C El futuro de la libertad

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El futuro de la libertad
ALICIA VILLAR EZCURRA *
Vivir es caminar hacia una meta
(Ortega y Gasset)
C
omo decía Ortega, si no cabe la menor duda de que somos seres históricos,
herederos de tradiciones, para poder hablar sobre el futuro de la libertad,
convendría antes recordar lo que la libertad ha sido en la historia del
pensamiento; en concreto, en el período Ilustrado. En estas líneas dedicadas al
futuro de la libertad, al cumplirse los doscientos años de la muerte de Kant, filósofo de la
crítica y testigo de la Revolución francesa, queremos apuntar una reflexión en torno a la
vinculación de la libertad con sus hermanas en la tríada revolucionaria: la igualdad y la
fraternidad.
Comencemos por la libertad y la igualdad. En plena Ilustración, Voltaire hacía una llamada
a “atreverse a pensar por sí mismo”. La frase de Voltaire se incluía en el Diccionario
Filosófico (voz: libertad), instrumento para divulgar la lucha particular que Voltaire llevaba
en contra de la superstición y el fanatismo. Más tarde, Kant convirtió el “atrévete a saber “
en el lema de la Ilustración por todos conocido.
* Profesora de Filosofía. Universidad Pontificia de Comillas.
¿Qué se entendía por pensar por sí mismo? Los filósofos ilustrados reclamaban la libertad
de expresión, condición necesaria para poder formular un pensamiento propio, al abrigo de
la intolerancia, el fanatismo y la persecución. La libertad de pensamiento se identificaba
con la autonomía de la razón, con la liberación de los prejuicios e imposiciones. Unos, entre
los que destacaba Voltaire, veían en la intolerancia, en el fanatismo, el enemigo natural de
la libertad. Otros, entre los que sobresalía Montesquieu, consideraban que el enemigo
natural de la libertad era el despotismo. Para el autor de El espíritu de las Leyes, la
tendencia al abuso, a rebasar cualquier límite, estaba inscrita en la naturaleza humana; por
ese mismo motivo, estimaba absolutamente necesario fijar unos mecanismos institucionales
que de hecho limitaran el poder. El propósito era establecer unas reglas técnicas por medio
de las cuales el ciudadano desarrollara su libertad en los ámbitos privados y públicos. En
nuestros días, las advertencias de estos dos grandes pensadores siguen teniendo vigencia
plena, pues el abuso del poder, en cualquiera de sus formas, sigue siendo el enemigo natural
de la libertad. Pero volvamos a Voltaire. El filósofo francés insistía en que la intolerancia,
incompatible con la razón natural, imposibilitaba un futuro de convivencia y pluralismo,
pues era causante de enfrentamiento y toda clase de desdichas. Hasta aquí, puede
comprobarse cómo los principales ilustrados coincidían en su defensa de la libertad, aunque
sus perspectivas variaran. Sin embargo, la situación dista de ser equiparable en el caso de la
defensa de la igualdad.
Pues para Voltaire la igualdad era la cosa más quimérica del mundo. Pensaba que “viviendo
en nuestro desgraciado planeta, es imposible que los hombres no estén divididos en dos
clases: una de opresores y otra de oprimidos” (Diccionario Filosófico). En este punto, hay
que destacar que fue Rousseau el que contribuyó a vincular la libertad con la igualdad,
haciendo aquí suyo el imperativo de “pensar por sí mismo”, más allá de las propias
tendencias de su época.
