¿Cuestión de gustos, nada más? En todo caso, los gustos... discutir qué aporta TVN en la materia.

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Atención TVN: aterriza mi marciano favorito
Miércoles, 18 de Agosto de 2010 07:05
¿Cuestión de gustos, nada más? En todo caso, los gustos también se forman y cabe al menos
discutir qué aporta TVN en la materia.
Por Bet Gerber. Integrante Consejo Consultivo OGE
Si un marciano aterrizara en una tarde de este crudo invierno en Chile e intentara
copiar las costumbres locales, podría optar por acomodarse en el living de algún hogar
santiaguino, comer sopaipillas y mirar televisión. Si el visitante extraterrestre
pretendiera profundizar su conocimiento de la cultura vernácula y echar un vistazo a los
programas de TV abierta dirigidos a adolescentes, podría concluir que
los jóvenes de este país han sufrido severo daño cerebral,
causado, tal vez por algún ataque nuclear, una epidemia, en fin, algo que haya provocado un
retroceso evolutivo en una generación completa.
La deducción marciana podría ser compartida por cualquier habitante de este planeta más o
menos normal que no suela ver televisión y, en un rapto de intrepidez, sintonice TVN a las seis
de la tarde: en el programa Calle 7, chicos y chicas son tratados como estúpidos, se comportan
como estúpidos y hablan exclusivamente sobre estupideces.
Intentar explicarle a mi huésped marciano qué razones esgrimen los defensores de productos
de esa naturaleza en un canal público de televisión me excedería. Imposible defender lo
indefendible.
Sin
embargo, hay quienes han hecho todo un desarrollo argumental con tales fines. El bando
libremercadista a ultranza señala, por ejemplo, que
“eso es lo que el público quiere ver y si no quiere, tiene la libertad de cambiar de canal”.
Este argumento se refuerza con un preocupante
“lo que más quieren todos los cabros de Chile es estar ahí”.
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Por empezar, el dato del rating no basta para sostener que todo el mundo quiera ver eso
cuando, simplemente, es lo que hay. Cambiar de canal no abre el abanico de opciones, para
nadie es novedad que la receta pasa por copiar formatos que garanticen resultados al corto
plazo con el menor trabajo e inversión posible. Qué es lo que más gusta al público joven
masivo, es algo que no se puede afirmar a partir de una oferta prácticamente única. Por otra
parte, si fuera cierto que todos, o una importante mayoría de jóvenes chilenos tiene como
máximo anhelo ser estrella de esos programas, este país tendría problemas dramáticos y
nadie, excepto mi marciano favorito, estaría dando cuenta de ello. Descartada esta potencial
catástrofe, caben otras reflexiones: aun cuando unos cuantos estén fascinados con idiotilandia,
¿significa esto que haya que seguir promoviéndola como única versión del mundo
juvenil?
Desde una empresa privada, la respuesta puede ser muy simple: desde luego que cabe seguir
promoviendo lo que sea que resulte un buen negocio. Tratándose de la televisión pública, este
argumento se derrumba ante el mero adjetivo “público”. Se puede –y se debe– debatir sobre el
sentido de la televisión pública, pero lo que escapa a toda lógica es que su objetivo prioritario
sea el lucro.
Precisamente en estos días en que se encuentra en la Comisión de Transportes y
Telecomunicaciones del Senado el proyecto que modifica la Ley N° 19.132 de
Televisión Nacional de Chile
,
el debate sobre su espíritu, contenidos y financiamiento debiera ocupar el centro de la
agenda mediática.
Como esto no sucede, ciudadanos y ciudadanas de a pie nos vemos compelidos a disparar la
discusión en cada hueco posible.
En este sentido, es saludable revisar una serie de mitos y leyendas que suele reflotar el
debate en torno a la televisión pública.
El primero
y muy remanido sostiene que al contar con financiamiento estatal, la televisión pública se
convierte inexorablemente en instrumento de propaganda de los gobiernos de turno.
Experiencias en varios países demuestran que este riesgo es evitable si se prevén
mecanismos de contralor adecuados, cuestión perfectamente viable en Chile. Pero lo más
irritante de esta línea argumental es el supuesto que la subyace, dejando implícito que los
prístinos canales comerciales están libres de intereses políticos y económicos (?).
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El segundo mito declara con gesto adusto que la televisión pública debe cumplir con fines
educativos y culturales, ámbitos irremediablemente ligados al aburrimiento. Desde esta
extendida perspectiva,
“cultura” sería algo asociado a la biografía de
Beethoven en clave enciclopedista y, si es posible, sin música. Por ende, los canales públicos
están condenados a programación para inducir el sueño y a niveles de rating bajo cero.
Tercero: así como la televisión pública carga con el estigma de lo culto en el sentido
mencionado, la televisión en general carga con el estigma de lo divertido. En este contexto,
si “culto” es sinónimo de aburrido, “entretenido” debe ser tonto y/o burdo.
Siguiendo esa máxima, en Calle 7 el leit motiv del día puede ser:
“Las minis se toman Calle 7 y por eso hoy elegimos miss mini”.
Durante todo el programa, una especie de claque de jóvenes gesticula permanentemente,
enfatizando lo que el conductor, un tal Martín, comenta. En realidad no comenta, sino que grita
todo el tiempo mientras la corte de subnormales lo sigue, se menea y gesticula a cámara, por si
los televidentes no supieran cómo reaccionar frente a tanta sordidez.
¿Cuestión de gustos, nada más? En todo caso, los gustos también se forman y cabe al
menos discutir qué aporta TVN en la materia.
A todo esto, ¿qué otra tele es posible? Omar Rincón , reconocido comunicador
colombiano, afirma que
los
medios son públicos en la medida que se inscriben en los proyectos colectivos de la
sociedad, en cuanto amplíen el acceso expresivo de la gente, en cuanto aumenten la
pluralidad de interpretaciones de la realidad.
¿Se puede hacer esto de manera entretenida?
Sin duda, pero es necesario atreverse a romper con la homogeneidad del mercantilismo
mediático.
¿Es posible generar contenidos educativos en formatos aptos para la tele, ágiles y
atractivos?
Sí, pero las clave son creatividad y audacia, y para que éstas se desplieguen resulta
imprescindible que el Estado y la ciudadanía apuesten e inviertan en ello. Si no queremos
vernos expulsados como públicos, no podemos desertar de este debate precisamente en
momentos en que el proyecto de Ley avanza en el Senado.
Mientras intentamos meter la cuchara en una discusión que debería ser pública, es preferible
que mi marciano favorito siga barajando sus candorosas hipótesis de daño cerebral en los
públicos juveniles. Sucede que la realidad es aun más cruel: el canal público se jacta de no
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requerir financiamiento estatal gracias a que obedece a los vaivenes del rating y, en este
contexto, la calidad de lo que ofrezca al público joven no es su tema.
Si mi marciano favorito supiera la verdad, abordaría su OVNI de un salto y se alejaría
espantado de estos incomprensibles parajes.
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