Comunidades cristianas, luz del mundo y fermento de esperanza

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Comunidades cristianas, luz del
mundo y fermento de esperanza
Un acercamiento a la relación entre vida
religiosa y espiritualidad laical
Adelaida Sueiro
*
Son muchos los caminos de espiritualidad que, a lo largo de la historia, han inspirado y
alimentado la vida cristiana. Su riqueza mayor está en la centralidad que ocupan, en su
experiencia de fe en Dios, la práctica y las enseñanzas de Jesús, que anuncia el Reino de Dios
como buena noticia a los pobres1.
“El espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha ungido
para anunciar a los pobres la Buena Nueva,
me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos
y la vista s los ciegos,
para dar libertad a los oprimidos
y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19).
El sentido profundo de esta buena noticia, que es anunciar la liberación de la pobreza, del
cautiverio, de la ceguera y de la opresión –signos de esclavitud y muerte–, entronca hoy día con
el clamor de los pobres, que brota desde su sufrimiento, y con el anhelo de hombres y mujeres
que, en múltiples condiciones de exclusión, luchan por el reconocimiento de su dignidad y el
respeto a sus derechos fundamentales.
Esta referencia de fidelidad a Jesucristo y, en él, de fidelidad a los pobres de este mundo ha
permitido profundizar la hondura evangélica de la opción preferencial por los pobres2 y, así
mismo, ir reconociendo a Cristo, el Señor, “que nos cuestiona e interpela”, en el rostro de los
que sufren, de los insignificantes para la sociedad, de los excluidos3. Este camino, reabierto por
los obispos latinoamericanos en Medellín y por la teología de la liberación4, persistente en una
firme y larga trayectoria ligada a la vida cotidiana de la gente, fue reafirmado en Puebla y Santo
Domingo y ha sido asumido por el magisterio universal como una exigencia “firme e
irrevocable” para toda la Iglesia5.
Estamos en el caminar de los discípulos y las discípulas de Jesús. En ese horizonte es
importante no olvidar que, desde la comunidad de los discípulos de Jesús, a lo largo de la
historia de la Iglesia, encontramos testimonios de comunidades cristianas que son luz del mundo
y fermento de esperanza.
Este artículo ha sido trabajado a partir de la presentación de “Cultivar la esperanza”, en el seminario La
vida religiosa en perspectiva del Reino, organizado por la Conferencia de Religiosos del Perú en agosto
del 2006.
1
Cf. Evangelii nuntiandi n° 6.
2
Cf. Documento de Medellín - Pobreza 5-7, Puebla 1134, Santo Domingo 180.
3
Cf. DP 31
4
Sollicitudo rei socialis n° 46 y en el “Documento de la Conferencia Episcopal Peruana sobre la teología
de la liberación” n° 20.
5
SRS 42, Juan Pablo II, Discurso inaugural de Santo Domingo 16, TMA 51.
*
UNA IGLESIA LLAMADA A DISCERNIR LOS SIGNOS DE LOS TIEMPOS
Hoy que la Iglesia vive uno de los momento más difíciles de su historia, el camino hay que
hacerlo siguiendo el aliento profético de Juan XXIII que, al convocar el concilio Vaticano II,
con su mirada penetrante, vislumbraba exigencias que tocaban el corazón de la misión de la
Iglesia:
“La Iglesia asiste en nuestros días a una grave crisis de la humanidad, que traerá consigo
profundas mutaciones. Un orden nuevo se está gestando, y la Iglesia tiene ante sí
misiones inmensas, como en las épocas más trágicas de la historia. Porque lo que se exige
hoy a la Iglesia es que infunda en las venas de la humanidad actual la virtud perenne, vital
y divina del evangelio”6.
Nuestra Iglesia está llamada a discernir los signos de los tiempos y urgida de llevar el mensaje
evangélico de salvación a un mundo que vive en medio de contradicciones y brechas profundas.
