Padre-Hijo ,el anhelo de una relación hurtada

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‘Padre – Hijo. El anhelo de una relación hurtada’, por
PACO PEÑARRUBIA
1.- EL MENTOR COMO PADRE SUSTITUTO
‘El encuentro de Odiseo y Telémaco’, de Henri-Lucien Doucet
Durante años he estado escribiendo para el Boletín de Ex-alumnos de la Escuela Madrileña de
Terapia Gestalt sobre la relación padre-hijo, en el sentido literal, es decir, de los dos varones que la
forman y no tanto en sentido genérico y abstracto de la paternidad y la filiación.
Todo empezó tras la muerte de mi padre, como un intento de indagación más poética que
psicológica, más abierta a preguntas de madurez que, por lo que llevo visto, suelen estar mejor
expuestas y respondidas en la literaura que en la clínica. Traigo a este blog algunas reflexiones.
Sobre la relación con la madre se ha hablado mucho más. En realidad la psicoterapia parte de (y se
centra en) este vínculo primario y fundamental porque ilumina la protohistoria de cada ser y define
la biografía de todos nosotros. La relación con la madre existe, es “real” (incluso en nuestra cultura
puede “sobrar” madre) pero no así la relación con el padre. Su figura suele ser un hueco, el perfil de
un vacío donde anclar fantasmas e ilusiones.
Para crecer, cada varón se pelea con su madre interna, tantea y sufre la ambivalencia de tener que
separarse de ella (para hacerse un hombre) y negar el dolor del niño que no quiere despedirse de ese
calor. Para esta batalla necesita aliados pero ¿dónde encontrarlos? El padre suele ser el ausente, así
que hay que inventarse modelos, más soñados que reales, buscar identidades orientadoras, espejos
que salven de la angustia de averiguar qué es eso de ser hombre: ¿es un rol, una estrategia, una
verdad o un fraude?
Recojo algunos comentarios de escritores e intelectuales españoles (1) opinando sobre el tema,
desde la distancia hasta la confrontación:
-“Nuestro padre tenía una presencia un tanto simbólica (a la vez que una auténtica omnipresencia)
pero estaba gran parte del día en el despacho trabajando, y por las noches tenía también su
mundo, incluso espacialmente (sus habitaciones)… Era bastante cariñoso con sus hijas, pero nada
efusivo con sus hijos” (Eugenio Trías).
-“Mi hermana y yo comentamos que no hemos tenido un padre, en todo caso un sargento, un
representante del verdadero padre, que ha estado allí ejerciendo de capataz, pero no un padre,
todo lo contrario, era un enemigo terrible… En las fiestas familiares, en casa de la abuela Azúa
era una persona amena, divertida, fuera de casa cambiaba completamente… Nunca he odiado
tanto a alguien” (Félix de Azúa).
-“Cuando era niño mi padre me daba la impresión de abulia, se pasaba horas sentado en su sillón;
con mi madre salía poco, creo que no la hizo feliz. Era un hombre muy correcto, muy cordial, muy
buena persona, como me lo ha corroborado mucha gente de manera espontánea tras su muerte”
(Eduardo Mendoza).
-“Yo diría que era un cobarde, un personaje histriónico y salvaje, alguien incapaz de asumirse, un
pobre diablo acomplejado ante lo que significa la relación hombre-mujer… Vivía en un universo
imaginario, la afirmación de un narcisismo sin espejo alguno; él se consideraba un personaje
importante y grande. Un paranóico. Por ejemplo: llegaba a casa, se cabreaba, la pagaba con
cualquiera y decía: “Yo, que vengo preocupado de la oficina y en vez de…”, y no tenía oficina ni
nada, venía de una taberna” (Víctor Gómez Pin).
-“Mis padres se llevaban veinte años. Cuando yo nací mi padre se acercaba a los cincuenta. Digo
esto porque yo he visto siempre a mi padre muy mayor, es decir, no he visto al padre joven,
competitivo con el hijo, sino que mi padre se aproximaba un poco al abuelo. Nos dedicaba bastante
tiempo, estaba presente, pero como suelen estar los abuelos, con la bufanda, etc. Tampoco le
gustaban nada las broncas ni las riñas, todo eso lo dejaba para mi madre” (Fernando Savater).
El vacío del padre tiende a rellenarse con otras figuras que suplan esa presencia. La psicología ha
registrado el concepto de “Función Padre” precisamente para entender el proceso simbólico que los
varones construímos dentro de nosotros para responder a esta orfandad emocional. Digamos que
“adoptamos” figuras sustitutas del padre porque necesitamos resolver esta carencia, y ya que no
existe la persona al menos queda la función. Cuál sea esta función, daría para un escrito más largo,
pero, sobresimplificando, sería orientar hacia el mundo exterior, guiar el pasaje desde lo doméstico
hacia lo social.
