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Violencias conyugales: los silencios en el medio rural
Lunes, 16 de Noviembre de 2009 13:36
¿Es que esa visión nostálgica que muchos citadinos tienen del campo se puede
homologar a la ausencia de maltrato a las campesinas y las mujeres indígenas que
pueblan estos lugares?
Por Ximena Valdés Subercaseaux. Directora de CEDEM
Como doméstica y sexual ha sido nombrada en el campo feminista un tipo
de violencia que deriva de relaciones de poder desiguales entre los sexos.
El Estado en su legislación la llama “violencia intrafamiliar”, incluyendo en
ella a hombres y mujeres, niños y niñas y a personas mayores. De hecho,
los indicadores oficiales del Ministerio del Interior (División de Seguridad
Pública) no miden la violencia de género sino sólo la violencia intrafamiliar.
Un conjunto de lugares, institucionalizados bajo las políticas de SERNAM, se han
instalado para acoger a las mujeres maltratadas, mientras organismos de la
sociedad civil pre-existían a la instalación de aquellos en dependencia estatal.
Estos organismos, más cercanos a las mujeres, no cuentan con el apoyo público,
lo que ha derivado en su creciente desmantelamiento. La localización de las Cas
as de Acogida
estatales es en las ciudades. A ello se suma que la taza de denuncias es más
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alta en medio urbano, dejando a la sombra lo que ocurre con la violencia de
género en el campo y las localidades pequeñas.
¿Es que esa visión nostálgica que muchos citadinos tienen del campo se puede
homologar a la ausencia de maltrato a las campesinas y las mujeres indígenas
que pueblan estos lugares? No. En la prensa de regiones y provincias suele
encontrarse hechos de violencia que llaman la atención por su brutalidad: el
hacha, la horqueta o la motosierra como herramienta de sujeción de la víctima, y
a veces el fogón, donde es empujada por su victimario. Muchas veces, con
algunas de estas herramientas, las mujeres devuelven la mano.
Un análisis de las tasas de denuncias en 8 tipos de delitos, que pueden
hablarnos de la violencia de género, en las regiones de Atacama, Metropolitana,
Maule y Biobío, nos permitió acercarnos a la violencia en el medio rural, lo que no
habría sido posible sin “desclasificar” las categorías oficiales de violencia.
Constatamos que, pese a la mayor significación de la denuncia en las ciudades,
el medio rural no era ajeno al hecho que las mujeres denuncian la violencia que
ejercen sus cónyuges o parejas en su contra. Por otra parte constatamos que, en
lo que a violaciones y delitos sexuales se refiere, los hombres no sólo eran los
principales victimarios sino que sus víctimas eran, además de mujeres, otros
hombres, niñas y niños. Este fenómeno se daba en el campo y en la ciudad.
Pero volvamos a la violencia en la pareja y la vida conyugal. En este aspecto
encontramos, independientemente de la mayor tasa de denuncia en el medio
urbano, altas tasa de denuncia de violencia grave en algunas comunas con un
importante doblamiento indígena y campesino. En el norte, las altas tasas de
denuncia se podrían asociar a las formas de vida mineras y a las migraciones a
las labores de la industria de la fruta.
Frente a la pregunta sobre si el campo era un medio en que se ejercía violencia
en contra de las mujeres, a lo menos tomando como indicador la denuncia, la
respuesta es que sí, que las campesinas e indígenas, así como las parejas de
mineros denuncian, pero lo hacen menos que sus pares que habitan las
ciudades.
Para profundizar en por qué ocurría esto, a partir de que contábamos con
abundante información de maltrato en medio rural, entrevistamos a campesinas,
temporeras, mujeres de la pesca y del medio minero.
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En primer lugar, encontramos que las mujeres rurales, de zonas mineras y de la
pesca no denunciaban la violencia vivida por tres razones: algunas de las
mujeres mayores por resignación a formas de vida en que el poder masculino no
merece cuestionamiento: “así es, así ha sido”; en segundo lugar, por miedo a la
represalia, y en tercer lugar, por la naturaleza de la sociabilidad masculina en las
localidades pequeñas. Las formas de residencia son normalmente aisladas, las
mujeres no tienen redes de parentesco ni de vecindad próximas para apoyarse,
lo que facilita las represalias. Otro tanto sucede con la ausencia de instituciones
públicas que favorezcan la denuncia y amparen a las mujeres que la hacen.
Además, ellas no denunciaban porque, en pueblos chicos, la sociabilidad
masculina entre vecinos las enfrentaba a un verdadero poder masculino local, y si
ellas iban al retén de policía, sus parejas luego sabrían, informados por los
propios carabineros, puesto que carabineros y esposos comparten los mismos
espacios de sociabilidad, receptáculos de la trasmisión de lo que ocurre en
aquellos lugares.
Estos tres elementos justificaban la inhibición de la denuncia en medio rural, lo
que nos lleva a problematizar el alcance del discurso y las políticas públicas en
torno a la denuncia y prevención de lo que el Estado nombra como “violencia
intrafamiliar”.
Podríamos hacer un parangón con el sistema escolar en el medio rural –de baja
calidad y resultados- y lo que ocurre con la violencia, en tanto los recursos
estatales están lejos de las poblaciones rurales a lo que se agregan los rasgos
singulares de las culturas tradicionales, campesinas, indígenas y obreras en que
la violencia contra esposas y parejas es un elemento arraigado en las relaciones
de género. Los municipios, que constituirían el lugar institucional de los gobiernos
locales, no incorporan el problema salvo escasas excepciones. Sin embargo,
cuando se encontró organizaciones de mujeres, ello facilitaba instalar en las
poblaciones rurales el respeto a la integridad física y psicológica de las mujeres y
a facilitarles dar el paso hacia la denuncia. Llamó la atención que las
herramientas y
“noticias”
más cercanas a las mujeres rurales provinieran de las campañas de la Red
Chilena contra la Violencia Doméstica y Sexual y no del SERNAM, ni de los
gobiernos locales, lo que habla de la poca densidad del discurso y política pública
en este medio.
Pero esta no es la única imagen que se puede extraer de los comportamientos
frente a la violencia en contra de las mujeres que se viven en lugares aislados.
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Una suerte de “economía oculta del parentesco” circulaba de manera
subterránea, no institucionalizada con respecto de la violencia entre muchas de
las entrevistadas. Esto es, una forma de encarar el maltrato que, por un lado,
mostraba actitudes dirigidas a obtener beneficios privados de golpizas y
menoscabo verbal, consistentes en negociaciones en torno al patrimonio familiar.
La otra estrategia consistía en abandonar a la pareja buscando crear medios para
tener ingresos, lo que puede explicar en parte el aumento de las jefas de hogar
rurales. Es decir, las estrategias, ya sea en torno a la apropiación femenina del
patrimonio o en torno a producir ingresos, pasaban por dispositivos económicos
que permitieran a las mujeres salir de los escenarios de violencia o manejarlos en
términos de ganancias patrimoniales.
* Estos y otros temas vinculados a la violencia en el medio rural figuran en
la publicación “Violencia de género. Cuerpos, espacios y territorios. Ximena
Valdés (coord.), Angie Mendoza y Macarena Mack, CEDEM, Santiago 2009
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