Sociologia del conocimiento cientificoSOCIOLOGIA DEL

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Sociologia del conocimiento cientificoSOCIOLOGIA DEL CONOCIMIENTO
CIENTIFICO
Emmánuel Lizcano
Universidad Nacional de Educación a Distancia
La modernidad, tras las huellas de Kant, deja establecido el problema del
conocimiento científico en términos de unas escisiones tan rotundas como
reconfortantes. En primer lugar, de la escisión entre sujeto y objeto, el
positivismo lógico heredará una concepción del conocimiento que pivota sobre
dos ejes: del lado del sujeto (transcendente), la coherencia lógica del
lenguaje de conocimiento; del lado del objeto, su exterioridad y
susceptibilidad de aislamiento y descomposición a efectos de análisis. La
relación sujeto/objeto se entiende así como una relación de adecuación o
correspondencia entre un lenguaje racional que describe y una realidad
(supuestamente exterior al sujeto) que se des-cubre. (Si bien es cierto que,
para esta simplificación, ha debido olvidarse por el camino toda la actividad
constructora del objeto por parte del sujeto, que Kant atribuía a las
categorías y a las formas a priori de la sensibilidad).
En segundo lugar, la imposibilidad de fundamentar la metafísica como ciencia
deslindará dos campos y dos modos de saber nítidamente diferenciados: los
saberes no fundamentados ("ilusiones metafísicas", saberes prácticos,
superstición, pseudociencias...) y el conocimiento científico, éste ya único,
universal y necesario. La tarea de una filosofía crítica es para Kant la de
"un censor que mantiene el orden público" al mantener una frontera impermeable
entre ambas esferas.
En tercer lugar, el criterio de demarcación que formulara Reichenbach
distingue no menos tajantemente entre un contexto de descubrimiento y un
contexto de justificación. El primero abarca la actividad humana del descubrir
y el conjeturar, por lo que en él se manifiesta la componente irracional del
conocimiento; al segundo corresponde la justificación racional de lo
descubierto irracionalmente, es decir, la verificación -o falsación, en la
variante popperiana- de hipótesis y la construcción de conceptos y teorías,
actividad ya puramente racional.
Esta triple escisión -sujeto/objeto, ciencia/no-ciencia y
descubrimiento/justificación- fundamenta el conocimiento científico sobre la
sólida base de una racionalidad pura. Y tal división epistemológica viene a
institucionalizarse en una correspondiente división del trabajo académico
respecto de la actividad científica. Cuanto cae del lado del sujeto (concreto
o trascendente, individual o colectivo), de los saberes no estrictamente
científicos o de la componente irracional de los descubrimientos será el
objeto de estudio propio de las ciencias humanas: historia, psicología,
sociología... Pero a éstas nada les cabe decir sobre el núcleo duro de la
razón científica: la construcción de conceptos y teorías y la metodología de
investigación; éste es un ámbito reservado a filósofos de la ciencia,
metodólogos, lógicos y epistemólogos.
La sociología de la ciencia nace con el propósito de dotar de racionalidad a
aquellas instancias de la actividad científica que tales escisiones dejaban
indeterminadas en exceso. Para Merton, la racionalidad de la ciencia viene
garantizada por la internalización por los científicos de las normas que rigen
el funcionamiento de la comunidad científica. Este ethos científico se
concreta en los cuatro conocidos imperativos institucionales: frente a los
localismos, el imperativo de universalidad; frente al excesivo individualismo,
el comunalismo; frente a las motivaciones particulares, el desinterés; y
frente al dogmatismo, el escepticismo organizado. El sujeto kantiano del
conocimiento científico queda así destranscendentalizado y socializado, al
tiempo que la universalidad y objetividad del conocimiento científico resultan
ahora de proyectar idealmente tales características sobre la comunidad de
quienes hacen la ciencia.
Pero esta entrada de la sociología en la escena de los estudios sobre la
ciencia, lejos de superar ninguna de las divisiones establecidas, las refuerza
aún más. "Consideraremos -afirma Merton- no los métodos de la ciencia, sino
las normas con que se los protege". Los métodos y contenidos de la ciencia
quedan explícitamente fuera del ámbito de la investigación social.
