYE LA EUCARISTÍA. Era antes de Pascua. Sabía Jesús que había llegado para él la hora de pasar de este mundo al Padre; había amado a los suyos que vivían en el mundo y los amó hasta el extremo... Mientras comían tomó el pan, dio gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros”. Luego tomó la copa de vino: “Bebed todos, porque esto es mi sangre, la sangre de la Alianza, que va a ser derramada por la multitud en remisión de los pecados”. Lucas precisa: “Es la Alianza nueva sellada con mi Sangre... Haced esto en memoria mía”. La Iglesia, al celebrar el Memorial de la Pasión, añade esta palabra decisiva: “La Alianza nueva y eterna”. En esta tarde de Jueves Santo, el mundo espiritual se tambalea. Una página esencial de la historia ha concluido. La Alianza del Antiguo Testamento, la de Abraham y Moisés deja paso a la Alianza del Nuevo Testamento, Alianza nueva y eterna sellada en la sangre que será derramada en la Cruz. Los sacrificios de la Antigua Alianza ya no tienen lugar ni sentido. Desde ahora, el Sacrificio de Cristo es único y se renueva hasta el fin de los tiempos. Grande es la tentación de permanecer anclados en nuestras costumbres y en los sacrificios rituales de nuestros “antiguos antepasados”, de permanecer fieles a las formas de obrar y de adorar, heredadas de nuestros antepasados. Nos sentimos desgarrados, rotos. Titubeamos. Con frecuencia nuestra fe está “revuelta”. Sin embargo desde tu bautismo eres un “hombre nuevo”. Mira a Jesús, tu único Salvador. Pídele que aumente tu fe. II. LA AGONÍA DE GETSEMANÍ. Jesús llegó con sus discípulos a un huerto que llamaban Getsemaní, y les dijo: “Sentaos aquí, mientras yo me voy allí a orar”. Y llevándose a Pedro, a Santiago y a Juan, empezó a entristecerse y a angustiarse. Entonces les dijo: “Me muero de tristeza. Quedaos aquí y estad en vela conmigo”. Adelantándose un poco, cayó rostro en tierra y se puso a orar diciendo: “Padre mío, si es posible, que se aleje de mí este trago. Sin embargo, no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú”. La agonía de Jesús, su lucha contra la muerte, ese sudor “parecido a goterones de sangre que le goteaba hasta el suelo” (Lc 22, 44), siguen conmoviendo a los creyentes del mundo entero. Mientras tanto, los discípulos preferidos duermen. Jesús les despierta; ellos se vuelven a dormir. Y un tropel de gente, dirigido por Judas, se le acerca. “¡Levantaos, vamos! Ya está aquí el que me entrega”. Pascal, gran pensador cristiano, ha escrito: “Jesús permanecerá en agonía hasta el fin del mundo”. No podemos dormirnos todo ese tiempo. Pero, Jesús se queda sólo. Mientras tanto, comparten su inmenso sufrimiento los que llevan pesadas cruces o los que son aplastados por el mal. ¿Quién les sostiene? Miro bien esta escena. Y yo, ¿puedo lanzar la piedra contra los discípulos que duermen al pie del olivo? ¡Cómo me parezco a ellos! “Estad en vela y pedid no ceder en la prueba. El espíritu es animoso pero la carne es débil”. Para concluir su meditación, Pascal hace hablar a Jesús: “Cuando estaba en agonía pensaba en ti; las gotas de sangre las he derramado por ti”. III. LA TRAICIÓN DE JUDAS Judas conocía este huerto porque muchas veces Jesús se había reunido allí con sus discípulos. Apareció allí Judas, uno de los doce, acompañado de los guardias designados por los sacerdotes y los fariseos. Iban armados con machetes y palos y se alumbraban con antorchas. El traidor les había dado por seña: “El que yo bese, ése es; detenedle”. Se acercó enseguida a Jesús y le dijo: “¡Salud, Maestro!”