Entre la abundancia de riqueza de unos pocos y la pobreza y el desamparo de grandes sectores
de la humanidad, el grito de afirmación de la vida pareciera verse acallado por el tronar de la
fuerza de muerte que tiene rostro de pobreza, hambre y guerra fraticida. Es éste un mundo que
grita por esperanza, por relaciones sociales más justas y más humanas.
Esta encrucijada no solo toca y desafía la misión evangelizadora de la Iglesia, sino que levanta
muchas preguntas que afectan a la estructura misma de la comunidad eclesial: ¿cómo vivir la
relación entre el sentido de autoridad en la comunidad eclesial y la libertad creativa y
responsable de los distintos miembros de esta comunidad, para responder a los desafíos de la
tarea evangelizadora? ¿Cuál es el lugar y papel de los laicos y laicas en la estructuras misma de
la Iglesia7, especialmente de las mujeres? ¿Cómo construir relaciones de comunión entre los
diferentes miembros de la Iglesia y los carismas con los que están llamados a participar en el
caminar del pueblo de Dios? ¿Cómo dar testimonio de que la “obediencia” –en el amor y la
participación, añadiría yo– puede ser piedra de toque que desencadene verdaderos procesos de
liberación? ¿Cuál es hoy día la relación entre fe y política para que, preservando la identidad
propia de la Iglesia, no caiga en un dualismo que se hace cómplice de situaciones de profunda
injusticia social, lo cual, dada su misión, no es políticamente inocente?8. Éstas y otras preguntas
tocan la credibilidad de la Iglesia y por lo tanto su ser signo de la presencia de Dios en la
historia. En última instancia, nos colocan ante la exigencia de fidelidad a Cristo y su mensaje.
No es la primera vez que la Iglesia se encuentra desafiada y urgida de renovación, aun en su
misma vida interna. Como siempre, el camino es retomar su fuente primera: “Jesús resucitado y
Señor de la historia, que vive y actúa en nuestro tiempo”9.
Cabe preguntarnos: ¿qué pueden ofrecer las comunidades cristianas ante los actuales desafíos a
la Iglesia y su misión evangelizadora?
Siguiendo el evangelio de Mateo, ha llegado el momento de “sacar de las arcas lo nuevo y lo
viejo” (Mt 13,52). Por eso me gustaría hacer referencia a dos dinámicas históricas que se
entretejen y enriquecen mutuamente, una de ellas viene de la vitalidad de las comunidades de
vida religiosa y su experiencia de seguimiento de Jesús, la otra surge de la fuerza de vida que
habita en la vida de los pueblos10.
REDESCUBRIR LAS COMUNIDADES DE VIDA RELIGIOSA COMO
6
Juan XXIII, Convocatoria al concilio Vaticano II n° 7.
“Ustedes pertenecen a la estructura viva de la Iglesia” (Benedicto XVI, Roma 30-V-06).
8
Cf. Juan Bautista Metz, Dios y Tiempo, Ed Trotta 2002, pp 116-117.
9
José María Arnáiz,”Devolver su encanto a la vida cristiana”, en seminario La vida religiosa en
perspectiva del Reino, Lima 14-VIII-06
10
Juan Bautista Metz, Idem. El autor apunta ya en este sentido cuando señala: “En algunas iglesias del
Tercer Mundo (…) la iglesia de base se desarrolla en sintonía productiva con los obispos, los cuales, a su
vez, no ven en ella un atentado contra su autoridad eclesial, sino una oportunidad para la mística esclesial
del seguimiento. (…) Casi en todos los sitios donde hasta ahora se ha desarrollado esta iglesia de base,
miembros de la iglesia de las órdenes (religiosas) han participado en su nacimiento” pp 114-115
7
ESCUELAS DE ESPIRITUALIDAD
Volviendo los ojos al largo caminar del pueblo de Dios en la historia, encontramos la
experiencia de “comunidades de vida religiosa” en que, siguiendo las enseñanzas de Jesús,
hombres y mujeres han puesto sus vidas en manos de Dios y encarnan su amor en el servicio a
los necesitados, enfermos, hambrientos, cautivos, encarcelados, niños abandonados, mujeres
despreciadas y maltratadas, víctimas de la violencia, es decir, ayuda fraterna y solícita a los que
son considerados insignificantes por la sociedad.