Ésa caja negra empezará a abrirse en los convulsos años sesenta, dando origen
a los que hoy se vienen conociendo como nuevos estudios sociales de la ciencia
o sociología del conocimiento científico. Estos estudios, al considerar la
actividad científica en los contextos concretos donde se va desarrollando
efectivamente, irán borrando los límites definidos por las escisiones
establecidas y contaminando así la pureza de la ciencia con el fango de lo
social: intereses, prejuicios compartidos, negociaciones de sentido, prácticas
discursivas... Sus orígenes son heterogéneos. La Escuela de Frankfurt
actualiza las críticas marxiana y bakuniniana a la alianza entre conocimiento
científico e intereses de clase en las sociedades tecno-demo-burocráticas. La
emergencia de movimientos sociales como el ecologismo y el feminismo alertan
sobre la compulsión al control y a la destrucción de la que se alimenta el
propio proyecto científico. Se retoma la crítica romántica (Goethe,
Nietzche...) a la noción de hecho: los supuestos hechos brutos están, en
realidad, bien domesticados, hechos por la teoría desde la que se observan,
construidos por el lenguaje, por proyecciones antropomórficas, por intereses,
presupuestos... Distinciones como la de Hanson entre "ver" y "ver que" o la de
Quine entre "lo que hay" y "lo que se dice que hay", y ataques como el de
Sellars al "mito de lo dado", el de Feyerabend al monopolio científico de la
verdad o el de Lakatos a la supuesta disponibilidad de las teorías para
dejarse refutar por los hechos... apuntan todos ellos en la misma dirección.
En este contexto, con la crítica kuhniana a la ilusión de progreso en el
sucederse de las teorías científicas y la consideración del papel determinante
que juegan en los cambios de paradigma las luchas por el poder en el seno de
la comunidad científica, se abrirán definitivamente las exclusas que mantenían
separadas las serenas aguas de la ciencia y las turbulencias en que se agitan
los grupos humanos y sus tanteantes modos de conocimiento. Todas estas
orientaciones precipitan y se institucionalizan en el llamado programa fuerte
de sociología del conocimiento científico, punto de inflexión entre la
sociología clásica de la ciencia y los nuevos estudios sociales de la ciencia.
Este programa arranca de los trabajos de los integrantes del "grupo de
Edimburgo" (B. Barnes, D. Bloor, S. Shapin y D. McKenzie), y en particular con
la publicación de Scientific Knowledge and Sociological Theory de Barry Barnes
en 1974 y Knowledge and Social Imagery de David Bloor en 1976. Tal y como lo
define Bloor, se articula en torno a cuatro grandes principios o postulados:
causalidad, imparcialidad, simetría y reflexividad. El principio de causalidad
postula que la investigación debe "interesarse en las condiciones que dan
nacimiento a las creencias o a los estadios del conocimiento observados";
estas condiciones pueden ser sociales, económicas, psicológicas, políticas o
históricas, pero en cualquier caso el sociólogo debe buscar establecer
relaciones "entre causas y efectos, como cualquier otro científico". Si
tradicionalmente la sociología del conocimiento ha atendido tan sólo a lo que
tenía por conocimiento falso (atribuido a ciertas anomalías o contradicciones
sociales) pero suponía que el conocimiento verdadero no exigía ninguna
explicación social (pues se da de modo natural cuando tales distorsiones
sociales no existen), el principio de imparcialidad reclama una misma actitud
"respecto a la verdad o la falsedad, la racionalidad o la irracionalidad, el
éxito o el fracaso", pues tan susceptibles son los unos como los otros de
investigación sociológica. El principio de simetría es un corolario del
anterior y establece que "los mismos tipos de causas deben explicar las
creencias `verdaderas' y las creencias `falsas'", en lugar de asentar las
primeras en una supuesta lógica objetiva y en una mayor comprensión o
autonomía del conocimiento, y atribuir las segundas al error humano, la
superstición o el enmascaramiento. Por último, el principio de reflexividad
postula que "estos modelos explicativos deben aplicarse a la sociología
misma".