. Y lo besó con insistencia. Jesús le dijo: “Judas, ¿con un beso entregas a este Hombre?” (Lc 22, 48). Entonces se acercaron a Jesús, le echaron mano y le detuvieron. La traición de Judas es la más conocida de toda la historia de la humanidad. Pero, por desgracia, es también mi propia historia. Porque, ¿cuántas veces a causa de mi cobardía, mi avidez, mi egoismo, mis pasiones, he traicionado al Maestro? Miro atentamente esta estación. Los ojos de Judas y de los tres guardias me estremecen; están al acecho de Jesús, como el cazador que aguarda y se prepara para agarrar mejor a su presa. Solamente uno de los guardias tiene la mirada apacible, como la del Maestro. Está ahí porque le han obligado. Está haciendo este trabajo a disgusto. No hay en él huellas de maldad. ¡Dame, Señor, la mirada y el corazón del hombre que siempre desea hacer el bien y no consentir nunca el mal! IV. JESÚS COMPARECE ANTE EL SANEDRÍN Los que detuvieron a Jesús lo condujeron a casa del Sumo Sacerdote, donde se habían reunido los letrados y los senadores. Todos buscaban un falso testimonio contra Jesús para condenarlo a muerte, pero no lo encontraban a pesar de los muchos testigos que comparecían, y sus testimonios no coincidían. Finalmente, el Sumo Sacerdote le dijo: “Te conjuro por Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios”. Jesús le respondió: “Tú lo has dicho”. Entonces el Sumo Sacerdote se rasgó las vestiduras diciendo: “Ha blasfemado, ¿qué falta hacen más testigos? Acabáis de oír la blasfemia, ¿qué decidís?” Ellos contestaron: “Pena de muerte”. Creerse igual a Dios es el mayor de los pecados. La ley de Moisés lo dice claramente: semejante pretensión merece la muerte y Jesús no puede ignorarlo. Por el honor de Dios, el blasfemo tiene que desaparecer. Pero los judíos, sometidos a la ocupación de los romanos, no están autorizados a dar muerte a nadie (Juan 18, 31). Tendrán que presentarse ante Pilatos para obtener este permiso, y aún allí seguirán con falsas acusaciones hasta conseguir lo que quieren. También yo utilizo algunas veces la mentira, la hipocresía y la indignidad para conseguir lo que quiero. Jesús, pon cada día en mis labios esta admirable profesión de fe de tu discípulo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16). V. LA NEGACIÓN DE PEDRO Pedro fue siguiendo a Jesús de lejos hasta el palacio del Sumo Sacerdote. Pedro estaba sentado fuera, en el patio, con los criados, calentándose al fuego; se le acercó una criada del Sumo Sacerdote, le miró y le dijo: “También tú estabas con Jesús el Galileo”. Él lo negó delante de todos diciendo: “¡No sé de qué me hablas!” Al salir al portal lo vio otra y dijo a los que estaban allí: “Este andaba con Jesús el Nazareno”. Otra vez negó jurándolo: “No conozco a ese hombre”... Al poco rato se le acercaron los que estaban allí y le dijeron: “Tú también eres de ellos, seguro; se te nota en el habla”. Entonces Pedro se puso a echar maldiciones y a jurar: “¡No conozco a ese hombre!” Y enseguida cantó un gallo. Pedro se acordó de las palabras de Jesús: “Antes que cante el gallo me negarás tres veces”. Y saliendo fuera, lloró amargamente. En la imagen, el gallo está frente a Pedro cantando. Parece que le está diciendo: “Pedro, tú que te hacías el valiente delante de tus parientes y de tus hermanos, mira lo cobarde que eres. Dices que no lo conoces, ¿qué has hecho de tus imprecaciones y de tus solemnes juramentos?” ¿Voy a burlarme yo del Primero de los Apóstoles, yo que tantas veces tengo el mismo comportamiento que él, que me escondo con frecuencia y no quiero que me reconozcan como discípulo del Maestro? VI. PILATOS CONDENA A JESÚS Y SE LAVA LAS MANOS Al amanecer, todos los Sumos Sacerdotes y los ancianos del pueblo hicieron un plan para condenar a muerte a Jesús y, atándolo, lo condujeron a Pilatos, el gobernador y se lo entregaron. Jesús compareció ante el gobernador, y el gobernador lo interrogó: ¿Tú eres el rey de los