Cada una de estas comunidades es, en su tiempo, una expresión de la fuerza del Espíritu de
Jesucristo que acompaña a la Iglesia y le muestra nuevos caminos para responder a los desafíos
que se plantean a su tarea evangelizadora a lo largo de la historia.
En la actitud confiada a dejarse conducir por el Espíritu, estas comunidades van encontrando la
pasión de su compromiso y la voluntad de renovación para ser testigos del Dios de la vida a
través de los tiempos.
Haciendo memoria encontramos frutos abundantes que, multiplicándose creativamente, llegan
hasta hoy en el testimonio de tantos hombres y mujeres que, en una entrega apasionada al
servicio del reino de Dios, han dado su vida día a día en la tarea de sembrar y cultivar la
esperanza y recrear la vida y defenderla, sobre todo entre los más pobres. En este largo caminar
de la Iglesia no han faltado las dificultades, desconfianzas, vicisitudes, hostilidades...
Opacidades todas ellas que ensombrecen la luminosidad de quien es la primigenia fuente de
vida y luz del mundo (Cf. Jn 1,4-5).
Para los laicos y laicas estas comunidades de vida religiosa han sido, durante muchos siglos,
caminos de seguimiento de Jesús que hemos hecho nuestros. Han sido también acogedoras
escuelas de vida cristiana, verdaderas escuelas de espiritualidad. Son hoy pequeños puntos
luminosos al interior de la Iglesia que fueron proyectándose como procesos de renovación,
impulso de vitalidad y pasión por Dios y por la humanidad. Se trata, pues, de verdaderos signos
de esperanza y vida en momentos cruciales de la historia.
Así, conjugándose a la vez con otros factores propios de los tiempos, fue despertándose la
conciencia laical de pertenencia a la Iglesia y de responsabilidad propia en la tarea
evangelizadora. Luego, el concilio Vaticano II, esa “hora de Dios en este ciclo de la historia”11,
cristalizó estas búsquedas reconociendo la igualdad de todos los miembros del pueblo de Dios:
“Común es la dignidad de los miembros por su generación en Cristo, común la gracia de hijos,
común la vocación a la perfección, una sola salvación, una sola esperanza e indivisa caridad”
(LG n° 32)12. Afirmando, también, el carácter secular como propio y peculiar de los laicos.
“A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios
gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es
decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones
ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está entretejida. Allí están
llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu
evangélico, contribuyan a la santificación del mundo desde dentro, a modo de fermento”
(LG n°31).
En esta relación con las comunidades religiosas, el riesgo está en que las vocaciones laicas
encuentren, al interior de estos caminos de espiritualidad, un refugio para protegerse de las
desazones que muchas veces marcan el quehacer en el mundo: desencanto de la política,
corrupción que parece infiltrarse por todas las rendijas del sistema y corromperlo todo,
cansancio del bregar diario que nos da la impresión de no remontar, de manera eficaz, las
cuestas por las que trascurre la vida, el clima de violencia e inseguridad que gana espacio en
nuestras sociedades, etc. Así también, muchas veces, las comunidades religiosas encuentran en
11
12
Paulo VI, EN n°4.
Retomado por Juan Pablo II en Christifideles laici n° 15.
estas fuerzas vivas laicales recursos humanos, que pueden hacer falta al interior de la
comunidad, para sus propias obras.
Pienso que el desafío está en impulsar y acompañar a los laicos y laicas en su compromiso de
trasformar el mundo mediante el ejercicio de sus propias tareas, es decir, insertos, a modo de
fermento, en las estructuras mismas de la sociedad.