Bloor rompe así drásticamente con la tradición mertoniana en sociología de la
ciencia, pero lo hace precisamente en nombre de la fidelidad a los
planteamientos clásicos en sociología del conocimiento (Durkheim, Mannheim,
Znaniecki) e incorporando eclécticamente una amplia gama de aportaciones
(Spengler, Wittgenstein, Mill, Kuhn, M. Douglas...). Las características más
destacadas de las investigaciones emprendidas a partir del programa fuerte
son: a) Relativismo: no hay criterios absolutos de verdad o de racionalidad,
sino que tales criterios dependen tanto de las interacciones y negociaciones
en el interior de la comunidad científica como de grupos humanos más amplios,
de épocas históricas y de contextos de significado concretos. b) Naturalismo:
todo conocimiento, incluido el matemático y el lógico, corresponde en última
instancia a una experiencia, si bien de esa experiencia se selecciona una de
las varias interpretaciones posibles, la cual se racionaliza a posteriori como
la `explicación lógica' y se legitima por la autoridad como `conocimiento
verdadero': "lo que hemos hecho no es sino desarrollar la teoría [empirista]
de Mill sobre un plano sociológico". c) Constructivismo: esa capacidad social
de seleccionar y legitimar ciertos modelos como `verdaderos' es, por tanto,
capacidad de construir la realidad, al menos dentro de ciertos límites
físicos. d) Holismo: el conocimiento científico no puede entenderse fuera del
contexto concreto (práctico, lingüístico, cultural...) en el que se produce y
justifica, no cabiendo por tanto distinguir entre contextos de descubrimiento
(sociales e irracionales: externos) y de justificación (lógicos y empíricos:
internos). e) Cientifismo: los cuatro principios en que se funda el programa
fuerte "reposan sobre los mismos valores que los tenidos por adquiridos por
otras disciplinas científicas" y el sociólogo de la ciencia no hace sino "lo
que cualquier otro científico".
El desarrollo de este programa estimulará tanto una multitud de estudios
empíricos sobre episodios concretos de la historia de las diversas ciencias
como una viva discusión sobre sus principios y características, dando origen a
las distintas orientaciones hoy dominantes. Entre los primeros cabe señalar
los estudios pioneros -a mediados de los setenta- de Farley y Geison sobre el
debate entre Pasteur y Pouchet, de Shapin sobre la disputa frenológica, o de
Edge y Mulkay sobre la radioastronomía, así como los posteriores de Pinch
sobre las anomalías de los neutrinos solares, de Harvey sobre las variables
escondidas en mecánica cuántica, de Collins y Pinch sobre la parapsicología,
de MacKenzie sobre los primeros debates en estadística social, de Pickering
sobre experimentos con partículas subatómicas, de Shapin y Schaffer sobre la
bomba de aire, o los del propio Bloor sobre la construcción social de las
matemáticas. No deben olvidarse, sin embargo, otros estudios ajenos al
programa fuerte, como el que Forman publicara en 1971 sobre la influencia del
ambiente socio-cultural alemán en la génesis de la mecánica cuántica.
Las críticas a los aspectos teóricos del programa fuerte se apoyan en las que
se perciben como contradicciones internas de sus principios o las derivadas
del propio eclecticismo que, a nuestro juicio, es también una de sus
principales bazas. Así, p.e., el principio de causalidad, heredero del
paradigma newtoniano en física, no es sometido al mismo relativismo que se
aplica a otros principios científicos o lógicos, lo que contradice el
principio de reflexividad; o el realismo naturalista que subyace a todo el
programa es de muy difícil conjugación con sus aspectos más constructivistas o
con sus intentos de dar cuenta de ciertas construcciones matemáticas
absolutamente antiempíricas (véase Sociología del pensamiento formal); o la
incongruencia de pretender a priori un estatuto de cientificidad -cuyo
concepto no se cuestiona- que de hecho se pone entre paréntesis para aquellas
otras actividades científicas a las que se somete a investigación. Woolgar
(1991) criticará al programa fuerte por reproducir, a otro nivel, los mismos
supuestos mertonianos que aspiraba a superar: a) presupone acríticamente la
existencia de una realidad-ahí llamada `ciencia' a la que convierte en objeto
de estudio -sin preguntarse si el propio concepto de `ciencia' no es también
una construcción social- al tiempo que pretende reproducir su supuesto
`método', sin indagar tampoco si esa `lógica' científica es algo más que una
serie de racionalizaciones a posteriori; b) las nociones científicas de
`causalidad' y `explicación' siguen rigiendo la investigación sociológica, sin
más que cambiar el papel que Merton atribuía a las normas sociales por el de
los intereses (instrumentales o ideológicos); y c) sus cuatro principios
tienen el mismo carácter normativo que los imperativos del ethos científico
mertoniano, ignorando de igual modo la práctica efectiva de los científicos.