judíos?” Jesús declaró: “Tú lo has dicho”. Mientras duró la acusación de los Sumos Sacerdotes y ancianos, no replicó nada, de suerte que Pilatos estaba extrañado. Los Sumos Sacerdotes y los ancianos convencieron a la gente para que pidieran la puesta en libertad de Barrabás, un preso famoso, y la muerte de Jesús. Pilatos les preguntó: “¿Y qué hago con Jesús, a quien llaman el Mesías?” Contestaron ellos: “¡Que lo crucifiquen!” Al ver que es estaba formando un tumulto, tomó agua y se lavó las manos de cara a la gente diciendo: “Soy inocente de esta sangre, allá vosotros”. Entonces soltó a Barrabás; y a Jesús, después de mandarlo azotar, lo entregó para que lo crucificaran. San Pablo precisa: “Aunque no encontraron ningún motivo para matarlo, le pidieron a Pilatos que lo mandara ejecutar” (Hechos 13, 28). El miedo y la cobardía son las dos palabras que califican el comportamiento de Pilatos. Teme a la muchedumbre que puede hacerle perder el puesto de gobernador. ¿Por qué había de turbarle el hecho de condenar injustamente a muerte a un inocente? Se lava las manos, sofocando así su conciencia. Pero la Historia recordará el gesto. Desconfiemos de nosotros mismos que también somos capaces de hacer acallar a Dios en nuestro interior. Nada hay oculto que no deba descubrirse ni nada secreto que no deba saberse o hacerse público (Lc 8, 17). VII. JESÚS ES AZOTADO Y CORONADO DE ESPINAS Pilatos, para contentar a la muchedumbre, mandó azotar a Jesús y lo entregó para que lo crucificaran. Los soldados del gobernador llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda la compañía. Lo desnudaron y le echaron encima un manto escarlata; después trenzaron una corona de espino, se la pusieron en la cabeza y en la mano derecha una caña. Doblando la rodilla ante él, le decían de burla: “¡Salud, rey de los judíos!” Le escupieron, le quitaron la caña y le pegaron en la cabeza. Terminada la burla, le quitaron el manto, le pusieron su ropa y se lo llevaron para crucificarlo. Hablando de Jesús maltratado, un poeta cristiano ponía de relieve: “Cuando un hombre cae, todo el mundo se le echa encima”. Muchos de estos soldados no conocen a Jesús. Como los otros golpean, yo también golpeo. Y esos ladrones (verdaderos o falsos, no se sabe), o los extranjeros que la gente persigue por la calle echándose encima de ellos y, sin saber si son culpables o no, se les muele a palos. Tengo que desconfiar del poder del odio que anida en el corazón del hombre, en mi propio corazón. Yo también soy capaz de lo peor y tengo dentro de mí la capacidad de matar si doy rienda suelta a mis instintos. No hagas a los demás, sin razón, lo que no quieres que los otros te hagan. Un único remedio posible a estos excesos: la compasión, la misericordia. ¿Soy capaz de ello? ¿Puedo dominarme de verdad? VIII. JESÚS ES CARGADO CON LA CRUZ Y se lo llevaron fuera para crucificarlo. El Evangelio de la Pasión no desarrolla más este episodio porque ya está todo dicho: “Mirad, estamos subiendo a Jerusalén y este hombre va a ser entregado a los Sumos Sacerdotes y letrados: lo condenarán a muerte y lo entregarán a los paganos para que se burlen de él, lo azoten y lo crucifiquen” (Mt 20, 18-19). El día de Pascua, por la tarde, Jesús dirá a los discípulos de Meaux, ciegos, incapaces de reconocerle: “¿No tenía el Mesías que padecer todo eso para entrar en su gloria?” (Lc 24, 26) Jesús no fue entregado por sorpresa: “Sabía Jesús que había llegado para él la hora de pasar de este mundo al Padre” (Juan 13, 1). Mirando con amor al Cristo que lleva la cruz por cada uno de nosotros, recemos desde el fondo del corazón, esforzándonos por participar en su sufrimiento: “Mi vida nadie la toma, soy yo quien la entrega para rescatar a todos mis