Alejándose de la identificación que su tiempo hacía de la conciencia culta con la conciencia
moral, del culto al saber, primero observó la profunda corrupción de unas organizaciones
sociales que pretendían perpetuar y fortalecer un sistema de privilegios, de desigualdades de
hecho; después, entendiendo la urgencia de proponer remedios, se dedicó a conciliar la
libertad con la igualdad, convencido que no es posible la libertad en un sistema consolidado
de desigualdades. Le preocupaba, como después a Kant, contribuir a establecer los derechos
de la humanidad, llamar la atención sobre el valor y no el precio de todo ser humano, la
incuestionable dignidad de la persona. Ciertamente, coincidía con Voltaire en condenar el
fanatismo y la superstición. Coincidía también en su defensa de la libertad, pues mantenía
que la libertad era una dimensión constitutivamente humana y, como tal, inalienable. Pero
se separó de Voltaire, y ésta es su contribución central, en su ardiente defensa de la igualdad
civil. Si todo el proyecto político de Rousseau se orienta a explicar las razones por las que,
habiendo nacido libre, el hombre, en su tiempo, se encuentra encadenado, la solución
propuesta consistirá en vincular la libertad con la igualdad, la legitimidad y la legalidad. En
el estado de naturaleza, el ser humano era libre porque no estaba determinado en su
elección; ser libre era, entonces, actuar con espontaneidad. En el estado de sociedad,
libertad es sinónimo de no arbitrariedad. Un hombre es libre cuando su voluntad está
necesariamente vinculada a una ley legítima que uno se ha prescrito, a la que consiente
libremente. Libertad, ahora, no es ausencia de ley, sino autonomía: determinación de la
voluntad por la ley. Puede entenderse por qué razón E. Cassirer vinculaba esta concepción
de la libertad como autodeterminación con la kantiana. La libertad es la condición de
posibilidad de la ley moral y la ley moral es la condición bajo la cual cada uno de nosotros
puede adquirir conciencia de la libertad. Llegamos así a dos de los elementos de la famosa
tríada revolucionaria, que se inspiró de los ideales políticos de los ilustrados a los que nos
estamos refiriendo. Bien es cierto que en ese largo proceso que se iniciaba con una defensa
expresa de la libertad, intervinieron otros muchos factores para que, finalmente, la libertad
y la igualdad fueran recogidas como derechos inalienables de la persona, elementos clave
de todo Estado de Derecho.
Dos siglos después, las circunstancias, sin duda, han variado. Si comenzamos por la libertad
no hay más que reconocer que la libertad de expresión es un derecho recogido en los
sistemas constitucionales y, aparentemente, no existen los problemas de censura que
llevaban a los pensadores ilustrados a reclamar un derecho que les protegiera a la hora de
expresar su propio pensamiento. En este punto, no cabe más que concluir que realmente
hemos avanzado. Las dificultades que los autores citados tenían para expresar libremente
su pensamiento, aparecen ahora superadas al fijarse los límites de la libertad de expresión
en los ordenamientos jurídicos.
La cuestión es: ¿en qué consiste nuestra libertad de pensamiento? ¿Estamos ahora
verdaderamente libres de tutores? ¿Acaso no han variado los nuevos tutores? ¿Tenemos
interés en adquirir un pensamiento propio, o en tiempos posmodernos hemos claudicado de
la pretensión de alcanzar ciertas verdades indubitables, a favor de un vago escepticismo que
se torna en indiferencia? Rousseau advertía las dificultades para un ejercicio de la libertad.
Pensaba que la libertad “era un alimento jugoso, pero de difícil digestión”. Por su parte,
Kant estimaba que para atreverse a saber y adquirir la mayoría de edad era necesario contar
con valor y evitar la pereza, pues siempre es cómodo y fácil que los demás se tomen el
trabajo de pensar por nosotros. Sus posturas siguen teniendo vigencia. En nuestros días,
difícilmente reconoceremos no tener un pensamiento propio sobre determinadas cuestiones.
Tampoco admitiríamos no ser libres a la hora de mantener ciertas convicciones, ni
permanecer en la minoría de edad. Sin embargo, la presión de los medios de comunicación,
los hábitos que genera la vida moderna y el consumo, se convierten en los nuevos tutores
que sustituyen a los antiguos preceptores. Un factor más a tener en cuenta es el ritmo actual
de vida. La sucesión acelerada de los acontecimientos y de los cambios, en ocasiones, el
exceso de información, las distintas urgencias diarias, dejan poco espacio para lo realmente
importante. No es fácil disponer ni del tiempo ni del espacio para elaborar un pensamiento
propio o realizar un análisis racional de algunos de los problemas de nuestro tiempo.