Las alternativas que se abren a partir de estas críticas irán dando lugar en
los últimos años a una serie de líneas de investigación que, pese a
entremezclarse con frecuencia, podrían tipificarse como sigue (T. González de
la Fe y J. Sánchez Navarro, 1988):
a) Interpretaciones moderadas del programa fuerte (Barnes, Shapin,
MacKenzie) que debilitan la noción de causalidad y renuncian a construir
teorías generales en favor del estudio empírico de casos, donde tengan
cabida las singularidades.
b) El programa relativista (Collins, Pinch, Pickering, Harvey) de la escuela
de Bath deja de lado principios que, como el de causalidad o el de
reflexividad, habría que considerar en cada situación concreta; enfatizando
los aspectos relativistas y un cierto constructivismo, se centra
preferentemente en el estudio de los métodos de experimentación y en la
construcción de sus resultados en investigaciones o controversias aún en
curso, y en las `ciencias marginales'.
c) El programa constructivista (Latour, Woolgar, Knorr-Cetina) está
estrechamente ligado a la llamada antropología de los laboratorios, atenta a
esa multitud de prácticas tenidas por in-significantes que serían
precisamente las que construirían el significado de los enunciados y
prácticas científicas: en el laboratorio, no es la `realidad' lo que observa
el científico sino una multitud de informaciones fragmentarias y
desordenados, de registros y aparatos que, convenientemente seleccionados y
tratados, construyen hechos de apariencia ordenada con vistas a conseguir
credibilidad; la negociación, los modos de argumentación y el uso retórico
del lenguaje merecen especial atención para entender lo que `realmente hacen
los científicos': "la argumentación entre científicos transforma algunos
enunciados en quimeras y otros en hechos de la naturaleza" (Latour y
Woolgar, 1995).
d) Los análisis del discurso científico (Mulkay, Gilbert), a diferencia de
los estudios etnográficos de laboratorio, no toman el discurso como síntoma
de la actividad científica real sino como objeto propiamente social, en el
que se manifiestan las contradicciones y solapamientos entre los diferentes
registros del lenguaje que usan los científicos para describir, interpretar
y racionalizar sus comportamientos; con frecuencia esta orientación se torna
reflexiva al incluir también como objetos pertinentes de análisis tanto el
discurso del propio analista como el de la sociología que éste pone en
juego. e) Este carácter reflexivo también lo asumen los estudios
etnometodológicos de la actividad científica (Lynch, Garfinkel), si bien
éstos incluyen entre las prácticas observables tanto las conversaciones o
materiales escritos como otros materiales manipulados en los laboratorios;
en una última vuelta de tuerca, el apego del etnometodólogo a la sola
consideración de lo observable le lleva a establecer que "no hay que usar
más metalenguaje que el lenguaje de las mismas ciencias", con lo que la
sociología radical llega a no distinguirse apenas del internalismo contra el
que emergió.
Los resultados de todas estas orientaciones han abocado, simultánea y
paradójicamente, a un callejón sin salida ("los investigadores de la ciencia
-señala Latour- no pueden explicar sus propios descubrimientos") y a una
progresiva desmitificación de la ciencia como forma de saber no ya sólo
privilegiado sino ni tan siquiera singularizable dentro del repertorio de
formas de conocimiento de una sociedad: "nunca hemos dejado de hacer, en la
práctica, lo que las escuelas más importantes de filosofía nos prohibían
hacer, a saber, mezclar objetos y sujetos, conceder intencionalidad a las
cosas, socializar la materia y redefinir los humanos" (B. Latour, 1992).
Incluso, según las versiones más críticas de los estudios sociales de la
ciencia, si algo distingue al conocimiento científico es la especial potencia
de los recursos -retóricos, políticos, etc.- que pone en juego para persuadir
(a los colegas, a los patrocinadores, al público en general) de que su
construcción de la realidad no es tal construcción sino mera representación de
la realidad misma (véase Ciencia e ideología). Esta `ideología de la
representación' (Woolgar), que presupone un objeto exterior y una serie de
prácticas metódicas destinadas a capturarlo lo más fielmente posible, incluye
además los recursos necesarios para el olvido de su propia dimensión
ideológica, para borrar el rastro de su actividad constructiva: "la
representación parece producir una especie de amnesia sobre sí misma: a los
lectores (y a los escritores) se les persuade de que no están siendo
persuadidos, de que la representación es un simple instrumento para expresar
el mundo exterior". Es más, la mayor parte de las investigaciones emprendidas
por la propia sociología del conocimiento científico reproducen -según
Woolgar- esa ideología, ahora como actividad sociológica, en el acto mismo de
ponerse a desenmascararla en las ciencias naturales: en lugar de `neutrinos' o
`virus', los objetos exteriores al observador sociológico son ahora los
`discursos científicos' o las `prácticas reales' en el laboratorio: "no
desmantelan la representación per se, tan sólo se dedican a sustituir las
representaciones de la ciencia por representaciones sociológicas, literarias o
filosóficas".