EL CAMINAR DE LA IGLESIA LATINOAMERICANA Y LAS
COMUNIDADES ECLESIALES DE BASE
Mirando los últimos 50 años, descubrimos que, con el impulso del Vaticano II, manifestación
del aliento del Espíritu de Jesucristo en la historia, el pueblo de Dios en América Latina se pone
a caminar en una Iglesia viva y comprometida con su tiempo. La Iglesia latinoamericana echa
sus raíces en la vida en ebullición de los pueblos latinoamericanos que, en su mayoría, son
creyentes y pobres. Recoge ahí el clamor que sube al cielo desde su sufrimiento e inhumana
pobreza13, escucha también “el anhelo de emancipación total, de liberación de toda servidumbre,
de maduración personal y de integración colectiva”, y los obispos en Medellín añaden que no
pueden dejar de “interpretar este gigantesco esfuerzo por una rápida trasformación y desarrollo
como un evidente signo del Espíritu que conduce la historia de los hombres y de los pueblos
hacia su vocación”14.
Desde la vitalidad de esta Iglesia han surgido múltiples movimientos eclesiales y comunidades
cristianas formadas en su mayoría por “laicos hombres y mujeres, que reflexionan a la luz del
evangelio sobre la realidad que les rodea y buscan formas originales de expresar su fe en la
palabra de Dios y ponerla en práctica”15.
Entre la larga lista de estas comunidades eclesiales quiero hacer una referencia especial a las
comunidades eclesiales de base o comunidades cristianas, como las hemos llamado en el Perú.
En ellas se encarna el sentido de las palabras de Juan Pablo II:
“La común dignidad bautismal asume en el fiel laico una modalidad que los distingue, sin
separarlo, del presbítero, del religioso y de la religiosa. El concilio Vaticano II ha
señalado esta modalidad en la índole secular: ‘El carácter secular es propio y peculiar de
los laicos’ (LG 31).
(…)
Como decía Pablo VI, la Iglesia ‘tiene una auténtica dimensión secular, inherente a su
íntima naturaleza y a su misión, que hunde su raíz en el misterio del Verbo Encarnado, y
se realiza de formas diversas en todos sus miembros’ (2-II-72).
La Iglesia, en efecto, vive en el mundo, aunque no es del mundo (cf Jn 17,16) y es
enviada a continuar la obra redentora de Jesucristo; la cual, ‘al mismo tiempo que mira de
suyo a la salvación de los hombres, abarca también la restauración de todo el orden
temporal’ (Apostolicam Actuositatem, 5)
Ciertamente, todos los miembros de la Iglesia son partícipes de su dimensión secular;
16
pero lo son de formas diversas” .
Estas comunidades cristianas son un espacio en el que participan laicas y laicos, sacerdotes,
religiosos y religiosas, y son muchos los obispos que acompañan de cerca esta experiencia
eclesial. Es decir, en ellas se encuentran las formas diversas en que los miembros de la Iglesia
participan de la dimensión secular que le es inherente a su íntima naturaleza y a su misión.
Identidad y tarea que, en búsqueda de fidelidad al seguimiento de Jesús, hunden sus raíces en el
misterio del Verbo encarnado.
Documento de Medellín – “Justicia” n° 1 y “Pobreza de la Iglesia” n° 1, Cf. DP n° 87-89.
Documento de Medellín, “Introducción” n° 4.
15
Documento de Puebla n° 99.
16
Christifideles laici n°15.
13
14
“Las comunidades cristianas de base constituyen uno de los hechos más fecundos y
significativos de la vida de la Iglesia latinoamericana en estos años. Su desarrollo a lo
largo del continente ha contribuido a levantar la esperanza de los pobres y oprimidos, y
son un privilegiado lugar de encuentro de un pueblo que busca conocer su situación de
miseria y explotación, luchar contra esta condición y dar cuenta de su fe en el Dios que
libera”17.
Crece así, desde esta experiencia, el sentimiento que bien expresaron Irene y Víctor Chero
frente a Juan Pablo II en Villa el Salvador:
“Caminamos en la Iglesia y con la Iglesia, y la Iglesia camina con nosotros y en nosotros,
ella nos ayuda a reconocer y vivir nuestra dignidad como hijos de Dios y hermanos en
Cristo. Gracias a la fe que siempre hemos tenido, la labor pastoral, en nuestro pueblo
creyente y pobre, ha podido crear comunidades eclesiales con cristianos conscientes y
comprometidos”18.