La figura del mentor o tutor cumple estos atributos. En una investigación de 1977, George Vaillant
(2) descubrió que los hombres exitosos entrevistados (científicos, académicos, hombres de
negocios, etc.) habían tenido mentores. En más del 95% citaban a los padres biológicos como
ejemplos negativos o como personas que no ejercieron ninguna influencia. A la vez todos habían
olvidado o negado los roles modelos o los ideales con que se identificaron en la adolescencia,
reemplazándolos en su juventud por los mentores. Para estos hombres jóvenes el tutor se convirtió
realmente en el mejor padre que anhelaban.
También entre los intelectuales españoles antes aludidos encontramos testimonios reveladores.
-“Yo he estado toda mi vida obsesionado con las imágenes simbólicas del padre. Desde los 16 años
la figura de una persona mayor que me comprende y con la que hablo íntimamente, se convierte en
algo de lo que no puedo prescindir, y he tenido la suerte de que ese papel lo ejercieran personas de
valía extraordinaria, como Vicente Aleixandre, que fue mi segundo padre, la persona con la que
completé una perfecta relación paterno-filial. Alguien cincuenta años mayor que yo que tenía
mucha curiosidad por tí, que te comprendía. Yo le contaba absolutamente todo, sin ningún tipo de
veladura. Era un consejero nato, como un padre espiritual… algo que luego he querido reproducir
con Juan Benet y con algunos amigos de mi edad o mayores”. (Vicente Molina Foix).
-“Yo creo que hay unas funciones esenciales, elementales, arcaicas, verdaderamente trascendentes,
en el sentido de inherentes a toda función humana, a toda sociedad, a todo registro propiamente
humano, y entre ésas está la función del saber, la función de iniciar al conocimiento y de iniciar a
la vida, es decir, la función del padre. Tengo una opinión muy noble de la función padre y no creo
que nadie pueda realizarse en esta vida sin soñar al menos con que esa función tenga un sentido”
(Víctor Gómez Pin).
El regusto lacaniano de las palabras de Gómez Pin completan la confesión de Molina Foix, que
ilumina otro aspecto esencial del tema: el grado de intimidad. ¿Acaso alguna vez pudimos hablar
confiada y transparentemente con nuestro padre? Algunos creen que es imposible y desde luego no
deseable (por aquello de que un padre ni es ni debe ser un amigo). Tampoco es fácil la intimidad
profunda con los iguales, primero porque las preguntas esenciales sobre qué cosa sea eso de ser
hombre ni siquiera no las formulamos a nosotros mismos (o sólo en sordina, como un pensamiento
sin definición, allá por el fondo) y menos a otros hombres igual de confundidos y con vergüenza a
entrar en semejante nivel de desvelamiento. Paradójicamente es más fácil compartir, el duro
aprendizaje de la sexualidad, donde al menos tenemos al instinto como aliado.
Se establecen así profundos silencios internos y ahí empieza esa sucesión de sobreentendidos con
que cada cual condimenta su peculiar receta de ser hombre.
De la ausencia a la falta, y de ésta al anhelo. Es una auténtica tragedia griega. Pero anterior al Edipo
de Sófocles, donde Freud se inspiró para construir el andamiaje de la neurosis occidental. Vayamos
a Homero, a la épica antes que al drama, y entremos en ese sabio relato del héroe maduro, la
Odisea, el viaje de Ulises de vuelta a casa.
Ulises dejó no sólo un reino, un país y una esposa al embarcarse en la guerra de Troya. Dejó
también, como todo padre (como el arquetipo de padre, podríamos decir), un hijo que crecerá sin
modelo. O más bien tironeando entre dos modelos contrapuestos: la vileza de los pretendientes o el
heroísmo idealizado del padre. Los pretendientes son los jóvenes príncipes ambiciosos que desean
ocupar el trono vacío previa boda con la esposa abandonada, la reina Penélope, casi una viuda si no
fuera por su esperanza y/o lealtad al héroe ausente. Que es precisamente el legendario guerrero
Ulises, desconocido en realidad pero mitificado por las noticias de sus hazañas y victorias, que
exigirían a su vez un hijo a su altura. Cómo no compadecerse de la triste adolescencia de Telémaco,
el hijo del desaparecido Ulises, sobreponiéndose a la orfandad interior con las expectativas del rol
que le exigen una grandeza “genética” por ser –hijo-de.
Ambos modelos, tanto los zafios pretendientes como el admirado padre, son igual de nefastos por
irreales y tendenciosos, porque no ayudan a “ser”, sino a “inventarse para sobrevivir”.
Transcribo el reencuentro, auténtica escena restitutiva, veinte años más tarde, entre el gran padre
Ulises, ahora viejo y maltrecho, y el joven príncipe Telémaco, que tras tan larga ausencia casi no se
reconocen:
“Yo soy el padre que falto en tu niñez y por el cual sufriste el dolor de la falta, soportando los
ultrajes de otros hombres”.
Antes las duda de Telémaco, Ulises insiste:
-“Entiendo tu asombro, pero no va a regresar ningún otro Ulises sino sólo yo, tal como me ves
ahora, después de mucho sufrir y mucho ir errante”.
Después de hablar así, besó a su hijo y por sus mejillas derramó lágrimas que caían hasta el
suelo… Telémaco se abrazó a su padre y gemía y vertía lágrimas. A ambos les inundó el llanto.