Para superar esta situación, la reflexión sobre las consecuencias de su propio
trabajo desarrollada por algunos estudiosos sociales de la ciencia abre
posibles caminos -acaso convergentes- de notable interés. Uno es el emprendido
por el mismo Woolgar al proponer un cambio de objeto de investigación que
incluya ahora al propio sujeto observador en su actividad de representarse las
prácticas de representación que estudia: se trata de problematizar la relación
entre el objeto y su representación y pasar a investigar la actividad de
representación misma. Al entrar así en la que se ha llamado `investigación
social de segundo orden' surgen una serie de implicaciones para la ciencia
social que pueden abrirle nuevas orientaciones. En primer lugar, abandonar de
una vez por todas la preocupación por "la trasnochada pregunta" sobre la
cientificidad de las ciencias sociales, que tantas páginas ha consumido: "Tal
vez -concluye Woolgar- el logro más importante del estudio social de la
ciencia sea el haber puesto de manifiesto que ¡las ciencias naturales mismas
apenas se comportan según los ideales de la ciencia! La pregunta sobre hasta
qué punto la sociología puede o debe emular a las ciencias naturales da así un
nuevo giro. Al reconocer el carácter no-científico, tanto de las ciencias
sociales como de las naturales, los científicos sociales pueden dejar de
preocuparse sobre cuán científicos son. La pregunta `¿puede ser científica la
ciencia social?' resulta engañosa, pues la ciencia misma no es científica,
excepto cuando se presenta a sí misma como tal".
En segundo lugar, al compartir las ciencias naturales y las sociales una misma
ideología de la representación (sólo diferenciable en la potencia de los
recursos movilizados para su deconstrucción), se trata de buscar otras formas
de interrogar a la estructura `sujeto/objeto' que no aumenten aún más la
distancia retórica entre el analista y la representación; en particular,
interrogar a ese ignorado agente de la representación que es el `sí mismo',
como último paso -aún pendiente- de ese proceso de descentramiento que
inaugurara Copérnico y que ha venido a encontrar en el sujeto de la ciencia
-aunque sea sujeto social- su último refugio.
En un sentido diametralmente opuesto, lo que la sociología del conocimiento
científico puede aportar a la sociología en general no sería tanto la
disolución crítica de toda práctica de representación (cuyo olvido de la
inevitable dimensión simbólica de toda constitución social y cognitiva podría
no llevar sino a un estéril escepticismo) cuanto la asunción crítica y
consciente de tales prácticas con todas sus consecuencias. Si efectivamente el
científico natural construye la realidad que pretende haber descubierto, y
para ello no duda en utilizar representaciones tan poderosas como artificiosas
(desde metáforas tan `irreales' como la de la `materia oscura' o la de la
`mente-ordenador' hasta modelos matemáticos sin la menor `correspondencia con'
la realidad), el científico social no tiene en absoluto por qué seguir
ateniéndose tan estrictamente al sentido común, a hipótesis tan inmediatamente
verosímiles, a esa voluntad de realismo que las ciencias naturales ignoran
tanto como después -pero sólo después- simulan acatar. "En esto -dice
Moscovici- es en lo que las ciencias sociales no alcanzan la fuerza de las
ciencias de la naturaleza: las ciencias sociales son demasiado empíricas. En
las ciencias sociales las gentes no juegan con la teoría, no ejercitan el
pensamiento en toda su libertad. En cierto sentido, no creen lo bastante en el
pensamiento (...) Esa actividad creadora del pensamiento es muy limitada en
las ciencias sociales, por arriba y por abajo. Por arriba, a causa de la
enormidad de las presiones ideológicas. Por abajo, por esa especie de voluntad
de realismo".