hermanos, los hombres”. ¡Gracias, Jesús, por este amor tan grande! IX. SIMÓN DE CIRENE AYUDA A JESÚS A LLEVAR SU CRUZ Pasaba por allí de vuelta del campo un tal Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, y lo forzaron a llevar su cruz. Simón no se ofrece. Le obligan, pues nadie puede aceptar tomar espontáneamente la carga de un condenado a muerte. ¿Ha conmovido este trabajo forzado el corazón del campesino de Cirene? Podemos pensar que sí al conocer la conversación inesperada del buen ladrón el mismo día, en la cumbre del Gólgota. Desde este Viernes Santo, llevar al cruz ya no es un signo de infamia, sino más bien el inmenso honor de participar en los sufrimientos de Cristo. San Pablo ha presentado esta revelación de forma definitiva: “Con el Mesías quedé crucificado y ya no vivo yo, vive en mí Cristo. Mi vivir humano de ahora es un vivir de la fe en el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí”. (Gálatas 2, 19-20). Humanamente, no hay respuesta satisfactoria al problema del sufrimiento y de la muerte. La fuerza del cristiano está en la contemplación de esta escena. Como Simón aceptar caminar con él detrás de Jesús. La grandeza del Cristiano consiste en imitar el gesto de Simón sosteniendo a los que viven hundidos en la desgracia. X. LAS MUJERES DE JERUSALÉN LLORAN POR JESÚS Le seguía un gran gentío del pueblo y muchas mujeres que se golpeaban el pecho y gritaban lamentándose por él. Jesús les dijo: “Mujeres de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que van a llegar días en que digan: “Dichosas las estériles, los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado”. Estas piadosas mujeres están trastornadas por la desgracia que le ha caído en suerte a Jesús. Pero Jesús les devuelve su propia compasión. Ellas no saben aún lo que les espera pues las serias advertencias de los profetas las han echado en saco roto. ¿Quiénes han tomado en serio en Jerusalén las lamentaciones de Jesús? “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envía! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la clueca a sus pollitos bajo sus alas, pero no habéis querido!... Y no reconociste la oportunidad que Dios te daba”. La conclusión se impone: ahora es demasiado tarde; ¡ha llegado el juicio de Dios! Somos tan superficiales; pensamos siempre que el dolor y la desgracia es para otros, y no para mí... ¡Ayúdame Jesús a no olvidar nunca tu mensaje! XI. JESÚS ES DESPOJADO DE SUS VESTIDOS Y CRUCIFICADO Cuando llegaron al lugar llamado Gólgota (que quiere decir “La Calavera”) le dieron de beber vino mezclado con hiel. Jesús lo probó pero no quiso beberlo. Después de crucificarlo se repartieron sus ropas echándolo a suerte y luego se sentaron allí a custodiarlo. Sucedía entre las nueve y las doce de la mañana y el suplicio de Jesús durará hasta la “hora nona”, las tres de la tarde. Largas horas de indecibles sufrimientos mientras la oscuridad cubría progresivamente la Tierra como para llamar a la humanidad a un luto universal. Largas horas de risa, de burlas dirigidas al condenado que se retuerce sobre la cruz como gusano herido mortalmente: “Si eres el Hijo de Dios, sálvate y baja de la cruz” (Mt 27, 40). Y como una terrible duda que toca el alma y la conciencia de Jesús: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46). No se trata de un grito de rebeldía, es el canto del salmo 22 que sube hasta el cielo: “sufrimientos y esperanzas del justo”. Con mezcla de sangre y saliva en la garganta, Jesús recita este salmo que exalta “la alabanza de Dios en la gran asamblea, porque el Señor es rey, él gobierna a los pueblos” (Salmo 22, 26-29). Me callo, contemplo, me compadezco, lloro... y acojo el Don de Dios. XII. EL BUEN LADRÓN SE CONVIERTE AL