Lloraban estrepitosamente, como las aves, águilas o buitres de torvas garras, a los que los
campesinos les han arrebatado las crías antes de que pudieran usar sus alas… Y así sollozando
podrían haber seguido hasta la puesta del sol… (3).
El hijo recupera un sentido de la masculinidad fuerte y confiable, por oposición a las imágenes
degradantes de la masculinidad que representan los pretendientes. Porque, o bien se recupera la
bondad y fuerza del propio padre, una vez superado el choque de la desidealización (el desconcierto
de ver la vejez o la “caída” del padre) o bien se desplaza a un tutor que cumpla dicha función.
Ambas situaciones suponen un paso importantísimo en la integración de sí, en la tarea interna de
reconstruirse como hombre a través de esta relación padre-hijo, tan fundamental como desatendida.
NOTAS
1.
2.
3.
Vaillant, G. : “Adaptation to life”. Little Brown. Boston. 1977. Citado por Osherson,
Samuel, en “Al encuentro del padre”. Cuatro Vientos. Chile. 1993.
Charles, María: “En el nombre del hijo”. Anagrama. Barcelona. 1990.
Homero: “Odisea”. Canto XVI. Versión de Carlos García Gual . Alianza Edit. Madrid.
2005. Pags. 328-9.
Paco Peñarrubia
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Psicólogo por la Universidad Complutense de Madrid y uno de los introductores de
la Terapia Gestalt en España.
Director del equipo Ciparh durante treinta años (1976-2006), centro pionero de la
Psicología Humanista en España, creado por Ignacio Martín Poyo (1973), al que
considera su primer maestro e iniciador en la gestalt.
Cofundador y primer presidente de la Asociación Española de Terapia Gestalt
(1982)
Discípulo de Claudio Naranjo y colaborador en su programa SAT periódicamente.
Miembro de Honor de la Sociedad Española de Psicoterapia y Técnicas de Grupo
(S.E.P.T.G, 1993) y de la Asociación Española de Terapia Gestalt (A.E.T.G., 1999).
Autor de “Integración Emocional y Psicología Humanista” (Marova) y de “Terapia
Gestalt, la vía del vacío fértil” (Alianza, 1998).
Mi biografía profesional prefiero fecharla en 1974, en el último año de mis estudios de
psicología, cuando conozco a Ignacio Martín Poyo que me introduce en los grupos de
encuentro, la gestalt y otros abordajes del humanismo. Aquel encuentro significativo y
revelador determinó mi vocación, en el sentido de que por primera vez descubrí la
psicoterapia, que era lo que yo buscaba pero que había confundido con la psicología (y
ambas andaban por entonces bastante disociadas).
CIPARH fue en aquellos tiempos mi verdadera escuela de aprendizaje, donde conocí varios
estilos de trabajo corporal, muchos terapeutas expertos que me contagiaron autenticidad
y creatividad, la profundidad de la experiencia emocional y la potencia del grupo como
factor de cambio.
Con muchas influencias interiorizadas (bioenergéticas, rogerianas, etc.), mi hacer
terapéutico se fue decantando por la terapia gestalt. Creo que cada terapeuta incorpora
las técnicas (o hace su propia síntesis) que mejor corresponden a su personalidad; en mi
caso no hubo disonancias entre la gestalt y mi filosofía de vida, más bien me ayudó a
profundizar en la confianza en los procesos y a disolver el optimismo inconsciente.
En la década de los 80 viajé por todo el país haciendo grupos y dando a conocer la
gestalt. Fui uno de los fundadores de la Asociación de Terapia Gestalt y su primer
presidente (1982-87) y recuerdo toda esa época como un derroche de esfuerzo y
entusiasmo, organizando congresos, programas formativos y publicaciones, supervisando
a las nuevas promociones de gestaltistas y consolidando el equipo de CIPARH.
Por esos años comienza también mi trabajo personal con Claudio Naranjo que ocurre en el
momento oportuno, cuando toda esta actividad empezaba a dejarme vacío y necesitado
de retomar el hilo interior a través de un maestro.
Los años 90 son de decantamiento y de cosecha: además de colaborar regularmente en el
programa SAT, he orientado mis energías al entrenamiento de profesionales, dirigiendo la
Escuela Madrileña de Terapia Gestalt y colaborando en otros centros españoles,
iberoamericanos y europeos. He ido abandonando las terapias individuales a favor del
trabajo grupal, específicamente grupos formativos y de supervisión, así como grupos
experimentales de creatividad. Un taller clásico que imparto con regularidad es mi versión
creativa del viaje del héroe que se ha popularizado con el título de “Las Cuatro Caras del
Héroe”. Puede consultarse en esta página web.
De la época más reciente estoy especialmente satisfecho de la publicación del libro
“Terapia Gestalt, La vía del vacío fértil” (1998), así como de haber sido reconocido como
Miembro de Honor por la Sociedad Española de Psicoterapia y Técnicas de grupo (1993) y
por la Asociación Española de Terapia Gestalt (A.E.T.G, 1999).
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