La esperanza (confianza en las promesas)

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LA ESPERANZA.
(Confianza en las promesas)
“Cuadernos de Evangelio 8”. Bossuet. Pag. 64 Patronato Seglar de la Fe Católica
La esperanza no se parece a las esperanzas con que el mundo engañoso sorprende la necedad
de los hombres o se burla de su credulidad. La esperanza de que el mundo habla no es otra
cosa, si se la mira con atención, que una ilusión agradable. Bien lo había comprendido el filósofo
cuando, al pedirle sus amigos que definiera la esperanza, les respondió en pocas palabras: “Un
sueño de hombres despiertos”.
Considerad, en efecto, qué es un hombre hinchado de esperanza. ¿A qué honores no aspira?
¿Qué empleos, qué dignidades no se da a sí mismo? Nada ya en las delicias, y admira su
grandeza futura. Nada le parece imposible. Pero cuando, avanzando ansiosamente en la carrera
que se ha trazado, ve nacer por todas partes dificultades que le cierran una y otra vez el paso;
cuando la vida, como un amigo falso, le abandona en medio de sus afanes; o cuando, forzado
por la amarga realidad de las cosas, vuelve sobre sí mismo sereno y no encuentra en sus manos
nada de toda aquella gran fortuna, de la que abrazaba una imagen vana, ¿qué puede juzgar de
sí mismo, sino que una esperanza engañosa le hacía gozar por un tiempo la dulzura de un
sueño agradable? Y luego, ¿no debe decir, según la sentencia del filósofo, que la esperanza
puede ser llamada “el sueño de un hombre despierto? Pero, oh esperanza del mundo, fuente
infinita de afanes inútiles y de vanas ambiciones, viejo ídolo de todas las cortes, del que todos se
burlan y tras el que todos caminan; la esperanza de los hijos de Dios, no tiene nada de común
con tus errores.
“Verdaderamente es mejor confiar en Dios que esperar en los grandes de la tierra”. Pero
ahondemos profundamente en esta verdad y digamos, si es posible, en pocas palabras que la
diferencia entre estas dos esperanzas consiste en esto: que la esperanza del mundo deja la
posesión siempre incierta y todavía muy lejana, mientras la esperanza de los hijos de Dios es
tan firme y tan inmutable que no temo aseguraros que ella nos pone de antemano en posesión
de la dicha que nos ofrece, y que ella es ya un comienzo del gozo de poseer. Probémoslo
sólidamente por las Escrituras.
Dios había prometido Jesucristo al mundo: y el profeta Isaías, viendo en espíritu el grande y
memorable día en que debía nacer su Salvador, exclama arrebatado de alegría. “Un niño nos ha
nacido, un hijo nos ha sido dado”. Cristianos, Isaías escribía esta profecía varios siglos antes del
nacimiento de Cristo; sin embargo, lo ve ya, afirma que nos es dado sólo porque sabe que nos
es prometido y que, como dice el gran Agustín, “todas las cosas que Dios ha prometido, según
los designios de Dios, son ya realidad porque son ciertas”. Veis con esto, cristianos, que, según
las Escrituras Sagradas, la promesa que Dios nos hace, a causa de su certeza, es infalible.
Para que os convenzáis de lo hermoso que es esperar en Dios es preciso que sepáis la razón de
esta excelente doctrina. Esta doctrina está sacada de un muy alto principio: la inmovilidad de los
designios de Dios y su constancia siempre inmutable. Dice Tertuliano: “Es digno de Dios tener
por hecho todo lo que decreta, tanto para el presente como para el futuro, pues su eternidad,
que lo eleva por encima de los tiempos, lo hace dueño absoluto del uno y del otro”.
Tertuliano quiere decir que hay una gran diferencia entre las promesas de los hombres y las
promesas de Dios. Cuando vosotros, mortales, prometéis, cualquiera que sea el crédito de que
alardeéis y aunque seáis – si fuera posible – más grandes que los reyes, cuyo poder hace
temblar el mundo, la realización es siempre dudosa, pues todas vuestras promesas se refieren a
un mañana más o menos lejano, y ese mañana no está en vuestras manos: una espesa nube lo
oculta a vuestros ojos y os impide conocerlo. Por eso la esperanza humana, vacilante, tímida,
dudosa, sin apoyo ni fundamento, no puede dar sosiego al espíritu: lo tiene siempre suspendido
sobre el vacío de un porvenir incierto. Dios, en cambio, el gran Rey de los siglos, cuyas
promesas veneramos, al ser eterno, inmutable, único árbitro de todos los tiempos, los tiene
siempre presentes ante sus ojos, y él sólo ha medido su curso. De este modo, como el tiempo
venidero no es para él menos presente que el presente, podemos afirmar que lo que promete no
es menos cierto que lo que da. Y puesto que se manifiesta siempre veraz, tanto cuando da como
cuando promete, el cristiano no se siente menos seguro cuando espera que cuando ya posee.
El Apóstol dice que nuestra morada está en los cielos. Estáis alejados de allí por vuestra
naturaleza, pero Dios “os ha tendido su mano desde lo más alto de los cielos”, es decir, os ha
dado su promesa, con la cual os invita a su gloria. ¿Puede el cristiano tener duda? No; y si la
promesa divina es un comienzo de la ejecución, ¿no tenía yo razón al deciros que la esperanza
que de ella nace es un comienzo de la posesión?
¡Ah! Si estuviéramos apoyados en esa esperanza inmutable, las enfermedades, las pérdidas de
bienes y las aflicciones no serían capaces de hacernos naufragar. Todas esas olas que caen
sobre nosotros harían flotar ligeramente ese barco frágil, pero no podría llevarlo muy lejos, pues
estaría apoyado en esa ancla de la esperanza.
Aquí no es tiempo de gozar, sino sólo de esperar. Teme poseer algo, sabiendo que el verdadero
cristiano no posee, busca; no se detiene, pasa como un caminante que tiene prisa; no construye
en la tierra, porque su ciudad no es de este mundo, y una ley bienaventurada le impone gozarse
sólo en la esperanza. Porque como las personas ágiles, con tal que puedan apoyar la mano,
arrastrarán luego fácilmente el cuerpo, así la esperanza, que es la mano del alma, con la que
busca las cosas, tan pronto se ha apoyado en Dios, es tan fuerte y vigorosa que arrastra tras sí
el alma entera. Porque ¿qué posesión se puede igualar a una esperanza tan hermosa, y qué
bienes presentes no cederán el paso a ese bienaventurado porvenir?
¿Adónde corréis, mortales engañados,, y por qué vais errantes de vanidad en vanidad, siempre
atraídos y siempre engañados por esperanzas nuevas? Si buscáis bienes verdaderos, ¿por qué
os afanáis tras los bienes del mundo, que pasan con la rapidez de un sueño? Dios os habla,
¿por qué no le seguís Más vale esperar en él que recibir los favores de los hombres; y los
bienes que él promete son más seguros que los que el mundo da.
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