Porque, desde la época de Sócrates, el pensamiento y la reflexión necesitan ser impulsadas
por el diálogo racional y la discusión crítica, pero, y a título tan sólo de ejemplo, ¿qué
importancia se asigna habitualmente en los medios de comunicación audiovisuales a
debates que permitan contrastar argumentaciones racionales sobre los problemas de nuestro
tiempo? Sin poder dar respuesta aquí a estos interrogantes sobre la realidad de la libertad de
pensamiento en nuestros días, volvamos a la famosa tríada revolucionaria.
Llegamos así al tercer elemento de la tríada: la fraternidad. ¿Qué es lo que ha quedado de lo
que algunos han llamado la “hermana pobre de la revolución”? Si bien la vinculación entre
la libertad y la igualdad fue clara para los revolucionarios franceses, la referencia a la
fraternidad se hizo mucho más problemática. La fraternidad corrió peor suerte que la
igualdad y la libertad, ante el contraste de los excesos de los Revolucionarios del Terror. La
fraternidad tampoco figuró en el frontispicio de la Declaración de los Derechos del Hombre
y del Ciudadano de 1789. A. Soboul, en su estudio sobre La Revolución francesa, se
preguntaba: “Si la libertad no es nada sin la igualdad; si la libertad sin igualdad no es sino el
privilegio de algunos, ¿qué sería la igualdad sin la fraternidad?”. La palabra fraternidad fue
heredera de los llamados sentimientos de humanidad y expresaba una idea evangélica y
cristiana que representaba aquella tradición de la que, en su día, muchos revolucionarios se
quisieron separar. Por otra parte, se tenía conciencia de la necesidad de relacionar la libertad
y la igualdad, pero la situación es distinta en el caso de la fraternidad, pues el sentir afecto
“fraternal” es cosa de sentimientos, no de voluntad. Entonces el problema es: ¿cómo
prescribir el deber de amar?
Hay que hacer notar algo que, con frecuencia, se pasa por alto. En el siglo XVIII, la idea de
fraternidad se vinculaba con la de Patria. La Patria (recuérdese la propia etimología del
término), designaba al padre protector o la madre nutricia, aquel origen común que hace
unir a sus miembros por lazos de afecto. Pero, además, la Patria debía asegurar unas ciertas
condiciones. El Barón D´Holbach pensaba que el verdadero patriotismo sólo se daba en los
países donde los ciudadanos, libres y gobernados por leyes justas, se encontraran unidos por
un lazo y unas causas comunes. Asociando la libertad y la igualdad a una imagen de paz y
bienestar, de unión y armonía, los Ilustrados franceses contribuyeron a afianzar una idea:
sólo si se disfruta de libertad y de igualdad uno se puede considerar miembro de una Patria,
o visto de otro modo, sólo la existencia de una auténtica Patria posibilita la existencia de la
libertad y de la igualdad. Los aires prerrevolucionarios quedaban puestos así de manifiesto.
Progresivamente, la Patria será vista como fuente de fraternidad política, como una figura
afectiva que implica vínculos de amistad, fundada en la pertenencia a una comunidad de
libres e iguales. En resumen, gracias a la mediación de la idea de Patria, la idea de
fraternidad se unió a la de libertad e igualdad. Sin embargo, aunque la evocación de la
fraternidad política permitió reintroducir la dimensión pública de la ética, este sentimiento
de afecto tenía una limitación: se refería sólo a los miembros de un grupo, a los camaradas,
con los que se sentían fuertemente vinculados, pero no incluía a todos los demás. Así,
siempre que se insiste en exceso en los vínculos de pertenencia de una determinada
comunidad, el precio a pagar es su carácter excluyente. Con ello queda en entredicho el
segundo elemento de la tríada: la igualdad.