Esta experiencia eclesial, expresión de la actitud abierta y comprometida de una Iglesia atenta al
clamor de los pobres y de los pequeños, como nos enseña el mismo Jesús, abre caminos nuevos
a la práctica pastoral y, como bien señala Juan Bautista Metz, es un impulso importante a la
reflexión teológica.
“Impulso importante que viene de estas iglesias pobres, se refiere a la formación de un
nuevo modelo de vida de las denominadas comunidades de base, en comunión con los
obispos y, a través de ellos, con la sucesión apostólica. Pero en comunión también con la
historia de los testimonios de fe; porque, efectivamente, entre tanto este rebrote eclesial
ha ganado credibilidad gracias al testimonio cruento de muchos hombres y mujeres, y el
martirologio que puede escribirse sobre esta iglesia es, literalmente, como el hilo
conductor que nos permite remontarnos desde el presente de la Iglesia hasta la historia de
la pasión de Jesús. (…) El ‘tiempo de la Iglesia’ que late en esta nueva vida no va a ser,
en mi opinión, un tiempo de grandes líderes carismáticos, ni de grandes maestros de
teología o de grandes profetas. Va a ser, más bien, el tiempo de la tenaz conversión de los
pequeños sujetos, digamos que un tiempo de pequeños profetas”19.
Hay tres aspectos que propician un enriquecimiento de todos los miembros de las comunidades
cristianas y que quiero, especialmente, resaltar a propósito de la pertenencia y participación de
los diferentes miembros de la Iglesia en estas comunidades:
a) Ante la fragilidad de la vida de los pobres y la sistemática desestabilización de todo tipo de
institucionalidad en nuestros países, es crucial el esfuerzo y persistencia por mantener la
vitalidad y existencia de las comunidades cristianas. En ellas se redescubre cada día la
dignidad de hijos e hijas de Dios, fundamento último del valor de su vida y de sus derechos
como persona, crece también su conciencia de pertenencia a la Iglesia y su responsabilidad
en la tarea evangelizadora.
b) Reforzar la comunidad cristiana como espacio de discernimiento, a la luz de la palabra de
Dios, sobre los carismas diversos con los que se construye la comunidad, y también de
acompañamiento a los laicos y laicas en el desempeño de su compromiso social y eclesial.
c) Redescubrir la comunidad, día a día, como un espacio de oración y contemplación de la
palabra de Dios presente en la historia, alimentando una espiritualidad que, fundada en la
resurrección de Jesús, celebra la vida.
Comentando los difíciles años de violencia que se vivieron en el Perú, tiempo en que era un
privilegio continuar vivo, Felipe Zegarra, desde la experiencia de las comunidades cristianas,
nos dice: “Se aprendió también a acoger la vida y agradecerla, dar gracias al Señor por ella,
Gustavo Gutiérrez, “Comunidades cristianas de base”, Páginas n° 29, Lima 1980, pp. 3-8.
Saludo de las comunidades cristianas del Sur de Lima a Juan Pablo II, Villa el Salvador – Lima 5-II1985.
19
Juan Bautista Metz, Idem, pp 133-134.
17
18
cada vez que se presentaba la ocasión: aprendimos así el significado de la gratuidad del amor de
Dios (1 Juan 4,8 y 16) y de la oración de acción de gracias”20.
Esta experiencia de la Iglesia latinoamericana es un camino que no hemos terminado de
recorrer. Crece la conciencia de la responsabilidad de dar vida y defenderla, especialmente a los
que más sufren, ser signo auténtico de comunión y fraternidad humana y espacio de acción de
gracias que celebra la vida y proclama el amor de Dios, que no olvida a ninguna de sus hijos e
hijas. ¡Que el Señor de la vida nos acompañe e impulse en ese camino!
20
“Goce y defensa de la vida”, en Páginas n° 183, p. 31.
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