SEÑOR Uno de los malhechores crucificados lo escarnecía diciendo: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti y a nosotros”. Pero el otro le increpó: “¿Ni siquiera tú, sufriendo la misma pena, tienes temor de Dios? Y la nuestra es justa, nos dan nuestro merecido; en cambio, este no ha hecho nada malo”. Y añadió: “Jesús, acuérdate de mí cuando vuelvas como rey”. Jesús le respondió: “Te lo aseguro; hoy estarás conmigo en el Paraíso”. “El temor de Dios” es el secreto por el cual será salvado a la hora de su muerte, temor que es sinónimo de amor. Su razonamiento, su oración, muestran la acción determinante de Dios en él. La gracia puede más que todos nuestros cálculos y nuestros arrepentimientos. “Jesús, acuérdate de mí”. En la contemplación de esta estación, es la única palabra auténtica y útil que puedo y debo pronunciar. El Señor hará el resto, ¡estoy lleno de confianza! XIII. MARÍA Y JUAN AL PIE DE LA CRUZ Estaban junto a la cruz de Jesús, su madre, la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a su madre y a su lado al discípulo preferido, dijo Jesús: “Mujer, ese es tu hijo”. Y luego al discípulo: “Esa es tu madre”. Desde entonces el discípulo la tuvo en su casa. La noche del Jueves Santo, Jesús había hecho una magnífica promesa: “Yo le pediré al Padre que os dé otro abogado, que esté siempre con vosotros: el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo... No os dejará desamparados, volveré... El abogado que os enviará el Padre cuando aleguéis mi nombre, el Espíritu Santo, ese os lo enseñará todo y os irá recordando todo lo que yo os he dicho” (Juan 14, 16-18, 26). Jesús no quiere que nos quedemos huérfanos. Es el mensaje sublime de este cuadro. “Cuando vaya a la casa de mi padre os prepararé un sitio para llevaros conmigo... Sin mí no podéis hacer nada” (Juan 14, 2-3). Su Espíritu va a permanecer con nosotros y nos dará la fuerza necesaria para ser sus testigos. Su Madre cuidará de nosotros para que podamos ser fieles a nuestra misión de discípulos. Valioso testimonio de aquél que muere por nuestros pecados. María realizará de manera perfecta esta Maternidad espiritual con su presencia en el cenáculo durante los días que preceden a Pentecostés (Hechos 1, 14). El Espíritu Santo y María: el Espíritu Santo en la oración de María por todos sus hijos. XIV. JESÚS ENTREGA SU ESPÍRITU Lanzando un fuerte grito, expiró. El centurión que estaba frente a él, al ver que había expirado dando aquel grito, dijo: “Verdaderamente este era el Hijo de Dios”. Jesús derrama su Espíritu sobre le mundo, y en primer lugar sobre aquellos que están al pie de la cruz: María, las santas mujeres, Juan, José de Arimatea, el centurión romano... A partir de este momento la humanidad está salvada, es la hora de la Fe. “Yo, cuando me levanten de la tierra, tiraré de todos hacia mí” (Juan 12, 32). La crucifixión es verdaderamente la “Hora de las Tinieblas”, el momento en que la “oscuridad cubrió toda la tierra” (Lc 23, 44). El cuadro presenta varios círculos cuyos colores representan otros tantos símbolos: la tierra en la que está sólidamente plantada la cruz, la naturaleza exterior repleta de espesas nubes oscuras anunciadoras del Juicio de Dios y (cerca del cuerpo de Jesús) una tenue luz que se refleja azul primero, más clara después como portadora de serenidad y de paz. “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). El centurión romano lo único que puede hacer en ese momento es reconocer al “Hijo de Dios”. Y yo, ¿descubro y reconozco a Dios en este Jesús que muere por amor? ¿Podría aceptar una muerte semejante a la del maestro? XV. EL CUERPO DE JESÚS ES DEPOSITADO EN LA TUMBA. LOS CENTINELAS VIGILAN Al caer la tarde llegó un hombre rico de Arimatea, de nombre