Una tercera sugerencia que pueden ofrecer estos estudios es la propuesta por
Latour (1992, 1993) o Serres (1991). Estos estudios, tras haber "ganado la
batalla" a la sociología mertoniana, a las reconstrucciones racionales
lakatosianas y a la historia de las ideas, han caído en la trampa que ellos
mismos se han construido: de tanto enfocar la ciencia han desenfocado lo
social hasta perderlo casi de vista. Sus enfoques `micro' les han acabado por
conducir a tesis que bien podían haber suscrito los filósofos internalistas
contra los que emprendieron sus investigaciones empíricas, pues renuncian a la
más mínima teoría social y no aciertan a conectar con un mínimo de coherencia
los registros más amplios de lo social con sus estudios de laboratorio o de
los discursos científicos. La razón de ello la encuentra Latour en que se han
limitado a radicalizar el modelo que ya estableciera Kant y que caracteriza a
la modernidad: un modelo unidimensional que se mueve entre dos polos
esencializados, el del sujeto y el del objeto, ahora repensados como
sujeto-sociedad y objeto-naturaleza. Si la Ilustración clásica fijó el polo de
la naturaleza para desde él pensar y desbancar al de la sociedad, los estudios
sociales de la ciencia vienen a dar cumplimiento a la revolución copernicana
que invierte la polaridad hacia el extremo opuesto: tras los pasos del
psicoanálisis, la sociología o la semiótica, con estos estudios el polo social
acaba por dar cuenta exhaustiva del polo natural. Según ellos muestran, la
hipertecnológica civilización occidental no hace nada sustancialmente
diferente de las antiguas o de los primitivos, se proyecta en una naturaleza
que construye a su propia imagen.
Las distintas opciones intelectuales o metodológicas (que también lo son
políticas) no dejan de moverse en esa única dimensión definida por la
bipolaridad. Entre el realismo objetivista (reaccionario), que se fija en un
polo, y el constructivismo extremo (radical), que lo hace en el opuesto, las
restantes perspectivas o programas se mueven en los puntos intermedios
(conservador-justo medio-progresista) de ese único eje. El principio de
simetría de Bloor se revela ahora completamente asimétrico, pues parte -una
vez más- de uno de los dos polos para dar cuenta del otro. No habrá auténtica
simetría si no nos proponemos pensar en los mismos términos, y a la vez, la
naturaleza y la sociedad. Para Latour, se trata ahora de llevar a cabo una
`revolución contracopernicana', de dar `un giro más después del giro social'
que supere esa falta de perspectiva, ese círculo vicioso en que se ha
instalado la modernidad, abriendo una segunda dimensión, perpendicular a la
anterior, en la que se evalúen los distintos `gradientes de estabilidad' de
unos sujetos/objetos (actantes) nunca bien constituidos sino siempre en un
proceso inestable y turbulento de continuas constituciones y reconstituciones.
En ese nuevo espacio bidimensional, lo que antes eran puntos de encuentro (el
fenómeno) correspondientes a estados fijos del sujeto y del objeto, más o
menos próximos al uno o al otro según las opciones teóricas, se convierten
ahora en trayectorias. A lo largo de ellas, en cada punto, es indecidible
cuánto hay de naturaleza y cuánto de sociedad, pues es la trayectoria misma la
que define a sus puntos en sus circulaciones, en el proceso de su producirse.
El dinamismo de esos `cuasi-objetos' de ontología variable, ni idénticos nunca
a sí mismos ni susceptibles de identificar en ellos quanta de naturaleza o de
sociedad, es el mismo que el que produce conjuntamente naturaleza y sociedad.
"Los microbios de Pasteur -resume Latour- no son ni identidades atemporales
descubiertas por Pasteur, ni el dominio político impuesto por la estructura
social del Segundo Imperio al laboratorio, ni tampoco una mezcla cuidadosa de
elementos `puramente sociales' y fuerzas `estrictamente' naturales. Son un
nuevo vínculo social que redefine, al mismo tiempo, los constituyentes de la
naturaleza y los de la sociedad". Los microbios o los electrones tienen así
también su historia en ese espacio bidimensional, en el que cada corte
paralelo al eje de la dimensión sujeto/objeto puede revelarlos ora como
sujetos, ora como objetos, ora como híbridos, ora inexistentes. Aquella
dimensión única en la que se moviera la representación moderna aparece así
como un estado congelado (Nietzsche) del proceso vital de estos actantes en
los que la frontera entre lo humano y lo no-humano es inestable y porosa, un
estado en el que no cabía sino disputar cuánto de natural y de social hay en
cada fenómeno, ignorando que esa naturaleza y esa sociedad -como también esos
fenómenos- no son sino identidades reificadas, formas puras desprovistas de
historia y de vitalidad.
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