¿Qué es lo que nos queda hoy de esa evocación a la fraternidad política? Sin poder entrar
aquí en la larga historia de la divisa republicana, cabe señalar que, a lo largo del siglo XIX,
la idea de solidaridad irá tomando cuerpo frente a la evocación a la fraternidad. Entre las
ventajas de la solidaridad, entendida como la dependencia mutua, se señalará la posibilidad
de ser recogida en el ordenamiento jurídico. Progresivamente, se irá extendiendo la
convicción de que la fraternidad, a diferencia de la libertad y la igualdad, no podía
constituirse en derecho, precisamente por su componente afectivo. De ahí, que sea la
solidaridad la heredera de la fraternidad en su papel de mediadora entre la libertad y la
igualdad. Efectivamente, un somero repaso al ordenamiento jurídico nos testimonia la
presencia de la solidaridad. En nuestra Constitución Española aparece mencionada, al
menos, en tres ocasiones para referirse a la protección del medioambiente o al equilibrio
económico interterritorial. La Carta de Derechos fundamentales de la Unión Europea (7XII-2000) proclama que: “la Unión está fundada sobre los valores indivisibles y universales
de la dignidad humana, la igualdad y la solidaridad, y se basa en los principios de la
democracia y el Estado de Derecho”(Preámbulo). La tríada revolucionaria: libertad,
igualdad, fraternidad, que aún aparece acuñada en las monedas francesas, ha variado de
lenguaje después de más de dos siglos de Historia. Ahora son tiempos de hablar de:
libertad, igualdad y solidaridad.
Y es que la palabra solidaridad, a pesar de ser tan ampliamente utilizada en nuestros días,
tiene una historia relativamente reciente. Entendida como un mero “asumir la causa de
otros”, su empleo tan extendido, en ocasiones, ha favorecido una pérdida de su
significación y la comprensión de todos los valores a los que hace referencia. Pues no es tan
sólo asumir la causa de los demás, como a veces simplemente se indica. En nuestros días,
son muchos los que se adhieren a causas por las que son capaces de sacrificar la propia
vida, al tiempo que siembran el terror. La auténtica solidaridad tiene que hacer referencia a
la dignidad de toda persona. Por este motivo, la solidaridad se concibe como un
complemento de la justicia que permite equilibrar aquellas situaciones de injusticia o de
desigualdad de hecho que imposibilitan esa dignidad. Y aquí es donde volvemos al
comienzo de nuestra breve reflexión: el futuro de la libertad. Pues aseguradas la libertad y
la igualdad como derechos, al menos en los ordenamientos jurídicos de los Estados
democráticos de Derecho, hay que insistir ahora en el reverso de los derechos: los deberes
para con los demás de cada uno de nosotros. Hay tiempos de toma de conciencia de
derechos y tiempos de toma de conciencia de los deberes. Ortega advertía que el principal
peligro del hombre masa, un hombre que sólo tiene apetitos y está vacío de un destino
propio, es creer que sólo tiene derechos y no obligaciones. Sin embargo, aquello que
reclamo como mi derecho inalienable: mi libertad y mi igualdad es, al tiempo, un deber y
una obligación para con los demás; aquí es donde aparece la solidaridad. El futuro de la
libertad depende de que se aseguren las condiciones para la autonomía, para que cada
individuo sea dueño y libre del propio destino como persona moral. Así, la solidaridad
aspira a llegar a los derechos a través de los deberes, con el fin de contrarrestar las
desigualdades de hecho. Pues la dignidad de la persona, como un bien común, es cosa de
todos. Ciertamente, estamos aún en tiempos de reclamar nuestros derechos, que, como toda
obra humana, son algo frágil y susceptible de ser vulnerado continuamente. Pero además
habría que pensar si el futuro no estará en asumir nuestros deberes para que los derechos de
los otros también sean posibles. La filosofía debe transitar de los caminos de la
individualidad y la subjetividad a los de la intersubjetividad y la solidaridad. Esta es la
orientación de la libertad que no se siente vacía de tanto sentirse libre, pues la vida camina
sin tensión si no se orienta hacia algo concreto (Ortega).
Para concluir, habría que considerar si acaso, como advertía Lévinas, después de tiempos de
institucionalización de la libertad y de la igualdad, llegamos al tiempo de la
institucionalización de la solidaridad. Entonces habríamos alcanzado esos tiempos de una
plena Ilustración, que Kant, en sus días, lamentaba no haber vivido.
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