José, que era también discípulo de Jesús. Fue a ver a Pilatos para pedirle el cuerpo y Pilatos mandó que se lo entregaran. José se llevó el cuerpo de Jesús y lo envolvió en una sábana limpia; después lo puso en el sepulcro nuevo excavado para él mismo en la roca, rodó una losa grande a la entrada del sepulcro y se marchó. Estaban allí María Magdalena y la otra María sentadas junto al sepulcro. A la mañana siguiente, pasado el día de la Preparación, los Sumos Sacerdotes y los fariseos acudieron en grupo a Pilatos y le dijeron: “Señor, nos hemos acordado que aquel impostor estando en vida anunció: “A los tres días resucitaré”. Por eso, manda que vigilen el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vayan sus discípulos, roben el cuerpo y digan al pueblo que ha resucitado de la muerte. La última impostura sería peor que la primera”. Pilatos contestó: “Ahí tenéis la guardia, id vosotros y asegurad la guardia como ya sabéis”. Ellos fueron, sellaron la losa, y con la guardia aseguraron la vigilancia del sepulcro. ¿A quién se le hubiera ocurrido llevarse el cadáver de Jesús? ¿Y para qué? No se le devuelve la vida a un muerto, además para un judío piadoso tocar un cadáver, especialmente durante la fiesta, era contraer una impureza ritual grave. ¿Quién se atrevería a ir a la tumba, cuando los Apóstoles se han encerrado en el Cenáculo “por miedo a los judíos”? (Juan 20, 19). A las santas mujeres, sentadas frente a la tumba y que observan atentamente el lugar, sólo se les ocurre una idea: regresar cuanto antes a casa y volver el domingo después de la Pascua para terminar de embalsamar con perfumes y aromas el cuerpo de Jesús. Esta historia se termina. Nadie piensa que pueda seguir. ¡La tumba está bien vigilada! Pero la historia de la salvación acaba de empezar. Es Dios quien escribe esta Historia. “Creo en la Vida Eterna”. XVI. LA MAÑANA DE PASCUA JESÚS RESUCITA. EL ÁRBOL DE LA MUERTE FLORECE Pasado el sábado, al comienzo del primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro. De pronto la tierra tembló violentamente porque el ángel del Señor bajó del cielo y se acercó, corrió la losa y se sentó encima. El ángel habló a las mujeres: “Vosotras no temáis. Ya sé que buscáis a Jesús el crucificado; no está aquí, ha resucitado, como tenía dicho. Venid a ver el sitio donde yacía, y después id aprisa a decir a los discípulos que ha resucitado de la muerte” (Mateo 28, 1-7). Fuera, junto al sepulcro, estaba María Magdalena llorando. Se asomó al sepulcro sin dejar de llorar y vio dos ángeles vestidos de blanco. Le preguntaron: “¿Por qué lloras, mujer?” Les contestó: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Dicho esto se volvió atrás y vio a Jesús de pie pero no se daba cuenta de que era él. Tomándolo por el hortelano le dijo ella: “Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto que yo lo recogeré”. Jesús le dijo: “María”. Ella se volvió y dijo: “¡Maestro!”. “Anda, ve a decirles a mis hermanos: “Subo a mi Padre, que es vuestro Padre; a mi Dios, que es vuestro Dios” (Juan 20, 11-18). “Cristo ha resucitado”, es el mensaje de los Apóstoles y de toda la Iglesia. San Pablo dedica a este tema una larga página: “Si el Mesías no ha resucitado, vuestra fe es ilusoria y seguís con vuestros pecados. Pero el Mesías ha resucitado de entre los muertos” (1 Corintios 15). La fe cristiana nunca se ha equivocado. La Victoria es nuestra Fe; la Victoria es nuestra Vida, entregada abundantemente en la Cruz. Y hoy, debemos buscar y reconocer a Jesús en la comunidad cristiana. La Comunidad es la mayor prueba de la resurrección. “El árbol de la muerte donde Dios sangró como fruta madura, el árbol de la muerte para nosotros ha florecido. El Señor ha resucitado.¡ALELUYA!”